Se puede decir que si algo duele profundamente en el cuerpo, el pensamiento se contagia de ese dolor y es fácil que responda con locura y hostilidad. En los peores casos, con depresión y apatía.
El dolor es fuente de ira, el mío.
Es inevitable que el dolor prenda en el alma porque lleva consigo partículas de incertidumbre y miedo.
(Sueño con deslizar el filo de la navaja en tus bragas cortar la longitud justa para penetrarte sin arrancártelas, anhelando escuchar tu contenida respiración. Y con las piernas inmovilizadas notes la proximidad del frío acero en el coño y luego, la ardiente polla invadiéndote como un dolor que no lo es, solo soy yo. No sé si es un sueño de dolor, porque cuando no lo hay, también lo imagino.)
Cuando un dolor físico es profundo, se encuentra cerca del alma; que es lo más profundo que contiene el cuerpo.
Y la impregna.
No hay forma de llegar a ese dolor de la misma forma que no puedes hurgar el alma. No llega la calidez de la mano y sus dedos crispados tan profundamente, no hay forma de aplacar todo eso que te corta y arde en algún tuétano o entraña.
Mientras el dolor pulsa como un veneno o una radiactividad, el alma se marchita y no distingue muy bien entre vida y muerte.
En el dolor profundo es donde se encuentra el purgatorio real y definitivo.
Ni siquiera llegan allá las oraciones de los píos.
Ni la esperanza.
(Entre mis dientes tu pezón se eriza, se endurece. Y la venda en tus ojos es una sensualidad devastadora para mi razón. Sabes que no cerraré los dientes, que en lugar de eso mis dedos se han metido entre tus piernas, chapoteando en tu vagina. La posibilidad de un dolor, es un gemido que desprende fluidos como ayes.)
El alma reside en la médula de los huesos y recubre cada fibra nerviosa del cuerpo. Solo a través del dolor te das cuenta de que el alma es real, porque se calienta y arde en las sienes haciendo cerrar los puños con fuerza; horadando con un chirrido obsceno un hueso, como te curarían una caries sin anestesia y sin ninguna consideración.
El alma enloquece y la locura amplifica el dolor y nace la paranoia, el horror a sentirlo de nuevo. Y con ella la posibilidad amable del suicidio como un oasis entre toda esa mierda.
Así que, si duele profundamente allá donde no llega el calor de las caricias, prueba con una droga potente, porque de morir no te libras.
Mejor morir sin dolor, al final pagas el mismo precio que llorando lágrimas de sangre.
Y si no hay forma de aplicar una droga o analgesia, despídete de ti mismo. Te perderás en tierra de nadie donde la ternura y el amor forman ramos marchitos de rosas muertas que se rompen con una brisa. Donde la alegría es un manto de hojas podridas en un frío otoño.
(El dedo corazón busca tu ano, y te defiendes contrayéndolo. Le escupo, lo lamo y como la cueva de Alí Babá, de repente se relaja y me deja entrar. Me gustan tus gemidos mezclados de dolor y deseo, de mortificación húmeda e indecente. Somos nazarenos en la procesión de nuestra santa patrona La Puta Obscenidad. Y muerdes con indecencia la mordaza.)
Al final regalarías el alma por dejar que la víscera o el tuétano dejara de pulsar, si existiera el diablo le vendería ese alma caliente y ya infectada. Antes de perderte, busca un poco de claridad entre el dolor, a veces la hay durante unos segundos.
Y muere en paz.
(Dentro de ti; en tu coño, en tu ano, en tu mente que hoy es mía. Eres mi puta.)
Iconoclasta
Foto de Iconoclasta.