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11 de julio de 2013

La amabilidad y la cordialidad




Estaba agonizando, Dios estaba casi muerto convulsionándose débilmente tirado entre dos coches. Las puntas de sus dedos estaban cárdenas como si la sangre se retirara hacia atrás, como si ya no quisiera regar la carne.
Que fuera Dios, lo supe porque lo decía una placa de identificación barata que se encontraba en el suelo prendida por la cadena de bolas, como la de los tapones de lavabo, de su cuello:
DIOS CREADOR TODOPODEROSO
RH: DIVINO. GRUPO: CÓSMICO
DOMICILIO: OMNIPRESENTE

—Tú no eres Dios, eres un fraude.
—Siempre lo has creído así, es tarde para convencerte. Eres mayor.
—Nunca me has visto, no me conoces.
—Soy Dios.
—Te mueres, no eres nada, ni nadie. Los dioses no pueden morir porque no existen. Es así de fácil.
—Deberías ser Dios, todo lo sabes.
—Yo no sé nada de mierda. Solo afirmo. ¿De qué estás muriendo?
—El cuerpo humano no soporta tanta divinidad, la sangre se seca por el calor de mi poder.
—Y una mierda. Eres el drogadicto que el martes me pidió un cigarro. Te has metido una sobredosis o bien el sida te está pudriendo.
—Estoy muriendo en este cuerpo. Si soy un drogadicto, alguien que muere, podrías ser más cordial.
—No estoy de humor para cordialidades. La piedad es una cuestión moral que no me afecta. No creo en Dios, ni siento amor por el prójimo. Solo hago lo necesario para que la vida sea cómoda. Y la muerte es tan vulgar como todo lo que me rodea.
— ¿Te quedas conmigo hasta que muera?
—No, tengo prisa.
—Verás a mis ángeles ayudándome a desprenderme de esta carne.
—Mira, si quieres te doy un cigarro y me largo. Me espera una tía buena en el motel y voy justo de tiempo.
No respondió nada. Sonrió, cerró los ojos y dejó de temblar como un maldito gato mojado. Quedó muerto.
Cuando lo toqué no había ningún exceso de calor por divinidad alguna en su piel.
Seguí mi camino tras escupir en su infecto pecho. Giré por la calle en la que se encontraba el motel y me crucé con tres tipos con alas en la espalda. Los tres muy altos y corpulentos, muy rubios. Toda esa mierda de nórdicos y modelos maricones que no me impresionan ni aunque sangren. Ni siquiera me hubiera fijado en ellos de no ser por el disfraz.
Di media vuelta y los alcancé.
—Vuestro amigo está entre aquellos dos coches.
—Gracias. Un vecino que lo conocía nos ha llamado al hospital. Nos ha dicho que se había caído y que un hombre le hacía compañía. Es usted muy amable —dijo uno de ellos sacándose la peluca para lucir una generosa calva bronceada.
—Un huevo —pensé.
—Es inofensivo. Está muy mal y se ha escapado del ala psiquiátrica con el ajetreo de una fiesta de pacientes —añadió otro de los ángeles, también quitándose la peluca que le hacía sudar copiosamente.
—Pues ahora es más inofensivo que nunca. Está muerto —respondí sin ningún tipo de teatralidad ni emoción.
—¡Pobre Enrique! Vaya día de cumpleaños ha tenido —se lamentó el tercer ángel.
—Estaba ya consumido por el sida y deliraba. Gracias de nuevo por acompañarlo en el final.
—Ya he conocido sus delirios. Me ha contado que vendrían unos ángeles a recogerlo. Yo iba a llamar a la policía cuando me he encontrado con ustedes —les mentí sin entusiasmo.
Les di un número de teléfono falso con prisa y volví a ponerme en camino hacia el motel Salto del Tigre.
En la recepción pregunté por Valeria Gutiérrez.
—En la 314 —respondió con desgana un tipo gordo y sudoroso.
—Has llegado un poco tarde —me dijo cuando entré la potente morena de larga melena rizada.
—Me ha entretenido Dios muriendo.
—¿Sabes? Cuando ayer nos conocimos, a los pocos minutos me enamoró ese sarcasmo tuyo tan cruel —decía acercándose hasta que me besó la boca.
—Y a mí me la pone dura tus tetas y tu boca. La mamas bien, fijo.
—Puedes estar seguro, Sr. 666 —respondió sensualmente acariciando mi escarificado tatuaje.
La desnudé y la obligué a que se metiera la polla en la boca agarrando un mechón de su cabello con el puño.
No le gustaron mis modos.
—No soy una puta ¿eh? Podrías ser amable.
—Ni con Dios si existiera.
Le pegué un puñetazo en la mandíbula y quedó aturdida. La desnudé de cintura para abajo, la obligué a apoyar los brazos en la cama y tras separarle las piernas con las mías, le rasgué el ano penetrándola.
Unos segundos antes de eyacular entre sus excrementos, le hundí el filo del cuchillo en el cuello hasta que las vértebras frenaron el avance.
Me quedé en la habitación de ese asqueroso motel observando con amabilidad y cordialidad como se vaciaba de sangre. Mi pene aún sufría espasmos por el orgasmo cuando la hermosa Valeria dejó de hacer ruidos líquidos intentando respirar.
Me limpié la mierda pegada en el glande con las sábanas y me largué de allí.
Al recepcionista le saqué un ojo.
A la mierda la educación y la amabilidad.
Ya os contaré más cosas de urbanidad, buenos modos y piedad.
Siempre sangriento: 666.







Iconoclasta

6 de julio de 2013

La mamada perfecta



 
Yo no viajo; pero ellas vienen a mí en peregrinación desde muchos países. Soy como la Virgen de Lourdes; pero con polla.
Es el precio de la fama de un probador de condones.
Y os digo una cosa: si queréis una buena mamada explosiva, rápida y con verdaderas ganas, viajad.
Las provincianas nativas del país que visitéis (siempre y cuando vuestra piel tenga un tono más claro que el del resto de aborígenes del país), os la comerán como nunca antes habíais conocido.
Nada parecido a la de vuestras putas habituales o santas (esposas), que las hacen largas, desganadas, con la boca seca y un chicle entre las muelas y las mejillas.
Las mamadas de las provincianas o palurdas que visitáis, son de una potencia y rapidez que jamás hayáis conocido. Y sin romance previo ni pérdida de tiempo que es lo bueno. Esas mamadas ni siquiera se piden, te las regalan hasta que se te arruga el pijo. Y pasas de una boca a otra con una facilidad que luego, pasada la euforia, es repugnante.
Y piensas con asco en que no deberías haberles besado la boca.
Las hay que pagarán para haceros esa potente mamada, solo es cuestión de que no os dé el sol durante unos días antes de viajar.
Recordad, nadie es profeta en su tierra y siempre es un orgullo llevarse las orejas y el rabo del cornudo de su palurdo marido a vuestro país de residencia como souvenir.
Yo sí soy profeta, pero soy un caso singular.
Siempre abundante: El Probador de Condones.







Iconoclasta

24 de junio de 2013

Un viejo pájaro




Moriré como un pájaro enfermo o viejo que espera la muerte en lo alto del tejado de una casa. No compartiré nada de mi muerte.
No más compartir, la muerte es mía y solo mía.
Dejaré que el agua de la lluvia arrastre lo que me queda de vida en soledad, con mis plumas desordenadas y apagadas; caóticas de enfermedad, vejez y muerte.
Sin miedo y sin llantos. Ignorándolo todo y a todos como si el resto del mundo estuviera muerto; como si nadie hubiera existido jamás.
Soy único e irrepetible, conmigo muere una especie. Y nadie asistirá a mi muerte para humillarme o arrebatar mi protagonismo en mi propia historia. Que se joda la especie humana, porque no dejaré nada de mí que se pueda aprovechar, ni siquiera el ridículo.
Nadie tendrá la posibilidad de reír mi muerte, cuando se den cuenta, seré plumas enganchadas en el asfalto. Solo eso.
Sueño con ser ese pájaro enfermo bajo la fría lluvia, sin importarle el afilado viento. Por encima de todos muriendo.
Con el cuello plegado sobre el buche para apagarse sin mirar a nada o a nadie.






Iconoclasta

19 de junio de 2013

El cortante tiempo



 
El tiempo no es ecuación, ni tampoco es infinito.
No es relativo, es insultantemente obvio y voraz.
Solo existe para destruir la vida y almacenar cuantas imágenes quepan en el cerebro.
Y sin embargo el tiempo es movimiento, es energía. Es paradoja, una broma de mal gusto.
El tiempo se acaba y sin embargo, benditos los que sufren a cada segundo porque su vida se triplica.
Benditos de mierda…
Es frágil el tiempo, un cristal que se rompe en pequeñas partículas (algo cuántico diría un físico, yo digo que es algo simplemente doloroso) a cada instante, al atravesarlo con cada paso, con cada respiración. Las horas se fragmentan en millones de minutos y en trillones de segundos. Todas esas fracciones cortan y erosionan el cuerpo y los ojos. Y así el tiempo también es letal e inicuo para la esperanza. Los pequeños cristales refractan la sangre y le dan un trágico cromatismo a la vida. El sudor a través de su transparencia parece orina, agua engañosamente dorada.
Y mientras se rompe nuestro tiempo, nada ocurre alrededor. Es tan cotidiano como escupir o mear. No es trágico el estallido de un segundo, la metralla del tiempo es indolora por repetición, porque uno se acostumbra a sus cortes desde el nacimiento.
Sin embargo, observas tus manos dañadas, cubiertas de cristales y meditas sobre la cantidad de alegría y dolor que el tiempo aporta. El injusto balance a favor de lo amargo.
Todos esos añicos de horas y segundos son recuerdos; lo que ocurrió un instante atrás. Algunos son más afilados que otros, más hirientes. Pero todos cortan y se clavan.
Es el atributo del vidrio o el tiempo. Sea malo o menos malo.
Hay cristales que vale la pena meterse en los genitales aunque duela y rozarse con ellos hasta sangrar de placer. El cristal guarda la gota de semen, el fluido blanquecino que moja los labios de su coño, suficiente para masturbarse en un brindis al pasado si es necesario.
Mi glande parece una obra Swarovski, su coño una mina de diamantes…
Las pieles destellan por todo ese vidrio clavado en ellas y los amantes suicidas se rozan a pesar del dolor que producen los intensos minutos que se restriegan cortantes por el cuerpo. A pesar de la sangre.
Tal vez por la sangre…
Recogemos lo que podemos, lo que nos queda. Porque una vez fragmentado el tiempo, no hay marcha atrás. No se puede volver.
Entre carne y uña tengo innumerables vidrios incrustados. Mis dedos son vitrales en miniatura de recuerdos arañados a tanto tiempo.
Es imprescindible recoger ese caos de añicos caducos para tener un testimonio de que un día existimos en cierto tiempo y cierto lugar. Las cosas tienden a olvidarse, y los recuerdos de miles de seres se mezclan, esos cristales a veces usurpan sangres que no son las suyas originales; hay tanta mediocridad, que algunos desean los cortantes recuerdos de otros; la envidia forma parte del cristal; es una de sus materias primas como lo es del humano pensamiento.
Es importante vivir con pocos seres alrededor para que no se mezclen nuestros recuerdos con los extraños. Es difícil encontrar algo auténtico y personal entre tanto individuo, cada día más.
A medida que pasa el tiempo...
Hay que evitar que nadie pise lo que un día fuimos y acabe nuestra vida pasada clavada en la suela de un zapato sucia de mierda.
Sería triste ver marchar el pasado pegado en una bota, dan ganas de llorar.
Los hay que no pueden llorar porque no les quedan lágrimas, se han secado por un exceso de minutos. Es bueno meterse un trozo de tiempo-vidrio bajo el párpado para estimular su secreción.
Hay a quien se los metería en el culo.
El tiempo se hace añicos para convertirse en el beso más deseado, en la cuchillada más dolorosa… El tiempo es un hijo y un amante. Tiempo es sonrisa y llanto y son unos brazos en cruz bajo la lluvia.
Vale la pena destrozarse las uñas para mantener la memoria. Una vez muertos, no habrá más cristal que romper, no quedará nada de nosotros salvo esos vidrios cuánticos sin dueño regando el planeta; no debemos abandonar u olvidar lo que aconteció. Nuestro tiempo se acorta a cada milisegundo.
Si uno se fija bien, las horas son una lluvia de muy sutiles cambios; pero desgarradoramente notables cuando sangran nuestros dedos acariciando los cristales del pasado haciéndonos conscientes de lo erosionada que está la piel y el alma.
El presente solo adquiere movimiento y vida, porque hay precedentes con los que cotejarlo.
Es bueno, es fascinante ver caer el tiempo hecho añicos como las lágrimas de una lámpara de cristal. Saber que cada segundo es un cúmulo de cristales que estallan en una dimensión fundida e integrada en nuestra realidad, sin dolor; pero con esa inconfundible e irracional melancolía que da la certeza de que no volverán los buenos tiempos y los que nos esperan, puede que no sean tan felices. Tal vez no valga la pena destrozarse los dedos y las uñas para seguir recogiendo los fragmentos del pasado.
Aún así, mientras hay tiempo, hay esperanza de que algo nos sorprenda y con un cristal clavado en la palma de la mano, esperamos recoger uno mejor, tal vez un diamante. No es tarde para la esperanza comedida.
Un diamante es una buena pieza para morir con una sonrisa.
 






Iconoclasta