Me gustan las oscuras tardes veraniegas de tormenta, cuando cae rápidamente la temperatura del ardor y mi piel responde erizándose, evocando sus labios frescos, los muslos templados y vibrantes, los pezones duros que devoré y exprimí con ansia atávica.
Y ella desfallecía voluptuosamente clavada a mí con la respiración entrecortada.
Instantes frescos de íntima penumbra en la casa, en los que mi elaborada coraza se relaja y los recuerdos forman un manantial de agua oleosa y fría que anega mis órganos.
Una sangre incolora…
Una emotiva dilución de mí mismo.
Y triste.
Y eréctil.
Hasta el puto dolor del alma y la polla.
Una repentina y debilitante melancolía por todo aquello que nos quedó por hacer.
Y follar… Follarte… Metértela…
Enciendo el cigarrillo trescientos del día que sea hoy y sueño que aspiro su alma escondida entre sus atentos y brillantes ojos desafiantes, en sus dedos coreógrafos que me arrastran inevitablemente a un placer que aboca a la animalidad. Y su coño.
Su bendito y hambriento coño.
Y en mi tarde oscura invado con violencia su impúdica e impía humedad con la misma fuerza con la que el fulgor de los rayos me delata triste y abandonado en lo oscuro.
Confirmo con mis defensas rotas que la necesito mil veces más de lo que creía intuir; pero ya es tarde
La tormenta aleja y mi semen es un frío cadáver no nato, no formado, escurriéndose por mis dedos desfallecidos.
Soy un mierda.
Misericordia.
Iconoclasta
Foto de Iconoclasta.