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16 de mayo de 2012

Medio siglo



No sé si queda algo por lo que maravillarme, cuando cumples medio siglo de vida todo se sabe, se conoce.
Y lo que no se conoce se intuye con milimétrica precisión.
Como el final de las rosas cortadas, no hay que ser un genio.
No me fio a estas alturas de que pueda ver algo nuevo, prefiero mantener un sano escepticismo. Un cinismo nada refinado.
No hay sorpresas, solo algún que otro terremoto, alguna molestia descontrolada. Cosas que no tienen la suficiente importancia como categorizarlas en sorpresa.
La basura evoluciona (al igual que los seres vivos y los edificios), tranquila por el espacio y a mi alrededor. Hay veces que orbita demasiado cerca; pero tengo recursos para evadirla muchas veces.
Siempre hay una luz de esperanza que brilla como una ridícula vela votiva en una capilla; para que no nadie diga que soy un desencantado. Pero que algo cambie y me sorprenda es una simple lotería en la que no pongo ningún esfuerzo por interesarme.
A los cincuenta uno debería mantener los logros, recordarlos, atesorarlos como prueba de vida. Porque si no recuerdas, no has vivido.
No acabo de verlo así, no puedo porque sudo fuerza en mis músculos.
Me han dicho muchas veces a lo largo de mi vida que mi ímpetu y mis arrebatos se aplacarían con la edad. Luego me dijeron que ya debería haberme apaciguado e integrado en la vida.
Me dicen que nunca cambiaré.
No voy a escribir de lo que oigo, de las experiencias ajenas. Aún tengo demasiada leche en mis huevos.
No me mató un coágulo de sangre en el pulmón y no voy a sentirme tranquilo y relajado por tener cincuenta años de mierda.
Necesito seguir ejerciendo mi crítica, mi injusta visión de las cosas y demostrar que sin drogas, mi cerebro sigue creando las más lisérgicas, oscuras y perversas ideas.
No quiero paz, ni que cese el hambre y la miseria en el mundo. Tengo poco tiempo y no lo puedo perder en otros. Soy un egoísta nato.
No seré nunca un viejo afable. Tal vez porque no llegue a viejo o porque no sea jamás alguien amable con la humanidad y ansioso de desear buenas cosas a cualquiera.
Moriré cagándome en dios, intranquilo, insatisfecho. Encolerizado.
No se oirá de mí palabra cordial alguna hacia la humanidad.
Solo mi cariño y amor por mis queridos humanos que son muy pocos.
Nunca creí de pequeño, que ahora en mi bajada libre hacia la muerte, a la vejez; sería tan valiente avanzando hacia el final.
Superé mi miedo infantil a la muerte sin apenas darme cuenta. He pasado de ser cobarde a indiferente hacia la muerte y la vida de otros.
La muerte no me importa y la vida a veces me molesta.
Morir es un mal menor cuando pasas revista a tus errores.
Recuerdo multitud de cosas buenas; pero los errores me avergüenzan con la misma intensidad que en la época que los cometí, que los cometo.
Masturbarme no siempre me distrae de esas cosas y a veces el semen gotea espeso y triste por los dedos cerrados en el pene entre un orgasmo contaminado de algún fallo idiota. Pesan y avergüenzan sobre todo, los fallos de los otros, los que no se pueden controlar y traen consecuencias. El error de los que se mueren antes de tiempo cuando los amas, de los que me han juzgado sin tener ni puta idea. Esos errores son los que más me irritan, los de los otros. Los que son aleatorios y producto de unas cabezas que no me interesan.
Y traen consecuencias como cobrar menos dinero por un excesivo trabajo, por ejemplo. Pequeñas cosas que joden. La hipocresía que me avergüenza de ser humano.
Si de algo sirve ser cruel con uno mismo (autocrítico como eufemismo), es para serlo con los demás. Me he denigrado y despreciado tanto, que los demás, sus actos y sus pensamientos son mi comida diaria. Afilo sus huesos arrebatándoles todo el honor que hubieran podido tener. Todo su carisma me lo fumo con bocanadas profundas de mis cigarros.
Tengo cincuenta años, no puedo creer en hombres santos, benefactores y genios. No existe la justicia, solo hay leyes que me joden y coartan mi libertad. Sé cuanto dinero cuesta todo y el dinero circula en manos de un reducido grupo de puercos muy exclusivos.
Y si hay una contante universal, es que con honradez y sinceridad no se gana el suficiente dinero como para ser feliz no se triunfa en nada.
Tengo cincuenta años. Siempre he tenido los cincuenta y algo me decía que las cosas no iban a ser fáciles y que hay mucho hijo de puta envidioso controlándolo todo. Si te ven sonreír te amargan la sonrisa por pura ostentación de poder y envidia.
Fui un niño de medio siglo con miedo a la muerte, había noches que no quería dormir porque tenía miedo a no despertar.
Y ahora no quiero dormir para seguir insultando a los envidiosos. No es faltar el respeto insultar a los poderosos, a los jueces y a los millonarios. Es un acto de justicia. El mismo respeto debo que el que me han dado; en definitiva, me paso por el forro de los huevos todo ese respeto de mierda hacia las instituciones y los grandes maestros de toda disciplina.
No puedo dormir y no tengo miedo a que me estalle una arteria en el cerebro de tanto imaginar a tanto idiota despedazado y con sus rostros de deficientes mentales salpicados de mi semen.
Tengo cincuenta años y no me calmo, no me apaciguo.
Todos tuvieron un craso error al juzgarme; pero ellos no se avergüenzan, les falta cojones para verse en el espejo tal y como son.
Yo soy un espejo de medio siglo.
Y lo que con un ejercicio de candidez deseé cuando soplé las velas de la tarta, creedme, es mejor que no lo sepáis.
Buen sexo.







Iconoclasta


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11 de mayo de 2012

Yo violador



Solo necesito una navaja y mi erección para ser hombre.
Follar es lo fácil. No es una simple cuestión sexual, es puro sometimiento. Soy dominante y elijo a la hembra que voy a joder.
Quisiera vivir en la selva, en la sabana africana y perseguir y asaltar a las mujeres de cualquier edad; follarlas cuando quedan inmovilizadas por el miedo. Embarazarlas con mi semen de cazador.
En la ciudad no puedo ser tan natural y espontáneo.
Trabaja en una tienda de cosmética. Es un barrio céntrico y tranquilo, he observado a la hembra durante varios días. No sale nunca más allá de las nueve y cinco de la noche. Siempre acorta el camino por el pequeño pasaje que atraviesa la manzana de casas, la lleva directa a la boca del metro.
Tiene unos cuarenta años, sus tetas son firmes y viste de forma discreta, a pesar de ello, se aprecia que sus carnes están prietas, hace gimnasia. Hoy viste pantalón tejano, una camiseta blanca con rayas doradas imitando una piel de leopardo y unos zapatos rosas sin tacón y suela flexible. Cuelga de su hombro un bolso gris claro de saco. Está casada, o al menos eso indica su sortija.
Está a punto de salir, ya se despide de su compañera o jefa. Siempre se va antes.
Me escondo en el portal de una vieja casa, en el centro del callejón, la puerta es de madera, está medio podrida. Suele estar entornada sin llegar a cerrarse. Ayer lo estaba; pero la abrí presionando fuerte con el pie en la parte baja.
Viven dos vecinos, según se puede ver en el portero electrónico. Suele vivir gente mayor en estas viejas casas.
El callejón está apenas iluminado por cuatro farolas de luz mortecina.
Con sus zapatos de suela de goma no hace ruido, tengo que prestar especial atención asomando la cabeza por la puerta con cuidado.
Está a unos cincuenta metros y camina por la acera en la que me encuentro. Esto va bien…
Cuando alcanza el portal la tomo del brazo. Da un pequeño grito de sorpresa.
—Ni se te ocurra gritar —le digo presionando la navaja hasta herir la piel en la espalda, por debajo de las costillas.
(Artículo 366I-c del Código Penal Federal. Privación de la libertad. De tres a cinco años, según las circunstancias. Es algo circunstancial, demasiado y la privación solo es por unos minutos, no tiene importancia. Me la pela).
Intenta zafarse de mi brazo; pero la atraigo volteándola contra mi pecho, con la navaja ahora en su vientre.
—Entra aquí. Y te juro que te corto el cuello si gritas —la meto en el portal cogiéndole un puñado de cabellos color caoba por encima de la cabeza.
Con el tenue resplandor que entra de la calle, observo su pesado escote agitarse con el llanto.
—No me haga daño.
Como respuesta le doy una bofetada y le rompo los labios, me duele la mano y me pongo furioso.
(Artículo 147 del Código Penal Federal de seis meses a tres años. Es un precio excesivo por una bofetada, solo un juez hijo de puta impondría la pena máxima. Su boca no lo vale).
Le rasgo la camiseta, el sujetador blanco y calado contrasta con su piel bronceada.
—Arrodíllate.
No me hace caso, se cubre los pechos con los brazos.
—Tome el bolso, hay dinero. Déjeme ir.
La agarro por el pelo y tirando hacia abajo la obligo a arrodillarse. Me saco el pene a través de la bragueta.
—Chúpalo.
Nada.
Le golpeo la cara de nuevo.
—Chúpalo —sujetando la nuca la obligo a acercarse a mi polla.
Apoyo el filo en su cuello.
—Y si me muerdes te mato.
Ya en su boca, mi polla se inflama hasta el dolor, las náuseas que siente me dan un masaje extra en el glande. Son caricias desganadas, torpes. No me dan suficiente placer; lo que me excita es su miedo, sus intentos para que su lengua no toque mi polla, para que sus labios no cubran jamás el glande. Su asco es lo que provoca que mi picha se lubrique. Y su miedo… Percibo el miedo en el temblor de sus manos y su boca.
—Bájate el pantalón.
Se le escapa un grito que es un hilo de voz, sus pezones aparecen por encima de las copas del sujetador y le pellizco uno con la mano libre, con la izquierda.
—Que te los quites ya.
Meto la navaja en la cinturilla del pantalón y le muestro que lo cortaré. Al sentir el metal en la piel reacciona y se lo baja.
Viste un tanga de color verde pistacho, muy pequeño, muy metido en su coño. Corto una de las tiras y se lo saco arrastrando la tela entre sus muslos cerrados.
La acerco hasta la baranda de la escalera, en la parte más interior donde solo llega un tenue resplandor de la luz de la calle.
—Agárrate a la baranda y abre las piernas.
Se derrumba en llanto. La pongo en pie tirando de su brazo inerte que ha quedado casi trabado entre los barrotes.
Indolente…
Le llevo las manos a la baranda, su culo se ofrece firme, duro y redondeado ante mí cuando la obligo a separar las piernas.
Está muy bien para la edad que tiene.
La penetro y se le escapa un grito. La vagina está seca y el roce es duro, me duele y le duele. Sus piernas se doblan y desfallece; pero la tengo aferrada por el depilado monte de Venus y no dejo que se escurra hasta el suelo de nuevo.
(Artículo 265 del Código Penal Federal. Violación. De ocho a catorce años, da igual que la folle con mi polla o con un palo, es lo mismo).
—¡Basta, por favor!
Empujo con fuerza provocando que su cabeza golpee los barrotes de hierro. El único lubricante es el de mi glande. Suficiente.
Saco el pene de su vagina, me palpita.
Mi visión es negra, como una viñeta, un fundido en negro al placer. Su llanto me excita, sus nalgas se agitan y las separo, escupo en el ano y penetro.
(Artículo 265 del Código Penal Federal. Violación. De ocho a catorce años. Sería una larga discusión alegar que ha sufrido dos violaciones, a efectos prácticos es la misma, aunque siempre hay jueces de mierda que son un tanto sensibleros).
Estira su espalda intentado sacarse el tronco de bendita carne que le he metido, le duele y sangra. Aplasto su mierda, se la meto más adentro. El roce en el esfínter es duro y áspero. Quiero que me sangre la polla dentro de ella.
Ya no llora, se deja hacer y su cuerpo se mueve lacio con mis sacudidas.
Eyaculo en su coño y espero unos segundos allí hasta vaciarme completamente, dentro de esa carne cálida y trémula.
Limpio mi pene sucio de mierda y sangre frotándolo en sus nalgas y la abandono, salgo a la calle sintiéndome bien.
Soy un hombre, un cazador.
Antes de llegar al metro, entro en un supermercado para comprar una pizza congelada y una botella de vino.
Procuro infligir el mínimo daño a mis presas, al menos un daño importante; ya que si les provoco mucho dolor, éste diluirá y atenuará la sensación de ser dominadas, obligadas. Cuando se encuentran solas, es importante que recuerden la penetración, no los golpes. Eso las somete a mí durante toda su vida.
El dolor las distrae y dispersa de la humillación.
Durante días no podrá sacarse de la nariz el fuerte olor a orina de mi polla, la mierda en sus nalgas, el olor a semen en su coño que perdurará durante mucho tiempo.
Debería haber nacido en la selva, libre y salvaje.
Ahora es mía, la he marcado. Huele a mí.
Durante meses no querrá ni podrá follar con otro macho. El roce de su marido la incomodará y vomitará ante el pensamiento de ser penetrada. Se llevará la mano al coño para consolarse de esa sensación de repulsión, sintiéndose sucia por dentro y por fuera.
Y sobre todo, temerá ser cazada de nuevo.
Son las diez y media de la noche, caliento la pizza en el microondas y anoto en mi diario la caza de hoy.
Esta ha sido muy parecida a la de diecisiete meses atrás, aquella era una morena de pelo lacio que no llegaba a los treinta. Su actitud era la misma. En principio ligeramente rebelde para luego abandonarse. Lo noto en la tensión de sus anos y vaginas, se vuelven átonos y el placer es menor.
Las hay que se resisten, que su coño y el resto de su cuerpo permanecen rígidos durante todo el secuestro y violación. A éstas se les debe vigilar con más atención porque arañan y golpean. Lo intentan. Me gustan las que se resisten porque mi hombría se exhibe con más fuerza. Tiene más mérito, cazar gallinas es demasiado fácil.
No soy un enfermo, no soy un hombre con complejos, soy la representación más pura del hombre sin manipulación alguna de su esencia.
Son las doce y cuarenta de la noche. Tengo sueño, me voy a dormir.
Mañana tengo que presidir dos juicios y dictar sentencia de inocencia en dos casos de violación, y los acusados son mis compañeros, mis colegas. Si no nos echamos una mano los unos a los otros, desaparecería el verdadero hombre en pocos años.
Las violadas rara vez pueden reconocer el rostro de su violador. A menos que el mismo sujeto las haya violado dos o tres veces. Yo procuro no repetir para evitar ese riesgo.
Cualquier psicólogo dirá que bajo esas circunstancias es difícil para ellas reconocer el rostro de su agresor; además la identificación puede ser errónea, no son fiables las víctimas de este tipo de agresión. Si no hay pruebas físicas como semen, orina o sangre, piel o cabello siempre quedará en libertad el violador-cazador. Jamás castigaré a un verdadero hombre.
La mujer ha nacido para ser madre y tomada por el más fuerte. De otra forma no hubiera evolucionado la humanidad.
Es una ley natural y justa en este caso.
Y yo, juez y magistrado del Juzgado nº 22 de Primera Instancia de lo Penal, así sentencio.
Así actúo y ejecuto.







Iconoclasta

Ilustrado por Aragggón





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8 de mayo de 2012

666 en Bangkok


Pasear por Bangkok y sus feos barrios humildes es una delicia si no tienes miedo a nada ni a nadie. Hay tanto tarado y enfermo que no encuentras un humano sano en varios kilómetros cuadrados, es decir, en todo Bangkok. Esto que os voy a contar es de hace apenas un mes; en uno de mis múltiples viajes intentando hacer daño allá donde me sea posible.
Para empezar os diré que me gustan mucho las mujeres bien formadas, me refiero a que sean mujeres maduras y voluptuosas, porque cuando me las tiro son las que de verdad disfrutan de la dolorosa penetración a la que las someto.
Si alguna vez habéis estado en Bangkok en una temporada casi otoñal para nosotros, os habréis dado cuenta de que la temperatura es agradable en un primer instante, y cuando uno lleva caminando apenas cinco minutos, unos chorros de sudor le dan al cabello ese aspecto mojado que tanto gusta a los que se engominan cotidianamente. Lo peor es que acompaña una sensación de suciedad, como si esa humedad se te pegara viscosamente en la piel pringándote y te resbalan las gotas desde la cara al pecho, y siguen bajando de tal forma que si tu ropa es holgada y no llevas calzoncillos, las gotas llegan hasta el mismísimo pene excitándolo de un modo salvaje y nada discreto. Pues así iba yo con mi polla bien tiesa y elegante creando un llamativo bulto en el pantalón.
Supongo que mi pene era el encargado en esos momentos de llevar el mando y el cerebro se dejaba llevar con esa holgazanería producto del bochornazo. Estos asiáticos no deben tener sangre en las venas, porque no sudan. No mojan sus camisas. Aunque tampoco tienen un torso como el mío.
Así que las únicas mujeres que veo son putas sidosas y enfermas de cualquier otra cosa, a muchas jóvenes les faltaban piezas dentales y no me gustaban. No eran discretas, las putas no son discretas en ningún lado.
Llevan escrito “puta” en la frente.
Así que en esa estrecha calle atestada de gente y puestos ambulantes de comida ya venenosa, sentí el roce en un brazo de unos pechos pequeños y duros. Era una mujer joven, de una delgadez extrema producto del hambre; iba del brazo de su madre cuyos brazos estaban llagados. A pesar de tener escasamente los cuarenta años aparentaba los sesenta. Las manos escamadas por la soriasis y su boca de encías sangrantes me sonrieron por unos segundos cuando las miré.
Era pleno mediodía y a través de las oscuras nubes el sol intentaba rasgar esa opacidad y el relumbrón me hacía entrecerrar los ojos. Así, con esta climatología yo me encontraba un poco lerdo y tardé casi tres segundos en reaccionar. Di media vuelta y le dije a la madre que me quería follar a su hija a la vez que le pasaba un apretado rollo de billetes. La madre cogió la mano de su hija y me la cedió señalándome una asquerosa casa con dos viejas putas desdentadas sentadas en esos bancos de eskay de la entrada. Olía a opio con sólo mirar hacia allí.
Para llegar, pasamos frente a uno de esos puestos ambulantes tirando por el suelo un canasto lleno de mangos, el idiota del vendedor me llamó hijo puta y me detuve frente a él, con la chica cogida de mi mano y llorando. Esperaba que el jodido oriental siguiera hablándome, que me alzara de nuevo la voz. Después de un segundo interminable para él, en el que se arrepintió de haberme hablado, comenzó a recoger su mierda de frutos y yo entré en la pensión. La mujercita lloraba y gritaba en dirección a su madre, no quería venir conmigo; pegué un violento tirón de su brazo, trastabilló y le di un golpe con la mano plana en la nuca. Algunas voces rieron ante el llanto de la chica, su madre se había sentado frente a uno de esos carritos de carnes de ave cocidas y comía algo con el dinero que le había dado por su hija. Con la mano le decía que se callara y que me siguiera sin rechistar.
El tipo de la pensión me guiñó un ojo cuando le pagué la habitación. Una de esas viejas putas me propuso que la dejara subir con nosotros para hacer una escena tortillera. La aparté de un empujón y se golpeó la cabeza con un extintor, sonó su cabeza con un tono doloroso del que me sentí orgulloso.
Apenas cerré tras de nosotros la puerta de la habitación, saqué un ácido y lo corté en cuatro partes, una de ellas se lo di a la chica con un vaso de agua. No quería tomar la pastilla así que levanté la mano para cruzarle la cara, el lenguaje de la violencia es universal y perfectamente claro. Llorando se llevó la pastilla y el vaso a la boca.
Extendí una colcha encima de la pequeña mesa frente a la única ventana, la cogí en brazos y la tumbé en ella. Me la follaría de pie. Además su cuerpo oriental era tan menudo, que no sabía si aguantaría mis embestidas. Follándola conmigo encima temía que la aplastaría y no podría verle la cara y sus tetas, ver el dolor y los pechos erizados, hace que mi eyaculación sea más aparatosa. Su entrepierna olía a meados y a mierda, llené una palangana con agua y le froté el culo y el coño con la esponja mojada de agua fría y jabón.
El ácido hizo su efecto y dejó de llorar, relajó las piernas y sentí como su vagina se distendía y se excitaba con mi repetido masaje. Entrecerró los ojos ya más relajada.
Os juro que nunca me había tirado a una mujercita oriental tan drogada.
Básicamente para mí los hombres y mujeres más jóvenes son objeto de tortura y malos tratos para crear en un futuro predadores, gente tan maltratada que luego no sientan reparo alguno en asesinar y violar a su vez y que equilibren así, este exceso de nacimientos, los humanos sois como ratas, que folláis y folláis para al final tener que comeros a vuestras propias crías para que no os devoren ellas.
Le estaba pasando la lengua desde el culo a su escondido y pequeño clítoris y la sentí jadear tímidamente. Se tocó las pequeñas tetas y sus pezones se habían endurecido.
Cuando toqué uno de ellos al tiempo que la preparaba para la penetración hurgándole la vagina con el dedo, suspiró desinhibidamente.
Era muy pequeña respecto a mi tamaño, respecto a mi edad milenaria y respecto a mi poder. Si se comportaba bien no la degollaría.
Su pubis estaba poblado de un vello lacio y suave del cual de vez en cuando tiraba obligándola a que alzara la cintura provocadoramente.
Sudaba y se mordía el labio inferior con los ojos cerrados. Le costaba un poco respirar, imagino que la dosis de ácido, a pesar de ser una cuarta parte, debía ser aún grande para su peso corporal.
Alcé sus piernas para situar su vagina a la altura de mi pubis y la penetré. Se quejó y frunció el ceño cuando comencé a bombearla; pero en pocos segundos se volvió a relajar y noté como resbalaba desde su ano a mis testículos, la sangre de su himen desgarrado.
Volvía otra vez a suspirar tímidamente y tocarse los pezones con las puntas de los dedos. Sus piernas tan pequeñas y delgadas no me acababan de excitar, pero sí su pequeño coño tan dilatado por mi pene. Al cabo de unos minutos, ella, asombrosamente frágil y pequeña comenzó a tener las convulsiones del clímax. Yo me corrí dentro de ella, rugiendo y dejando caer mi saliva en su pubis. El semen le chorreaba coño abajo. Se sujetaba la vagina con ambas manos mientras su hombros aún se agitaban con espasmos de uno o varios orgasmos.
Se quedó adormecida y yo aproveché para limpiarme la polla de sangre y semen.
Cuando salí del lavabo, al verla allí en la mesa con las piernas abiertas y el sexo manchado de sangre me volví a excitar y me hice una paja. El semen se deslizó perezosamente por mi puño y lo sacudí contra el suelo. Me puse los pantalones y la camisa y la despejé de su sopor narcótico dándole una hostia en los labios, se le reventó uno. Se puso las bragas aún adormecida y el feo y raído vestido, por el cual se veían sus pequeñas tetas a través de la sisa.
Cuando salimos a la calle, caminaba con dificultad intentado sin poder juntar las piernas.
Se sentó al lado de su madre y ésta me preguntó si me lo había pasado bien, le contesté con un puñetazo en la cara que le alcanzó también medio ojo derecho y le volví a soltar otro fajo de ese puto dinero.
Los que miraban sonreían entendiendo y sin extrañeza. Yo seguí mi camino y comenzó a llover de una forma intempestuosa, cosa que agradecí deseando que una inundación ahogara a todo ese barrio entero.
Me quedé más tranquilo que dios. A propósito, Santo Tomás estuvo presente durante todo el coito, rezando y rogándole a Dios que hiciera algo por evitar aquello. Pero no le hice mucho caso a pesar de sus santurronas lágrimas. Son cosas que sólo yo puedo ver.
Llamadme lo que queráis, porque lo soy. Soy lo más malvado de vuestro mundo. Y soy muy tramposo porque... ¿Qué es mejor: follarla y darle un montón de dinero; o acaso dejar que muera de hambre al lado de su madre muerta, con el vientre hinchado y los ojos vidriosos?
Le he dado tiempo de vida, le he dado salud, y comida.
¿Os escandaliza? Pues no debería, porque yo soy un anti-dios; y ningún primate de entre vosotros es Dios, ni siquiera un querubín en proyecto. Y hacéis cosas peores.
Gilipollas… Os debería visitar en vuestras casas y arrancaros los cojones retorciendo el escroto.
¿Os acordáis del jeque árabe que compra niñas para su harén y las revienta con su polla? No es una mierda de dios, ni siquiera un jodido ángel. Es sólo un puto y repugnante primate.
¿Y las mujeres de esas tribus africanas que dan a sus pequeñas hijas en matrimonio a un cuarentón que las matará a palos en pocos meses?
Muchos hacéis bien en ir a esas procesiones a castigaros; primero os masturbáis con lo que os he contado y cuando habéis purgado vuestros pecados con unos latigazos y una borrachera, ya no os acordáis de toda la mierda que queda en la trastienda. Ni de los millonarios que compran niños y que muchos de esos hombrecitos y mujercitas, no saldrán del antro en el que han entrado. Los humanos no sois tan buenos como pensáis y os creéis íntimamente. Vuestra hipocresía hace daño a los pequeños que no están protegidos. Mucho más que mi maldad.
Y todo al final se justifica: si es un jeque el que lo hace es por su religión. Si es el negro se debe a su tradición.
Y a quien fotografía niños desnudos; a ese, sí que hay que condenarlo a muerte ¿verdad? ¿Tal vez porque no lo hace en nombre de Dios? Sois unos mierdas, fariseos. Deberíais cortarle los cojones al puto pederasta y quemar en la hoguera al follador musulmán.
Pero aún puedo ser muy cruel, en mi reino los crueles disfrutamos con los hipócritas como vosotros.
Si un día me encuentro de tan buen humor como ahora, os contaré lo que le hice a una vieja abuela que castigaba continuamente sus nietos por decir mentiras. Me gustó mucho más que tirarme a esa pequeña oriental.
Ya os contaré. Sé muchas cosas.
Siempre sangriento: 666








Iconoclasta
Ilustrador por Aragggón




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Vieja sangre.



No me veas con esos ojos.
Déjame sentarme un poco en la silla. Los temblores al fin sacudieron la casa por lo que veo. Era linda con el comedor completo en tono chocolate.  ¿Me regalas agua? Sabes que no bebo café, aún me dan esas convulsiones raras por las madrugadas. Sí, trozos de pasados que me acompañan pegados como parásitos envejeciendo y renaciendo conmigo.
 No, no sé nada de ellos. Tu sabes, crecen se hacen adultos y uno ya no tiene nada que hacer más que regalar un gesto amable cuando te lo piden.
¿Y el tuyo? Aún lo extrañas tanto como esos lunes por la tarde que el silencio se hacía pesado y doloroso entre tus ojos. Es igual a ti. Solitarios y fuertes…
Con hielos, si…
¡Cómo me duelen las piernas! Cada vez se hace más pesado, pierdo habilidad y aunque repita el diálogo y lo sepa de memoria cuando vuelve a suceder pareciera que algo nuevo va a surgir, pero no es así. Tu sabes que no.
¿Aún acostumbras el ibuprofeno? Solo necesito uno para calmar el ardor en el cuello. Mi cuello…
Pocos hielos, mejor, ya sabes que me duele el tabique. Es raro que pasen los años y  nunca cierra la cicatriz.
¿Sabes? El tiempo siempre va en nuestra contra. Nací demasiado tarde para ti, aún así te encontré. Tiempo y distancia parecían los filos de una tijera cada vez más cerca de nosotros; a pesar  de eso soportamos el dolor de cualquier negra circunstancia. Hoy el tiempo me carcome las fuerzas y me vuelve más insegura de poder resistir el camino que me trae a ti. Es como si el tiempo se disfrazara de fatiga que me ablanda los huesos para llegar de nuevo.
Fue un mayo de hace varios cientos de años que te pregunté si lo volverías a hacer ¿recuerdas? Me has preguntado varias veces cómo es que lo hice. Fue sencillo. Esa tarde juré regresar cuantas veces fuera necesaria para encontrarte repetidamente.
No pensé en tu cansancio. Solo imaginé las glorias de tu imagen refrendada en la estación de autobús en el viejo noviembre.
Perdóname por la arbitrariedad de mi decisión. Fue condena o no, no lo sé. Pero la dicha de rodear tu perfil con mis dedos me envició tanto que arrastré tu alma conmigo en eso que los antiguos llamaban karma.
“No te canses” repites siempre. Y tu voz se aglutina en mis tímpanos mientras soporto el filo nocturno y asqueroso en mi vientre con la dicha de que momentos más tardes estaré mezclando mis labios con los tuyos.
Repetiré la sangre sucia y el dolor de un vientre vacio porque opté por repasar las cicatrices y abrirlas cuantas veces fueran necesarias solo por la dicha de vivir de nuevo el respiro de tus días.
Y volveré siempre con la infantil súplica de que me quieras más, porque por más que he repasado los momentos contigo tus besos me saben a poco.
Perdóname, mi dios. Te he condenado. Somos almas sin descanso viviendo en una no realidad alejada de la vida; esa que una vez tuvimos en los ojos.
Pero hoy no puede ser peor que esos tiempos. El hambre y la sed son las mismas, solo los colores han empalidecido y los fantasmas de quienes estuvieron en nuestra contra siguen apareciendo. Se condenaron con nosotros y no pudimos exorcizarlos. Ojalá hubiéramos podido aislarnos en un planeta abandonado, cerca del no nato para cuidarlo más de cerca. Sí…Todavía lo lloro.
Ya va siendo hora, mi amor. Me gustaría preguntarte si lo quisieras hacer de nuevo, pero la celotipia encarnada entre las uñas se apodera de mí y me obliga a hacerlo y no puedo darte opción. Sé de tu cansancio y del deseo de cerrar eternamente los ojos, pero no soy buena, mi cielo, nunca lo fui.
Ven abrázame y déjate caer sobre el filo de la navaja, mi fatiga hace que el corte sea más doloroso. Deja que tu peso selle por esta vez tu muerte, lo demás es cosa mía.  Sabes que beberé del piso todas tus gotas para bañarme en ti y luego continuar con lo me que toca.
Quizás en un giro de circunstancias la próxima vez podamos salir de aquí. No te angusties que no suelto tu mano. ¿Ves cómo es fácil acostumbrarse al dolor? Abrázame y ayúdame a que el corte se dirija a mi cuerpo también para que seamos parte del mismo desgarre. Dibujemos la cicatriz del dolor más puro haciendo del corte un tejido que nos une.
No me mires con esos ojos.
Pudiera ser que esta vez le ganemos al tiempo, al lugar y no tengamos que pasar tantos años de una podrida soledad separados.
Estuve tan segura de decirte que lo volvería a hacer…

Aragggón
070520122206

7 de mayo de 2012

Valentina



Ya no te escucho Valentina. Estás perdida en medio del espejo, prisionera de mis caprichos.
Ya no te miro Valentina, ni muevo mis labios como antes, cuando hablábamos musitando frases que nadie escuchaba.
Aún sigues ahí porque trazas con tu dedo las figuras si lleno de vaho tu mundo.
Escribe Valentina, rompamos el mercurio de tu silencio como aquella vez que me enseñaste a romper los míos de costras.
No te pierdas Valentina que aún te grito en sueños, en tardes solitarias de uvas y duraznos.
Ya no podemos regresar, el abuelo ha muerto. Quédate conmigo como la tarde que decidiste acompañarme en mis silencios para secar lágrimas, curar rasguños, levantarme el gesto y besarme la nariz.
Valentina… siempre más valiente que yo.
Aragggón
070520120939

30 de abril de 2012

Canciones de una lejana infancia


¿Te puedes creer, pequeño Iconoclasta ahora muerto, que siento ganas de llorar cuando las viejas canciones que escucho me devuelven a una edad de una ternura e inocencia ya desconocidas para mí? Cuando era tú…
Yo no me reconozco como aquel niño que llevó un come-discos de bandolera, pantalones cortos y el pelo peinado con raya. Que tenía miedo de los deberes que aún le quedaban por terminar algunos domingos a la tarde. Y al día siguiente ya no se acordaba.
Ahora el miedo dura días. La angustia es más profunda y no hay lágrimas que llorar. Ya no hay padres que te ayudan, te hacen reír o te dejan ver la tele aunque sea un poco tarde.
Da vértigo y pena haber perdido aquello por el camino. Porque lo que fue muriendo con el paso de los años, fue la fantasía, los sueños pueriles en los que imaginaba ser algo importante.
Metal Guru suena y estremece lo más hondo de mis recuerdos; cuando mi hermano y yo, subíamos el volumen hasta hacerlo atronador, lo repetíamos y lo repetíamos viendo girar el disco en el plato. Me acuerdo de aquellas portadas en los singles con el “Nº 1 en USA” o “Nº 1 en Inglaterra”. Peper Box sonaba en los autos de choque con Palomitas de maíz y un amigo sentado con chulería en el borde de la protección  del coche cayó en la pista cuando lo embestí. Las risas…
Las risas tan sencillas, tan frecuentes. Deliciosamente banales.
Los miedos eran divertidos.
Es terrorífico reconocer mi ignorancia en aquella infancia mía. La falta de recursos intelectuales para poder vislumbrar siquiera, una fracción infinitesimal de lo que iba a ser y sentir de adulto. Y me alegro de ello, no necesitaba saber lo que ocurriría, porque nada hubiera cambiado; excepto la infancia: no hubiera sido tan feliz.
No quiero reconocer que cuando aquellas canciones se empezaron a olvidar, hay tanta muerte, que hubo tantos pesares.
Porque los primeros dolores son los que más se recuerdan, los más intensos. Los primeros desengaños y la pesada losa de la vergüenza de haber creído demasiado en lo bueno.
Dime pequeño Iconoclasta ya muerto, que entre las canciones de Mungo Jerry y Suzi Quatro no hay tantos hermosos momentos que no volverán. Dime que habrán otros, tan hermosos como aquellos. Dime que cuando pasen los años y mi cerebro se haga blando, lloraré por el presente, como lloro ahora por la infancia perdida.
Dime que siempre hay momentos felices, en cualquier edad. Que esta melancolía es solo un fallo químico y momentáneo en mi cerebro.
Engáñame, pequeño Iconoclasta ya muerto. Dime que padre vive, que la abuela aún duerme en la habitación pequeña, casi con un ojo abierto, que madre no está enloqueciendo y muriendo a cada instante llevada por la insania de un cerebro que se ahoga en sangre. Dime que aún mi hermana se enfada cuando le decimos con burla y voz repelente: “Tejanos John”.
Dime, tú que sabes de esas cosas, pequeño Iconoclasta muerto; que mi hijo me ama, que no se olvida de mí como yo no olvido a mi padre.
Dime todo eso mundo de mierda, dame algún motivo para estar seguro de que hacerse mayor es un triunfo en la vida.
Fórmula V suena barriendo el hoy para devolverme a un ayer en el que no exigíamos saber nada, solo vivir al momento; como si la muerte no fuera con nosotros a pesar de haber dormido en nuestra casa. Que la adolescencia nos hacia vigorosamente insensibles al desaliento.
No necesito retroceder al pasado, es volver a morir como niño. Es saber que jamás se repetirá toda aquella despreocupada vida. Aquella forma de sentir miedo por las pequeñas cosas. Y vuelvo allá aunque duela, me puedo permitir ese lujo, porque la infancia me hizo fuerte.
La vida me curtió con malos y buenos momentos, no puede hacer daño saber que una vez fui inocente y no sabía nada. Es hermoso… No me da vergüenza llorar un rato.
“Et j’ai crié…”, grité tanto a nuestro padre muerto en los momentos felices como en las desgracias…
Soy padre y he recorrido mucha vida, más de la que me queda y a veces pienso como un niño, es extraño. Porque nada en mi cuerpo ni en mi mente me hace suponer que un día fui un chaval. Fue un sueño…
Dime, pequeño Iconoclasta ahora muerto, que volveremos a fumar a escondidas, que descubriremos secretos, y palabras que están vedadas. Que disfrutaremos de fiesta en el colegio por la muerte de un dictador.
Todo aquello pasó y las preocupaciones hoy día son espantosamente aburridas, conservar un trabajo, vivir prisionero de una verdad que ha ido empeorándolo todo con los años: no soy nada, no trascenderá nada de mí.
Un tiempo, quiero pasar un tiempo oyendo canciones de una infancia ya fantasmagórica y no pensar. Dejar que las lágrimas se desborden por dentro de mi cuerpo por una nostalgia que me roba la respiración ante los recuerdos aún tan vívidos.
No quiero que todo hubiera ido mejor, estuvo bien así, estoy bien así; pero es inevitable rendir unas lágrimas a todo aquello.
Nos lo merecimos, nos lo merecemos.
Un beso, pequeño Iconoclasta ahora muerto.
(A mi hermano Paco, que evocando canciones me ha transportado repentinamente a una infancia que fue mía y nuestra, que no volverá; pero recordamos con una ternura infinita a lomos de viejas canciones).






Iconoclasta

Ilustrado por Aragggón






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