Está tendido en la acera, boca arriba, su
cabeza ha golpeado contra el bordillo al caer con una arteria que se ha roto en
su cerebro por culpa de una genética defectuosa. La cucaracha le rinde honores
untando con repugnante baba sus labios ya púrpuras.
No hay nada sugerente ni misterioso en la
muerte. Simplemente es algo sórdido y con escaso interés. Justo como siempre he
pensado que es un cadáver tendido en la calle, aunque al contrario que con las
vidas, no hay dos muertes iguales. Solo la muerte rompe con su magia durante un
instante la monotonía de la vida.
Hay ronquidos, quejidos y estertores de todo
tipo. Hasta los silencios de los que mueren son distintos en cada fiambre.
El último suspiro es lo que marca la diferencia
entre los millones de vidas. Aunque este hecho, no llega ni siquiera a la
categoría de consuelo. Una vida de mediocridad no puede ser indultada por una
agonía singular que dura escasos segundos. La muerte no mejora la vida pasada
de los cadáveres por mucho que sufran en sus últimos instantes de vida.
Enciendo un cigarrillo observando como el
insecto explora su nariz. Reflexionando sobre la dignidad y la muerte.
No hay conclusión alguna porque no hay
dignidad. La muerte y las cucarachas son indecorosas.
Un hombre se acerca para curiosear y se
santigua.
— ¿Qué ha pasado?
— Es un muerto.
Expulso el humo por la nariz y la ceniza cae
en el pecho del muerto. Sus brazos están extendidos en cruz, una pierna
flexionada y otra recta. Como los cadáveres en el campo de batalla de las viejas
películas de la segunda guerra mundial. Tampoco es que sea digno de
fotografiarse, su barriga es antiestética, viste una camisa barata de color
blanco crudo en cuyo bolsillo lleva un bolígrafo de usar y tirar y una cartera vieja.
No es algo que aporte dramatismo.
— ¿Lo conocía?
— Os conozco a todos; pero no sé como os
llamáis.
No me gusta conocer a nadie, pero es algo que
ocurre. Miras un cadáver y sabes qué era, qué hacía y lo que no hacía. Luego lo
imagino follando sin ninguna gracia y acaba todo mi interés por él. Follar no
es una buena coreografía, nada parecido a las películas porno.
— ¿Ha avisado a la policía?
La cucaracha se ha metido por los labios
entreabiertos del fiambre y asoma sus antenas como una repugnante exploradora.
Hay tanta dignidad en todo ello…
— A mí no me importa el muerto —le respondo
sin apartar la vista de la cucaracha—, no es mío. Y no me molesta, algo más de
mierda en la calle no importa.
— Es un ser humano —me reprocha.
“Es una mierda”, pienso y me esfuerzo porque
mis labios no lo pronuncien.
Me encojo de hombros.
—Todos lo son.
— ¿A usted qué le pasa? —enojado saca su
teléfono del bolsillo.
— El muerto es él, a mí no me pasa nada.
Y comienza a irritarme este tipo.
Las moscas se agolpan en la nariz y los ojos
del muerto. Beben sus mocos y sus lágrimas.
Precioso.
—Quiero informar que hay un hombre muerto en
la calle Tirso, a la altura de Espronceda.
— No. No hay señal de violencia, ni presenta
heridas… Claro que está muerto, llevo aquí cinco minutos y no se ha movido ni
ha respirado —vuelve a contestar nervioso a su interlocutor.
Pienso que hay funcionarios que aunque no
estén muertos, tienen el cerebro lleno de cucarachas.
La gente muere, es algo normal y cotidiano.
Que alguno quede tendido en la calle a las once de la mañana cuando el sol
comienza a calentar, no es tan anómalo.
Es algo carente de atractivo que solo invita a
la reflexión.
Lo único que sobresale de un cadáver es su extrema
fealdad, su cuerpo átono y su piel cerúlea. Los cadáveres llevan el estigma de
una vida mediocre y anodina y los únicos que tienen verdadero interés en ellos,
son las ratas y los gusanos. La muerte al final, es el reflejo de la vida.
Es hipnótico ver un cuerpo vacío que ha
llevado una vida tan triste. Un anónimo que no deja más que unos pocos
recuerdos en un poco de gente, y será por muy poco tiempo.
No vale la pena la resurrección.
Ni volver a reencarnarse en otro cuerpo para
vivir lo mismo.
—No, no lo conozco —contesta el calvo
indignado—. Pensé que estarían más interesados en enviar rápidamente una
ambulancia para hacerse cargo del cadáver.
Se guarda el teléfono cagándose en dios.
Un par de coches se han detenido para
interesarse por el cuerpo tendido.
Aunque hay poco tráfico en esta calle, suenan
varias bocinas de conductores impacientes.
— ¿Qué le pasa a este hombre? ¿Puedo ayudar en
algo? —se ofrece un hombre tras salir apresuradamente de su coche.
Yo no respondo, me interesa más ver como
evolucionan los insectos. A lo mejor podría ver su alma saliendo de su cuerpo
para decirle: “Adiós, que te vaya bien. No vuelvas, no parece que hayas sido
muy feliz. Piensa que vivir de nuevo sería para empeorar”.
—Me he encontrado a este hombre muerto y este
señor mirándolo tranquilamente mientras fuma. Inaudito…
De la manga de mi camisa sale otra cucaracha
que despliega sus élitros para hacer un vuelo feo y caótico de mi mano al
rostro del cadáver.
Ahora son dos las cucarachas jugando al escondite
en la nariz y en la boca.
Se agolpa más gente, se empuja para hacerse
paso y poder curiosear el cadáver. Alguien dice conocerlo; por lo visto es un
vecino que vive tres edificios atrás.
La hostia puta de interesante.
Yo le digo al putrefacto: “No se te ocurra
resucitar, amigo, mira todas esas caras que te observan, no vale la pena
volver”.
Por lo visto, su vejiga ya no retiene, se ha
formado una mancha oscura en el pantalón y un pequeño charquito amarillo entre
sus piernas.
Tampoco el esfínter retiene nada y se están
vaciando los intestinos, dada la peste que parece flotar ahora entre la gente
apiñada.
Tuve un tío que al morir, se cagó también y
además con un ruido como a tela rasgada. A mí me dio un poco de risa; pero mi
tía vomitó.
Parece ser que cuando te mueres no tienes otra
cosa mejor que hacer.
No hay muerte digna. Y vidas, muy pocas que
sean merecedoras de repetirse.
Para conseguir algo de dignidad deberíamos
llevar una lavativa en el bolsillo y que el cura, en lugar de la extremaunción
y la absolución, nos haga un buen lavado de intestinos a fin y efecto de
mejorar la imagen del finado u occiso.
Se me escapa la risa y la chusma piensa que
estoy histérico por la visión del muerto.
Si hubiera estado solo, habría orinado en la
cara del difunto para que su alma mortal y efímera se convenciera de que la
vida es una mierda.
Me largo, este despojo no tiene nada que
contarme ya y me he aburrido.
Hay un programa especial en la televisión
dedicado a las aventuras de Epi y Blas en Barrio Sésamo, mi episodio favorito
es: Diferencia entre vivo y muerto.
Mola.
No importo nada y nadie me presta atención
cuando empujo los cuerpos vivos para salir del corrillo.
Yo tampoco le presto demasiada atención a la
humanidad. Solo que yo lo hago a conciencia; ellos no saben que ignoran,
simplemente se mueven como los animales, por algún instinto. Posiblemente el
mismo que les hace rezar y creer en cosas extraordinarias o les hace follar
para reproducirse sin tener la suficiente cultura o una buena economía.
Padres y madres lo son los puercos también.
“Mierda, el cadáver apesta siempre menos que
los que le rodean”. Me lo apunto en mi libro de citas.
Que se queden ahí todos los curiosos. A mí me
aburren tanto los cadáveres como los vivos. Me da dolor de cabeza tanta vulgaridad.
Si cayeran ahora todos muertos, me importaría
lo mismo que el precio del kilo de algarrobas.
No hay nada más deprimente que encontrarse en
la calle rodeado de gente cuando se está disfrutando de un muerto.
El muerto y yo estábamos tan bien… Todo se jode.
En casa estaré mejor, a salvo de encontrarme
con vivos ajenos a mí.
— ¡Hola! ¡Ya estoy en casa!
— ¡Hola! —responde mi hijo desde su
habitación, seguramente viendo videos en yutup— ¿Has encontrado muchos muertos
hoy?
— Solo uno que ha congregado una manada de
quince vivos.
— ¿Y no sientes cerca ningún cadáver más?
— Ninguno. ¿Y tú?
— He sentido a primera hora de la mañana la
muerte del que tú has encontrado y nada más. Es muy aburrido.
Me acerco hasta su cuarto, en efecto se
encuentra haciendo tareas del colegio y en el monitor hay un video de un grupo
de rock que desconozco. Me siento en su cama encendiendo un cigarro.
— No te preocupes, con la entrada de la
primavera mueren más. Ten paciencia.
Yo también era tan impaciente como él.
— ¿Y si muero yo? —hay un deje de tristeza en
su voz.
— Evitaré que te entren cucarachas por la boca
—intento bromear.
Hay un silencio tranquilo que no me apetece
romper, mi hijo es el único vivo que soporto.
— Papá… ¿Aumenta la capacidad de encontrar
muertos con la edad? Quiero decir, si hay un momento en el que todos los días
tendremos que encontrar uno o dos en la ciudad.
— Con el tiempo solo se aprende a identificar
mejor los mensajes sensoriales que nos indican donde se hallan los cadáveres
solitarios. El número de muertos no varía, no tenemos nada que ver con su
abundancia.
— ¿Llorarás por mí cuando muera? —ha dejado el
bolígrafo en la mesa y se ha dado la vuelta hacia a mí para hacerme la
pregunta.
— No.
— Yo por ti sí lloraré.
— Aún eres muy joven. Cuando yo también tenía
catorce años, a veces lloraba a los muertos.
— ¿Siempre tenemos que buscar muertos para
detenernos ante ellos y despreciarlos? ¿Y si un día no lo quiero hacer?
— Si un día no lo quieres hacer y puedes
evitarlo, no lo hagas. No pasaría nada, pero está en nuestra naturaleza de necroasistentes.
Al final uno siente la necesidad de cumplir su tarea. Somos una herramienta natural,
hemos de evitar que las almas de esos que mueren solos se reencarnen. Tenemos
que convencerlos de que su muerte es intrascendente, que no importan a nadie.
Con ello nos aseguramos de que no quieran volver a vivir.
—Hay mucha gente en el planeta —continúo— y aunque sean pocos a los que podamos convencer, ayuda a mantener
algo el equilibrio. ¡Ah! Y aunque no te gusten, las cucarachas son necesarias
como golpe psicológico: cuando se les mete en la boca, suelen desechar la idea
de reencarnarse. Siempre da asco ver el cuerpo recién abandonado con la boca
llena de bichos.
— ¿A mamá la despreciaste al morir?
— No murió sola, estaba acompañada por ti
cuando tenías cuatro años.
— ¿Y si hubiera estado sola?
— Le hubiera dicho que su vida era lo más
importante para nosotros; pero habría convencido a su espíritu que era mejor no
volver a vivir. Con el tiempo nos encontraríamos allá fuera del cuerpo, ya
libres.
Mi hijo mira al suelo pensativo, está
tranquilo.
—Le hubieras mentido…
— Sí, solo con tu madre y contigo puedo sentir
la suficiente piedad como para mentir.
— No hay nada ¿verdad, papá? Cuando las almas
salen del cuerpo, si no se reencarnan desaparecen.
— Desapareceremos —le contesto sin demora.
— A veces es todo tan vulgar…
Se parece tanto a mí…
— Vamos, te invito a pizza y después buscamos
un buen cadáver de postre para denigrarlo. ¿Llevas suficientes cucarachas?
— ¡Qué asco…! Yo no voy a llevar nunca cucarachas,
te aviso.
Me río de verdad, ahora sí, con él sí.
Se acabó la mediocridad por hoy. Y los jodidos muertos y todos esos vivos…
Y aún así, espero con ansiedad encontrar otro
fiambre al que menospreciar. Me gusta mi trabajo.
La necroasistencia no da mucho dinero; pero
ayuda a desahogar la tensión nerviosa diaria.
Iconoclasta