Necesito pensar que la lluvia, la que me
hipnotiza llevándome a lo más profundo
de mí con más fuerza que la heroína o el opio y me da un indefinido consuelo a
una indefinida melancolía, no es solo agua.
Debo pensar para evitar una irritación
cerebral, que la lluvia es el vapor condensado de los cadáveres, de millones de
muertos. Entre esas gotas hay partículas de seres que un día amé y hoy echo de
menos.
Sé que también forma parte de la lluvia mi
sudor, mis lágrimas y mis esperanzas diluidas en la orina; pero puedo
discriminar cada gota por su forma y emoción. Sé que gota específica vale la
pena observar y escuchar, dejarse mojar por ella… Soy selectivo.
No hay gotas malas, o demasiado malas, porque
los fracasos y la mala gente no se hacen lluvia, lo dice la religión: los
buenos al cielo, los malos al fondo de la tierra, al infierno. Me dejo llevar
por una inocencia estúpida de vez en cuando, es una pequeña licencia de hombre
adulto: me permito ejercer una ignorancia pueril cuando llueve.
No puede hacer daño.
Nunca rozo las gotas que corren por las
ventanas (ya sé que llueve por fuera, es necesario abrir la ventana para ello)
porque son frías como los cadáveres que un día fueron. Simplemente me acerco y
un tenue vaho, como un amor muerto seguramente, empaña la superficie y oculta
mi reflejo. Está bien ser oculto y secreto.
No trasciendo, desparezco por cualquier
concepto, no me engaño demasiado.
Las gotas repiquetean en los cristales de la
ventana y sin apenas esforzarme imagino que me saludan. Cuando arrecia la
lluvia, se forman ríos verticales de irregulares trazados que relajan mis párpados de placer al imaginar
que vienen a por mí mis muertos, los que amé.
— ¡Vamos! Ya has vivido demasiado, no hay nada
que aprender o descubrir. Se te ve cansado. Es hora de descansar con nosotros
—hay mucha ternura y cariño en como lo dicen, siempre la hubo. No es novedad.
Siento
hacerme agua, mis entrañas se diluyen con una nostálgica sensación de
pérdida, de que algo llega al final. Dentro de mí, en mis intestinos, en mis
testículos encogidos se forma un frente de bajas presiones de llantos.
Mis tripas se hacen lluvia por las implacables
imposibilidades.
Porque las gotas solo caen y se transforman en
vapor, no se hacen abrazos, besos ni carne.
Todo ha sido una gran mentira: la
resurrección, la vida en otro lugar, el cielo y la bondad…
Puta mierda.
Los que un día amamos, no volverán, serán
gotas de lluvia.
Y a pesar de la verdad, yo me voy con ellos,
tienen razón. Hay viajes largos y la vida se hace interminable. Con la
experiencia acumulada la razón dicta que para llegar al mismo destino: la
muerte, es mejor ahorrarse dolores. No es necesario sufrir más si no hay nada
que ganar ya.
Conforme las gotas resbalan y de algún sitio
llega algún tintineo metálico provocado por las gotas amadas como un cántico de
esperanza, camino con los ojos cerrados por una estrecha carretera bordeada de
enormes plátanos que forman un túnel con sus copas. El agua resbala por sus
hojas y ramas para mojarme cálida y
serenamente, íntimamente en soledad.
Y se está bien sin ir a ningún sitio, solo
camino.
No hay nada que lograr o vencer ya, solo se
trata de llegar sin prisas, pensando que la lluvia son gotas de agua de
personas buenas que murieron. Uno necesita engañarse en un mundo hostil.
En una vida hostil.
En un planeta de selvática envidia.
El humo del cigarrillo me sigue en la densa
atmósfera; camino cómodo, camino suave. Camino contento arropado por la buena
lluvia.
Los amores son tan sutiles y desprotegidos que
nunca se hacen lluvia, simplemente se deshilachan como pequeñas nubes sometidas
al viento. Se hacen jirones sin más peso que un recuerdo o lamento inaudible.
Hay muchos amores, hay amor hasta debajo de
las piedras (lo esconden los malos). Pero con la lluvia solo me preocupan
aquellos irrepetibles, los que están ligados a mis amados muertos. Padres y
madres se convierten en amigos cuando ya no los necesitamos y simplemente los
queremos. Da miedo que toda esa potente emoción sea un simple jirón de vapor,
hay que ser cuidadoso, estarse quieto para que el aire no lo rompa cuando
llueve.
Pobres amores que no pueden llover una vez
muertos…
Mi sombrero en mi pecho por su muerte eterna.
Cuando llueve, al igual que cuando sueño, no
tengo una pierna que no funciona.
Podría ser que sueño que llueve. O tal vez
cuando sueño, llueve. O tal vez sea que la melancolía es tan densa que crea una
surrealidad de la realidad.
No es difícil de entender, solo son opciones
que dan todas el mismo resultado, como la muerte es el resultado de la vida.
Si la lluvia es agua de buenos y amados
muertos. Los malos se convierten en piedras, en hierro, en minerales. En
materiales innobles que serán golpeados, aplastados, triturados, o fundidos. Los malos (porque los hay) son
tan densos que no tienen imaginación, no vuelan. Son piedras.
No llueven, son plomos.
Los malos no pueden ser etéreos y sutiles.
Son inconfundibles a mis ojos: tengo la mala
suerte de distinguir las hipocresías todas, las envidias y las decepciones y sé
que caen pesadas al suelo.
Y me hacen daño en los pies al caer.
Demasiados golpes, al igual que los
cigarrillos pueden devenir en cáncer. Pues ya tengo mi cáncer en mi pierna.
Hace años que comenzó a formarse, la lluvia me ha ido salvando; cuando estoy a
punto de ser absolutamente derrotado, llegan mis muertos, llegan los buenos
repicando en la plancha de los coches, en los techos de las casas, en las
ventanas… Forman sus pequeños ríos hipnóticos en los vidrios y todo está bien,
yo viajo por esos ríos de la bondad. Por el camino flanqueado de enormes y
tupidos árboles.
Siempre me dejo mojar, aunque me resfríe.
Peligro es mi apellido.
No soy dado a las ilusiones; pero como no me
emborracho ni me drogo, me dejo llevar por pequeñas delicias que no provocan
cáncer para variar.
Dicen que hay lluvia ácida y radiactiva, yo no
lo creo. Lo que pasa es que las pieles de los mediocres es demasiado cobarde y
sensible a todo aquello que es sencillo, limpio y puro.
Cuando cesa la lluvia mis últimas gotas de
ilusión y paz se van con el resto de la
bondad llovida a la cloaca.
Deseo que no tarde en llover, las largas
temporadas de sequía y calor se comen mi hueso como si una plaga de insectos
anidara en la médula.
Como las vacas en las viejas películas de
vaqueros, oleré el aire en busca de lluvia cuando el sol aparezca nocivo,
cabrón y desecante en el cielo.
La lluvia es un estigma para los pusilánimes y
ahí radica mi perverso placer entre toda esta melancolía.
El fin no varía, lo importante son los medios
para llegar, el destino no guarda secretos. Las conclusiones sin lluvia son más
duras, son simplemente vulgares.
Nacemos para ser agua o minerales.
Cesando la lluvia los árboles que flanquean el
camino se hacen pequeños, el sol levanta vapor de la tierra mojada, huele bien
durante un segundo. Siempre huele bien la bondad y el amor evaporados.
Yo también siento que me seco.
Tomo una piedra, la lanzo contra la ventana de
una casa abandonada y rompo un vidrio para que no corra por él la lluvia. Para
que no se hagan ríos de bondades y melancolías.
Si pudiera, solo permitiría que lloviera sobre
mí y a mi alrededor.
Quiero ser único en mi melancolía, en mi amor,
en mis recuerdos.
Que nadie comparta mis gotas, mis muertos.
Enciendo un cigarro para calmar el ansia de
esta sequedad. Sé que seré mineral, porque no puedo ser bondadoso ni ofrecer
cariño más que ejerciendo la imaginación. Es necesario creer en el ser humano y
respetarlo a todo tiempo para ser lluvia.
Yo solo hago de la vida y solo durante unos
minutos, un cuento de hadas que no existen.
Yo seré uranio.
Iconoclasta
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