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29 de mayo de 2024

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Escribo lentamente para no desangrarme también rápidamente (como los segundos pasan) y así tener tiempo para describir lo que padezco y siento.

Cuanto más rabio, más adrenalina, la presión arterial sube y la sangre brota en obscenos borbotones casi negros por nariz, lagrimales y entre uña y carne.

Sí, todo la hostia puta de sórdido.

Así que sin apretar, lenta y sedosamente derramo en el papel mi hastío y la mezquindad humana que me pringa la piel como un mal hongo.

Hay un motivo de amor y miles de millones de odio, indiferencia absoluta por sus vidas cuando me siento bienhumorado. Como ellos la sienten por la mía, no soy especial.

Es lógico, incluso legal, sentirse agraviado por toda esa caterva de mezquinos, gritones y malolientes.

Comprendo que los dibujantes de cómics crearan primero al villano que desea destruir a la humanidad, y luego al super héroe para hacer feliz a la chusma lectora. El dibujante busca lo mismo que yo escribiendo: aniquilar la mezquina humanidad, cáncer de sí misma.

Es inevitable que casi todo mi cerebro piense en ella. Y esa pequeñísima parte de mi seso, la que controla por ejemplo, el cagar o las náuseas, piensa además en esos miles de millones sin rostro; en su erradicación como primer sueño o deseo vehemente.

Es más fácil odiar que amar. Es la razón de que el odio exija tan poco cerebro para ser gestionado.

El amor es una galaxia inabarcable en el espacio profundo que precisa la inmensa mayoría de mis neuronas para gestionarlo.

El deseo es una bestia voraz de conexiones sinápticas y quema neuronas como una tostadora averiada el pan.

Pensando en ella no sufro hemorragias, pero me desoriento en su cosmogonía y cosmología. O en la inmediatez de un “te amo” irrefrenable. Sí que pierdo el control de la realidad soñando con ella, amándola desbocadamente. Y por ello, para proteger mi integridad mental, acabo de nuevo en la casilla de salida odiando. Pero no con furia, sino fríamente. Tomando un café entrecerrando los ojos por el humo del tabaco; observando a la humanidad e incinerándola sin ningún tipo de alegría, como quien realiza su mal pagado trabajo diario. Meditando sobre el espacio que nos dejaría la extinción, su silencio y cadencia temporal.

No los necesito. Ni siquiera en mi imaginación desbordada cabe otro ser, algo ajeno a ella.

Al final te tengo a ti ocupando todo mi pensamiento y al resto del planeta para ubicarme en un lugar concreto para sobrevivir, cosa imposible en tu infinita esencia.

No debería odiar, con la indiferencia bastaría; pero no soy budista o un beato religioso y requiero cometer excesos para liberar la presión de tu posesión.



Iconoclasta

 

27 de agosto de 2022

La vida turbia


El río baja turbio, que es el color de la vida por mucha muerte que arrastre.

El color de mi vida y mis muertos.

Y se me detiene un segundo el corazón ante las aguas tan opacas, tan barro. Como si la sangre se hubiera achocolatado también.

Pienso de un modo natural que las tragedias son contagiosas. Sin acritud, es un hecho.

Es un buen color, el color menos mezquino. Las termitas humanas quieren colores más alegres y claros en su ropaje para reflejar la luz del sol y evitar un poco de calor en su hacinamiento paranoico y devorador.

El río arrastra el polvo y las cosas calcinadas por el verano; con todo ello hace una sopa ruidosa y fría, con los cadáveres y trozos de árboles muertos.

Y limpia sin cuidado ni alegría, los rostros a las piedras que sobresalen con su tez dorada por el sol.

Rostros de granito sin alma que el verano ha quemado.

El sonido del agua es la urgencia por llegar al mar.

Una alegría y un llanto…

Le ruge el caudal a los recodos y los cantos rodados que dejen paso. Y les canta un adiós y hasta nunca jamás, porque el agua pasada es tiempo muerto ya. Solo provoca unas lágrimas de pérdida íntima si estás lo suficientemente cerca para escuchar el río y a nadie más.

Un agua empuja a otra y los patos, canoas vivas, incluso nadan contra la corriente si así les apetece; como a mí siempre.

Jodidos patos malhumorados... No se quejan de los cadáveres, ni de lo turbio. Ni siquiera se quejan, hacen lo que quieren y lo que deben.

Yo no siempre.

No tengo la suerte de ser siempre pato.

Pero mejor bajo la lluvia que bajo el techo.

Mejor el rayo que la lámpara y mejor el trueno que la música.

Mejor empapado que seco.

Mejor partido que humillado.

Soy de naturaleza asilvestrada, no puede hacer daño.

Y que las lerdas y lentas babosas, caracoles indigentes, se arrastren por la tierra jaspeada de chorros de agua brillantes que se pierden mágicamente entre la hierba para enfriar el infierno.

Las ninfas están sobrevaloradas y los diablos olvidados.

Yo soy la turbia justicia de los tristes.

Pareciera que el otoño se asoma secretamente camuflado ente las nubes, observando en qué estado ha dejado el planeta el verano, su enemigo mortal.

Le han sentado bien las vacaciones; porque una repentina brisa fresca evoca una risa satisfecha y despreocupada.

Antes de que un rayo de sol consiga destripar una nube, me dice retirándose sigilosamente: “Mantente vivo, no tardaré en llegar. El maldito verano está acabado, muerto. Te lo digo yo”.

Le digo que vale; pero que no me queda mucho tiempo, y soy algo que el río quiere arrastrar.  Lo dicen sus aguas al hacerse espuma contra un roca, lo que le pasará a mis sesos muertos.

Sinceramente, no me voy a estresar por vivir, soy un recio de piel gruesa y curtida.

“Pues si encuentro tu cadáver lo cubriré de hojas y te pudrirás en la tierra, soy bueno en lo mío”.

Le doy las gracias por educación, porque me importa literalmente una mierda lo que le pase a mi carne muerta.

Mientras no duela, me suda la polla.

Y que los patos, si quieren, pellizquen mi carne tan encantadoramente malhumorados.

El otoño es un buen tipo, pero con hipertrofia de ego.

Mi ego va río abajo, a veces me desprendo de él si me place.

Puedo ser absolutamente ajeno a mí mismo.

Incluso no puedo evitar ver mi cuerpo golpearse contra las rocas y luego llegar al mar partido.

Soy un delirio mudo.

Mi pensamiento es turbio, tiene el color de la vida, aunque no quiera.



Iconoclasta

Foto de Iconoclasta.

 

24 de agosto de 2022

Un mierda con una pluma

Tengo la impresión de que escribo mi pensamiento incansablemente. Buscando la versión más digna de mí, o la más piadosa.

No lo consigo, siempre escribo algo que me causa repulsa y hastío de mí mismo.

Quisiera ser un buen tipo, parecer interesante, destacar por encima de la mezquindad; pero apenas he escrito la primera frase, no puedo imaginar otra cosa que a un mierda escribiendo con la pluma.

Si tuviera lágrimas me gustaría derramarlas y consolar mi rostro agriado.

La cuestión es que estoy seco como un árbol muerto.

Y que las lágrimas, un día se vertieron todas a un tiempo y me sequé.

El llanto seco es el más indigno y el que más daña los ojos. El que me hacer parecer un hipócrita y me deja así, desnudo ante el planeta mostrando mi inmundicia interior.

Por eso elevo el rostro al cielo cuando llueve, para recordar cómo es llorar y esconder lo que soy.

Para que la tinta que describe con precisión mi naturaleza, se emborrone y ni yo mismo me comprenda.

Un día me propuse que las palabras hirieran y dolieran.

Y lo hice.

Lo hice bien.

Y se me encogen los huevos avergonzado cuando me reflejo en este espejo de papel sin brillo, sucio de mí.

Nunca le pregunté a madre si mi nacimiento fue especialmente doloroso para ella, temía que dijera que fue un infierno.

Ya tengo mis certezas, no necesito las pruebas de nadie para afirmar rotundamente lo que soy.

La mierda que soy.

Soy bueno engañándome también.

Y aún no así, no puedo evitar escribir que un día follé por pura animalidad, sin un solo ápice de cariño. La tenía dura, el glande empapado. Se la tenía que meter. Luego aquel coño salvaje que resultó tener cabeza y un rostro, me besó tiernamente en los labios pensando que fue un bello y romántico impulso. No me acuerdo de su nombre, si alguna vez lo supe.

Algo falla en mí que no puedo borrar los capítulos más sórdidos de mi vida.

Ni dejar de trazarlos.

No los puedo disfrazar de drama, de existencialismo.

Soy un mierda.



Iconoclasta

Foto de Iconoclasta.

28 de abril de 2022

El departamento planetario del cariño


Nadie sabe nada de nadie. Y por suerte es innecesario ese saber.

Habitualmente, cuanto más sabes menos te gusta.

Mejor no preguntar.

Mejor aún, callar.

Callar está bien, es relajante, te libera de presiones, te hace indiferente a todo. Y el pensamiento se inquieta menos.

Y por eso ocurre que, cuando una simple brisa me acaricia la piel, los brazos, el rostro sudoroso, la espalda al filtrarse el aire fresco juguetonamente por entre la tela; de una forma instintiva pienso que es un consuelo.

El planeta, su departamento del cariño, me dice que ya está, que todo fluye en la dirección adecuada, que me abandone a ella. Que descanse.

Y es tan agradable y sensual la caricia, que se me pierde un latido cuando demasiado relajo incluso el corazón.

Has de hacer las cosas bien, el follar o el matar, el trabajo o el reposo.

Por eso me quedo en equilibrio al filo de la muerte y la vida cuando la brisa susurra ternuras en mi carne.

Sería el mejor momento de mi vida para morir. Tranquilo, sereno, satisfecho, incluso feliz. Sin cansancio, solo porque ya está todo hecho; o dulcemente vivir. Así…

Cierro los ojos para ver la luz dentro de mí. Siempre almacenamos un poco de sol aunque no queramos. Cualquiera que ha vivido momentos de hermosa soledad e intimidad lo sabe.

Imagino que esa luz sirve para no perdernos dentro de nosotros. Saber que aún estamos vivos cuando desparecemos tan plácidamente la faz de la tierra al meternos dentro de nos. Tan plácidamente como yo escribo esto, sin ser consciente si estoy dentro o fuera de mí.

Si acaso, solo el movimiento de los vellos de mis brazos, me indica que mi cuerpo está allá fuera. Que aún siente la caricia del departamento planetario del cariño.

Puedo seguir un rato tranquilo, si le ocurre algo malo a mi piel lo sabré.

Que me quede dentro de mí, si me place; me dice la brisa.

Tranquilo, pasará lo que deba, susurra con un cariño.

Y me quedo.


Siempre solo y con placer: un servidor (no sé quién soy, mejor no preguntes).


P.S.: No tardo, cielo, sabes que no puedo estar mucho tiempo sin ti.




Iconoclasta

Foto de Iconoclasta.

28 de marzo de 2020

Los trágicos segundos



Esos segundos que sin previo aviso, por causa de algún olor, de algún tacto, o de algún pensamiento volátil e imperceptible; detienen el corazón, te roban un latido, dejan en suspenso la vida y te arrastran inevitablemente a la añoranza de un beso, un abrazo. Aunque claves las uñas en tu propio pecho, te arrastrarán a la inquietud del recuerdo de un dolor, de una muerte, de un engaño, de una frustración.
Cuando la aguja del reloj se detiene demasiado tiempo y deja en suspenso el alma porque una palabra necesaria no se dijo o escribió en el momento adecuado.
Ese segundo que marca el funesto aviso de que tal vez es hora de despedirse, si tienes a alguien de quien hacerlo.
El segundo que te transporta a un mundo absurdo y ajeno cuando ves a padre muerto. Con el color de la carne fría de los cadáveres y la nariz hinchada.
Las manos parecen de plástico…
Ahí no hay ni un ápice de calor…
Pobre padre…
Cuando la miras y sientes la imperiosa necesidad de abrazarla, de decirle que ha sido tan difícil llegar a amarla… Que has tenido suerte de llegar a este momento y no haber muerto antes.
Esos segundos de amor, dolor o miedo son tragedias por bellos que puedan ser.
Porque duran eso, un segundo miserable.
Un segundo para un infarto es suficiente, y te da el color de la carne fría.
Oh, padre…
A veces se repiten hasta doblarte, como si quisieras vomitar.
Oh, madre que no vi tu carne fría.
Qué suerte recordarte hermosa.
Un beso, mama.
Otras son simplemente irrepetibles y te frotas un poco las manos desesperado.
Y sin darte apenas cuenta, recitas el rosario de los segundos.
Soy hombre porque pesa la vida y soy un titán.
Soy hombre porque temo el dolor de morir.
Soy hombre porque he amado.
Soy hombre porque he odiado.
Soy un mierda porque lloro.
Y una hiena porque río.
Una bestia desbocada cuando pego.
Un charco de sangre cuando me pegan.
Unas uñas desgarradas cuando me precipito.
En solo un segundo tengo la concreta definición de lo que soy, por mucho que duela.
Tal vez por eso el corazón se detiene, para que preste absoluta atención a la miseria a la que me reduce un segundo.
Segundos que marcan la diferencia entre amar y odiar…
Si fueran horas trágicas, haría muchos años que estaría muerto, tal vez antes de llegar a joven.
No sé si es suerte o naturaleza que los segundos de dolor y humillación sean los que más abundan en el reloj. Tal vez soy pesimista; pero no encuentro suficientes razones para el optimismo. Una o dos cada veinte años a lo sumo.
Ya no queda ninguna veintena.
Cuando te das cuenta de que es tarde, más vale que tengas una buena sobredosis de sedantes a mano. Porque de sufrir no te libras. Si el segundo no te mata, te mata una hora durante días.
Cuando es tarde, el segundero se detiene y solo avanzan las horas.
Sé atento.
Sería lo peor que te podría pasar.
Sé astuto.
No te fíes de los segundos que tardan más de dos respiraciones.
Determinación.
No vivas, evita como sea una hora trágica, son trampas de eternidad.





Iconoclasta
Foto de Iconoclasta.

18 de febrero de 2020

Trozos de cosas


Tengo un cajón en mi puta cabeza lleno de trozos de cosas. No son cosas rotas, son solo restos.
No sé porque los guardo.
Posiblemente para, como Frankenstein, hacer un collage triste con los desperdicios; a pesar de que son trozos que no sirven como repuesto a nada. Aquello que un día existió, hoy no tendría utilidad alguna, ni sentido.
No soy artista, los trozos son solo tumores infectando el cerebro y sus consecuencias.
Tengo un síndrome de Diógenes infectando la memoria con deshechos de lo que un día fui.
Y la memoria hija de puta me dice: ¿Esto es lo que fuiste? ¿Dónde quedó lo que querías ser?
Y yo le digo que nunca quise ser nada, no planifico jamás, hago lo que debo cuando me apetece. Fui lo que debía en cada momento. No le veo el drama, sinceramente.
No quise ser más que lo que deseaba en ese momento. Y los momentos murieron y yo con ellos.
Nunca quise ser explorador, o médico o una celebridad de mierda. Quise siempre estar lejos de todo lo que no me gustaba, con eso me conformaba. Cuando no lo conseguía, me convertía en un ser detestable, cosa de la que no me arrepiento a pesar de esos trozos rotos que hay por el cajón.
De hecho, seguro que en las últimas horas ha ido a parar a ese cajón de putadas de mi cabeza, algún otro resto apestoso de lo que fui hace unos días, o unos segundos.





Iconoclasta
Foto de Iconoclasta.

6 de marzo de 2014

Diálogo con Yomismo


—Hola Yomismo. ¿Qué haces ahí fumando en la penumbra?
—Me he dado un baño de vapor, estoy cansado para soportar el peso de la luz. También me he dado un baño de ridículo.
—Nunca aprenderemos; pero es normal, estamos cansados Yomismo.
— ¿Tú también eres Yomismo?
—Nos confundimos como se confunden en las caricaturas Robert de Niro, Al Pacino, Dustin Hoffman y Jack Nicholson.
—No me hagas reír, estoy jodidamente cansado.
—Pues riamos y fumemos en la penumbra, nadie nos verá reír tan ridículamente.
—Me gusta sudar...
—Y no nos gusta el jabón.
—Somos unos cerdos.
—Unos cerdos cansados.
—Sí que lo estoy (cansado).
—Ya se acabó, unos días más y  morimos.
—Ojalá no volvamos a hacer el ridículo antes de morir. Tenemos que vigilarnos mutuamente. ¿Quién de nosotros dos habla ahora, Yomismo?
—Da igual... Morir con una paranoia te garantiza una entrada al cielo de los escritores más patéticos. Es bueno, ridículo, pero interesante.
—Estoy realmente cansado, Yomismo.
—Tranquilo Yomismo. Ya no importa lo que pase, importa que acabe.
— ¡Qué acabe, por favor! Cansa vivir tanto. Más de medio siglo hace mierda las cervicales.
— ¡Venga, otro baño de vapor a tope de fuerza! Si tenemos suerte, ese corazón miserable que va a su puta bola y no le importamos, fallará.
—Y acabará, Yomismo, por fin descansaremos.
—No hace falta jabón.
—No me hagas reír, estoy cansado de veras.
—Nos vamos, ponte en pie, esto se acaba por fin.
—Hasta que se caiga la piel.
—Así será, como serpientes...
—A descansar, Yomismo.
—Igualmente, Yomismo.
—Yomismo...
—Dime.
— ¿No podríamos cerrar un poco la salida de vapor? Se nos está pegando la lengua al paladar.
—Muy gracioso...









Iconoclasta

2 de mayo de 2013

Conversación conmigo mismo





— ¿Sabes que cuando tengo muchas ideas que escribir me duele la cabeza?
—Es normal, nunca estoy contento.
—Es una necesidad para creerme trascendente.
—Nunca lo serás.
—Lo sé, no importa. No le doy cuentas a nadie.
—Es tu problema.
—Por supuesto.
—Echo de menos a mi gata.
—Lástima que no quedaran en las manos las cicatrices de haber jugado con ella.
—Lo pienso mucho ahora, cuando no está. Era pequeña, siempre hubiera sido pequeña.
—Llorar va bien.
—No me da vergüenza, tengo los ojos secos.
—Sí, eso pasa.
— ¿Cómo vas de pena?
—Bien servido, creo que durante un tiempo no voy a querer más.
—Tengo deseos de salir a la calle y lanzar un vómito, de una forma natural, como quien tose.
—Es una buena idea. Siempre has sido bueno provocando.
—Y trabajando como una puta, pero siempre he cobrado una mierda.
—A veces quisiera acostumbrarme a llorar sin ninguna razón, como vomitar.
—Xibalba, la gata, dormía a medio día conmigo. Éramos tocayos de biorritmos. Algo de felino debo tener. De ahí que quiera marcar territorio como sea, con lágrimas o vómitos.
—Llorar no es marcar territorio, es mear tristeza.
—Bueno, da igual como hacerlo, lo importante es acotar territorio. La chusma se acerca siempre más de lo que debe.
—Cansa, harta la luz y el calor de mediodía. Vivo para esperar el crepúsculo.
—Nunca te acostumbrarás.
—Suena El Animal de Battiato.
—Es muy buena, quisiera ser así; pero soy peor, me falta la parte amable.
—Nos faltan los muertos.
—Sería guapo que nos esperaran, engañarse un poco no es malo. Es bueno sonreír.
—Hoy me he reído como un histérico a las seis de la madrugada. Tanto que me han dado ganas de llorar porque quería volver  a aquel momento.
—El Alfonso le dijo a Pedro que tomara las puntas de prueba del megóhmetro y cuando las tenía entre los dedos, apretó el botón de test. Lo hizo fríamente, con malicia.
—Pedro casi escupe el chicle y salió sin decir palabra del taller, en auténtico estado de shock.
—Estás llorando.
—Es esta risa. No sé porque he evocado ese instante. No puedo dejar de reír.
—Estás loco.
—Me parece bien.
—Aún así, no me asusta morir.
—Soy valiente de mierda.
— ¿Cuando se habla mucho de la muerte, significa que ya está cerca?
— ¡Qué va! Significa que estás hasta los cojones de tanta vida.
—No existen mensajes raros ni presentimientos, todo tiene una sencilla, asquerosa y mediocre explicación.
—Es hora de moverse, hay que hacer bici.
—Es cierto, me canso de hablar conmigo mismo, aunque la bici también me cansa.
—Te cansa tu pierna podrida. Sé más exacto y concreto.
— ¿Por qué ya no me acuerdo de muchos sueños?
—Porque son deprimentes, no necesito eso al despertar.
—La gata no ha vuelto.
—Está muerta.
—Pues ha muerto un equivalente a treinta y siete humanos.
—Es una cifra extraña. Demasiado concreta.
—Es un cálculo cuidadoso, me gusta la exactitud.
—Es exactamente así, tengo razón. Cada humano no llega al valor de un peso en vivo, muerto menos.
—Dan ganas de matar.
—Siempre.
—Es que no hay buenos lugares.
—Pisar mierda en tu casa es deprimente y pisas mierda cuando los malos recuerdos forman alfombra sobre la que has de caminar, sin islas en las que refugiarse.
—Que asesinen a mi gata también es deprimente, es esparcir más mierda en el piso, mis pies están sucios, mi cabeza inflamada.
—Al final el amor no lo es todo, no pone a salvo a tus amigos, no cuida la higiene mental.
—Es hora de marchar.
—Hay que morir, no hay arreglo, ni esperanza.
—Donde no haya gente sucia ni asesinos que matan a nuestros amigos.
—Todos los lugares son iguales, porque en todos existen los mismos cerdos.
—La mediocridad es la misma en todas partes del globo.
—Hay que joderse, no hay forma de cambiar de aires. Estamos abandonados.
—Mi sombrero está viejo y feo, como mi rostro.
—Consérvalo así hasta conseguir incomodar a los que te observan.
—Es muy buena idea, que me crean miserable.
—Sentirse miserable no gusta, me refiero que ellos con su envidia ven en mí el reflejo de sus miserias. No les gusta las muestras de lo que son en realidad.
—Los hay que lo tienen casi todo y son unos mierdas.
—Tenerlo todo es mantenerse a un radio de quince kilómetros de distancia de todo ser humano. Es difícil, se necesita suerte y mucho dinero.
—Pues has fracasado.
—Sí.
—Ya no hay tiempo.
—Creo que sí, a veces pasan cosas. Aún no estoy muerto, no soy derrotista.
—El fracaso es una temporalidad. Cuando los putos triunfadores pierden, ahí estoy yo para ganar ante su fracaso. Ha ocurrido.
—Siempre ocurre.
— ¿Y qué hay del suicidio?
—Es una buena salida, pero duele. No me gusta el dolor, ya he tenido asaz de él. Hay tiempo para ello.
—La gata grande no soporta a la pequeña.
—Ella también necesita una prudente distancia.
— ¿Cuál es el valor de tu vida? ¿Cuántos cadáveres pagarían tu muerte?
—Trescientos ochenta y siete.
—Es una cifra extraña y difícil.
—Como la de la gata. No son cifras al azar, soy bueno y preciso calculando. Tengo mis razones.
— ¿Y si pusiéramos que son cuatrocientos para redondear?
—Está bien, por mí mejor. Algunos abortos y nacimientos de niños muertos pueden formar el redondeo.
—El dolor de cabeza no se va nunca. Deberías subir a cincuenta individuos más tu valor.
—Lo tenía contabilizado también, no se me escapa nada. De cualquier forma, añadir cincuenta, no es descabellado.
—Pues que así sea, cuando yo muera, que mueran también cuatrocientos cincuenta. Nadie lo va a notar. Todos morimos siempre.
—Han tenido tiempo de acostumbrarse a morir, si no ponen voluntad es su problema. La cobardía no es ninguna virtud.
—La peña no tiene humor.
—No tiene nada que le de valor, sus muertes no tienen importancia.
—Conmigo no pasará, mi muerte les dará valor a los cuatrocientos cincuenta porque se recordará mi muerte y por tanto, la de ellos.
—Sus familias dirán: “Murió en el mismo año y día que el Iconoclasta”.
—Genial.
—No quiero volver.
— ¿A dónde?
—A ninguna parte.
—Estaría bien ser inexistente, no interactuar con su entorno, con el de ellos.
—Un limbo…
—Hay que dormir.
—Es un coma deprimentemente sugerente y silencioso dormir cuando se puede.
—Es hermoso estar despierto cuando duermen, es estar por encima de ellos.
—Te haces la ilusión de que están muertos, de que no están.
—No es crueldad, es que no hay forma de evadirse. No hay ciencia ficción ni fantasía para escapar.
—La cabeza otra vez…
—Siempre está el ibuprofeno, es un animal fiel.
—Conque sea simplemente analgésico me basta.
—Corto y cierro.
—Mierda.








Iconoclasta