Estaba agonizando, Dios estaba casi muerto
convulsionándose débilmente tirado entre dos coches. Las puntas de sus dedos
estaban cárdenas como si la sangre se retirara hacia atrás, como si ya no
quisiera regar la carne.
Que fuera Dios, lo supe porque lo decía una
placa de identificación barata que se encontraba en el suelo prendida por la
cadena de bolas, como la de los tapones de lavabo, de su cuello:
DIOS CREADOR TODOPODEROSO
RH: DIVINO. GRUPO: CÓSMICO
DOMICILIO: OMNIPRESENTE
—Tú no eres Dios, eres un fraude.
—Siempre lo has creído así, es tarde para
convencerte. Eres mayor.
—Nunca me has visto, no me conoces.
—Soy Dios.
—Te mueres, no eres nada, ni nadie. Los dioses
no pueden morir porque no existen. Es así de fácil.
—Deberías ser Dios, todo lo sabes.
—Yo no sé nada de mierda. Solo afirmo. ¿De qué
estás muriendo?
—El cuerpo humano no soporta tanta divinidad, la
sangre se seca por el calor de mi poder.
—Y una mierda. Eres el drogadicto que el
martes me pidió un cigarro. Te has metido una sobredosis o bien el sida te está
pudriendo.
—Estoy muriendo en este cuerpo. Si soy un
drogadicto, alguien que muere, podrías ser más cordial.
—No estoy de humor para cordialidades. La
piedad es una cuestión moral que no me afecta. No creo en Dios, ni siento amor
por el prójimo. Solo hago lo necesario para que la vida sea cómoda. Y la muerte
es tan vulgar como todo lo que me rodea.
— ¿Te quedas conmigo hasta que muera?
—No, tengo prisa.
—Verás a mis ángeles ayudándome a desprenderme
de esta carne.
—Mira, si quieres te doy un cigarro y me
largo. Me espera una tía buena en el motel y voy justo de tiempo.
No respondió nada. Sonrió, cerró los ojos y
dejó de temblar como un maldito gato mojado. Quedó muerto.
Cuando lo toqué no había ningún exceso de
calor por divinidad alguna en su piel.
Seguí mi camino tras escupir en su infecto
pecho. Giré por la calle en la que se encontraba el motel y me crucé con tres
tipos con alas en la espalda. Los tres muy altos y corpulentos, muy rubios.
Toda esa mierda de nórdicos y modelos maricones que no me impresionan ni aunque
sangren. Ni siquiera me hubiera fijado en ellos de no ser por el disfraz.
Di media vuelta y los alcancé.
—Vuestro amigo está entre aquellos dos coches.
—Gracias. Un vecino que lo conocía nos ha
llamado al hospital. Nos ha dicho que se había caído y que un hombre le hacía
compañía. Es usted muy amable —dijo uno de ellos sacándose la peluca para lucir
una generosa calva bronceada.
—Un huevo —pensé.
—Es inofensivo. Está muy mal y se ha escapado
del ala psiquiátrica con el ajetreo de una fiesta de pacientes —añadió otro de
los ángeles, también quitándose la peluca que le hacía sudar copiosamente.
—Pues ahora es más inofensivo que nunca. Está
muerto —respondí sin ningún tipo de teatralidad ni emoción.
—¡Pobre Enrique! Vaya día de cumpleaños ha
tenido —se lamentó el tercer ángel.
—Estaba ya consumido por el sida y deliraba.
Gracias de nuevo por acompañarlo en el final.
—Ya he conocido sus delirios. Me ha contado
que vendrían unos ángeles a recogerlo. Yo iba a llamar a la policía cuando me
he encontrado con ustedes —les mentí sin entusiasmo.
Les di un número de teléfono falso con prisa y
volví a ponerme en camino hacia el motel Salto del Tigre.
En la recepción pregunté por Valeria
Gutiérrez.
—En la 314 —respondió con desgana un tipo
gordo y sudoroso.
—Has llegado un poco tarde —me dijo cuando
entré la potente morena de larga melena rizada.
—Me ha entretenido Dios muriendo.
—¿Sabes? Cuando ayer nos conocimos, a los
pocos minutos me enamoró ese sarcasmo tuyo tan cruel —decía acercándose hasta
que me besó la boca.
—Y a mí me la pone dura tus tetas y tu boca.
La mamas bien, fijo.
—Puedes estar seguro, Sr. 666 —respondió
sensualmente acariciando mi escarificado tatuaje.
La desnudé y la obligué a que se metiera la
polla en la boca agarrando un mechón de su cabello con el puño.
No le gustaron mis modos.
—No soy una puta ¿eh? Podrías ser amable.
—Ni con Dios si existiera.
Le pegué un puñetazo en la mandíbula y quedó
aturdida. La desnudé de cintura para abajo, la obligué a apoyar los brazos en
la cama y tras separarle las piernas con las mías, le rasgué el ano
penetrándola.
Unos segundos antes de eyacular entre sus
excrementos, le hundí el filo del cuchillo en el cuello hasta que las vértebras
frenaron el avance.
Me quedé en la habitación de ese asqueroso
motel observando con amabilidad y cordialidad como se vaciaba de sangre. Mi
pene aún sufría espasmos por el orgasmo cuando la hermosa Valeria dejó de hacer
ruidos líquidos intentando respirar.
Me limpié la mierda pegada en el glande con
las sábanas y me largué de allí.
Al recepcionista le saqué un ojo.
A la mierda la educación y la amabilidad.
Ya os contaré más cosas de urbanidad, buenos
modos y piedad.
Siempre sangriento: 666.
Iconoclasta
No hay comentarios:
Publicar un comentario