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8 de noviembre de 2012

Necroasistente




Está tendido en la acera, boca arriba, su cabeza ha golpeado contra el bordillo al caer con una arteria que se ha roto en su cerebro por culpa de una genética defectuosa. La cucaracha le rinde honores untando con repugnante baba sus labios ya púrpuras.
No hay nada sugerente ni misterioso en la muerte. Simplemente es algo sórdido y con escaso interés. Justo como siempre he pensado que es un cadáver tendido en la calle, aunque al contrario que con las vidas, no hay dos muertes iguales. Solo la muerte rompe con su magia durante un instante la monotonía de la vida.
Hay ronquidos, quejidos y estertores de todo tipo. Hasta los silencios de los que mueren son distintos en cada fiambre.
El último suspiro es lo que marca la diferencia entre los millones de vidas. Aunque este hecho, no llega ni siquiera a la categoría de consuelo. Una vida de mediocridad no puede ser indultada por una agonía singular que dura escasos segundos. La muerte no mejora la vida pasada de los cadáveres por mucho que sufran en sus últimos instantes de vida.
Enciendo un cigarrillo observando como el insecto explora su nariz. Reflexionando sobre la dignidad y la muerte.
No hay conclusión alguna porque no hay dignidad. La muerte y las cucarachas son indecorosas.
Un hombre se acerca para curiosear y se santigua.
— ¿Qué ha pasado?
— Es un muerto.
Expulso el humo por la nariz y la ceniza cae en el pecho del muerto. Sus brazos están extendidos en cruz, una pierna flexionada y otra recta. Como los cadáveres en el campo de batalla de las viejas películas de la segunda guerra mundial. Tampoco es que sea digno de fotografiarse, su barriga es antiestética, viste una camisa barata de color blanco crudo en cuyo bolsillo lleva un bolígrafo de usar y tirar y una cartera vieja. No es algo que aporte dramatismo.
— ¿Lo conocía?
— Os conozco a todos; pero no sé como os llamáis.
No me gusta conocer a nadie, pero es algo que ocurre. Miras un cadáver y sabes qué era, qué hacía y lo que no hacía. Luego lo imagino follando sin ninguna gracia y acaba todo mi interés por él. Follar no es una buena coreografía, nada parecido a las películas porno.
— ¿Ha avisado a la policía?
La cucaracha se ha metido por los labios entreabiertos del fiambre y asoma sus antenas como una repugnante exploradora.
Hay tanta dignidad en todo ello…
— A mí no me importa el muerto —le respondo sin apartar la vista de la cucaracha—, no es mío. Y no me molesta, algo más de mierda en la calle no importa.
— Es un ser humano —me reprocha.
“Es una mierda”, pienso y me esfuerzo porque mis labios no lo pronuncien.
Me encojo de hombros.
—Todos lo son.
— ¿A usted qué le pasa? —enojado saca su teléfono del bolsillo.
— El muerto es él, a mí no me pasa nada.
Y comienza a irritarme este tipo.
Las moscas se agolpan en la nariz y los ojos del muerto. Beben sus mocos y sus lágrimas.
Precioso.
—Quiero informar que hay un hombre muerto en la calle Tirso, a la altura de Espronceda.
— No. No hay señal de violencia, ni presenta heridas… Claro que está muerto, llevo aquí cinco minutos y no se ha movido ni ha respirado —vuelve a contestar nervioso a su interlocutor.
Pienso que hay funcionarios que aunque no estén muertos, tienen el cerebro lleno de cucarachas.
La gente muere, es algo normal y cotidiano. Que alguno quede tendido en la calle a las once de la mañana cuando el sol comienza a calentar, no es tan anómalo.
Es algo carente de atractivo que solo invita a la reflexión.
Lo único que sobresale de un cadáver es su extrema fealdad, su cuerpo átono y su piel cerúlea. Los cadáveres llevan el estigma de una vida mediocre y anodina y los únicos que tienen verdadero interés en ellos, son las ratas y los gusanos. La muerte al final, es el reflejo de la vida.
Es hipnótico ver un cuerpo vacío que ha llevado una vida tan triste. Un anónimo que no deja más que unos pocos recuerdos en un poco de gente, y será por muy poco tiempo.
No vale la pena la resurrección.
Ni volver a reencarnarse en otro cuerpo para vivir lo mismo.
—No, no lo conozco —contesta el calvo indignado—. Pensé que estarían más interesados en enviar rápidamente una ambulancia para hacerse cargo del cadáver.
Se guarda el teléfono cagándose en dios.
Un par de coches se han detenido para interesarse por el cuerpo tendido.
Aunque hay poco tráfico en esta calle, suenan varias bocinas de conductores impacientes.
— ¿Qué le pasa a este hombre? ¿Puedo ayudar en algo? —se ofrece un hombre tras salir apresuradamente de su coche.
Yo no respondo, me interesa más ver como evolucionan los insectos. A lo mejor podría ver su alma saliendo de su cuerpo para decirle: “Adiós, que te vaya bien. No vuelvas, no parece que hayas sido muy feliz. Piensa que vivir de nuevo sería para empeorar”.
—Me he encontrado a este hombre muerto y este señor mirándolo tranquilamente mientras fuma. Inaudito…
De la manga de mi camisa sale otra cucaracha que despliega sus élitros para hacer un vuelo feo y caótico de mi mano al rostro del cadáver.
Ahora son dos las cucarachas jugando al escondite en la nariz y en la boca.
Se agolpa más gente, se empuja para hacerse paso y poder curiosear el cadáver. Alguien dice conocerlo; por lo visto es un vecino que vive tres edificios atrás.
La hostia puta de interesante.
Yo le digo al putrefacto: “No se te ocurra resucitar, amigo, mira todas esas caras que te observan, no vale la pena volver”.
Por lo visto, su vejiga ya no retiene, se ha formado una mancha oscura en el pantalón y un pequeño charquito amarillo entre sus piernas.
Tampoco el esfínter retiene nada y se están vaciando los intestinos, dada la peste que parece flotar ahora entre la gente apiñada.
Tuve un tío que al morir, se cagó también y además con un ruido como a tela rasgada. A mí me dio un poco de risa; pero mi tía vomitó.
Parece ser que cuando te mueres no tienes otra cosa mejor que hacer.
No hay muerte digna. Y vidas, muy pocas que sean merecedoras de repetirse.
Para conseguir algo de dignidad deberíamos llevar una lavativa en el bolsillo y que el cura, en lugar de la extremaunción y la absolución, nos haga un buen lavado de intestinos a fin y efecto de mejorar la imagen del finado u occiso.
Se me escapa la risa y la chusma piensa que estoy histérico por la visión del muerto.
Si hubiera estado solo, habría orinado en la cara del difunto para que su alma mortal y efímera se convenciera de que la vida es una mierda.
Me largo, este despojo no tiene nada que contarme ya y me he aburrido.
Hay un programa especial en la televisión dedicado a las aventuras de Epi y Blas en Barrio Sésamo, mi episodio favorito es: Diferencia entre vivo y muerto.
Mola.
No importo nada y nadie me presta atención cuando empujo los cuerpos vivos para salir del corrillo.
Yo tampoco le presto demasiada atención a la humanidad. Solo que yo lo hago a conciencia; ellos no saben que ignoran, simplemente se mueven como los animales, por algún instinto. Posiblemente el mismo que les hace rezar y creer en cosas extraordinarias o les hace follar para reproducirse sin tener la suficiente cultura o una buena economía.
Padres y madres lo son los puercos también.
“Mierda, el cadáver apesta siempre menos que los que le rodean”. Me lo apunto en mi libro de citas.
Que se queden ahí todos los curiosos. A mí me aburren tanto los cadáveres como los vivos. Me da dolor de cabeza tanta vulgaridad.
Si cayeran ahora todos muertos, me importaría lo mismo que el precio del kilo de algarrobas.
No hay nada más deprimente que encontrarse en la calle rodeado de gente cuando se está disfrutando de un muerto.
El muerto y yo estábamos tan bien… Todo se jode.
En casa estaré mejor, a salvo de encontrarme con vivos ajenos a mí.
— ¡Hola! ¡Ya estoy en casa!
— ¡Hola! —responde mi hijo desde su habitación, seguramente viendo videos en yutup— ¿Has encontrado muchos muertos hoy?
— Solo uno que ha congregado una manada de quince vivos.
— ¿Y no sientes cerca ningún cadáver más?
— Ninguno. ¿Y tú?
— He sentido a primera hora de la mañana la muerte del que tú has encontrado y nada más. Es muy aburrido.
Me acerco hasta su cuarto, en efecto se encuentra haciendo tareas del colegio y en el monitor hay un video de un grupo de rock que desconozco. Me siento en su cama encendiendo un cigarro.
— No te preocupes, con la entrada de la primavera mueren más. Ten paciencia.
Yo también era tan impaciente como él.
— ¿Y si muero yo? —hay un deje de tristeza en su voz.
— Evitaré que te entren cucarachas por la boca —intento bromear.
Hay un silencio tranquilo que no me apetece romper, mi hijo es el único vivo que soporto.
— Papá… ¿Aumenta la capacidad de encontrar muertos con la edad? Quiero decir, si hay un momento en el que todos los días tendremos que encontrar uno o dos en la ciudad.
— Con el tiempo solo se aprende a identificar mejor los mensajes sensoriales que nos indican donde se hallan los cadáveres solitarios. El número de muertos no varía, no tenemos nada que ver con su abundancia.
— ¿Llorarás por mí cuando muera? —ha dejado el bolígrafo en la mesa y se ha dado la vuelta hacia a mí para hacerme la pregunta.
— No.
— Yo por ti sí lloraré.
— Aún eres muy joven. Cuando yo también tenía catorce años, a veces lloraba a los muertos.
— ¿Siempre tenemos que buscar muertos para detenernos ante ellos y despreciarlos? ¿Y si un día no lo quiero hacer?
— Si un día no lo quieres hacer y puedes evitarlo, no lo hagas. No pasaría nada, pero está en nuestra naturaleza de necroasistentes. Al final uno siente la necesidad de cumplir su tarea. Somos una herramienta natural, hemos de evitar que las almas de esos que mueren solos se reencarnen. Tenemos que convencerlos de que su muerte es intrascendente, que no importan a nadie. Con ello nos aseguramos de que no quieran volver a vivir.
—Hay mucha gente en el planeta —continúo—  y aunque sean pocos  a los que podamos convencer, ayuda a mantener algo el equilibrio. ¡Ah! Y aunque no te gusten, las cucarachas son necesarias como golpe psicológico: cuando se les mete en la boca, suelen desechar la idea de reencarnarse. Siempre da asco ver el cuerpo recién abandonado con la boca llena de bichos.
— ¿A mamá la despreciaste al morir?
— No murió sola, estaba acompañada por ti cuando tenías cuatro años.
— ¿Y si hubiera estado sola?
— Le hubiera dicho que su vida era lo más importante para nosotros; pero habría convencido a su espíritu que era mejor no volver a vivir. Con el tiempo nos encontraríamos allá fuera del cuerpo, ya libres.
Mi hijo mira al suelo pensativo, está tranquilo.
—Le hubieras mentido…
— Sí, solo con tu madre y contigo puedo sentir la suficiente piedad como para mentir.
— No hay nada ¿verdad, papá? Cuando las almas salen del cuerpo, si no se reencarnan desaparecen.
— Desapareceremos —le contesto sin demora.
— A veces es todo tan vulgar…
Se parece tanto a mí…
— Vamos, te invito a pizza y después buscamos un buen cadáver de postre para denigrarlo. ¿Llevas suficientes cucarachas?
— ¡Qué asco…! Yo no voy a llevar nunca cucarachas, te aviso.
Me río de verdad, ahora sí, con él sí.
Se acabó la mediocridad por hoy.  Y los jodidos muertos y todos esos vivos…
Y aún así, espero con ansiedad encontrar otro fiambre al que menospreciar. Me gusta mi trabajo.
La necroasistencia no da mucho dinero; pero ayuda a desahogar la tensión nerviosa diaria.








Iconoclasta

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