Amarte tanto, sufrir y gozar tu existencia con una esperanza inquebrantable en un destino manifiesto cósmico, tiene un fin.
Debe tenerlo, cielo.
Se me encoge el corazón al pensarlo y cuando eso ocurre, no es cuestión de fe. Es una certeza, una cicatriz que me cruza el pensamiento profundo.
Partiré a conquistar el mejor lugar del universo para un lejano día traerte conmigo.
En el momento adecuado de trascender formaremos la Galaxia Pax Amantium, rodeada de las más bellas y gigantescas nubes de gases de colores en movimiento y expansión; las volutas de la paz de los amantes como mudos suspiros interestelares.
Existir alumbrando la oscuridad es el privilegio merecido tras eones de mantener al rojo vivo un amor furioso y agotador en el proceloso Mar Eternidad, allá en la Tierra.
Sueño con lágrimas de dicha creando un cinturón de hielos, diamantes colosales girando a nuestro alrededor y un astrónomo con su telescopio sintiéndose desfallecer al observarnos a través de los milenios, como Stendhal en Florencia.
Desde el agotamiento y la desidia del amante, miro el cielo y vislumbro fugazmente mi final. Oteando el mundo, triangulándote en cada lugar y tiempo en mares y tierras. Y un coro imposible de lamentos de amor en el vacío, consolará la atroz tragedia de amar en un final hermoso y esperanzador.
Es la conclusión a todo este amor, el hermoso fin de tanto amar.
No quiero y no puede ser de otra forma.
Iconoclasta
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