Escribo lentamente para no desangrarme también rápidamente (como los segundos pasan) y así tener tiempo para describir lo que padezco y siento.
Cuanto más rabio, más adrenalina, la presión arterial sube y la sangre brota en obscenos borbotones casi negros por nariz, lagrimales y entre uña y carne.
Sí, todo la hostia puta de sórdido.
Así que sin apretar, lenta y sedosamente derramo en el papel mi hastío y la mezquindad humana que me pringa la piel como un mal hongo.
Hay un motivo de amor y miles de millones de odio, indiferencia absoluta por sus vidas cuando me siento bienhumorado. Como ellos la sienten por la mía, no soy especial.
Es lógico, incluso legal, sentirse agraviado por toda esa caterva de mezquinos, gritones y malolientes.
Comprendo que los dibujantes de cómics crearan primero al villano que desea destruir a la humanidad, y luego al super héroe para hacer feliz a la chusma lectora. El dibujante busca lo mismo que yo escribiendo: aniquilar la mezquina humanidad, cáncer de sí misma.
Es inevitable que casi todo mi cerebro piense en ella. Y esa pequeñísima parte de mi seso, la que controla por ejemplo, el cagar o las náuseas, piensa además en esos miles de millones sin rostro; en su erradicación como primer sueño o deseo vehemente.
Es más fácil odiar que amar. Es la razón de que el odio exija tan poco cerebro para ser gestionado.
El amor es una galaxia inabarcable en el espacio profundo que precisa la inmensa mayoría de mis neuronas para gestionarlo.
El deseo es una bestia voraz de conexiones sinápticas y quema neuronas como una tostadora averiada el pan.
Pensando en ella no sufro hemorragias, pero me desoriento en su cosmogonía y cosmología. O en la inmediatez de un “te amo” irrefrenable. Sí que pierdo el control de la realidad soñando con ella, amándola desbocadamente. Y por ello, para proteger mi integridad mental, acabo de nuevo en la casilla de salida odiando. Pero no con furia, sino fríamente. Tomando un café entrecerrando los ojos por el humo del tabaco; observando a la humanidad e incinerándola sin ningún tipo de alegría, como quien realiza su mal pagado trabajo diario. Meditando sobre el espacio que nos dejaría la extinción, su silencio y cadencia temporal.
No los necesito. Ni siquiera en mi imaginación desbordada cabe otro ser, algo ajeno a ella.
Al final te tengo a ti ocupando todo mi pensamiento y al resto del planeta para ubicarme en un lugar concreto para sobrevivir, cosa imposible en tu infinita esencia.
No debería odiar, con la indiferencia bastaría; pero no soy budista o un beato religioso y requiero cometer excesos para liberar la presión de tu posesión.
Iconoclasta