No sé si queda algo por lo que maravillarme,
cuando cumples medio siglo de vida todo se sabe, se conoce.
Y lo que no se conoce se intuye con
milimétrica precisión.
Como el final de las rosas cortadas, no hay
que ser un genio.
No me fio a estas alturas de que pueda ver
algo nuevo, prefiero mantener un sano escepticismo. Un cinismo nada refinado.
No hay sorpresas, solo algún que otro
terremoto, alguna molestia descontrolada. Cosas que no tienen la suficiente
importancia como categorizarlas en sorpresa.
La basura evoluciona (al igual que los seres
vivos y los edificios), tranquila por el espacio y a mi alrededor. Hay veces
que orbita demasiado cerca; pero tengo recursos para evadirla muchas veces.
Siempre hay una luz de esperanza que brilla
como una ridícula vela votiva en una capilla; para que no nadie diga que soy un
desencantado. Pero que algo cambie y me sorprenda es una simple lotería en la
que no pongo ningún esfuerzo por interesarme.
A los cincuenta uno debería mantener los
logros, recordarlos, atesorarlos como prueba de vida. Porque si no recuerdas,
no has vivido.
No acabo de verlo así, no puedo porque sudo
fuerza en mis músculos.
Me han dicho muchas veces a lo largo de mi
vida que mi ímpetu y mis arrebatos se aplacarían con la edad. Luego me dijeron
que ya debería haberme apaciguado e integrado en la vida.
Me dicen que nunca cambiaré.
No voy a escribir de lo que oigo, de las
experiencias ajenas. Aún tengo demasiada leche en mis huevos.
No me mató un coágulo de sangre en el pulmón y
no voy a sentirme tranquilo y relajado por tener cincuenta años de mierda.
Necesito seguir ejerciendo mi crítica, mi
injusta visión de las cosas y demostrar que sin drogas, mi cerebro sigue
creando las más lisérgicas, oscuras y perversas ideas.
No quiero paz, ni que cese el hambre y la
miseria en el mundo. Tengo poco tiempo y no lo puedo perder en otros. Soy un
egoísta nato.
No seré nunca un viejo afable. Tal vez porque
no llegue a viejo o porque no sea jamás alguien amable con la humanidad y ansioso
de desear buenas cosas a cualquiera.
Moriré cagándome en dios, intranquilo,
insatisfecho. Encolerizado.
No se oirá de mí palabra cordial alguna hacia
la humanidad.
Solo mi cariño y amor por mis queridos humanos
que son muy pocos.
Nunca creí de pequeño, que ahora en mi bajada
libre hacia la muerte, a la vejez; sería tan valiente avanzando hacia el final.
Superé mi miedo infantil a la muerte sin
apenas darme cuenta. He pasado de ser cobarde a indiferente hacia la muerte y
la vida de otros.
La muerte no me importa y la vida a veces me
molesta.
Morir es un mal menor cuando pasas revista a
tus errores.
Recuerdo multitud de cosas buenas; pero los
errores me avergüenzan con la misma intensidad que en la época que los cometí,
que los cometo.
Masturbarme no siempre me distrae de esas
cosas y a veces el semen gotea espeso y triste por los dedos cerrados en el
pene entre un orgasmo contaminado de algún fallo idiota. Pesan y avergüenzan
sobre todo, los fallos de los otros, los que no se pueden controlar y traen consecuencias.
El error de los que se mueren antes de tiempo cuando los amas, de los que me
han juzgado sin tener ni puta idea. Esos errores son los que más me irritan,
los de los otros. Los que son aleatorios y producto de unas cabezas que no me
interesan.
Y traen consecuencias como cobrar menos dinero
por un excesivo trabajo, por ejemplo. Pequeñas cosas que joden. La hipocresía
que me avergüenza de ser humano.
Si de algo sirve ser cruel con uno mismo
(autocrítico como eufemismo), es para serlo con los demás. Me he denigrado y
despreciado tanto, que los demás, sus actos y sus pensamientos son mi comida
diaria. Afilo sus huesos arrebatándoles todo el honor que hubieran podido
tener. Todo su carisma me lo fumo con bocanadas profundas de mis cigarros.
Tengo cincuenta años, no puedo creer en
hombres santos, benefactores y genios. No existe la justicia, solo hay leyes
que me joden y coartan mi libertad. Sé cuanto dinero cuesta todo y el dinero
circula en manos de un reducido grupo de puercos muy exclusivos.
Y si hay una contante universal, es que con
honradez y sinceridad no se gana el suficiente dinero como para ser feliz no se
triunfa en nada.
Tengo cincuenta años. Siempre he tenido los
cincuenta y algo me decía que las cosas no iban a ser fáciles y que hay mucho
hijo de puta envidioso controlándolo todo. Si te ven sonreír te amargan la
sonrisa por pura ostentación de poder y envidia.
Fui un niño de medio siglo con miedo a la
muerte, había noches que no quería dormir porque tenía miedo a no despertar.
Y ahora no quiero dormir para seguir
insultando a los envidiosos. No es faltar el respeto insultar a los poderosos,
a los jueces y a los millonarios. Es un acto de justicia. El mismo respeto debo
que el que me han dado; en definitiva, me paso por el forro de los huevos todo
ese respeto de mierda hacia las instituciones y los grandes maestros de toda
disciplina.
No puedo dormir y no tengo miedo a que me
estalle una arteria en el cerebro de tanto imaginar a tanto idiota despedazado
y con sus rostros de deficientes mentales salpicados de mi semen.
Tengo cincuenta años y no me calmo, no me
apaciguo.
Todos tuvieron un craso error al juzgarme;
pero ellos no se avergüenzan, les falta cojones para verse en el espejo tal y
como son.
Yo soy un espejo de medio siglo.
Y lo que con un ejercicio de candidez deseé
cuando soplé las velas de la tarta, creedme, es mejor que no lo sepáis.
Buen sexo.
Iconoclasta
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