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8 de mayo de 2012

666 en Bangkok


Pasear por Bangkok y sus feos barrios humildes es una delicia si no tienes miedo a nada ni a nadie. Hay tanto tarado y enfermo que no encuentras un humano sano en varios kilómetros cuadrados, es decir, en todo Bangkok. Esto que os voy a contar es de hace apenas un mes; en uno de mis múltiples viajes intentando hacer daño allá donde me sea posible.
Para empezar os diré que me gustan mucho las mujeres bien formadas, me refiero a que sean mujeres maduras y voluptuosas, porque cuando me las tiro son las que de verdad disfrutan de la dolorosa penetración a la que las someto.
Si alguna vez habéis estado en Bangkok en una temporada casi otoñal para nosotros, os habréis dado cuenta de que la temperatura es agradable en un primer instante, y cuando uno lleva caminando apenas cinco minutos, unos chorros de sudor le dan al cabello ese aspecto mojado que tanto gusta a los que se engominan cotidianamente. Lo peor es que acompaña una sensación de suciedad, como si esa humedad se te pegara viscosamente en la piel pringándote y te resbalan las gotas desde la cara al pecho, y siguen bajando de tal forma que si tu ropa es holgada y no llevas calzoncillos, las gotas llegan hasta el mismísimo pene excitándolo de un modo salvaje y nada discreto. Pues así iba yo con mi polla bien tiesa y elegante creando un llamativo bulto en el pantalón.
Supongo que mi pene era el encargado en esos momentos de llevar el mando y el cerebro se dejaba llevar con esa holgazanería producto del bochornazo. Estos asiáticos no deben tener sangre en las venas, porque no sudan. No mojan sus camisas. Aunque tampoco tienen un torso como el mío.
Así que las únicas mujeres que veo son putas sidosas y enfermas de cualquier otra cosa, a muchas jóvenes les faltaban piezas dentales y no me gustaban. No eran discretas, las putas no son discretas en ningún lado.
Llevan escrito “puta” en la frente.
Así que en esa estrecha calle atestada de gente y puestos ambulantes de comida ya venenosa, sentí el roce en un brazo de unos pechos pequeños y duros. Era una mujer joven, de una delgadez extrema producto del hambre; iba del brazo de su madre cuyos brazos estaban llagados. A pesar de tener escasamente los cuarenta años aparentaba los sesenta. Las manos escamadas por la soriasis y su boca de encías sangrantes me sonrieron por unos segundos cuando las miré.
Era pleno mediodía y a través de las oscuras nubes el sol intentaba rasgar esa opacidad y el relumbrón me hacía entrecerrar los ojos. Así, con esta climatología yo me encontraba un poco lerdo y tardé casi tres segundos en reaccionar. Di media vuelta y le dije a la madre que me quería follar a su hija a la vez que le pasaba un apretado rollo de billetes. La madre cogió la mano de su hija y me la cedió señalándome una asquerosa casa con dos viejas putas desdentadas sentadas en esos bancos de eskay de la entrada. Olía a opio con sólo mirar hacia allí.
Para llegar, pasamos frente a uno de esos puestos ambulantes tirando por el suelo un canasto lleno de mangos, el idiota del vendedor me llamó hijo puta y me detuve frente a él, con la chica cogida de mi mano y llorando. Esperaba que el jodido oriental siguiera hablándome, que me alzara de nuevo la voz. Después de un segundo interminable para él, en el que se arrepintió de haberme hablado, comenzó a recoger su mierda de frutos y yo entré en la pensión. La mujercita lloraba y gritaba en dirección a su madre, no quería venir conmigo; pegué un violento tirón de su brazo, trastabilló y le di un golpe con la mano plana en la nuca. Algunas voces rieron ante el llanto de la chica, su madre se había sentado frente a uno de esos carritos de carnes de ave cocidas y comía algo con el dinero que le había dado por su hija. Con la mano le decía que se callara y que me siguiera sin rechistar.
El tipo de la pensión me guiñó un ojo cuando le pagué la habitación. Una de esas viejas putas me propuso que la dejara subir con nosotros para hacer una escena tortillera. La aparté de un empujón y se golpeó la cabeza con un extintor, sonó su cabeza con un tono doloroso del que me sentí orgulloso.
Apenas cerré tras de nosotros la puerta de la habitación, saqué un ácido y lo corté en cuatro partes, una de ellas se lo di a la chica con un vaso de agua. No quería tomar la pastilla así que levanté la mano para cruzarle la cara, el lenguaje de la violencia es universal y perfectamente claro. Llorando se llevó la pastilla y el vaso a la boca.
Extendí una colcha encima de la pequeña mesa frente a la única ventana, la cogí en brazos y la tumbé en ella. Me la follaría de pie. Además su cuerpo oriental era tan menudo, que no sabía si aguantaría mis embestidas. Follándola conmigo encima temía que la aplastaría y no podría verle la cara y sus tetas, ver el dolor y los pechos erizados, hace que mi eyaculación sea más aparatosa. Su entrepierna olía a meados y a mierda, llené una palangana con agua y le froté el culo y el coño con la esponja mojada de agua fría y jabón.
El ácido hizo su efecto y dejó de llorar, relajó las piernas y sentí como su vagina se distendía y se excitaba con mi repetido masaje. Entrecerró los ojos ya más relajada.
Os juro que nunca me había tirado a una mujercita oriental tan drogada.
Básicamente para mí los hombres y mujeres más jóvenes son objeto de tortura y malos tratos para crear en un futuro predadores, gente tan maltratada que luego no sientan reparo alguno en asesinar y violar a su vez y que equilibren así, este exceso de nacimientos, los humanos sois como ratas, que folláis y folláis para al final tener que comeros a vuestras propias crías para que no os devoren ellas.
Le estaba pasando la lengua desde el culo a su escondido y pequeño clítoris y la sentí jadear tímidamente. Se tocó las pequeñas tetas y sus pezones se habían endurecido.
Cuando toqué uno de ellos al tiempo que la preparaba para la penetración hurgándole la vagina con el dedo, suspiró desinhibidamente.
Era muy pequeña respecto a mi tamaño, respecto a mi edad milenaria y respecto a mi poder. Si se comportaba bien no la degollaría.
Su pubis estaba poblado de un vello lacio y suave del cual de vez en cuando tiraba obligándola a que alzara la cintura provocadoramente.
Sudaba y se mordía el labio inferior con los ojos cerrados. Le costaba un poco respirar, imagino que la dosis de ácido, a pesar de ser una cuarta parte, debía ser aún grande para su peso corporal.
Alcé sus piernas para situar su vagina a la altura de mi pubis y la penetré. Se quejó y frunció el ceño cuando comencé a bombearla; pero en pocos segundos se volvió a relajar y noté como resbalaba desde su ano a mis testículos, la sangre de su himen desgarrado.
Volvía otra vez a suspirar tímidamente y tocarse los pezones con las puntas de los dedos. Sus piernas tan pequeñas y delgadas no me acababan de excitar, pero sí su pequeño coño tan dilatado por mi pene. Al cabo de unos minutos, ella, asombrosamente frágil y pequeña comenzó a tener las convulsiones del clímax. Yo me corrí dentro de ella, rugiendo y dejando caer mi saliva en su pubis. El semen le chorreaba coño abajo. Se sujetaba la vagina con ambas manos mientras su hombros aún se agitaban con espasmos de uno o varios orgasmos.
Se quedó adormecida y yo aproveché para limpiarme la polla de sangre y semen.
Cuando salí del lavabo, al verla allí en la mesa con las piernas abiertas y el sexo manchado de sangre me volví a excitar y me hice una paja. El semen se deslizó perezosamente por mi puño y lo sacudí contra el suelo. Me puse los pantalones y la camisa y la despejé de su sopor narcótico dándole una hostia en los labios, se le reventó uno. Se puso las bragas aún adormecida y el feo y raído vestido, por el cual se veían sus pequeñas tetas a través de la sisa.
Cuando salimos a la calle, caminaba con dificultad intentado sin poder juntar las piernas.
Se sentó al lado de su madre y ésta me preguntó si me lo había pasado bien, le contesté con un puñetazo en la cara que le alcanzó también medio ojo derecho y le volví a soltar otro fajo de ese puto dinero.
Los que miraban sonreían entendiendo y sin extrañeza. Yo seguí mi camino y comenzó a llover de una forma intempestuosa, cosa que agradecí deseando que una inundación ahogara a todo ese barrio entero.
Me quedé más tranquilo que dios. A propósito, Santo Tomás estuvo presente durante todo el coito, rezando y rogándole a Dios que hiciera algo por evitar aquello. Pero no le hice mucho caso a pesar de sus santurronas lágrimas. Son cosas que sólo yo puedo ver.
Llamadme lo que queráis, porque lo soy. Soy lo más malvado de vuestro mundo. Y soy muy tramposo porque... ¿Qué es mejor: follarla y darle un montón de dinero; o acaso dejar que muera de hambre al lado de su madre muerta, con el vientre hinchado y los ojos vidriosos?
Le he dado tiempo de vida, le he dado salud, y comida.
¿Os escandaliza? Pues no debería, porque yo soy un anti-dios; y ningún primate de entre vosotros es Dios, ni siquiera un querubín en proyecto. Y hacéis cosas peores.
Gilipollas… Os debería visitar en vuestras casas y arrancaros los cojones retorciendo el escroto.
¿Os acordáis del jeque árabe que compra niñas para su harén y las revienta con su polla? No es una mierda de dios, ni siquiera un jodido ángel. Es sólo un puto y repugnante primate.
¿Y las mujeres de esas tribus africanas que dan a sus pequeñas hijas en matrimonio a un cuarentón que las matará a palos en pocos meses?
Muchos hacéis bien en ir a esas procesiones a castigaros; primero os masturbáis con lo que os he contado y cuando habéis purgado vuestros pecados con unos latigazos y una borrachera, ya no os acordáis de toda la mierda que queda en la trastienda. Ni de los millonarios que compran niños y que muchos de esos hombrecitos y mujercitas, no saldrán del antro en el que han entrado. Los humanos no sois tan buenos como pensáis y os creéis íntimamente. Vuestra hipocresía hace daño a los pequeños que no están protegidos. Mucho más que mi maldad.
Y todo al final se justifica: si es un jeque el que lo hace es por su religión. Si es el negro se debe a su tradición.
Y a quien fotografía niños desnudos; a ese, sí que hay que condenarlo a muerte ¿verdad? ¿Tal vez porque no lo hace en nombre de Dios? Sois unos mierdas, fariseos. Deberíais cortarle los cojones al puto pederasta y quemar en la hoguera al follador musulmán.
Pero aún puedo ser muy cruel, en mi reino los crueles disfrutamos con los hipócritas como vosotros.
Si un día me encuentro de tan buen humor como ahora, os contaré lo que le hice a una vieja abuela que castigaba continuamente sus nietos por decir mentiras. Me gustó mucho más que tirarme a esa pequeña oriental.
Ya os contaré. Sé muchas cosas.
Siempre sangriento: 666








Iconoclasta
Ilustrador por Aragggón




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2 comentarios:

Lester Oliveros dijo...

Gracias por pasar por mi despensa de pensamientos, un saludo desde la Guatemaya del 2012, y siga escribiendo con sangre.

Iconoclasta dijo...

Así lo haré, Lester.
Gracias por tu atención, por tu comentario.
Saludos.
Buen sexo.