¿Dónde están las cosas que me daban temor? No
hay nada terrorífico, no hay nada mágico y el plomo solo se transmuta en cáncer.
Los alquimistas eran simples curanderos con un afán demente por salir de su
miseria.
Padre y madre no están en ninguna parte, no se
encuentran en dimensión alguna. Están vulgarmente muertos y nada de ellos flota
en el aire, no hay mensajes de cariño y esperanza desde otros mundos.
Es decepcionante la vida. Esto me pasa por ser
intrépido y ya es tarde para no serlo; los cerebros no se formatean: o
enloquecen o simplemente se mueren.
Me gustaba sentir miedo, me daba esperanza de
vivir con valentía. De demostrarla.
Ahora soy el hombre más valiente y junto con
mis miedos he destruido la fantasía. Aunque nunca la ha habido, nunca ha
existido la magia. ¡Qué putada!
Cuando estaba engañado, cuando el miedo me
obligaba a cubrirme con una sábana por las noches, sentía que valía la pena
vivir. Lo jodido, es que no se necesita vivir con valentía, sino con un buen
estómago que no tienda a vomitar ante tanta trivialidad.
El amor se rompe con un suspiro, con una
simple corazonada de que algo no está bien, así de fácil. Como muren los padres
con un ronquido cuando el corazón se rompe como un jarrón contra el suelo. El
amor no lo destruye un conjuro, sino el hartazgo y el aburrimiento. La muerte
llega solo por un corazón u otro órgano en mal estado.
No somos lo suficientemente importantes para
el mal y el terror y lo que nos destruye son cosas tan cotidianas que uno se
plantea si no han sobrevalorado la vida.
No hay seres malignos, no hay conjuros, ni
encantamientos.
Soy tan intrépido que me suda la polla si el
corazón me fallara ahora. Si el amor estallara como una pompa de jabón delante
de mis narices sin que nadie la toque, me fumaría un cigarro pensando en el
precio de una lima para uñas.
Si eres valiente ya no te queda nada por
sentir más que el tedio y la repetición cadenciosa y matemática de todos los
días iguales.
Uno más uno es uno, dos más dos es uno, tres
mil más tres mil es uno.
Y el dolor… Una punzada en un hueso podrido no
es motivo para temer.
Alguien debería crear algo nuevo a nivel
cósmico para que volviera sentir el temor de cuando era niño. Y con ello, las
esperanzas de una vida interesante.
Quisiera decirle a alguien, que tengo miedo
por las noches, sentirme cobarde ante fuerzas que no conozco.
Sueño con mi polla expandiéndose, haciéndose
enorme cada día y el resto de mi cuerpo se convierte en un pellejo pegado a
ella. ¡Qué horror…! Convertirme en un pene enorme junto con la angustiosa
sensación de que mi mente se hace pequeña y desaparece. Mimimimi… Claro que con
una polla así, me la pela la mente. Y más si soy motivo de envidia para todos
mis congéneres.
Es cinismo simplemente, hasta mis miedos
sexuales han desaparecido. Y sé que lo único que podría crecer es la próstata
hasta convertirse en un tumor que me colgara más abajo que los testículos.
No moriré víctima de mi propia hombría, no
tengo miedo a ello. Tampoco le tengo miedo a la mutación, la espero aburrido.
Si sabes leer y comprender, la ciencia se
encarga de quitar el miedo para transformarlo en una lógica aplastante. En algo
aburrido. Me conformo con disfrutar y padecer de los actos, de los hechos, de
las reacciones. No busco orígenes, no los quiero conocer.
Se debería hacer a sí mismo un dios verdadero que
mate y haga sufrir a la humanidad, como lo hacen ahora las gentes mediocres en
nombre de los dioses inventados con mentiras e insistencia secular que tantas
páginas “sagradas” han llenado.
Que las deidades sean de verdad, reales y
tangibles; que su mierda nos llueva sobre las cabezas.
Las tormentas y sus truenos que hacen temblar
las paredes dejaron de inquietarme al conocer la física y los monstruos me
hacen sonreír o me dan pena desde las primeras nociones de genética que me
obligaron a estudiar.
Ni siquiera todo este hastío me da miedo, solo
dolor de cabeza y más decepción.
Perdí el miedo a todo y con él, una parte
importante de ilusión (a efectos prácticos, toda). Las esperanzas se fueron por
un tubo largo directas a un pozo negro y pestilente donde se ahogaron entre
tanta banalidad.
No tengo miedo; pero sí una fatídica tristeza.
Me cuesta caminar, no quiero un nuevo día sin temor. No quiero saber, quiero
ignorar y creer en leyendas que hagan peligrar mi vida con un castigo por
cagarme en dios.
No hay hombres lobos, recortados contra una
luna llena enorme, no hay vampiros contra los que luchar.
Mi sangre día a día se hace más espesa y al
corazón le cuesta cada vez más bombear toda esa pesadez.
Ser temerario es la decepción más grande que a
un humano le pueda ocurrir.
No existen los villanos, solo hay gente
insignificante que estafa, daña y mata de la forma más vulgar. Y es tan mediocre
y sé tan bien como actúa, que me siento sabio, ergo frustrado.
No son simpáticos, no son inteligentes. No
aportan creatividad, ni interés en sus actos abominables. Cuando uno lleva
dando vueltas por el planeta unos cuantos años y si no es idiota, mira a los
ojos de algunos e identifica en cuestión de segundos un seso tarado, un cerebro
podrido de ambición y envidia.
Y así es cada día, lo mismo. Una y otra vez
sabes que no has de tener miedo, porque son solo humanos de segunda clase y
solo basta estar atentos para que el miedo desaparezca con toda la magia que
tiene. Ya no hay que preocuparse más que de ser cuidadoso, no hace puñetera
falta la valentía.
Chorreo un coraje que cae por mi piel como un
sudor rancio y viejo.
No existen ni han existido todos esos héroes,
ni los zombis.
No hay seres inmortales que acaparen
conocimientos y habilidades. ¿Es que no hay nada que valga la pena de temer?
Porque solo hay náusea y vómito. Y un
aburrimiento que te roba el calor de la piel.
En la vida cotidiana los malos son de un
adocenamiento que apesta. No tienen ninguna gracia o carisma. No se les puede
repeler con ajos y las balas de plata no los matan porque pagan los mejores
seguros médicos.
A veces lloro por los miedos perdidos; siempre
en lugares ocultos o en lo más profundo de mi mente, allá donde las palabras se
olvidan para convertirse en emociones primarias. Yo me meto allá donde solo se
sufre por la falta de libertad de mi conciencia salvaje sin poder definir las
ideas que duelen. Yo mismo soy mi cuarto oscuro.
Un castigo a mi osadía.
Los jueces matan la justicia y los médicos
anteponen la vida de la mala gente (políticos, funcionarios, leguleyos y
deportistas de élite) a la gente buena o a la que no mata a nadie.
Ojalá se transformaran esos vulgares, asesinos
y envidiosos en demonios o posesos, algo fácil de matar y mágico que me diera
miedo y no asco. Algo contra lo que poder luchar heroicamente. Estos villanos
son longevos y si existiera Mefistófeles, habría un contrato de alma archivado
en algún sitio; no venderían su alma, sino la de sus hijos o padres.
Es por ellos, por su falta de interés y
decepcionante personalidad, que no recurriría a sofisticadas armas para
asesinarlos.
Me bastaría un puñal o un simple y pequeño
revólver.
Y mis cojones, mi valentía.
Cuando mueren, sangran como sangran todos, no hay
nada de especial en sus hemorragias. Si le revientas el cráneo a un juez o al
presidente de cualquier nación, se orina y defeca encima mientras su cerebro
intenta funcionar a pesar del trauma. Patalea como muñecos a batería roto.
Como todos.
Si fueran super villanos se desintegrarían, se
convertirían en humo o se harían pequeñitos (de un tamaño apropiado para
metérselo en el culo a su puta madre) lanzando una carcajada sádica al morir.
Pero solo vomitan sangre apestosa.
Yo no quiero morir a manos de un mediocre. No
quiero que me arruine un juez porque ese día le pica el culo y está de
malhumor.
No hay robots que despedazan a la gente, ni
temibles extraterrestres de sangre ácida.
Ya hace miles de años que no me cubro la
cabeza con la sábana para protegerme de monstruos. No tengo miedo, no soy capaz
de sentirlo. Cuando el miedo se va, con él lo hace la fantasía.
Ya me ha ocurrido.
Ahora me limito a blasfemar cuando identifico
un ordinario peligroso y escupo con sensación de asco para aliviarme del aroma
a mierda que me deja en la nariz; pienso que una estaca en el corazón de un
presidente no sería suficiente, lo podrían salvar sus maravillosos médicos.
El tiro ha de ser directo a la cabeza y que no
sufra, porque cuanto más sufre una mala persona, más tiempo está viviendo y más
tiempo está destruyendo miedo con cada uno de sus sufrimientos. Sus muertes han
de ser rápidas y eficaces. A ser posible sin que perdamos el humor.
Que sus muertes sean tan anodinas como son
ellos y la vida que han creado. Que mueran con los enormes ojos abiertos de una
vaca en el matadero cuando le alojan una bala en el cráneo. Tengo miedo de que
no haya suficientes balas.
Ejemplo
y conclusión (Lecciones de Epi y Blas en Barrio Sésamo, chapter nine):
Meter el rabo en una olla bien caliente de
pozole por culpa de que Merlín el mago te haga un encantamiento, es una imagen
que amedrenta al más curtido de los humanos; pero ni con senilidad, ni con
cincuenta pastillas de éxtasis color azul fosforescente (“fosforito” para los
más nacos o charnegos tipo Estopa) diluyéndose en mi estómago, tendría la idea
de meterla dentro. Ni por accidente. No
me da miedo la posibilidad de que eso ocurra. Merlín era un mago senil y no
tenía ese poder.
Los hay que aún tienen la suerte de sentir
miedo y temen esta posibilidad por un infantilismo o complejo idiota de Peter
Pan. Si creen que su polla puede acabar dentro de una olla por un conjuro, ya
pueden ir formando cola en el ministerio de cultura para que les den su plaza
de profesor. Porque se la han ganado a pulso sin necesidad de hacer
oposiciones. Los ministerios de cultura de todos los países están llenos de
gente así.
Lo real es que te encuentres trabajando en un
restaurante porque no has encontrado trabajo de ingeniero, que es para lo que
te has pasado diez años estudiando (con sus correspondientes repeticiones de
cursos).
La olla de pozole o lentejas estofadas está
hirviendo y hay que remover el guisado para que no se pegue, lo dice el chef
que es el que paga y decide si vives o mueres.
— ¡Jefe! No encuentro la espátula para remover
el guisado —te lamentas al chef sudando, impotente ante la falta de recursos
para realizar el trabajo.
El chef se gira y observa una espátula del
tamaño de un elefante recostada en la cocina, a un lado de tu culo y fumando
tranquilamente.
— Pues lo haces con la polla —te responde
amablemente.
Y ahí se te viene encima todo el miedo, todo
el terror de meter el pene en esa sustancia hirviente y sufrir un dolor
indescriptible. Los que aún conservan el miedo y su ilusión, lo consideran como
una peligrosa y más que probable disyuntiva que les hace sudar.
Por mi parte, ante mi total ausencia de miedo
y mi valentía desaforada, esa respuesta del chef me haría pensar en un refrán
que dice: Donde tengas la olla, no metas la polla.
No tiene nada que ver; pero como no tengo
miedo, acabo alardeando de mi inmensa cultura. Y maldiciendo todos los días tan
penosamente intrascendentes que aún me esperan sin sentir temor hasta que
muera.
Iconoclasta
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