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23 de enero de 2013

Viejo




No es cansancio, todo funciona bien, como debería. Mi cuerpo tiene fuerza.
Lo que ocurre es que es un lugar hostil, solo para muy fuertes; el aire es como plomo que duele al invadir mis grandes pulmones y sabe agrio.
Mi pene está repleto de venas varicosas por el esfuerzo que representa mantener una erección en este lugar. Entierro mis dedos en el lacio vello del monte de Venus de la mujer de ojos rasgados y acaricio su clítoris enorme, que se mueve al ritmo con el que la penetro. Los labios de su coño, gordos y oscuros, envuelven mi polla y acarician mis testículos con cada embestida. El ano se dilata esperando que lo llene también.
Sus pezones erizados son tan pequeños como sus pechos que se agitan como gelatina en un vaso, conteniéndose a duras penas en su cuerpo.
Estoy en un mundo donde sobrevivo porque soy casi un dios, soy un héroe con una fuerza descomunal, donde los humanos vulgares mueren aplastados por el peso de la atmósfera. Le he pagado a la puta diez osmons por el polvo. Los héroes necesitamos follar también.
Tal vez sí que sea cansancio.
No importa demasiado lo que es. No hay que pensarlo tanto, no hay misterio ni una pesada atmósfera, solo quería buscar algo de fantasía a este aire vulgar que durante tantos años he respirado y ahora me descubre unas manchas de sangre en el pañuelo cuando toso.
Se trata de la vejez, los músculos tienen ya una edad y si el cuerpo envejece, el pensamiento también. El cerebro se calcifica, se seca y las ideas se rompen como cristal entre las paredes del cráneo.
Es una lenta desintegración y denigración.
Y tiene importancia.
Aquello que se veía lejano, ya ha llegado.
Mi nieta recibe mi pene con gritos de placer, y mis conductos seminales ya viejos, me escuecen cuando el semen los llena, aún así espero y disfruto el momento cuando me derramo.
Es una adolescente hermosa, no es oriental; pero aún le han de crecer más las tetas. Y rasurarse el vello del coño, aunque me gustan sus labios mayores peludos; hacen una caricia extra a mi polla. Es gerontofílica; pero folla bien a pesar de su problema mental. Mi hijo, aún no sabe que su hija me la chupa; pero es igual, es tiempo de morir. Seguramente, cuando se entere estaré muerto desde hace meses.
Se me escapa un gemido de placer cuando eyaculo. Un gemido que parece que me arranca los pulmones y la flema sube a mi garganta creando extraños gorgoritos y silbidos.
Ella se corre y acaricia con infantil torpeza un clítoris rosado del tamaño de una perla. Sus dedos aún parecen de niña…
Estoy orgulloso de lo bien que funciono, como se adapta el pensamiento a la vejez. Hay ausencia total de miedo a morir.
Y a otras cosas.
Estoy bien programado para afrontar la muerte.
No soy un héroe; pero hago lo que puedo en este miserable planeta.







Iconoclasta

El hongo




En algún momento durante su formación en el útero, una espora corrupta del hongo de la vida se introdujo en su organismo a través del cordón umbilical y anidó en su cerebro parasitándolo.
No vivo, estoy parasitado por un hongo putrefacto, repugnante y voraz que deja esporas por todo mi cuerpo. Se llama vida y su nombre científico es Viventes fungus.
Los hongos habitan en lo oscuro y en lo podrido. Tal vez me formé podrido…
Tal vez sea mi parásito, yo mismo.
Se formó en el vientre materno, fue parido y luego creció con la temible conciencia de que su vida iba a ser excesivamente larga. La sintomatología era la de una alergia al planeta y a la humanidad.
La comezón en mis orejas es tan mortificante que la aguja con la que rasco allá dentro, me hace cada día más sordo a los humanos. La esporas que despide mi hongo atraen cucarachas y moscas que dejan sus huevos en mis tímpanos, produciendo fiebre en mis ojos que lo ven todo teñido de negro y rojo.
A pesar de todo, creció para aprender a identificar con certeras palabras la porquería que sus ojos observaban y le rodeaba. Era como si tuviera que convivir con un loco y un cuerdo dentro de un mismo cráneo, y la conciencia de su vida podrida, la auténtica verdad de su existencia, estaba presente en cada segundo de su tiempo.
No se entiende bien a estas alturas de su madurez, si el cerebro es el parasitado o su hongo es el pensamiento humano. Tal vez inhumano.
El hongo putrefacto se ha hecho cada día más grande y cuanto más espacio ocupa, más mina mi humor y esperanzas. La vida, ese hongo repugnante, sabe agredirme una y otra vez.
Rompe mi sonrisa y cualquier afecto.
Cuando hace daño, lo duplica con la siguiente acción. Si me encuentro tendido en el suelo, el hongo encuentra a alguien o algo que me aplaste con más fuerza. Soy perseguido y acosado por ese puto parásito que soy yo mismo.
Es difícil de explicar.
Es imposible.
Es inútil…
Se convirtió en un ser desarraigado de todo lo natural y lo humano. Se hizo cínico. Cualquier cosa animada o inanimada que le provocara una emoción, se hacía indecentemente larga en el tiempo hastiándolo. Estar en el mundo era ser prisionero.
Se convirtió en un psicópata que odiaba la vida.
Grito y conjuro la muerte de mis hijos con una ira desbocada. Escupo sangre deseando la muerte, el genocidio y la destrucción. Soy más malo que ese repugnante Viventes fungus.
He madurado y adquirido mi plenitud, mi pleno desarrollo mental. Soy más sabio que nadie.
Me han despedido del trabajo, no me quiere mi esposa, ni mis hijos.
Si no amo mi vida, no amo la de nadie. No importa que me rechacen porque lo rechazo todo por sistema.
Estoy desbocado. Mis hijos se pudrirán como yo y no importa. No conocen el maldito hongo. Bendita inocencia…
Bastante asqueado estoy de la vida para atender la de otros.
Mi esposa vomitó cuando vio mi pútrido semen en su pubis.
Mis hijos sienten asco de mi aliento.
¿Fue una especie de puta mi madre? ¿Por qué me transmitió ese ponzoñoso hongo de mierda? La odio con toda mi alma aunque esté muerta.
El hongo apenas tarda unos segundos en provocar la mala suerte e infectar la médula de los huesos, el ánimo y la cordura de la víctima. Sus testículos están endurecidos por tumores y sus masturbaciones son sórdidas y dolorosas. Se hace pajas para aliviar la presión de ese semen verde que le duele. Está solo, alejado de todo en un apartamento vacío, sin muebles. Con las paredes cubiertas de un terciopelo negro y viscoso. De hongos de la vida corrupta que su piel suda y contagia.
Soy tan malo como esa seta que me pudre y que lanza sus raíces de estiércol por mi médula espinal. Siento el sabor a mierda en mi boca cada día, cada hora, cada minuto…
Cuando más tranquilos deberían estar los humanos, ante la madurez mental, él se sentía más asqueado de sus conocimientos y de la vida. Reprochaba a su propia existencia su esclavitud eterna en el planeta. El hongo y su pensamiento eran simbiosis pura.
Pero yo sé hacerme más daño y dañar más que él. Puta vida de mierda… Acabaré contigo aunque me joda yo. Nada puede calmar mi ira y mi locura cuando soy agredido por el hongo de mierda. He llegado al límite de la paciencia.
Vida cerda.
Morir es acabar con él. Fumo puros habanos hasta ahogarme, hasta espesar la sangre tanto, que el corazón es incapaz de bombear. Los dedos de los pies se pudren y con ellos la vida: ese hongo asqueroso que me poliniza de miseria y repugnancia.
Me gusta especialmente la parte del puro habano, me gustan los buenos cigarros. Y que me la chupen también, aunque el precio de que un humano esté tan cerca de mí, hace mierda mi erección.
Las paredes hablan. Son colegas del hongo, su universo es un manto de musgo negro y viscoso. Negros muros como sus uñas y la carne de todos sus dedos a los que ya no llega sangre roja.
Todo está mal y a mi familia se le escapa una sonrisa alegre al saberse a salvo de mí. De mi hongo.
—Deberías saber que ellos no están contagiados, solo tú tienes ese hongo, nadie más lo tiene. Tendrás mala suerte y mala vida hasta el fin de tus días. Nadie compartirá la mierda contigo.
—No seas locuaz —le respondo a la pared.
Es genético, es mierda que me pudre con sus raíces extendiéndose  y rompiendo mi ADN y la ilusión. Coloniza el cerebro y la carne.
Y los huesos, amén.
No está registrado el hongo en ningún libro, en ningún ensayo. No hay fungicidas, no hay cura ni tiempo para hallarla. De hecho, solo uno de cada cien generaciones, nace infectado por el hongo de la vida: Viventes fungus.
Es larga la existencia cuando ese hongo asqueroso coloniza la médula de mis huesos, mi bienestar, mi dinero, mi amor…
Lo corrompe todo.
Y yo me hago más daño si puedo, no bajo la cabeza ante nada ni nadie. A costa de mi vida, a costa de todo…
No tengo miedo, solo es asco por la vida, por el hongo repugnante que lanza sus esporas venenosas sobre mi piel y las vísceras. Por dentro y muy adentro.
Vive en lo lóbrego y húmedo de mi cerebro, y es descomposición.
Vivo esperando lo peor, lo que como es para la vida de mierda, para alimentar ese hongo. Todo se lo lleva él: los nutrientes y mi sonrisa.
Cómo lo odio. Es el hongo del hastío, la monotonía y lo gris. El hongo del esfuerzo y la pobreza, la esclavitud y el cáncer.
Odio la luz que ilumina los ojos de los que ríen y odio su organismo libre de parásitos.
El hongo provoca una melancólica envidia, de una forma inevitable. E induce al fracaso y la desesperanza constantemente.
La vida, el triunfo de los demás, es la prueba continua de mi fracaso.
Les infectaría metiéndoles en la boca mi pene lleno de esporas y raíces de pesimismo y fracaso. De malas suertes y lesiones.
De pobreza y necesidad.
Cuando la vida te parasita, no puede haber tratamiento ni amputación, la única salida es el suicidio; pero requiere un valor que se adquiere con el constante sufrimiento y hastío. Y eso llega con la madurez.
He rociado las paredes con cloro y el hongo se ha desprendido convirtiéndose en líquido negro. Mi cigarro se ha apagado entre los dedos y ya no me parece repugante ni difícil beber lejía, esa mierdosa seta me ha provocado tanto dolor y hastío que nada puede ser peor.
Y quiero sufrir para que sufra el hongo también.
Ojalá no exista nada tras la muerte, porque seguro que me esperaría otra pijosa seta.
Brindo con cloro por la muerte de la humanidad.
Maldita sea mi suerte…
Hay quien se pregunta si es posible que la miseria llene tanto la vida de una persona durante tanto tiempo. Tal vez, piensan algunos, que es dejadez.
Tal vez el hongo esté en sus uñas. Tal vez creciendo en sus hijos. Es igual, aunque comieran mierda, el hongo de la imbecilidad, el que infecta a toda la humanidad, les haría ver que comen caviar.


 

 

Iconoclasta

16 de enero de 2013

27 de diciembre de 2012

Córrete, córrete.




El pene asoma fláccido por el agujero de una pared, una mampara de madera pintada de vivos colores azules, rojos, amarillos y verdes con multitud de pequeños penes en las más diversas posiciones, algunos con sonrisas y otros con pequeños pies. Una niña lo acaricia hasta que se agita por un momento, tiene quince segundos para conseguir la erección; unos electrodos insertados en la base del pene transmiten la intensidad de placer a un ordenador y éste lo traduce a señales eléctricas que van a un enorme marcador de luces verticales, vistosas e intermitentes en la tarima, frente al público.

La gente asiste al espectáculo como las polillas a la luz de una farola. Muchos se deciden a pasar por la taquilla para comprar un boleto, mientras una multitud de críos ríen, gritan  y lloran  a sus padres por encima de la megafonía porque quieren probar suerte y llevarse el importante premio.

La niña de unos seis años va vestida con un pantalón rosa y suéter de cuello alto de piel roja con un reno navideño en el pecho. Calza botas altas de color rojo y lazos de navidad en la caña. Hace unos instantes estaba nerviosa y ansiosa por acariciar ese trozo de carne que cuelga de la pared, su madre la ha animado y aconsejado que sea cuidadosa para que el pene se ponga erecto y se enciendan las luces de premio.

—No lo agites bruscamente, no tengas prisa. ¿Ves esa piel que cuelga un poquito? Ténsala hacia atrás y verás como se agita para hacerse más grande, dura y gorda.

Y así la niña ha acariciado con cuidado el pene y torpemente ha retirado un par de veces el prepucio para descubrir el glande.

Transcurre el tiempo sin conseguir la erección y el feriante la separa amablemente del pene; el marcador indica que ha logrado dar un bajo nivel de placer. Solo se han encendido las luces azules. El máximo son las rojas, que cuando se muestran intermitentes indican eyaculación.

La madre dice “¡Oh!” con fingida tristeza y sube a la tarima a buscarla.

—Lo has hecho muy bien, niñita, vuelve a probar suerte de nuevo y es posible que te lleves el implante ocular para juegos virtuales —dice a través del micro el dueño de la atracción.

La niña sonríe y la madre la conduce a la taquilla de nuevo.

Los transductores en la base del pene, al otro lado de la pared aún registran ondas de un ligero placer, por ello las luces del marcador siguen azules.

— ¡Que pase el siguiente jugador! Y recuerden que el certificado de sanidad y su vigencia pueden verlo justo encima del pene. No hay ningún problema, nuestros mongoles transgénicos son especialmente seleccionados y criados. Higiene y profilaxis garantizada. ¡Vamos, papás, mamás, niños y niñas, el placer está ahí aún, aprovechad para elevarlo!

— ¿Quién conseguirá la erección? ¿Quién conseguirá el mayor premio con la eyaculación? —sigue el feriante animando a la gente que observa el espectáculo desde el suelo embarrado que cubre todo el terreno donde se asienta la feria ambulante.

El pene pertenece a un joven SD (síndrome de Down o trisonomía 21), que se mantiene quieto porque por su espalda pasan unas cintas anchas de cuero que lo aplastan contra la madera. Está desnudo, babea y sus ojos idiotas miran sin interés la madera basta contra la que se aprieta su carne, mientras percibe emociones de placer que llegan con más o menos fuerza a su cerebro. Es un individuo de unos diecisiete o dieciocho años, rechoncho y macizo. Sus nalgas átonas se contraen cuando su pene transmite algún gozo que podría venir de una simple corriente de aire fresco. Los transductores adheridos en la base del pene, tocando el rasurado pubis miden los impulsos eléctricos para ser monitorizados en el luminoso de la atracción.

Son las navidades del 2020 y la gente está alegre, la crisis a nivel mundial ha comenzado a superarse y hay una euforia que hace años no se percibía por estas fechas.

Hace tres años se consiguió clonar y modificar transgénicamente a los mongoles (ya nadie los llama síndrome de Down, han vuelto a ser llamados mongoles debido a su gran popularidad por el Córrete-Córrete, el juego de erecciones y eyaculaciones). Tras unos meses de intenso debate político y social y manifestaciones más o menos violentas, la gente aceptó a estos seres creados para formar parte de un juego barato que ayudaría a elevar el ánimo del populacho.

Unos nueve meses antes de la aparición del Córrete-Córrete, se usaron jóvenes latinos presos en reformatorios (los negros solo se pueden ver ahora esclavizados en las minas de diamantes y los chinos trabajan exclusivamente en circos donde mueren muy jóvenes por los arriesgados espectáculos que llevan a cabo) para que pelearan a muerte entre ellos en circos ambulantes; pero la gente sumida en una profunda depresión no encontró que este espectáculo tipo gladiador, lo entretuviera suficiente , ya que la violencia resultaba aburrida por el exceso cotidiano y además era más caro.

Se impuso el silencio imbécil de los mongoles transgénicos y el morbo de sus grandes penes, que sumado a los avances de la sanidad, no ofrecían riesgo alguno de enfermedad. De hecho, la parte final de la atracción requiere hacer una felación para asegurarse el premio.

 Sus penes miden diez centímetros en reposo y unos tres centímetros de diámetro. Cuando alcanzan la erección, llegan a los diecisiete centímetros y unos siete de diámetros. El agujero en la pared es un poco más pequeño que el pene erecto para que corte ligeramente la circulación sanguínea durante la erección y sea más llamativo. Cuando la erección es potente, el glande vira al color cárdeno y palpita con fuerza.

— ¿Qué edad tienes? —le pregunta el feriante al niño que acaba de subir a la tarima con dos boletos en la mano.

— Once años.

— Y llevas dos boletos… Estás decidido a llevarte el premio ¿eh?

El niño afirma vehementemente con la cabeza mirando a su padre entre el público.

— Pues adelante con tus treinta segundos y mucha suerte.

Un zumbador suena y el niño toma el pene fláccido con su puño y comienza a agitarlo, de arriba abajo con fuerza. El marcador de placer sube dos luces y se sitúa en el amarillo. Un zumbido indica que han transcurrido los primeros quince segundos. El tamaño del pene ha crecido ya visiblemente y el puño del niño apenas lo puede rodear, necesita las dos manos, que se han cerrado con fuerza. Con semejante rigidez ya puede masturbar el pene con un movimiento de vaivén.

El padre aplaude con fuerza dándole ánimos.

—No te canses, chaval, el idiota ya es tuyo —grita alguien del público.

El desagradable sonido del zumbador indica que se ha agotado el tiempo y el niño baja desanimado los cuatro escalones de la tarima para reunirse con su padre.

Las cuatro luces amarillas se han iluminado y se mantienen en el límite de la primera roja. El próximo que pruebe suerte es muy posible que se lleve el premio.

El cuidador de los mongoles de la atracción se acerca al ordenador y observa los datos: indica que con dos tandas de quince segundos, llegará la erección total. El dueño de la atracción le ha dado instrucciones para que la erección se retrase lo suficiente para que suban al menos diez clientes por mongol. Del cajón de la mesa del ordenador saca una jeringuilla y separando el pubis del mongol de la madera con una barra de hierro, le inyecta brutalmente en el pene un retardador eréctil especialmente diseñado para estos seres, su erección actual no bajará; pero se mantendrá en el mismo estado por unos diez minutos más. El joven ni siquiera parpadea a pesar de lo dolorosa que es la punción.

Genéticamente han sido diseñados para no sentir dolor ni placer (un requerimiento de la OMS para que en su momento aprobara el uso de estos seres para la atracción), su respuesta eréctil es casi puramente vascular.

— Ánimo idiota, dentro de diez minutos puedes soltar tu carga; pero ahora tranquilo —le dice en voz baja dándole una fuerte palmada en la nuca que hace que la nariz se estrelle contra la pared provocándole una hemorragia.

El idiota ni siquiera se mueve por el golpe y sigue manchando de baba la madera.

Bajo el suelo de la atracción hay una jaula con diecisiete mongoles apiñados entre sí. Si intentaran moverse, no tendrían espacio para alzar los brazos. El cuidador los rocía con agua; alguno que posiblemente es defectuoso, se lamenta con una especie de berrido por la frialdad del agua.

Mientras tanto, dos niños y una niña han subido a la atracción sin llevarse el premio.

Dentro de un par de horas, la gente se irá a sus casas a celebrar la Nochebuena y todos ambicionan poder llegar con el premio. En la taquilla hay una cola de más de treinta personas.

Un hombre de unos treinta y pocos años sube a la atracción.

— Y aquí tenemos un papá que va a probar suerte para su bebé… —grita por el micrófono el feriante.

El hombre saluda a una mujer que tiene a un niño de dos años en los brazos y se arrodilla frente al pene.

— ¡Ah, no! No puede usar la boca hasta que la erección sea completa, lo siento señor. Son las reglas.

Hay gente que exclama decepción entre el público, la parte del espectáculo donde chupan el bálano del imbécil es la más esperada.

Se pone en pie, y suena la señal de inicio. Aferra el pene cubriendo el glande completamente y con gran velocidad imprime el movimiento de vaivén. En diez segundos el pene ha adquirido toda su dureza y se han encendido las cuatro luces rojas.

— Ya tenemos al ganador del premio a la erección —anuncia el feriante haciendo entrega al hombre de un implante ocular.

La gente aplaude y silba.

Ante el durísimo masaje, el mongol, al otro lado de la pared ha detenido su respiración y sus puños se han cerrado con fuerza en un movimiento reflejo.

Desde el suelo enlodado frente a la atracción pasa desapercibida la sangre que cae del pene; el frenillo del prepucio se ha rasgado por la fuerza de la masturbación. El dueño de la atracción lo limpia con un pañuelo de papel.

—Ante todo limpieza. ¡Que suba el siguiente! Y veo que ya se puede practicar la felación —grita mostrando un condón al público.

La primera niña vuelve otra vez a subir a la atracción.

— Vamos a ver si esta belleza de niña se lleva por fin el premio gigante.

— ¡Con la boca, Dori! —grita la madre entre el público.

— Lo quiero hacer con la boca —dice con timidez la niña.

— ¡Qué niña tan atrevida! Pues que sea con la boca —responde el dueño de la atracción entre los aplausos del público.

El hombre rasga con los dientes el envoltorio del condón y sujeta con una mano el pene que está duro y parcialmente estrangulado en el agujero de la pared, el prepucio se ha retraído y el glande asoma amoratado, congestionado de sangre. El meato se encuentra entreabierto como la cuenca vacía de un ojo. En pocos segundos, el pene queda revestido por una capa de color púrpura que se agita con breves espasmos por la fuerza de la presión sanguínea que lo llena.

La pequeña Dori se arrodilla pero así no llega con la boca al pene, el feriante coloca un sucio cojín para que gane altura.

Suena el zumbido de inicio de tiempo y la gente rompe a gritar lo que más espera de la atracción: “Córrete-Córrete”.

La niña abre la boca todo lo que puede para poder meterse ese pene que apenas le entra. Respira a duras penas por la nariz moviendo la cabeza para provocar la fricción del pene contra sus labios, tal y como ha visto que mamá hace con papá.

La gente ríe y aplaude:

— ¡Córrete-Córrete! ¡Córrete-Córrete! —la gente no cesa de corear al ritmo de la mamada que la niña está haciendo con esa gracia infantil.

El mongol encoge los labios presionando la cabeza contra la pared, su impulso natural es penetrar más profundamente, por ello sus nalgas se contraen con fuerza e intenta empujar.

Respira entrecortadamente provocando un sonido asmático producto de sus deficientes pulmones, los labios se han azulado por la falta de una buena circulación sanguínea, ya que el corazón de estos transgénicos es débil y defectuoso.

La boca de Dori es tan pequeña, que el roce es realmente recio contra el paladar, y los dientes. La estimulación es tremenda. No tardan los conductos seminales en llenarse con un semen que sale a presión por el meato. El mongol golpea su cabeza contra la pared sin saber por qué.

Las luces empiezan a parpadear lentamente, quedan apenas dos segundos de tiempo, cuando el semen hincha el depósito del condón, la niña lo siente en la lengua como algo más blando y padece una pequeña náusea. La gente aplaude a sus espaldas: las luces rojas se han encendido parpadeando rápidamente y unos coros con música festiva anuncian por la megafonía: “Se ha corrido, se ha corrido”.

— ¡Ya tenemos a la ganadora!

El feriante le entrega a la niña una gran caja: es un módulo cerebral para videojuegos, con conexión directa al sistema nervioso.

La madre sube saltando de alegría para recoger a su hija.

— ¡Un momento, mamá! —anuncia el feriante— Tenemos que entregarles el trofeo final.

Tras la pared, el cuidador de los mongoles ha desabrochado las cintas de cuero que inmovilizan al chico, y lo ha obligado a tenderse en el suelo boca arriba. Saca y guarda los electrodos del pene en el cajón de la mesa del ordenador, le arranca el condón y con un cúter, de un rápido tajo amputa el miembro aún sucio de semen.

Mete el bálano ensangrentado en el robot embalsamador del tamaño y apariencia de un microondas, y se limpia las manos de sangre con un trapo que lleva en el bolsillo trasero del pantalón. Al cabo de quince segundos el aparato emite una señal. Tras colocarse una mascarilla antigás, abre la puerta y lo toma con la mano: parece una figura de plástico brillante recién fabricada. Es gracias al gas Epoxicloro, con el que actualmente se embalsaman los cadáveres en segundos y a precios de risa, de tal forma, que pueden tenerse en casa como una decoración más. La crisis ha llevado a las familias a ahorrar en todo tipo de gastos. Se saca con precaución la careta antigás olisqueando el aire por si hubiera algún resto que el ventilador del aparato no hubiera eliminado.

Apresuradamente saca de una caja de cartón una funda de terciopelo gris claro con el nombre de la atracción en letras negras y lo lleva al escenario donde le espera el jefe y la niña ganadora con su madre.

— Y aquí tienes el triunfo: el pene que has conseguido dominar —grita con el micro en la mano al tiempo que saca el bálano embalsamado para mostrarlo al público.

— Y que no lo use mamá ¿eh? Es solo tuyo.

La madre ríe feliz ante la broma y la gente aplaude cuando madre e hija bajan con los premios que han ganado.

— Y ahora, niños y niñas, papás y mamás: vamos a por el siguiente Córrete-Córrete. En cinco minutos tendremos preparado otro mongol con el que podréis participar para ganar los grandes premios que hay para los más hábiles y rápidos. Daos prisa en sacar vuestros boletos en la taquilla. Cuantos más compréis, más oportunidades tendréis de ganar.

El cuidador da la vuelta al escenario para llegar hasta el mongol que se está desangrando en silencio sin mirar a ningún sitio en concreto. Sus ojos están llorosos y le cuesta respirar; pero no hay expresión alguna.

—Bueno, muchacho, ahora a descansar.

El hombre clava una navaja en la nuca del transgénico y la gira hasta que de repente el mongol deja de respirar; de la misma forma que descabellan a los toros. Pisa un pedal cerca de la pared y una trampilla se abre haciendo caer el cuerpo inanimado en una bolsa negra.

Se dirige a la jaula, y elige al mongol más cercano. Lo saca agarrándolo por su pelirroja cabellera, son todos exactamente iguales. El chico que antes se había quejado por el agua fría, intenta balbucear algo y el cuidador, sin soltar al que tiene sujeto se lleva la mano al bolsillo de la camisa y lo marca rápidamente con un rotulador permanente en la frente para cambiarlo otro día por uno bueno que no tenga sensibilidad.

—Sois todos iguales, coño… —dice tirando del cabello del mongol escogido para una nueva ronda de juego.

La pequeña Dori y su madre se dirigen a casa exultantes de felicidad, la pequeña ha insistido en llevar la caja grande con el premio. La madre lleva la bolsa gris con el trofeo. Ambas ríen y esperan que papá haya llegado ya a casa para darle la buena noticia y contarle todo.

Entran en el aparcamiento subterráneo donde tienen el coche estacionado y un hombre les sale al encuentro en el rellano de la escalera mal alumbrada de la segunda planta.

Sus ojos, a pesar de ser oscuros brillan en la penumbra, de su espalda extrae un puñal manchado de su propia de sangre, en su antebrazo supura pus y sangre sucia de unos números escarificados profundamente en la carne: 666.

Una mano de uñas negras cubre la boca de la madre y la inmoviliza clavándole lentamente una fina daga en el pulmón derecho.

La niña apenas grita cuando el filo le corta la garganta. Y aún no ha muerto cuando siente su vagina estallar con un tremendo dolor por el miembro plastificado que ese ser le ha metido tras arrancarle los pantalones rosas y las braguitas de Barbie.

La oscura dama que sujeta y amordaza a la madre, la obliga a arrodillarse frente a los genitales del hombre que ha matado a su hija. Este se saca el pene del pantalón y se lo mete en la boca que derrama sangre con cada respiración.

— ¿Así va bien? ¿Crees que me correré en quince segundos?

La dama oscura hace correr el filo de la daga en dirección al corazón haciendo un corte más largo en el pulmón.

La agonía de intentar respirar, los jadeos entrecortados que la mujer sufre por la perforación del pulmón, provoca en el bálano de 666 un placer salvaje e intenso. La dama oscura roza su vagina excitada contra la cabeza de la mamá al ritmo con el que el pene se mueve en su boca.

Cuando 666 eyacula, la madre ya está muerta y la sangre del pulmón sale por la nariz.

—Siempre he deseado tener un juego de éstos, pero no los venden en ninguna puta tienda que conozca —dice golpeando suavemente la caja del video juego.

La Dama Oscura se arrodilla sobre el cuerpo de la madre muerta para limpiar la sangre del pene con la lengua, con lengüetazos largos y lentos que acaban en el glande, haciendo especial énfasis en el meato.

— ¿Me ahogarás también así, mi Dios?


Texto: Iconoclasta