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15 de septiembre de 2021

Irrumpe el otoño con su cruda belleza


El otoño toma posesión del cielo y las montañas.

Y del ánimo de los animales.

Viene cargado con muerte de múltiples y atractivos colores.

Un buhonero de mal agüero.

Y no puedo dejar de desear comprar un kilo de esa bella muerte. Bien para un aperitivo, bien para decorar. El otoño las vende en frascos de barro húmedo, estampado con flores muertas y en agonía, en tonos rojos, marrones y dorados.

Y te cobra una lágrima o dos, cuando te la entrega con los dedos sucios de fango.

Es una preciosidad…

Se pueden ver ya a las cromáticas y bellas tristezas, en sus últimos balanceos en las ramas que una vez les dieron vida y ahora, por orden del otoño, se la niegan.

Los genios tienen un cruento y cruel sentido del arte.

Un réquiem por los bellos cadáveres y un saludo de cauta admiración al maestro Otoño, que hace de las sendas de los bosques y las calles de las ciudades, melancólicos tapices de muerte crujiente, fragante y fresca.

Y todo seguirá muriendo y sus cadáveres se convertirán en cosa negra, así hasta que la primavera haga lo que deba.

No sé si aguantaré tanto tiempo; pero estoy bien así. Y el otoño es bueno para morir, te funde con las hojas sin lamentos.

No temo a la tristeza, temo a la alegría que tiene la frecuencia de la hipocresía y la cobardía.




Iconoclasta

Foto de Iconoclasta.

13 de abril de 2021

Mi lluvia


Mi lluvia no es agua.

Riega los campos y la piel con un compuesto diluido de soledad, serenidad y melancolía.

Es de una inusitada belleza.

Me apresuro a salir de casa cuando llueve, angustiado por ser lento y que pueda cesar.

A través del paraguas percibo su líquido sonido, los ritmos del cielo son implacables, te llegan hasta los más recónditos tuétanos.

Es el íntimo sonido del silencio…

Entiendo el goteo de las varillas, son las lágrimas tranquilas de un hombre que perdió la capacidad de llorar.

Mi lluvia limpia las cosas orgánicas e inorgánicas, las que reptan o vuelan.

Resucita los colores marchitos de la polvorienta luz y lava la mediocridad de la faz de la tierra. De ahí que sea soledad y serenidad, te quedas solo en un mundo mojado y frío que apenas unos pocos soportan. La melancolía llegará con el íntimo aislamiento al evocar todo lo que no fui y lo que perdí, ilusiones rotas cuyos cadáveres es necesario que el agua limpie, arrastre.

A veces amaina tanto, que se suspenden los latidos del corazón y le pides: “Aún no, quedan cosas por sentir”.

Un águila vuela sobre el prado. Le pasa como a mí, quiere ser cosa lavada de polvo y un exceso de luz, aspirar los olores que suben de la tierra mojada.

Es uno de esos escasos momentos que la vida reserva para mostrarse bella.

Solo dos cosas somos entre tanto cielo y tanta tierra…

Lo que no ves no existe (es la ley primera de la ilusión y la serenidad), nada prueba la vida de las cosas resguardadas de la lluvia. Sino están aquí y ahora no puedo dar fe de vida de lo ajeno a mí y a mi lluvia. Niego cualquier otra existencia bajo mi lluvia.

Y no quiero que estén.

La lluvia me abandona a mí mismo. No entiendo el lenguaje de sus gotas, solo mi alma comprende y con eso me basta.

El alma es muda, el alma siente y tú te retuerces con ella sin saber con precisión porque.

Todo es un hermoso misterio, todas estas emociones que me calan…

Y mientras todo eso sucede los colores se saturan en verdes todopoderosos, los ocres tienen la profundidad de las tumbas, la grisentería densa del cielo hace rebotar el pensamiento en ecos caleidoscópicos y los árboles en sus negrísimos troncos esconden crucifijos que nadie se atreve a tallar.

He clavado la navaja en la corteza de un tronco y no sangra.

Es lógico que escondan crucifijos muertos y sus oraciones a nadie. No mueren en la escala humana, son capaces de esconder miserias intactas durante cientos de años dentro de si.

Inventaron dioses secos y ahora la lluvia tiene que solucionar el problema.

Sin darme cuenta, en algún momento he cerrado el paraguas. Lo sé porque por dentro de la camisa, brazo abajo, desciende un pequeño río de agua que se precipita al suelo escurriéndose por mis dedos.

Un hechizo húmedo me convierte en montaña.

Los regueros de agua en el camino descubren tiernas y pequeñas muertes. ¿Cómo es posible que toda esa muerte quepa en el ratoncito que parece dormir? Los pequeños cadáveres provocan una angustia vital, la desesperanza de saber que no hay piedad, porque piedad es solo un nombre que dan los humanos a su miedo. Tal vez sea que mi lluvia haga más profundas las mínimas tragedias de la misma forma que hace los colores del planeta más dramáticos

No es lo mismo que observes al pequeño muerto, a que te lo haga sentir el alma que habla con la lluvia. Es un poco duro, el alma tampoco tiene piedad.

En la soledad de mi lluvia, no hay voces que vulgaricen la vida y la muerte.

No quisiera que ella estuviera ahora conmigo, no quiero que se sienta sola a mi lado, la amo demasiado. Asaz…

¡Shhh…! Bajo la lluvia no se canta, no se baila. No debes romper el líquido silencio; es crimen y te podría partir un rayo en justo castigo.

Pobres aquellos que ven llover a través del cristal, como reos de la apatía.

Pobres ellos con sus colores apagados.





Iconoclasta

Foto de Iconoclasta.