Iconoclasta, provocación y otras utilidades para escapar del negro abismo del agobio.
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18 de febrero de 2020
Trozos de cosas
Tengo un cajón en mi puta cabeza lleno de trozos de cosas. No son cosas rotas, son solo restos.
No sé porque los guardo.
Posiblemente para, como Frankenstein, hacer un collage triste con los desperdicios; a pesar de que son trozos que no sirven como repuesto a nada. Aquello que un día existió, hoy no tendría utilidad alguna, ni sentido.
No soy artista, los trozos son solo tumores infectando el cerebro y sus consecuencias.
Tengo un síndrome de Diógenes infectando la memoria con deshechos de lo que un día fui.
Y la memoria hija de puta me dice: ¿Esto es lo que fuiste? ¿Dónde quedó lo que querías ser?
Y yo le digo que nunca quise ser nada, no planifico jamás, hago lo que debo cuando me apetece. Fui lo que debía en cada momento. No le veo el drama, sinceramente.
No quise ser más que lo que deseaba en ese momento. Y los momentos murieron y yo con ellos.
Nunca quise ser explorador, o médico o una celebridad de mierda. Quise siempre estar lejos de todo lo que no me gustaba, con eso me conformaba. Cuando no lo conseguía, me convertía en un ser detestable, cosa de la que no me arrepiento a pesar de esos trozos rotos que hay por el cajón.
De hecho, seguro que en las últimas horas ha ido a parar a ese cajón de putadas de mi cabeza, algún otro resto apestoso de lo que fui hace unos días, o unos segundos.
Iconoclasta
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5 de febrero de 2018
Las horas todas
Las horas huecas,
las necesidades y su insatisfacción.
Las horas vanas,
las del agotamiento sin fruto.
Las horas temibles,
las de la angustia y el dolor.
Las horas negras,
de muerte y necrosis del ánimo y la carne.
Las horas-sueños,
las de la intensidad, la locura y la vida deshebrada como carne hervida.
La hora inquietante,
cuando el espejo mudo mira tu rostro y cuenta las horas pasadas.
Y las pocas que restan con pestañeos tristes.
Las horas tiernas,
en las que acaricias sus deditos y tratas de imaginar su vida, pensando: “tan pequeño…”.
Las horas cáncer,
que se hacen tumores nacarados con hastío y crean metástasis hasta en la sonrisa.
La hora aciaga,
cuando sabes que se aproxima lo inevitable y es malo.
Las horas repugnantes,
cuando la envidia ajena se cierne pesada en tus cejas diciéndote que no es posible, que no es bueno, que no te creas especial.
Las horas felices,
cuando el odio hace fantasías de sangre y violencia, de cuerpos destrozados por una justicia salvaje. Y observas jadeando un reloj con ojos enrojecidos.
Las horas del amor,
que no son horas, son segundos vertiginosos que se precipitan por acantilados afilados.
Las horas tristes,
las del llanto inevitable, bajo la luz que me delata ante mí mismo y me avergüenza sin piedad.
Las horas íntimas,
donde el pensamiento parece hablar potente en los tímpanos y el tiempo carece de importancia.
Y hay un segundo…
El segundo lácteo,
el trallazo explosivo que se escurre blanco rezumando desde lo más íntimo de sus muslos hermosos y fascinantes.
Aunque no justifica las horas todas.
Iconoclasta
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10 de junio de 2015
El fracaso
Llegamos a lo más profundo que pudimos, nos amamos hasta el dolor y la euforia de las ilusiones que prometíamos tatuar en la piel; pero el planeta no tiene simas ni alturas tan profundas y altas para contener tanto amor.
Falta espacio, falta tiempo.
Se hizo pequeño el volumen del mundo y nuestro gigantesco y gran amor nos asfixiaba.
Todo está previsto y calculado, mi amor que agoniza.
Hay un límite para tanto deseo y pasión, todo lo sobrante es triturado.
Somos dos corazones rechazados por un trasplante apresurado, porque amar es premura.
Y el tiempo nos come, y por ello, la impaciencia y la frustración.
La razón es infecta.
Es pus.
Hemos fracasado, hemos perdido contra el mundo.
Los sueños temblaron hasta hacerse borrosos y se convirtieron en absolutas imposibilidades.
No nos engañamos, a duras penas amada mía.
Nos ilusionamos, es lo que debíamos hacer, no había otra opción.
La batalla contra el tiempo y el espacio que hay entre nuestros pulmones fue intensa y resquebrajó los muros del amor con cañonazos de demoledora realidad.
Todo el tiempo del planeta, todo su volumen, nos aplastó. Se ensañó con nosotros.
Fue insuficiente nuestro esfuerzo.
Y fracasamos.
Llegó la hora de reconocer la derrota con una venda en el pecho, porque los corazones, quieras o no, sangran. Y esa sangre se derrama en el alma formando coágulos.
Y los recuerdos se hacen cenizas sin haber sido llamas.
Réquiem por un sueño suena en el reproductor de música con la suficiente melancolía e intensidad necesarias para sumergirse en la suma pena de la derrota y en penumbra.
Declaro mi rendición en la oscuridad con tinta roja y la total precisión que da el dolor del fracaso.
Los dioses hemos sido derrotados, no habrán más oportunidades.
No éramos dioses, era nuestra ilusión de amantes, solo era soñar, no podía hacer daño a nadie; pero se han excedido con su armamento y fuerza, como si fuéramos seres imbatibles.
Hemos fracasado, y cada uno tomaremos nuestro camino hacia otra batalla contra la razón.
Cuando el fracaso asfixia debe ser reconocido, toca retirada, porque la vida es efímera y los sueños rotos jamás se recompondrán.
Hay que vivir para amar y amar para hacer viable la vida.
Cada cual buscaremos nuevos campos de batalla, debe existir otra guerra donde podamos bombardear la razón y la praxis hasta sus cimientos.
Olvidémonos que un día nos amamos, no guardemos recuerdos que traicionarían nuestra próxima pasión, te deseo suerte, hermosa compañera de trinchera.
Hay que seguir, hay que ganar antes de morir, o muriendo.
Prometo olvidarte y juro que una vez te amé.
Me diluyo entre tus recuerdos, lo veo en tus ojos.
Adiós, quien quiera que un día fuiste.
Iconoclasta
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12 de junio de 2013
Llueve
Necesito pensar que la lluvia, la que me
hipnotiza llevándome a lo más profundo
de mí con más fuerza que la heroína o el opio y me da un indefinido consuelo a
una indefinida melancolía, no es solo agua.
Debo pensar para evitar una irritación
cerebral, que la lluvia es el vapor condensado de los cadáveres, de millones de
muertos. Entre esas gotas hay partículas de seres que un día amé y hoy echo de
menos.
Sé que también forma parte de la lluvia mi
sudor, mis lágrimas y mis esperanzas diluidas en la orina; pero puedo
discriminar cada gota por su forma y emoción. Sé que gota específica vale la
pena observar y escuchar, dejarse mojar por ella… Soy selectivo.
No hay gotas malas, o demasiado malas, porque
los fracasos y la mala gente no se hacen lluvia, lo dice la religión: los
buenos al cielo, los malos al fondo de la tierra, al infierno. Me dejo llevar
por una inocencia estúpida de vez en cuando, es una pequeña licencia de hombre
adulto: me permito ejercer una ignorancia pueril cuando llueve.
No puede hacer daño.
Nunca rozo las gotas que corren por las
ventanas (ya sé que llueve por fuera, es necesario abrir la ventana para ello)
porque son frías como los cadáveres que un día fueron. Simplemente me acerco y
un tenue vaho, como un amor muerto seguramente, empaña la superficie y oculta
mi reflejo. Está bien ser oculto y secreto.
No trasciendo, desparezco por cualquier
concepto, no me engaño demasiado.
Las gotas repiquetean en los cristales de la
ventana y sin apenas esforzarme imagino que me saludan. Cuando arrecia la
lluvia, se forman ríos verticales de irregulares trazados que relajan mis párpados de placer al imaginar
que vienen a por mí mis muertos, los que amé.
— ¡Vamos! Ya has vivido demasiado, no hay nada
que aprender o descubrir. Se te ve cansado. Es hora de descansar con nosotros
—hay mucha ternura y cariño en como lo dicen, siempre la hubo. No es novedad.
Siento
hacerme agua, mis entrañas se diluyen con una nostálgica sensación de
pérdida, de que algo llega al final. Dentro de mí, en mis intestinos, en mis
testículos encogidos se forma un frente de bajas presiones de llantos.
Mis tripas se hacen lluvia por las implacables
imposibilidades.
Porque las gotas solo caen y se transforman en
vapor, no se hacen abrazos, besos ni carne.
Todo ha sido una gran mentira: la
resurrección, la vida en otro lugar, el cielo y la bondad…
Puta mierda.
Los que un día amamos, no volverán, serán
gotas de lluvia.
Y a pesar de la verdad, yo me voy con ellos,
tienen razón. Hay viajes largos y la vida se hace interminable. Con la
experiencia acumulada la razón dicta que para llegar al mismo destino: la
muerte, es mejor ahorrarse dolores. No es necesario sufrir más si no hay nada
que ganar ya.
Conforme las gotas resbalan y de algún sitio
llega algún tintineo metálico provocado por las gotas amadas como un cántico de
esperanza, camino con los ojos cerrados por una estrecha carretera bordeada de
enormes plátanos que forman un túnel con sus copas. El agua resbala por sus
hojas y ramas para mojarme cálida y
serenamente, íntimamente en soledad.
Y se está bien sin ir a ningún sitio, solo
camino.
No hay nada que lograr o vencer ya, solo se
trata de llegar sin prisas, pensando que la lluvia son gotas de agua de
personas buenas que murieron. Uno necesita engañarse en un mundo hostil.
En una vida hostil.
En un planeta de selvática envidia.
El humo del cigarrillo me sigue en la densa
atmósfera; camino cómodo, camino suave. Camino contento arropado por la buena
lluvia.
Los amores son tan sutiles y desprotegidos que
nunca se hacen lluvia, simplemente se deshilachan como pequeñas nubes sometidas
al viento. Se hacen jirones sin más peso que un recuerdo o lamento inaudible.
Hay muchos amores, hay amor hasta debajo de
las piedras (lo esconden los malos). Pero con la lluvia solo me preocupan
aquellos irrepetibles, los que están ligados a mis amados muertos. Padres y
madres se convierten en amigos cuando ya no los necesitamos y simplemente los
queremos. Da miedo que toda esa potente emoción sea un simple jirón de vapor,
hay que ser cuidadoso, estarse quieto para que el aire no lo rompa cuando
llueve.
Pobres amores que no pueden llover una vez
muertos…
Mi sombrero en mi pecho por su muerte eterna.
Cuando llueve, al igual que cuando sueño, no
tengo una pierna que no funciona.
Podría ser que sueño que llueve. O tal vez
cuando sueño, llueve. O tal vez sea que la melancolía es tan densa que crea una
surrealidad de la realidad.
No es difícil de entender, solo son opciones
que dan todas el mismo resultado, como la muerte es el resultado de la vida.
Si la lluvia es agua de buenos y amados
muertos. Los malos se convierten en piedras, en hierro, en minerales. En
materiales innobles que serán golpeados, aplastados, triturados, o fundidos. Los malos (porque los hay) son
tan densos que no tienen imaginación, no vuelan. Son piedras.
No llueven, son plomos.
Los malos no pueden ser etéreos y sutiles.
Son inconfundibles a mis ojos: tengo la mala
suerte de distinguir las hipocresías todas, las envidias y las decepciones y sé
que caen pesadas al suelo.
Y me hacen daño en los pies al caer.
Demasiados golpes, al igual que los
cigarrillos pueden devenir en cáncer. Pues ya tengo mi cáncer en mi pierna.
Hace años que comenzó a formarse, la lluvia me ha ido salvando; cuando estoy a
punto de ser absolutamente derrotado, llegan mis muertos, llegan los buenos
repicando en la plancha de los coches, en los techos de las casas, en las
ventanas… Forman sus pequeños ríos hipnóticos en los vidrios y todo está bien,
yo viajo por esos ríos de la bondad. Por el camino flanqueado de enormes y
tupidos árboles.
Siempre me dejo mojar, aunque me resfríe.
Peligro es mi apellido.
No soy dado a las ilusiones; pero como no me
emborracho ni me drogo, me dejo llevar por pequeñas delicias que no provocan
cáncer para variar.
Dicen que hay lluvia ácida y radiactiva, yo no
lo creo. Lo que pasa es que las pieles de los mediocres es demasiado cobarde y
sensible a todo aquello que es sencillo, limpio y puro.
Cuando cesa la lluvia mis últimas gotas de
ilusión y paz se van con el resto de la
bondad llovida a la cloaca.
Deseo que no tarde en llover, las largas
temporadas de sequía y calor se comen mi hueso como si una plaga de insectos
anidara en la médula.
Como las vacas en las viejas películas de
vaqueros, oleré el aire en busca de lluvia cuando el sol aparezca nocivo,
cabrón y desecante en el cielo.
La lluvia es un estigma para los pusilánimes y
ahí radica mi perverso placer entre toda esta melancolía.
El fin no varía, lo importante son los medios
para llegar, el destino no guarda secretos. Las conclusiones sin lluvia son más
duras, son simplemente vulgares.
Nacemos para ser agua o minerales.
Cesando la lluvia los árboles que flanquean el
camino se hacen pequeños, el sol levanta vapor de la tierra mojada, huele bien
durante un segundo. Siempre huele bien la bondad y el amor evaporados.
Yo también siento que me seco.
Tomo una piedra, la lanzo contra la ventana de
una casa abandonada y rompo un vidrio para que no corra por él la lluvia. Para
que no se hagan ríos de bondades y melancolías.
Si pudiera, solo permitiría que lloviera sobre
mí y a mi alrededor.
Quiero ser único en mi melancolía, en mi amor,
en mis recuerdos.
Que nadie comparta mis gotas, mis muertos.
Enciendo un cigarro para calmar el ansia de
esta sequedad. Sé que seré mineral, porque no puedo ser bondadoso ni ofrecer
cariño más que ejerciendo la imaginación. Es necesario creer en el ser humano y
respetarlo a todo tiempo para ser lluvia.
Yo solo hago de la vida y solo durante unos
minutos, un cuento de hadas que no existen.
Yo seré uranio.
Iconoclasta
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