Solo necesito una navaja y mi erección para
ser hombre.
Follar es lo fácil. No es una simple cuestión sexual,
es puro sometimiento. Soy dominante y elijo a la hembra que voy a joder.
Quisiera vivir en la selva, en la sabana africana
y perseguir y asaltar a las mujeres de cualquier edad; follarlas cuando quedan
inmovilizadas por el miedo. Embarazarlas con mi semen de cazador.
En la ciudad no puedo ser tan natural y
espontáneo.
Trabaja en una tienda de cosmética. Es un
barrio céntrico y tranquilo, he observado a la hembra durante varios días. No
sale nunca más allá de las nueve y cinco de la noche. Siempre acorta el camino
por el pequeño pasaje que atraviesa la manzana de casas, la lleva directa a la
boca del metro.
Tiene unos cuarenta años, sus tetas son firmes
y viste de forma discreta, a pesar de ello, se aprecia que sus carnes están
prietas, hace gimnasia. Hoy viste pantalón tejano, una camiseta blanca con
rayas doradas imitando una piel de leopardo y unos zapatos rosas sin tacón y
suela flexible. Cuelga de su hombro un bolso gris claro de saco. Está casada, o
al menos eso indica su sortija.
Está a punto de salir, ya se despide de su
compañera o jefa. Siempre se va antes.
Me escondo en el portal de una vieja casa, en
el centro del callejón, la puerta es de madera, está medio podrida. Suele estar
entornada sin llegar a cerrarse. Ayer lo estaba; pero la abrí presionando
fuerte con el pie en la parte baja.
Viven dos vecinos, según se puede ver en el
portero electrónico. Suele vivir gente mayor en estas viejas casas.
El callejón está apenas iluminado por cuatro
farolas de luz mortecina.
Con sus zapatos de suela de goma no hace
ruido, tengo que prestar especial atención asomando la cabeza por la puerta con
cuidado.
Está a unos cincuenta metros y camina por la
acera en la que me encuentro. Esto va bien…
Cuando alcanza el portal la tomo del brazo. Da
un pequeño grito de sorpresa.
—Ni se te ocurra gritar —le digo presionando
la navaja hasta herir la piel en la espalda, por debajo de las costillas.
(Artículo 366I-c del Código Penal Federal.
Privación de la libertad. De tres a cinco años, según las circunstancias. Es
algo circunstancial, demasiado y la privación solo es por unos minutos, no
tiene importancia. Me la pela).
Intenta zafarse de mi brazo; pero la atraigo
volteándola contra mi pecho, con la navaja ahora en su vientre.
—Entra aquí. Y te juro que te corto el cuello
si gritas —la meto en el portal cogiéndole un puñado de cabellos color caoba por
encima de la cabeza.
Con el tenue resplandor que entra de la calle,
observo su pesado escote agitarse con el llanto.
—No me haga daño.
Como respuesta le doy una bofetada y le rompo
los labios, me duele la mano y me pongo furioso.
(Artículo 147 del Código Penal Federal de seis
meses a tres años. Es un precio excesivo por una bofetada, solo un juez hijo de
puta impondría la pena máxima. Su boca no lo vale).
Le rasgo la camiseta, el sujetador blanco y
calado contrasta con su piel bronceada.
—Arrodíllate.
No me hace caso, se cubre los pechos con los
brazos.
—Tome el bolso, hay dinero. Déjeme ir.
La agarro por el pelo y tirando hacia abajo la
obligo a arrodillarse. Me saco el pene a través de la bragueta.
—Chúpalo.
Nada.
Le golpeo la cara de nuevo.
—Chúpalo —sujetando la nuca la obligo a
acercarse a mi polla.
Apoyo el filo en su cuello.
—Y si me muerdes te mato.
Ya en su boca, mi polla se inflama hasta el
dolor, las náuseas que siente me dan un masaje extra en el glande. Son caricias
desganadas, torpes. No me dan suficiente placer; lo que me excita es su miedo,
sus intentos para que su lengua no toque mi polla, para que sus labios no
cubran jamás el glande. Su asco es lo que provoca que mi picha se lubrique. Y
su miedo… Percibo el miedo en el temblor de sus manos y su boca.
—Bájate el pantalón.
Se le escapa un grito que es un hilo de voz,
sus pezones aparecen por encima de las copas del sujetador y le pellizco uno
con la mano libre, con la izquierda.
—Que te los quites ya.
Meto la navaja en la cinturilla del pantalón y
le muestro que lo cortaré. Al sentir el metal en la piel reacciona y se lo baja.
Viste un tanga de color verde pistacho, muy
pequeño, muy metido en su coño. Corto una de las tiras y se lo saco arrastrando
la tela entre sus muslos cerrados.
La acerco hasta la baranda de la escalera, en
la parte más interior donde solo llega un tenue resplandor de la luz de la
calle.
—Agárrate a la baranda y abre las piernas.
Se derrumba en llanto. La pongo en pie tirando
de su brazo inerte que ha quedado casi trabado entre los barrotes.
Indolente…
Le llevo las manos a la baranda, su culo se
ofrece firme, duro y redondeado ante mí cuando la obligo a separar las piernas.
Está muy bien para la edad que tiene.
La penetro y se le escapa un grito. La vagina
está seca y el roce es duro, me duele y le duele. Sus piernas se doblan y
desfallece; pero la tengo aferrada por el depilado monte de Venus y no dejo que
se escurra hasta el suelo de nuevo.
(Artículo 265 del Código Penal Federal.
Violación. De ocho a catorce años, da igual que la folle con mi polla o con un
palo, es lo mismo).
—¡Basta, por favor!
Empujo con fuerza provocando que su cabeza
golpee los barrotes de hierro. El único lubricante es el de mi glande.
Suficiente.
Saco el pene de su vagina, me palpita.
Mi visión es negra, como una viñeta, un
fundido en negro al placer. Su llanto me excita, sus nalgas se agitan y las
separo, escupo en el ano y penetro.
(Artículo 265 del Código Penal Federal.
Violación. De ocho a catorce años. Sería una larga discusión alegar que ha
sufrido dos violaciones, a efectos prácticos es la misma, aunque siempre hay
jueces de mierda que son un tanto sensibleros).
Estira su espalda intentado sacarse el tronco de
bendita carne que le he metido, le duele y sangra. Aplasto su mierda, se la
meto más adentro. El roce en el esfínter es duro y áspero. Quiero que me sangre
la polla dentro de ella.
Ya no llora, se deja hacer y su cuerpo se
mueve lacio con mis sacudidas.
Eyaculo en su coño y espero unos segundos allí
hasta vaciarme completamente, dentro de esa carne cálida y trémula.
Limpio mi pene sucio de mierda y sangre
frotándolo en sus nalgas y la abandono, salgo a la calle sintiéndome bien.
Soy un hombre, un cazador.
Antes de llegar al metro, entro en un
supermercado para comprar una pizza congelada y una botella de vino.
Procuro infligir el mínimo daño a mis presas,
al menos un daño importante; ya que si les provoco mucho dolor, éste diluirá y
atenuará la sensación de ser dominadas, obligadas. Cuando se encuentran solas,
es importante que recuerden la penetración, no los golpes. Eso las somete a mí
durante toda su vida.
El dolor las distrae y dispersa de la
humillación.
Durante días no podrá sacarse de la nariz el
fuerte olor a orina de mi polla, la mierda en sus nalgas, el olor a semen en su
coño que perdurará durante mucho tiempo.
Debería haber nacido en la selva, libre y
salvaje.
Ahora es mía, la he marcado. Huele a mí.
Durante meses no querrá ni podrá follar con
otro macho. El roce de su marido la incomodará y vomitará ante el pensamiento
de ser penetrada. Se llevará la mano al coño para consolarse de esa sensación
de repulsión, sintiéndose sucia por dentro y por fuera.
Y sobre todo, temerá ser cazada de nuevo.
Son las diez y media de la noche, caliento la
pizza en el microondas y anoto en mi diario la caza de hoy.
Esta ha sido muy parecida a la de diecisiete
meses atrás, aquella era una morena de pelo lacio que no llegaba a los treinta.
Su actitud era la misma. En principio ligeramente rebelde para luego
abandonarse. Lo noto en la tensión de sus anos y vaginas, se vuelven átonos y
el placer es menor.
Las hay que se resisten, que su coño y el
resto de su cuerpo permanecen rígidos durante todo el secuestro y violación. A
éstas se les debe vigilar con más atención porque arañan y golpean. Lo
intentan. Me gustan las que se resisten porque mi hombría se exhibe con más
fuerza. Tiene más mérito, cazar gallinas es demasiado fácil.
No soy un enfermo, no soy un hombre con
complejos, soy la representación más pura del hombre sin manipulación alguna de
su esencia.
Son las doce y cuarenta de la noche. Tengo
sueño, me voy a dormir.
Mañana tengo que presidir dos juicios y dictar
sentencia de inocencia en dos casos de violación, y los acusados son mis
compañeros, mis colegas. Si no nos echamos una mano los unos a los otros, desaparecería
el verdadero hombre en pocos años.
Las violadas rara vez pueden reconocer el
rostro de su violador. A menos que el mismo sujeto las haya violado dos o tres
veces. Yo procuro no repetir para evitar ese riesgo.
Cualquier psicólogo dirá que bajo esas
circunstancias es difícil para ellas reconocer el rostro de su agresor; además la
identificación puede ser errónea, no son fiables las víctimas de este tipo de
agresión. Si no hay pruebas físicas como semen, orina o sangre, piel o cabello
siempre quedará en libertad el violador-cazador. Jamás castigaré a un verdadero
hombre.
La mujer ha nacido para ser madre y tomada por
el más fuerte. De otra forma no hubiera evolucionado la humanidad.
Es una ley natural y justa en este caso.
Y yo, juez y magistrado del Juzgado nº 22 de
Primera Instancia de lo Penal, así sentencio.
Así actúo y ejecuto.
Iconoclasta
Ilustrado por Aragggón
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