El pequeño Uli (Ulises) reposaba en la butaca tras su sesión
de quimioterapia. No se sentía cansado especialmente, no más que otros días. Nada
le dolía; pero poco antes de detenerse la bomba que dosificaba la medicina por
la vía insertada en el codo derecho, se iniciaba ese mareo que le provocaba
náuseas.
El primer día que ingresó en el hospital, hacía ya dos meses,
Santi el doctor de planta, le explicó que el mareo se debía, a que inyectaban
un veneno muy fuerte para matar al “microbio” que lo enfermaba. Era normal
marearse, pero no necesariamente malo: “Lo que importa es que mate al bicho
bien muerto. Los mareos y quedarse calvos como bombillas os hace auténticos guerreros”.
Cuando Uli escuchó aquello de “calvos como bombillas” le sobrevino un ataque de
risa y contagió al doctor.
Bebió de su vaso jugo de naranja y volvió a sonreír mirando
las bombillas que iluminaban la sala de quimio.
Sentía una fuerte comezón en el codo, donde tenía clavada la
vía; pero si la tocaba le dolía. La enfermera llegó para desconectar la vía y observó
un pequeño derrame de sangre en el pliegue del codo. Después de comer, a la
tarde, se la quitaría y colocaría una nueva en el otro brazo. No le gustó, no
le gustaban nada los pinchazos, decían que no dolían; pero sí.
Cuando llegó a su habitación, compartida con tres niños más,
con el jugo aún en la mano, se sentía estupendo. El mareo había pasado y pronto
sería la hora del payaso, iría con sus amigos a la sala de juegos.
En la sala de juegos solían ser poco más de una veintena de
niñas y niños, todos los pacientes de oncología en tratamiento. El payaso,
además de contar chistes y darse golpes tontos, cantaba alguna canción y cada
viernes, al finalizar la actuación, repartía juguetitos baratos de gente y
comercios que los donaba al área de oncología infantil. Las niñas eran las que
más gritaban y se llevaban los primeros juguetes que el payaso sacaba del saco
de terciopelo verde tras hacerse mucho de rogar por el mini público.
La paciente mayor no había cumplido los once años y el más
pequeño tenía cuatro. A pesar de las risas y la ilusión de los pequeños, era el
lugar más triste del mundo.
Ese día fue distinto, al finalizar la función, el payaso
Pepe entregaba los regalos envueltos y cada paquete tenía el nombre de cada
paciente. A Uli le entregaron un libro, estaba claro. Esperaba que
fuera de dibujos y tuviera pocas letras. Aún no sabía leer muy bien, le costaba
descifrar muchas palabras. Tenía seis años.
La enfermera los apremió a ir a sus habitaciones a jugar con
los regalos ya que se debía hacer la limpieza de la sala.
Cuando los cuatro pacientes llegaron a su habitación, cada
uno se lanzó a su cama para abrir su regalo. Uli en aquellos momentos se sentía
cansado, se le habían formado oscuras ojeras y las venas de los brazos, cuello
y sienes se marcaban como suaves trazos de acuarela púrpura bajo la pálida piel.
– ¿Qué te ha tocado Uli? –le preguntó León mostrándole la
figura de un caballero medieval en un majestuoso caballo.
– Un libro.
– ¿De qué?
– No lo sé, lo abriré luego, estoy cansado.
León no insistió más y los compañeros bajaron el tono de sus
voces cuando Uli se estiró en la cama. Había días que a ellos les pasaba igual
tras la quimio. Uli dejó el libro sobre su mesita, y se durmió sin darse cuenta,
dulcemente.
A pesar de que no sentía mejora alguna, se esforzaba en
creer al Dr. Santi cuando decía que pronto se curaría. Ningún niño de aquella
planta tenía la percepción de la muerte. Era algo de lo que no se hablaba
porque no tenían edad biológica para sentir semejante miedo.
Uli intuía el mal a su inocente manera, como un velo que
oscurecía un poco la luz del día. Dos meses ingresado y cada viernes, tras los
análisis del jueves, esperaba que el doctor le diera el alta para volver a casa.
¿Y si no volvía nunca? Eso era lo que le preocupaba.
Antes de cerrar los ojos, había mirado el reloj de grandes
números digitales en blanco sobre el televisor de la habitación: marcaba las
11:30. Su madre siempre llegaba a las 13 y un poquito más, le ayudaría a leer
el libro tras un montón de besos y abrazos. Tantos que hasta sentía un poco de
vergüenza.
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Dios, aburrido en el cielo, observaba con displicencia los
impúberes genitales de los querubines que revoloteaban a su alrededor.
Distraídamente, posó su omnipresente mirada sobre una trabajadora que, en el taller
de una imprenta de la Tierra, montaba un libro infantil con decorados
troquelados auto desplegables y figuras que simulaban movimiento accionando
tiras de cartón. Debía de ser cosa de uno de esos editores románticos que aún
creen en las cosas táctiles y no en las dibujadas en una pantalla, pensó Dios
con desgana.
El libro se titulaba El Príncipe Indómito y la Princesita Perdida.
El príncipe decide salvar a la princesita de un reino vecino, que se ha perdido
en una selva y está rodeada de peligros.
En el final feliz del libro, su última ilustración
troquelada en un claro de la selva bañado de luz, al accionar la tira de
cartón, los personajes se acercaban hasta simular un beso en el encuentro.
Y de la misma forma que a Uli le regaló la leucemia, con el
mismo hastío existencial, impregnó Dios de magia curativa el libro.
Lo pensó mejor, y encarceló un alma nueva destinada a ocupar
un ser humano en cada una de las figuritas de cartón de los dos personajes del
cuento; así proporcionarían un poco de espectáculo y divertimento a una magia que
tenía la asepsia emocional de una aspirina.
El cuento viajó de la imprenta, envuelto como un regalo con
el nombre de “Ulises”, a las oficinas de la empresa de entretenimientos y
espectáculos que ofrecía sus servicios al hospital. Junto con el resto de los juguetes para aquel viernes, se lo entregaron al actor que realizaría la
función para los niños de la planta oncológica.
Los amantes troquelados (el príncipe indómito y la princesa
perdida) sintieron desde un primer momento de su existencia, la profunda
necesidad de encontrarse en su oscuridad de cartón, eran los únicos seres de
ese pequeño universo finito y estúpido. A su mundo sólo llegaba la luz cuando
alguien abría el libro. Padecían angustia existencial, no podían fluir de su
celda de cartón y salir de la oscuridad. Y luego eran presa de un neurótico optimismo
cuando conjeturaban en su oscuridad, en el ignoto cuándo del encuentro al que
estaban destinados por la magia del libro. Las dos almas, podían escucharse y
hablarse lejanamente a pesar de que el libro estuviera cerrado. Había un mínimo
consuelo en ello, en el acto de que Dios les negara un cuerpo.
Dios hizo una chapuza, mezclando la magia con las almas e insuflar
alma a un cartón es una aberración.
El plan de Dios consistía en que Uli disfrutara del cuento,
y al finalizarlo y accionar la tira de cartón para que los muñecos con alma, al
fin felices se dieran un beso; la sangre de Uli se curaría.
Dios es un mal escritor, un guionista idiota.
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Luz, la madre de Uli, como cada día, llegó presurosa y
agobiada al hospital tras finalizar la jornada de trabajo. Antes de encontrarse
con su hijo quiso hablar con el doctor Santiago.
–La quimio no ha mejorado el recuento de leucocitos. Mañana
empezaremos, durante una semana como máximo, a dosificar un compuesto más
agresivo, con lo que deberemos sedar a Uli para paliar la dureza de los efectos
adversos –expuso con indisimulada tristeza y decaimiento el doctor Santiago.
Tras cuatro años en la planta oncológica infantil, no había
conseguido mantener una correcta distancia emocional con los pequeños pacientes
y sus padres. No nació con el superpoder de la insensibilidad.
Si a Luz le quedara algo de optimismo o una razonable
esperanza, se habría derrumbado ante el médico; pero desde dos semanas atrás,
ya le avisaron que el tratamiento apenas era efectivo.
– ¿Me deja llorar aquí sola? No quiero que Uli me vea así.
Santi abrió un cajón de su mesa, sacó un frasco sin
etiquetar y en un vasito de papel dejó caer una pastilla que dejó frente a la
madre. Salió del despacho y en pocos segundos volvió con un vaso de plástico
con agua refrigerada.
– Tranquila, no hay prisa. Tómese todo el tiempo que
necesite. Es diazepam–añadió señalando la pastilla–, tómela, por favor. Le
ayudará y a su hijo también.
Apoyó una mano en el hombro animándola y salió de su
despacho. Se dirigió al centro de enfermeras y les pidió que no pasarán
llamadas a su despacho.
– ¡Pobre mujer! –exclamó la enfermera.
–Pobres de nosotros –respondió desanimadamente Santiago.
Accedió por una puerta del corredor a la escalera de
incendios para fumar un poco más de cáncer. Qué más da…
Uli se despertó cuando su madre saludó alegremente a los
compañeros al entrar en la habitación. Se había limpiado los ojos y el rostro
de maquillaje estropeado por el llanto. El sedante había relajado su angustia y
era capaz de sonreír sinceramente, con ganas.
– ¡Hola guapos! ¿Cómo estáis?
– ¡Hola, Luz! –respondieron los niños mostrándole los
regalos con los que estaban jugando.
Uli se había sentado en la cama con el regalo aún por
desenvolver. Había recuperado el color de la piel y las ojeras habían
desaparecido.
Luz caminó hacia él inclinando un poco la espalda hacia
adelante, con pasitos cortos y muy rápidos, taconeando con fuerza y haciendo
reír a los niños. Abrazó y besó teatralmente a su hijo, sabiendo que lo
avergonzaba. Al final de la sesión de mimos los niños sonreían divertidos.
Y Luz también, a pesar de las espinas que sentía en la
garganta. Bendito sedante.
Uli rasgó el papel descubriendo su regalo y se lo entregó a
su madre.
– ¡Qué cuento tan precioso! ¡Y es animado! –exclamó Luz al
abrir el libro y desplegarse un castillo.
Los amigos de Uli subieron con él a la cama para admirarlo.
Uli se sintió aliviado al ver que tenía pocas palabras. En
la puerta del castillo un rey joven hablaba con un rey viejo. Por un instante
creyó oír en su cabeza: “Mis respetos Marqués de Uli”, no sabía lo que era un
marqués; pero sonaba chulo.
No quiso tomar el libro en sus manos, le encantaba ver a su
madre sostenerlo y contarlo. Sabía que mamá decía más palabras de las que había
en las páginas. Cuando se marchara a casa, lo leería y jugaría con él hasta dormirse.
–Mañana por la maña, vendrá papá a pasar el día contigo, yo
llegaré como siempre. Léele el cuento y no dejes que se duerma ¿eh, cariño?
– ¡Claro! –respondió Uli mirando la tele, sentado en el suelo
con sus amigos.
A las ocho de la noche Luz salió del hospital hacia casa.
Debía explicarle a Vicente, su marido, la definitiva mala
noticia. Y esa ansiedad parecía robarle la respiración. En el autobús, camino
de casa, lloró de nuevo.
Dos meses llevaban viviendo en la penumbra, en la zona más
oscura donde sufren los vivos. Pobre Vicente, siempre ha mantenido sin
discusión, que todo saldría bien. Y no tenía un diazepam para él. No tenía nada
con que ayudarlo.
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A las nueve de la noche y no a la tarde como le dijo Ana, la enfermera llegó con una bolsa de medicación
intravenosa para Uli, antes le insertó una nueva vía en el brazo izquierdo y le
extrajo la que le provocaba comezón y derrame. Conectó la medicación a la vía y
les indicó a los niños que no tardaran en acostarse para dormir.
La medicación debía atenuar los efectos del nuevo
tratamiento más agresivo, por ello Uli fue el primero en quedarse dormido.
A la mañana siguiente, la enfermera del turno acompañó a Uli
a la sala de quimio, un lugar con las paredes pintadas en verde pálido,
desleído como una acuarela y el techo azul cielo. Los altavoces emitían una
suave música ambiental.
Uli llevaba el cuento para mirarlo durante la sesión de
quimio.
Santi, que ya estaba en la habitación ajustando los
parámetros de la bomba dosificadora, le tomó el pulso, auscultó el pecho y le
preguntó si sentía bien, como siempre.
Conectó el tubo de la bomba dosificadora a su vía.
–Ya sabes, que si te sientes mal o quieres compañía, pulsas
el botón y Eva o yo, estaremos contigo enseguida.
–Hoy es sábado… ¿Si llega mi papá le dirán que estoy aquí?
–Claro que sí; pero ya sabes que esto dura poco, en cuarenta
minutos ya estás en tu habitación con tus amigos –el doctor conectó la
dosificación y salió de la salita.
Abrió el libro por la primera página, y como ayer con su
madre, del libro surgió un castillo grande y vistoso con banderas en cada uno
de los dos torreones, de cada almena de la muralla colgaba un escudo o un
banderín.
–Soy el Príncipe Indómito, Marqués de Uli. ¿Me acompañaría
en la misión de rescatar a mi Princesa Perdida? –de nuevo sonó en su cabeza la
voz de ayer.
Ya estaba seguro de que era un libro mágico.
–He despachado con el rey Gustavo X, padre de la Princesita.
Me ha dado su bendición para emprender la búsqueda. Pediré su mano cuando se la
devuelva sana y salva.
– ¿Para qué quieres su mano? –le preguntó sin mover los
labios.
–Es una fórmula de cortesía y subordinación para que nos
permita casarnos. Como sus padres lo están, Marqués de Uli. ¡Partamos ya, no
hay tiempo que perder!
– ¡Partamos! –se le escapó un grito a Uli.
Pasó a la siguiente página desplegándose una frondosa selva,
el Príncipe se encontraba en la pequeña senda que la cruzaba con la espada en
alto y el escudo ante el pecho; una serpiente, al accionar la tira de cartón
del borde de la página, se abalanzaba sobre el héroe. Entre los árboles y las
plantas había ranas, tortugas, lagartos, monos, dos loros, uno verde y otro
rojo y negro.
– ¡No temáis, Marqués! Soy el mejor espadachín de los Veinte
Reinos de toda Quimiolandia.
Uli se reía con ganas de “Quimiolandia”, como le ocurría
cuando pensaba en “calvos como bombillas”.
Y se durmió vencido por el cansancio de una guerra mucho más
dura que la de ayer sin darse cuenta. El libro se le resbaló de las manos y
cayó cerrado al suelo.
En una pequeña cámara de video, en lo alto del tabique,
frente a las tres butacas de medicación, se encendió una luz roja; desde la
sala de enfermería habían accionado el zoom para observar la quietud de Uli.
La enfermera entró en la sala y suavemente lo despertó.
– ¿Te encuentras bien, Uli? ¿Te has mareado?
–No, sólo me encuentro cansado.
–No pasa nada, es normal. Quedan dos minutos para acabar la
dosificación, así que me quedo contigo para desconectar la vía. ¿Te gusta el
cuento? –le preguntó alcanzándoselo tras recogerlo del suelo.
–Sí, es muy chulo–respondió casi con un bostezo.
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Vicente compró cuatro bolsas de golosinas variadas para su
hijo y sus compañeros de habitación.
Comprar aquellos dulces en un momento en el que su hijo
moría le pareció surrealista. No entendía el mundo, no se entendía a sí mismo.
Tenía la sensación de ser cada vez menos, como si el aire mismo lo diluyera. Su
pensamiento se hacía volátil, errático; le costaba un tremendo esfuerzo fijar
una idea o voluntad. Y ese nudo en el estómago que le evitaba respirar con
normalidad…
Y hoy más que nunca debía ocultar su triste desesperanza
ante su hijo.
No se sentía cansado, simplemente estaba derrotado.
Uli miraba el televisor y de vez en cuando mordisqueaba una
galleta con mermelada sentado en la cama con las piernas cruzadas, los
compañeros también comían con cierta apatía sus desayunos prestando atención a
los Simpson.
– ¡Buenos días, enanos! – interrumpió la paz Vicente.
– ¡Hola! –respondieron uno tras otro.
–Quien quiera unas chuches, por favor, que pase por
taquilla– anunció mostrando las bolsas de golosinas en alto.
Uli se puso en pie en la cama para abrazarse a su padre.
– ¿Cómo ha ido la quimio hoy?
–Bien, me he dormido y no he sentido mareo– respondió Uli
antes de meterse una fresa de gominola en la boca.
– ¡Mira, papá! Es un cuento mágico.
Se sentó en la butaca de visitas y abrió el libro. En aquel
momento solo se escuchaba el sonido a bajo volumen de la televisión y el ruido
líquido de las bocas al sorber y masticar el dulzor de las golosinas.
Tardó unos veinte minutos en “leer”, comentar y explicar el
cuento a Uli, que a veces miraba la tele, otras rebuscaba su golosina favorita
en el cucurucho de papel o miraba el nuevo diorama desplegado por su padre al
pasar página.
Jugaron al dominó, la oca o el monopoly en versión “suave y
distendida” para niños. La habitación era grande, evidentemente preparada para
acoger a los pacientes y sus padres; pero a medida que llegaban familiares y
amigos de los críos, la habitación parecía encogerse y chocaban las palabras
unas con otras.
Eran niños cansados, sometidos a un tratamiento duro; así
que tras la temprana comida de mediodía, no es extraño que se adormilaran hasta
caer en una reparadora siesta. Momento que los familiares aprovechaban para
comer en el restaurante del hospital o en otro cercano.
Vicente esperó a Luz en la parada del autobús frente al
hospital, irían a comer juntos.
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– ¡Marqués de Uli! Os ruego que despertéis. Debemos seguir
con nuestra misión.
Uli escuchó muy lejana la voz del Príncipe, llegaba de una
montaña muy alta. Él se encontraba en un profundo pozo.
– ¡La Princesita debe estar muy sola y angustiada!
Con un épico esfuerzo ascendió por aquel pozo construido con
sueño, cansancio y enfermedad. Se despertó e incorporándose abrió el libro
sobre las piernas. Sus compañeros dormían con profundas y tranquilas respiraciones.
Pasó páginas hasta llegar a la mitad del cuento, donde había
un río lleno de cocodrilos. El Príncipe Indómito debía cruzar a la orilla
opuesta por encima del agua lanzándose con una liana.
– ¡Ahora, Marqués! – le apresuró.
Uli accionó la tira de cartón que surgía del borde de la
página y el Príncipe osciló en la liana temblorosamente hasta la orilla
opuesta, por encima de las fauces abiertas de los cocodrilos.
– ¡Bien hecho! – le gritó ya a salvo en la otra orilla –Sólo
nos quedan tres aventuras más para rescatar a la Princesita.
Sin embargo, Uli se había dormido de nuevo, sentía frío en
el cuerpo. Un frío que se surgía de dentro, bajo de la piel. Al fin, con el
libro aún entre las piernas, se dejó caer en el colchón y dejó de oír la voz
del Príncipe Indómito.
Hay una ley no escrita que dice: si dejas un libro abierto
sin leer, se sentirá abandonado. Sus hojas quedarán indefensas a un mundo agresivo
y cruel. El papel es tan frágil que cualquier suspiro lo puede dañar, cualquier
ser malvado; por ello siente miedo y tristeza. Además, al ser abandonado,
piensa que no gusta, lo que cuenta es aburrido.
Por ello, la magia de Dios, se esfumó de cada hoja como un
espejismo de sol sobre el asfalto mientras Uli dormía. A nadie curaría ya.
Y unos minutos más tarde se olvidó de respirar.
Aquel frío que sentía bajo la piel emergió y tornose pálida.
Sus pecas rojizas se oscurecieron y sus labios se hicieron lívidos.
Nadie oía los lamentos y llantos de tristeza del Príncipe y
la Princesita por la muerte del ilustre y valeroso Marqués de Uli. Separados
ambos por una gran selva, sus almas encerradas en cartón, no sabían ya de su
destino. Estaban desolados, las almas tenían miedo.
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Luz y Vicente llegaron a las tres de la tarde a la planta
oncológica infantil. La enfermera les pidió que esperaran al Dr. Santiago
Méndez; pero la joven lloraba. En la ronda de las dos, encontró a Uli muerto.
A Luz se le aflojaron las rodillas, Vicente no tuvo reflejos
ni fuerza para sujetarla y ambos quedaron sentados en el suelo de la recepción
como muñecos rotos.
Santiago salió corriendo de su despacho y una enfermera de la farmacia,
cuando escucharon pedir ayuda.
Lo demás ya no importa.
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El cuento se guardó en un pequeño cuarto que servía de
almacén, adyacente al cuarto de limpieza. Los juguetes que se quedaban sin
dueño eran revisados y si estaban en buenas condiciones, se enviaban a
hospitales de otras provincias para que nunca los niños pudieran reconocer el
juguete de un amiguito muerto.
El Príncipe y la Princesita se hablaban en la oscuridad e
inmovilidad de su mundo.
– ¿Vamos a vivir siempre así? –preguntaba la Princesita
silenciosamente como hablan las almas.
–Dios, nuestro creador nos ayudará. No temas Princesita,
pronto estaremos juntos bañados de luz.
Dios ya no recordaba la existencia de aquellas almas
apresadas en cartón.
Ni siquiera recordaba que hubo un niño llamado Ulises que
había existido y luego murió; como siempre ocurre, unas veces antes y otras más
tarde según la negligencia del Sagrado Idiota.
Dios es una cosa innecesaria, una máquina defectuosa en el
mejor de los casos; pero, sobre todo, Dios es el mal de la especie humana.
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Florencia trabajaba en el turno de noche para una empresa de limpieza
contratada por el hospital. Una viuda bajita y regordeta que, veintisiete años atrás
había llegado a España desde Lima en busca de una vida más esperanzadora. Con
sesenta y un años no veía el momento de jubilarse, cada jornada de trabajo
requería mayor esfuerzo y voluntad para cumplirla.
Comenzó su jornada a las diez de la noche en la sexta planta
fregando los suelos de los pasillos y aseos. Eran las dos de la madrugada y aún
le quedaban cuatro horas más de servicio. Se encontraba en la planta de oncología
infantil. La semana entrante había rotación de turno y haría el de tarde. Los
turnos de mañana y tarde pasaban más rápidos y no se sentía tan agobiada con el
silencio del hospital y sus cientos de toses, gemidos y respiraciones forzadas,
algunas tan enfermas…
Antes de entrar en el cuarto de la limpieza, abrió la puerta
del cuarto de los juguetes y cerrando la puerta tras de sí revisó si había
alguna novedad. Cuando había uno bonito y en buen estado, se lo llevaba para su
nieta Rebeca de tres años.
Cobraba una mierda mensual, escasamente le llegaba para
pagar el alquiler y comer, ya no tenía edad para hacer doble chamba como hacía
tres años atrás, cosa que la penalizaba económicamente. Se sentía más pobre
aún, cuando al visitar a su nieta, no le podía regalar un bonito juguete.
Se podían ver los mismos juguetes durante meses. Revisarlos,
empaquetarlos y enviarlos era algo que hacían las enfermeras cada mucho tiempo.
Primero por el exceso de trabajo, y luego porque era una tarea deprimente, las llevaba
a evocar los niños muertos por los que tanto cariño sintieron durante meses de
tratamiento.
Era muy raro, y razonable, que los padres no quisieran tener
un recuerdo en casa de aquella época de enfermedad y muerte de su pequeño. Sus
hogares estaban llenos de buenos recuerdos, no necesitaban aquellos juguetes
por mucho cariño que les hubieran tenido sus pequeños.
Y así fue como se llevó una pequeña muñeca con melena de
color rosa y aquel cuento tan bonito de El Príncipe Indómito y la Princesita
Perdida, que lo guardaría en casa para cuando Rebeca fuera más mayor. Ambas
cosas las metió en su vieja mochila junto al bocadillo que no había comido aún,
y que guardaba en el cuarto de la limpieza.
Más de una vez le habían ofrecido las enfermeras que se
llevara en la mochila cualquier juguete que quisiera para su nieta. Algo que
les ahorraba espacio y tristes momentos; pero la mujer sabía que cuando algo se
pide, tarde o temprano te lo niegan por el simple placer de joderte con
autoridad. Ocurría en Perú, en España y en cada ciudad de esta cochina vida.
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Damián despertó sobre las nueve de la mañana, su madre
roncaba en su habitación. Como las últimas dos semanas, había llegado del
hospital a las siete de la madrugada y sobre la mesa del pequeño comedor, había
dejado una muñeca y un cuento para Rebequita, su sobrina, la hija de su hermana
Yeraida. Era el hijo menor de Florencia, con veinte años, no trabajaba. Formaba
parte de una pequeña banda ecuatoriana de tráfico de drogas y extorsión, no
tenía grado alguno en la jerarquía del clan y se dedicaba a trapichear como
camello con pequeñas cantidades de drogas en colegios e institutos de las zonas
más degradadas de la ciudad y cobrar los impuestos mensuales por protección a
los míseros comercios que aún funcionaban en aquella ciudad dormitorio vecina
de Barcelona.
Tomándose un café y un vaso de anís, con el cigarrillo
colgando del belfo ojeaba el cuento. Le gustó y se le ocurrió una idea
divertida. El Principito le habló, pero el cerebro de Damián no estaba
habituado a sutilezas. De hecho, su cociente intelectual se encontraba en el
límite mismo de la idiocia clínica.
De un cajón del armario de su habitación sacó unas tijeras,
una barra de pegamento y de la cocina, un rollo de papel de aluminio.
Con el papel de aluminio hizo tiras que enrolló hasta formar
cilindros, los cortó a la medida adecuada y los pegó en las distintas
ilustraciones del príncipe indómito como si de un pene plateado se tratara. Se
reía como si tosiera, pareciera que su risa imbécil le surgiera del culo.
En la última ilustración del libro, el pene hacía contacto
en la larga falda de la princesita. A la que, además, había pintado en el pecho
pezones con dos puntos rojos.
Damián se bebió de un trago lo que quedaba de anís en el
vaso y con el cuento bajo el brazo, encendió un porro de maría y salió de casa.
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La princesita tenía miedo de ser destruida por el subnormal
que los llevaba bajo el apestoso sobaco. Tal vez, porque aún estaba “infectada”
de la indefensión de su personaje.
– ¿No te das cuenta? Somos almas, los muñecos son nuestra
cárcel, si escapáramos del cuento seríamos libres. Debemos conseguir que el
idiota lo destruya para que podamos existir juntos –le explicaba el Príncipe intentando
animarla.
–Dios no hará nada por ayudarnos– respondió con repentina
sobriedad y serenidad la Princesita.
–Ni siquiera se acuerda de que nos creó. Y si hubiera tenido
algo de decencia, no hubiera dejado que nos humillaran. O que Uli muriera; pero
el imbécil nos dio el poder de interferir en las mentes como haríamos en los
cuerpos a los que deberíamos ocupar. Entraremos e invadiremos la mente del
subnormal.
Las almas estaban tomando conciencia de su real naturaleza
por minutos.
–Ya no me siento princesa, soy algo más grande que este
muñeco en el que estoy atrapada –afirmó tras reflexionar sobre lo que el
Príncipe había expuesto.
–Me ocurre igual. Nos estamos liberando de la magia del
cuento y desarrollamos nuestra voluntad de almas independientes.
–Cuando el idiota abra el libro nos meteremos en su pensamiento
con fuerza, juntos. Hemos de conseguir doblegar su voluntad. Y si lo hemos de
destruir a él, que así sea –expuso con determinación la Princesita–Y aunque no
sea necesario. Lo odio.
– ¿Cuándo seamos libres, seguirás conmigo?
–Seguiré contigo, mi Príncipe. Desde que fuimos encarceladas
aquí siempre me has buscado. Quiero ser libre, un alma libre contigo, con magia
o sin ella.
–Ahora debemos tomar conciencia del instinto humano y su
naturaleza. Al fin y al cabo, íbamos a habitar un cuerpo antes de que ese
imbécil nos metiera en estos muñecos. Hemos de esforzarnos para que aflore
rápidamente nuestra pura sabiduría, con la que íbamos a impregnar los cuerpos,
conociendo cada parte del organismo y la mente, de sus emociones y límites.
Descansa, Princesita, deja que la magia de Dios que te ensucia se desvanezca
de tu ánimo. Guardemos silencio hasta que seamos puras almas de nuevo. Trascendamos.
–Trascendamos, amor.
Y las almas callaron. Se cerraron en sí mismas a cualquier frecuencia
o injerencia exterior.
Capullos metamorfoseándose… Elaborando su existencia más
allá de lo que Dios les había destinado.
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Damián entró en una tienda de comestibles especializada en
productos latinos, saludó al cajero del minisúper y accedió a la trastienda,
donde el almacén servía como “oficina y club social” de la banda.
El comercio se había montado en una nave industrial de
planta baja, un pequeño almacén adyacente a una gran nave industrial que, en su tiempo, antes de ser abandonada por
quiebra, era un almacén de tejidos. Se hallaba en un polígono industrial
prácticamente abandonado, los pocos que compraban en la tienda llegaban de un
distante complejo de viejos y altos edificios-colmenas como celdas, una
construcción típica de la Cataluña especuladora de los sesenta y setenta del
siglo pasado. Ahora habitada por parias y delincuentes, por trabajadores que no
ganaban lo suficiente para vivir en un lugar digno.
– ¡Ey, Dami! Toma estas diez papelas de farlopa y las doce bolsas
de maría y te vas a al instituto San Martín, putito. Aprovecha la salida de
mediodía de los niñatos. Te vienes de nuevo y pasamos cuentas. Y no te metas
nada mientras esperas. ¿Qué llevas ahí? ¿Ahora lees?
– ¡Qué va! Es un cuento de niños que se ha traído mi madre
del hospital para mi sobrina.
Damián abrió el libro ante Riobravo, el jefe del clan
sentado frente a una vieja mesa de oficina metálica, y le mostró las hojas con
el príncipe armado con un pene de metal.
– ¡Eres imbécil! ¿Y esto te hace gracia? Déjalo aquí y
cuando vuelvas te lo llevas, no quiero que te distraigas. Y si no lo vendes
todo, te vamos a dar un curso de ventas a patadas en la cara, joputa tarado. A
las dos te quiero aquí para ver cuánto has vendido.
Fred, el segundo y matón del grupo, se acercó y le dio una
sonora palmada en el cogote.
– ¡Espabila, cabrón!
Damián salió a la calle con la mercancía repartida en los
bolsillos del pantalón y el ajado y sucio anorak. Antes de sentarse en uno de
los bancos de la plaza y parque infantil adyacentes a las puertas del instituto,
repartió disimuladamente la droga bajo los huecos de las ruedas de un par de
coches que había alquilado la banda a un par de vecinos de confianza, por si la
policía les pedía a los camellos los papeles y los cacheaban.
Miró la hora en su móvil, no sabía por qué; pero sentía
cierta ansía por tener de nuevo el cuento en sus manos y admirarlo. Había
tenido la vaga sensación de oír una voz muy bajita cuando lo ojeó. ¿O era cosa
del anís? Como tenía muy poco cerebro, se quedó dormido enseguida, hasta que la
alarma del móvil lo despertó para empezar a trapichear con los chavales que
salían del instituto para ir a comer a sus casas.
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Tras haber provisto de mercancía a tres camellos más, Fred
salió a la calle para vigilar que estuvieran en su lugar de venta y sin
colocarse con la mercancía.
El año pasado, el Michis se había dormido frente al
instituto del Poblado Gitano fumándose un porro de hachís y no vendió nada.
Aquella misma tarde lo llevó a la oficina y ante el resto de camellos de la
banda, seis en total con Damián que era nuevo, le cortó una oreja.
–Vete al hospital y cuenta lo que quieras; pero si la pasma
viene por aquí, te cortaré el cuello de oreja a oreja.
El Michis se había convertido en ejemplo de que en el
barrio, con los Riobravos no se juega.
Ya a solas, Riobravo extendió las piernas sobre la roñosa
mesa tras haberse metido cuatro tiros de farlopa. Con la nariz blanca y los
ojos llorosos, abrió el cuento sobre su vientre y comenzó a pasar páginas y
accionar las tiras de cartón con estúpidas sonrisas.
Cerró los ojos por un súbito y agudo dolor de cabeza,
alguien hablaba dentro ella.
– ¿Sabes que Damián corta la mercancía y saca el doble de lo
que te entrega? Va a estropear el negocio vendiendo esa mierda. No os va a comprar
nadie –el Príncipe le hablaba con el conocimiento del mundo que el humano tenía
en la mente, asimilaba y usaba sus conocimientos de una forma natural y fluida.
Era ya un alma íntegra, completa y potente, y sabía que la
Princesita también.
El muñeco, el Príncipe, había girado el rostro hacia él y le
hablaba.
Riobravo sonrió por su delirio. Bajó los pies de la mesa y
del cajón sacó la bolsa de farlopa, hizo con una navaja cuatro gruesas rayas en
la mesa, retirando a un lado el cuento abierto. Solo quería meterse dos; pero
la voz le decía que otro par más, el Príncipe le había guiñado un ojo. Con la
última raya, había dejado escapar un par de gotas de sangre por la nariz.
–Métete un chute de caballo, que se te ponga bien dura la
verga, cabrón. Te quiero muy, muy colocado para montarte. Mira mis pantis, los
tengo mojados, el hoyo de mi concha gotea de caliente que estoy. Métete el
caballo y cógeme lindo –era la voz lejana y suave de Sandra, la zorra de Fred
con la que tanto fantaseaba metérsela allí, sobre la mesa. –Quiero tu rabo duro
y largo, como el de ese Príncipe del cuento. Sácala, quiero ver lo dura que se
pone con el caballo. Quiero que seas mi Príncipe de verga de plata. ¡Uy! ¿Me
harás daño con eso tan grande, Riobravo?
La Princesita, desde la oscuridad de la fibra de cartón que
la mantenía presa, bombardeaba el cerebro del traficante al mismo tiempo que el
Príncipe lo invadía, escuchando lejanamente la voz de su amante. Y supo que
todo iría bien tras haber asumido ambos su naturaleza pura, limpios de la suciedad
de Dios.
Las dos voces en la cabeza del traficante se hicieron reales,
las palabras del Príncipe se convirtieron en su conciencia, y creía ver a
Sandra ante él con la blusa abierta mostrándole los endurecidos pezones.
–Cuando llegue ese idiota, que Fred lo amarre a la columna,
empapáis su puto cuento con alcohol, se lo metéis bajo los huevos y le pegáis
fuego. No se juega con el jefe. Que sepan todos quién manda; que camine sin
huevos por el barrio como muestra de tu poder –lo aleccionaba sin descanso el
Príncipe.
La Princesita, a la sazón no dejaba de inducirle ideas e
imágenes. Ya había hecho hervir la heroína diluida en la cuchara con un
encendedor y se ceñía al bíceps el torniquete, un tubo sucio de silicona
transparente. Con el pantalón desabrochado dejaba ver su pene erecto ante
nadie.
–Ahí no. Clávala en esa vena gorda que te corre por la
verga, esa que palpita. No sabes lo muy dura que se te pondrá, me harás gritar
como una perra durante horas, pinche cabrón. No, no es malo. Fred lo hace para
cogerme duro, la tiene mucho más pequeña que tú y me hace sudar, me duele el
coño. Imagina la tuya. No me dirás que tienes miedo… Pues me largo a casa de mi
padre a esperar que venga Fred a cogerme rico en mi cuarto. Mira mi concha.
Riobravo fascinado, observaba a Sandra separar los labios de
su vagina para mostrarle cuan mojada estaba.
Se inyectó el caballo en la vena dorsal del pene por ser la
más grande; pero no era tan recia ni amplia como la del brazo. No se dio cuenta
de que se había rasgado y estaba formando un gran hematoma; cuando vacío la
jeringuilla el pene había adquirido un tono morado profundo. Parecía haber sido
aplastado por una bota contra el suelo.
–Has de quemarle los huevos a ese imbécil, y si se muere que
Fred se encargue del fiambre. Sabrá tirarlo donde se lo coman las ratas –El
Príncipe no cesaba de bombardear su pensamiento –Métete otro par de tiros, tío.
Te hace falta.
– ¡Oh, dios! Me llega hasta la mitad del vientre, qué
vergazo… Reviéntame duro, Riobravo –gemía la Princesita.
El traficante sentía y tenía la absoluta certeza en su
mente, que Sandra lo montaba, estaba empalada a su pene morado y áspero de
sangre seca.
En realidad, se estaba masturbando con la mano sucia
embarrada de sangre, que con cada movimiento, aún exprimía unas gotas por la
vena rasgada.
– Empólvate la nariz, gran verga –gimió obscena la
Princesita en su mente.
Cesó de masturbarse para aspirar la farlopa directamente de
la bolsa a través del tubo de un bolígrafo de plástico vacío. Se frotó el
puente de la nariz como si tuviera vidrios clavados y continuó meneando el rabo
con paroxismo hasta eyacular.
Las escleróticas estaban cubiertas de telarañas rojas y por
el prepucio rezumaba semen caliente, su pene aún palpitaba con el orgasmo.
Y así quedó dormido. Aunque en realidad, toda aquella droga
que había tomado estaba llevando al límite el organismo. Era pura pérdida de
conocimiento.
El corazón y la sangre debían vencer una gran resistencia
química contra la droga acumulada en tan corto espacio de tiempo. Las almas
sentían los efectos; pero no los sufrían, los asimilaban como alimento y las
fortalecía.
–Ha sido perfecto Princesita. En poco más de una hora
seremos libres–le susurró el Príncipe desde la lejanía en su prisión de
cartulina.
–Me gusta este poder, las emociones que he sentido en ese
pensamiento. ¡Quiero más!
Y ambos sonrieron lejanos, cada cual en su selva de cartón.
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A las dos y media de la tarde llegaron Fred y Damián a la
oficina para hacer el balance de cuentas que exigía Riobravo cada día. El tipo
que trabajaba de cajero había cerrado la tienda para ir a comer. Fred abrió con
sus llaves y cerró de nuevo cuando Damián cruzó el umbral.
Al acceder a la oficina Fred se acercó a la mesa y lo sacudió
por los hombros. Riobravo abrió los ojos con un sobresalto sin saber dónde se
encontraba.
Y se apresuró a esconder el pene y abrocharse el pantalón.
– ¡Joder qué cebollón llevas, mano! –exclamó Fred. – ¿Te
encuentras bien? ¿Te dejamos solo hasta que te recuperes un poco?
Fred hablaba con sarcasmo y desdén. Al fin y al cabo,
mientras el jefe se ponía hasta el culo, él estaba cuidando del negocio.
–Tomad la pasta y la mercancía que ha quedado por vender. No
ha ido mal… –Damián se acercó a la mesa del jefe.
Metió la mano en el bolsillo y sacó el dinero y las drogas dejándolas
ante Riobravo. Cuando quiso cerrar el cuento y tomarlo para ir a casa, Riobravo
lo impidió plantando la mano encima, rompiendo la figura del príncipe colgado
de una liana sobre un río lleno de voraces cocodrilos.
– ¿Te ha dolido? –le preguntó la Princesita en su oscuridad al
saber que uno de los Príncipes troquelados se había rasgado.
–No. Ha sido un instante de liberación. Pronto saldremos de
aquí, lo hemos hecho bien. Sobre todo tú, qué calor… Daban ganas de tener
cuerpo.
–Sí… Estoy hambrienta de más.
Riobravo sacó una navaja de un cajón de la mesa y la abrió
con un movimiento rápido, produciendo un chasquido metálico. Y apuntó con ella
al rostro de Damián.
– ¿Cuánto te has quedado de lo que has cortado, idiota? –a
continuación, se dirigió a Fred – ¿Sabes que se dedica a cortar la mercancía
para ganarse un extra, Fred? Porque si no lo sabes y no lo evitas, es porque no
haces tu trabajo.
–Eso es mentira, los controlo a todos y conozco a los chavos
que les compran. Ni ha cortado nada, ni nadie se ha quejado.
–Alguien me ha dicho, aquí mismo, que la coca parece azúcar
de bollería –Riobravo hablaba lentamente, forzando la mirada para mantener los
ojos abiertos.
– ¡Y una mierda! Siempre he sido legal con vosotros, no os
he puteado nunca –gritó Damián.
–Alguien te ha contado mierda a la oreja ¿y tú lo has
creído? Te colocas demasiado con tu mercancía –intervino Fred.
–Hagamos una cosa, dentro de un par de horas se aclarará la
verdad. Damián se queda aquí hasta que hablemos con el pibe que me ha venido
con la información–dirigiéndose a Fred señaló una de las columnas de acero del
local, cerca del lavabo – Que se siente allí y lo amarras al pilar, no quiero
que salga por patas cuando menos lo esperemos.
Fred levantó los hombros con indiferencia, metió la mano en
un saco de plástico vacío que se encontraba en una estantería oxidada apoyada
en un muro y sacó unas cuerdas.
– ¿En serio me vais a amarrar, hijueputas? –gritó Damián.
Fred lo empujó de mala gana. Damián gritaba que no era
necesario, que no se escaparía. Con una violenta bofetada que le rompió el
labio superior, lo hizo callar y sentarse en el suelo con la espalda apoyada en
la columna. Con varias vueltas rodeando columna y pecho, lo inmovilizó.
Riobravo había metido la cara en la bolsa de farlopa y
esnifó, porque Sandra se lo pedía con el coño chorreando de caliente que
estaba. Tosió varias veces y miró con odio a Damián.
– ¡Métele al idiota un trapo en la boca, que no siga
jodiendo!
Fred entró en el lavabo y salió con una sucia toalla que le
embutió en la boca.
Riobravo rebuscaba en el botiquín de la mutua de accidentes,
que por ley debía encontrarse en lugar visible y accesible. Estaba a un lado de
la puerta de acceso a la tienda.
Se dirigió de nuevo a la mesa y empapó concienzudamente el
cuento con el alcohol que había encontrado.
–Pónselo debajo de los huevos.
A Fred le importaba una mierda Damián, tenía hambre y quería
salir del local para ir a comer al apartamento de su madre y echarse luego una
siesta.
Le ordenó elevar las piernas y deslizó el libro hasta las
nalgas.
Damián intentaba hablar, las venas del cuello se hincharon
dolorosamente por el esfuerzo y se dio por vencido cuando le subió vómito a la
garganta.
Fred se acercó hasta Riobravo, que volvía a hundir el rostro
en la bolsa de cocaína.
–Esto es demasiado, Rio. Nadie se me ha quejado y estoy
seguro de que a ti tampoco. Algo tienes hoy con Damián.
–Eso ya no importa –le respondió Riobravo ya más apaciguado
por la sobredosis de coca. –Si alguien dice que vendes mierda, debes resolverlo
con un castigo ejemplar que acalle cualquier rumor. Y le ha tocado al idiota.
Cuando lo vean por la calle caminar sin huevos, los del barrio sabrán que con
nosotros no se juega.
Fred pensó que era una buena lógica dado el negocio que
llevaban.
Riobravo se acercó hasta Damián y gastó el alcohol que
quedaba en la botella vertiéndolo sobre la bragueta del pantalón y entre los
muslos.
Y volvió a sentir un agudo y repentino dolor de cabeza.
– ¡Ahora! Que arda el idiota junto a su mierda de cuento,
hasta que sean solo ceniza –le apremiaba violentamente el Príncipe en la mente.
Con un encendedor prendió los pantalones de Damián, el fuego
se extendió dulcemente azul hacia el libro y los genitales, subiendo por el
pecho y haciendo arder la toalla que le colgaba de la boca.
– ¡Abre la puerta trasera y las cuatro claraboyas con el
gancho! –le ordenó a Fred ante la humareda que se estaba formando.
Damián, durante tres largos minutos, pataleó y se rompió el
cráneo dando golpes contra la columna a la que estaba atado.
Hasta que repentinamente se relajó. Los ojos o se habían
quemado o estallado por el fuego; pero ya no los tenía. Respiraba afanosamente
y le salía sangre mezclada con saliva por la nariz; estaba extrañamente sereno
para estar tan asado. Entre sus piernas solo había un bulto negro y amorfo de
carne, ropa y papel calcinados. Riobravo recordó haber leído que cuando el
fuego quema los nervios, se acaba el dolor. Pues eso le debía pasar al Damián,
por eso estaba tranqui. El anorak de nailon se había deshecho fundiéndose con
la piel y la corriente de aire generada por la aireación, hacia volar por todo
el local las cenizas del cuento.
De los restos calcinados del cuento surgieron un par de
volutas anaranjadas que se desvanecieron entre el humo que flotaba denso a
media altura.
El Príncipe y la Princesita eran libres y poderosas almas no
sujetas a ninguna materia, hambrientas de las emociones que ya habían
experimentado desde la lejanía de sus celdas de cartón.
El humo se disipaba, el fuego sin más combustible perdió
potencia con la evaporación de la carne de Damián, su ropa y el cuento.
– ¡Eres un vergón, Rio! –le susurró la Princesita como la caliente
Sandra. –Ahora córtale el cuello a Fred y así seremos libres de coger cuando se
nos dé la gana. Ya sabes que mi panoja está siempre mojada para ti.
Riobravo se desnudó el torso sin prestar atención, se
ahogaba de calor.
La Princesita lo apremió, daba la impresión de que se dormiría
de pie viendo agonizar a Damián con interés narcótico.
–Métete un par de tiritos más de farlopa, mi Super Verga! Y
deshueva al Fred a navajazos ¡ya!
El Principito entró en la mente de Fred y se hizo fuerte en
su pensamiento para tomar el control.
–Riobravo te matará. Está loco, completamente ido. Debes
pegarle un navajazo en cada pulmón y que se ahogue con su pendeja sangre. Ya no
tiene control. Mátalo, va a por ti; se coge a tu Sandra y la quiere para sólo
para él –Fred dejó con sigilo la pértiga con la que acababa de abrir la última
claraboya del techo y desplegó silenciosamente la navaja.
Riobravo aspiraba la cocaína inducido por la Princesita, como
las bestias comen del morral, cuando Fred se acercó por su espalda y le asestó dos
rápidas puñaladas en cada costado. La hoja entró hasta el puño entre las
costillas rasgando ambos pulmones; lanzó un gemido sin fuerza, el aire salía por
las heridas formando burbujitas rosadas. Respirando como un fuelle intentó asir
su navaja sobre la mesa; pero Fred le clavó el puñal en el cuello repetidas
veces hasta que quedó inerte en el suelo.
–Ahora te vas a meter un pico para celebrarlo. Ya eres el
amo del negocio –le inducía el Príncipe.
Fred usó la misma jeringuilla que Riobravo había dejado en
la mesa junto a la cuchara y el tubo de silicona. Retiró con un pie el cadáver
y se acomodó en la silla para realizar el ritual de la heroína.
Cuando vació la jeringuilla en la vena sentía deseos de
cerrar los ojos y alucinar.
– ¿A qué esperas para meterte el chute? Y cárgala bien, que
ya sabes que el cabrón de Riobravo la corta mucho –le hizo pensar el Príncipe.
Y volvió a inyectarse otra jeringuilla.
El Príncipe volvió a hablar en su cabeza.
–Vamos, hombre, métete el caballo de una vez no lo pienses
tanto. Duermes un poco la mierda que te has metido te vas a ver a Sandra, la
coges y luego le pegas una buena paliza a esa puta.
Aún no había acabado de inyectarse la heroína por tercera
vez, cuando convulsionó sobre sobre la silla con la boca llena de espuma.
Cuando su cabeza golpeó el suelo, ya estaba muerto.
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Conceptos como el bien o el mal, el odio o el amor,
adquieren una cruel y desinhibida intensidad en las almas.
El Príncipe y la Princesita habían desarrollado la plena
conciencia de su naturaleza, ya limpias de la magia con la que Dios impregnó el
libro ensuciando, vejando las almas.
Las almas son entes que no están sujetos a las normas y
necesidades de la carne. Desconocen el dolor y el placer carnal; pero
sintetizan cada emoción o frecuencia sensorial, en el pensamiento o las que se
propagan por la atmósfera. Son voraces receptoras de sensaciones y su único
fin, es experimentarlas a través de cuerpos que invaden, porque los que les
correspondía les fueron negados.
–Vayamos a conocer el cuerpo de Sandra, a experimentarla –le
propuso incorpórea al Príncipe –Quiero más.
Ambas conocían todos los detalles y secretos de las mentes
invadidas. Y flotaron entremezclándose como efluvios invisibles hasta el barrio
de los edificios colmena.
Sandra vivía con su padre borracho en la décima planta de la
colmena. Fred vivía en la planta inferior. Allí se conocieron y allí cogían
según convenía, en uno u otro apartamento. Fred le daba dinero a Sandra con el
que su padre y ella se mantenían sin trabajar. La madre había muerto hacía
muchos años, cuando Sandra tenía ocho años de los diecisiete que ahora tenía.
Un cáncer de pecho la colonizó toda, no hizo caso de los bultos. Tal vez,
porque le dolía tocarse los pechos por los golpes que le daba el borracho de su
marido. Y claro, también le prohibía ir al médico; pero eso no lo sabía Sandra
conscientemente, eran recuerdos ocultos, dormidos que la Princesita encontró en
su cerebro.
El Príncipe se metió en el sucio y maloliente pensamiento
del borracho que dormitaba frente al televisor encendido, mientras la hija en
su habitación chateaba con el móvil.
Ambos habían acabado de comer. Sandra esperaba a su Fred y el
padre sesteaba antes de meterse otro litro de vino antes de cenar.
La chica dejo el móvil encima de la almohada, se quitó los
leggins azules y el tanga. Con los pechos asomando entre la blusa roja desabotonada
se dirigió al salón.
–Sandrita quiere coger rico –la Princesita gobernaba la
mente de Sandra obligándola a acariciar profundamente la vagina ante el
borracho ya despierto que dejaba desprender un hilo de baba por el labio
inferior.
–Chúpamela primero –ordenó la voz quebrada del padre ocupado
por el Principito.
Sandra se arrodilló entre sus piernas, desabotonó y bajó la
cremallera del pantalón; tomando el pene en la mano, empuñándolo con fuerza lo
excitó hasta la erección. Dio un fuerte tirón del prepucio para descubrir el
glande y se lo llevó a la boca.
Las almas gozaban y los cuerpos sentían ingobernables
espasmos de placer.
–Muérdeme el pijo –pidió el padre.
La hija mordió el glande sin cuidado, unas gotas de sangre
se formaron en sus labios. Cuando se lo sacó de la boca, el glande tenía los
incisivos marcados en el meato, que se había rasgado.
Sandrita tiró del piercing que coronaba el vértice superior
de la vagina excitando a su padre, al Príncipe.
–Siéntate en mi boca –su padre se había estirado en el sofá.
Sandra colocó cada pie al lado de la cabeza y apoyando las
manos en el reposabrazos para mantener el equilibrio bajo las nalgas hasta
sentir el roce de los labios.
El padre la sujetó por los muslos y elevó el rostro. La
lengua recorrió pesada y seca los labios, el clítoris y luego la metió repetida
y rápidamente en la vagina.
La Princesita pedía más y el Príncipe jadeaba en el cerebro
del borracho.
Sandra se desplazó hacia atrás y tomando el pene, lo dirigió
a su coño. Se sentó en él con un grito. El padre gemía ronco y Sandra comenzó
un perreo violento empalada.
Las almas, asumieron todo el placer de la carne, incluso el
dolor los enloquecía. El pene del borracho se lesionaba con el veloz coito, cuando
se salía de la vagina se aplastaba doblándose y los testículos estaban siendo machacados
por las nalgas de su hija.
Cuando se corrió, la leche tenía restos de sangre y la
Princesita sentía expandirse con el colapso del orgasmo. El cuerpo de Sandra se
estremeció con el dolor de los labios rasgados, avanzó hasta la cabeza del
padre torpemente y le pidió que siguiera lamiéndola, quería correrse otra vez.
Se corrió cinco veces y al borracho se le torcieron los incisivos en la encía
por las continuas presiones de su hija corriéndose.
Ahora las almas fluían por el aire juntas, comunicándose. El
padre y la hija estaban mudos, sorprendidos, confundidos. Quietos, ella con la
vagina en el rostro de su padre cuyo pene estaba lacio.
– ¿Vamos a por más, mi Príncipe Salvador?
–Vayamos, Princesita Ardiente.
Fluyeron hacia la oficina por curiosidad y porque tenían
todo el tiempo del mundo. El cajero había llamado a la policía cuando encontró
los cadáveres en la trastienda, por ello la zona estaba acordonada para los
humanos, bomberos, personal sanitario, ambulancias y policías habían montado el
circo habitual.
Y en ese mismo instante, en el complejo de edificios
próximo, un borracho reventaba su cabeza contra el pavimento de la calle, tras
un viaje desde la ventana de un décimo piso.
Sandra sin comprender nada y ver su coño metido en la
apestosa boca de su padre, se puso furiosa. El padre le decía que había sido quien
inició aquello, y durante la discusión lo empujó contra la ventana del salón. Y
luego se lanzó ella, aunque no quería, simplemente le apetecía hacerlo.
Y así fue como el Príncipe Indómito y la Princesita Perdida
se hicieron libres y fluyen libremente por el mundo en busca de alimento para
sus almas: a veces se alimentan de ternuras, a veces de la violencia y el dolor;
pero el placer del sexo ¡guau! era su bocado preferido.
Su poder para someter el pensamiento de los cuerpos hasta
llevarlos a la muerte los elevaba a divinidades.
Y lo mejor era que Dios se había olvidado de ellas.
Así que no olvidéis, niñas y niños, que cuando el Príncipe
Indómito y la Princesita Perdida se encuentren cerca de vosotros, relajaos,
porque nada podréis hacer. Sólo les importa vuestras emociones y sentimientos,
la carne es solo una butaca en un cine.
Iconoclasta