El río baja turbio, que es el color de la vida por mucha muerte que arrastre.
El color de mi vida y mis muertos.
Y se me detiene un segundo el corazón ante las aguas tan opacas, tan barro. Como si la sangre se hubiera achocolatado también.
Pienso de un modo natural que las tragedias son contagiosas. Sin acritud, es un hecho.
Es un buen color, el color menos mezquino. Las termitas humanas quieren colores más alegres y claros en su ropaje para reflejar la luz del sol y evitar un poco de calor en su hacinamiento paranoico y devorador.
El río arrastra el polvo y las cosas calcinadas por el verano; con todo ello hace una sopa ruidosa y fría, con los cadáveres y trozos de árboles muertos.
Y limpia sin cuidado ni alegría, los rostros a las piedras que sobresalen con su tez dorada por el sol.
Rostros de granito sin alma que el verano ha quemado.
El sonido del agua es la urgencia por llegar al mar.
Una alegría y un llanto…
Le ruge el caudal a los recodos y los cantos rodados que dejen paso. Y les canta un adiós y hasta nunca jamás, porque el agua pasada es tiempo muerto ya. Solo provoca unas lágrimas de pérdida íntima si estás lo suficientemente cerca para escuchar el río y a nadie más.
Un agua empuja a otra y los patos, canoas vivas, incluso nadan contra la corriente si así les apetece; como a mí siempre.
Jodidos patos malhumorados... No se quejan de los cadáveres, ni de lo turbio. Ni siquiera se quejan, hacen lo que quieren y lo que deben.
Yo no siempre.
No tengo la suerte de ser siempre pato.
Pero mejor bajo la lluvia que bajo el techo.
Mejor el rayo que la lámpara y mejor el trueno que la música.
Mejor empapado que seco.
Mejor partido que humillado.
Soy de naturaleza asilvestrada, no puede hacer daño.
Y que las lerdas y lentas babosas, caracoles indigentes, se arrastren por la tierra jaspeada de chorros de agua brillantes que se pierden mágicamente entre la hierba para enfriar el infierno.
Las ninfas están sobrevaloradas y los diablos olvidados.
Yo soy la turbia justicia de los tristes.
Pareciera que el otoño se asoma secretamente camuflado ente las nubes, observando en qué estado ha dejado el planeta el verano, su enemigo mortal.
Le han sentado bien las vacaciones; porque una repentina brisa fresca evoca una risa satisfecha y despreocupada.
Antes de que un rayo de sol consiga destripar una nube, me dice retirándose sigilosamente: “Mantente vivo, no tardaré en llegar. El maldito verano está acabado, muerto. Te lo digo yo”.
Le digo que vale; pero que no me queda mucho tiempo, y soy algo que el río quiere arrastrar. Lo dicen sus aguas al hacerse espuma contra un roca, lo que le pasará a mis sesos muertos.
Sinceramente, no me voy a estresar por vivir, soy un recio de piel gruesa y curtida.
“Pues si encuentro tu cadáver lo cubriré de hojas y te pudrirás en la tierra, soy bueno en lo mío”.
Le doy las gracias por educación, porque me importa literalmente una mierda lo que le pase a mi carne muerta.
Mientras no duela, me suda la polla.
Y que los patos, si quieren, pellizquen mi carne tan encantadoramente malhumorados.
El otoño es un buen tipo, pero con hipertrofia de ego.
Mi ego va río abajo, a veces me desprendo de él si me place.
Puedo ser absolutamente ajeno a mí mismo.
Incluso no puedo evitar ver mi cuerpo golpearse contra las rocas y luego llegar al mar partido.
Soy un delirio mudo.
Mi pensamiento es turbio, tiene el color de la vida, aunque no quiera.
Iconoclasta
Foto de Iconoclasta.
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