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9 de abril de 2013

El terremoto



Han temblado las paredes, he oído como se ha rasgado la tierra y hay llantos de seres humanos ahí fuera, en la calle. El dolor y la desgracia siempre son de agradecer porque rompen lo plano. Aunque me joda.

Me levanto del sillón en el que me encontraba envuelto de oscuridad, la radio no emite música, los teléfonos no funcionan. No importa, no me apetece escuchar música ni llamar a nadie. Entre las lamas de la persiana descolgada entran rayos de sol hiriente que revelan el polvo del aire. Son horripilantes los días de sol deslumbrante, me molestan los ojos y me hacen arder la piel. Si ha ocurrido una catástrofe, encuentro que sería más adecuado un día gris, tormentas de rayos, toneladas de agua limpiando el polvo y la miseria que ha quedado…

Hay quien se siente confortado si algo le es familiar. Yo me siento desgraciado: “¡Oh no…! ¡Otra vez!”.

Irritado, peligrosamente herido…

Hay tanto tiempo vivido y tanto espacio, que me pudre volver a vivir lo mismo o algo parecido.

Carece de gracia repetir.

Los terremotos son novedosos siempre. Mi casa no se ha caído, he salido por mi propio pie; pero me ha interrumpido la lectura que me lleva al sopor de mediodía. Es surrealista que en un momento vulgar, ocurra algo así. Ya es casi la hora de comer, aunque pocos tienen ganas de hacerlo. Son las trece cuarenta y tres de un día diferente.

A veces la vida sorprende.

Los hijos muertos no son populares, no me gustaría saber de ellos. Hay cosas con las que soy flexible y me conformo con la monotonía. Pienso en hijos muertos porque hay padres llorando con trozos de ellos entre las manos, observan con incredulidad sus pequeños miembros sucios en los escombros de las casas.

Cuando acabo de follar me pongo en pie con el pene aún duro, aún vibrante. Y caen gotas de semen en mis pies. Son pequeñas moléculas, pequeñas suciedades que no me importan. No me limpio, dejo que se sequen mientras fumo, sintiendo-gozando la relajación del pene que se torna lacio sin que yo intervenga.

A veces me dejo llevar por el destino relajadamente. Como ahora, que tras el terremoto, me dejo invadir de pensamientos y obscenos dolores, patéticas muertes…

Un hijo mío nació por este proceso de follar.

Yo no quise, sucedió. El semen, una partícula, se enquistó en unas entrañas femeninas y se desarrolló mi hijo.

Es extraño que algo tan diferente y más valioso que yo, haya salido de mi polla.

Fumé con el vello del pubis apelmazado de semen sin imaginar que mientras tanto, algo corría por una vagina extenuada.

Siempre fumo, me gusta. Tener hijos es algo accidental, un problema más a resolver.

Tal vez follo para luego fumar. Soy raro y eso me consuela.

Soy impúdico y me niego a sentirme a gusto en un planeta que me ha sido impuesto.

Si existieran odiadores desapasionados profesionales, yo sería uno.

Lo acepto de buena gana.

Nací sin empatía, ni siquiera mi muerte me inquieta.

No puedo dejar de pensar que si mi hijo fue una cosa hermosa, se debe a la naturaleza y su instinto de conservación globlal: de algún modo se debe evitar que nazca algo como yo de nuevo. Mi genética es una aberración sin futuro en ninguna generación.

Mis vibraciones son potentes, cualquiera que no sea demasiado idiota, se dará cuenta de que no soy alguien a quien apreciar.

La tierra ha temblado, a lo mejor es por mí. Soy vanidoso.

Mi hijo se dio cuenta de lo que soy hace tiempo. Es feliz ahora que no estoy cerca de él.

Todo el mundo conoce o vuelve a revivir la felicidad cuando me alejo de sus vidas.

Yo no tengo la culpa; la mierda huele, el filo corta y a mí me parieron así.

Debería cabalgar a lomos de un caballo con el vientre abierto con una guadaña en mis manos. Con una capucha negra protegiéndome del infecto sol.

Me alegro de que los demás sean felices sin mí. Es algo que me libera.

Que nutre mi orgullo, mi vanidad.

Un perro sin patas se cuece al sol sin que nadie lo aparte, sin que nadie lo cobije en la sombra. Estaba ahí antes del terremoto, pero no ha tenido suerte de morir, aunque yo diría que se le ve feliz.

¿Por qué vive un ser tan desvalido? Me entristece que sea feliz, que agite su rabo mientras el sol lo seca, lo deseca. Quiere vivir como sea.

Lo mata. Puto sol creado por un puto dios…

Tal vez yo no quiera morir, tal vez camino entre las ruinas y el olor a muerto buscando otro planeta; con otros seres tendría oportunidades de ser feliz. Aunque lo dudo, me conformaría con no sentirme un muñeco al que levantan un brazo y siempre dice lo mismo, sin esperanza de levantar el otro. Sin esperanza, siquiera, de sangrar.

Un hombre ha caído en la sima que ha abierto el terremoto en la calzada y la tierra se ha vuelto a cerrar a la altura de su estómago antes de que pudiera salir.

—No estires —le dice con apenas un hilo de voz a un joven que pretende sacarlo tirando de sus manos—. No quiero ver lo que queda de mí, no quiero saber en qué me he convertido. No sé si aún estará el resto pegado a mí. Es humillante.

Cojones, no sé porque; pero siento ganas de bendecirlo. No lo pienso hacer, lo que está mal, mal se queda. Como yo también.

He visto un pez con las aletas cortadas caer al fondo del mar, con los ojos muy abiertos por el miedo, dejando una estela de sangre. Sus agallas trabajaban rápidas, asustadas.

La muerte se refleja en los ojos de los seres por muy fríos que sean. Por mucha sangre fría que tengan.

Es inmoral verse mutilado. Sonrío al hombre sin piernas, tiene razón.

—No fume usted —me dice escupiendo sangre viendo como enciendo mi cigarrillo—, ya es mayor para eso, los pulmones deberían descansar.

—Soy viejo para todo. Mi semen se enfría mucho más rápidamente que cuando era joven. Son detalles sintomáticos —le respondo con pocas ganas, ya más tranquilo con el humo en mis pulmones.

Con la mierda y el polvo en suspensión que hay a mi alrededor no puedo hacer nada para mejorar mi calidad de vida. No es un buen momento para dejar de fumar. Nunca lo es.

—A mí me pasa con la sangre, mire que fría está. Soy más joven que usted y me voy a morir antes. No es justo.

A mí no me parece justo ni injusto, simplemente es una cuestión de suerte que nada tiene que ver la divina providencia de san Indio, la mejor cerveza del mundo. No respondo a su delirio de agonía. No sé si dice tonterías porque muere o toda su vida ha sido así.

Mi gata aparece con un polluelo en la boca. Pía aterrorizado sin que ella se sienta aludida. Lo deja frente al hombre aleteando herido y lame sus manos ensangrentadas.

— ¿Es suya? ¡Qué cariñosa es! —habla con un rictus de dolor. Le queda muy poco que decir, a pesar de ello sonríe. Yo no.

—Está muy delgada. Suerte —me despido.

La gata me sigue y se enreda entre mis piernas para jugar. Me araña el tobillo sin pretenderlo y pienso que no es nada comparado con tener medio tronco amputado.

La vida es una mierda, padre murió sin darme tiempo a decirle una palabra y con este extraño he mantenido toda una conversación filosófica. Mierda para Dios.

Hablar con extraños siempre me ha parecido una tarea tediosa, penosa.

Mi caballo come de una bolsa de basura en una de las esquinas de la calle y una rata sarnosa roe la tripa que le cuelga. Se ha destripado al pasar por encima de las planchas metálicas del techo de una casa que se ha tragado la tierra al temblar.

Algo extraño, algo anómalo me tiene que ocurrir, no son habituales estas situaciones.

El caballo me huele y alza la cabeza mirándome con sus ojos ciegos, están blancos como pelotas de golf. Es un toque de color en un pelaje negro. En su quijada sostiene  el torso de un bebé parcialmente devorado. Pobre caballo, no sabe lo que come.

La gata se arquea y su pelaje se eriza. Nunca le ha gustado ese caballo que no es mío; pero si lo reconozco como tal, por algo será. Los terremotos derriban también los muros de las mentes y rasgan la realidad, el coraje y la cordura.

Estar loco es bueno, rompe cualquier asomo de repetición.

Me gusta, me enternece la valentía de mi gata; ella cree que puede contra todo. Como yo de pequeño.

El caballo se encabrita y con una pezuña trasera aplasta a la rata que se alimenta de su miseria. Hay tanto sol, tanto calor…Y polvo que flota como una enfermedad en el aire, densa y tangible. Identificable como la muerte en un corazón roto.

El torso del bebé ha caído de la quijada que lo devoraba, sus ojos vacíos me miran acostado de lado en una bolsa de basura blanca. No tiene labios y me sonríe muertecito.

No voy a subir a mi caballo, no me gusta. Me incomoda, parece peligroso.

Estoy de acuerdo con la gata, si pudiera me arquearía y si tuviera pelaje, lo erizaría.

Aunque tengo rabo no es elegante una erección hostil en un día de destrucción masiva. Mejor pensado: no es higiénico.

Estoy cansado y aburrido de que interfieran en mi vida los demás a pesar de mi falta de empatía. Yo no tengo la culpa de que me hayan parido así. Si yo he tenido que soportarlos, otros tendrán que soportarme. Que se jodan.

Me sobreviene una arcada al pasar frente a un edificio derribado, se oyen voces entre las ruinas pidiendo ayuda; pero sobre todo, sube el hedor a sangre y carne que se calienta. Es un olor particular, aunque no se haya olido jamás, se identifica claramente como la muerte.

El caballo me sigue lentamente, con los belfos encogidos mostrando sus dientes con ira, arrastrando la tripa por el suelo. Y por alguna razón que no entiendo, caga también a pesar de su intestino destrozado.

Me interno en una estrecha calle que está extrañamente en sombras, todas las casas se han caído, no es lógico, debería llegar el sol. Mi olfato se ha saturado tanto de muerte que ya no siento náuseas. El calor se ha esfumado y me siento bien.

El caballo se acerca y con su hocico agita mi mano buscando una caricia. La gata está subida encima de la cabeza de una mujer muerta y maúlla también exigiendo su cariño.

Acaricio los ollares de mi caballo y me acerco hasta mi gata que cierra los ojos al sentir la caricia de mi mano.

Todo está bien, y la muerta no huele.

Elevo la vista al cielo para agradecer el frescor; es una pared gris como el plomo. Más allá, en la calle central de donde vengo, el sol arranca espejismos del suelo, lo hace hervir.

Espejismos de vapores de muerte… Reflejos del dolor…

La estrecha calle es larga como el infinito, como una Vía Láctea de escombros y destrucción, no hay peligro, no hay calor, no hay muerte, ni hedor.

Me agacho y meto la tripa podrida del caballo en el vientre para que no la arrastre, para que no se haga más daño si no es necesario. La gata trepa a mi regazo y avanzamos lentamente.

Los cascos del animal pisan muertos, ropas sin cuerpos, cepillos de dientes y fotografías.

Siento que la humanidad no merece perdón, una corriente de aire que da paz a mis ojos secos, me da la razón. El planeta está de acuerdo conmigo.

Una pequeña figura avanza hacia nosotros. A medida que nos acercamos, se define su rostro  delgado y anguloso, su cabello rizado y oscuro, sus pechos libres bajo un vestido de gasa blanca. Los ojos son oscuros y brillantes… Sus pechos se agitan con cada paso.

Me apeo del caballo, la gata salta a unos escalones rotos, sus pupilas están dilatas absorbiendo toda la luz posible observando la figura que se acerca, ronronea plácidamente.

La mujer ha llegado hasta mí.

—Amado Jesús, cuanto tiempo, mi amor. Te extrañado cientos y cientos de años —dice mirándome con intensidad.

La amé en algún momento, lo sé, me lo dice cada terminación nerviosa de mi cuerpo.

—No lo sabía, no sé si esto es realidad, tal vez duermo —le respondo confuso.

Se arrodilla ante mí, saca mi pene del pantalón y se lo lleva a la boca. Sus rodillas sangran porque se asientan en escombros de azulejos cortantes.

El caballo escarba con su pezuña delantera y muerde una mano gris de uñas sucias y piel herida que ha hecho emerger de la miseria.

Mi vientre se tensa ante la succión de María Magdalena. La recuerdo…

Parece que me arranca la polla, que me arranca la piel de hombre y me convierte en Dios.

Recuerdo mi semen corriendo por sus muslos poco antes de mi crucifixión y ahora son sus labios los que rezuman mi leche. Sus pechos se han mojado.

Acaricio y beso sus labios, trago mi propio semen.

Entre la masa de cielo gris, veo la silueta de mi padre, de Dios. Me espía inquieto, teme mi juicio. Teme mi despertar de la conciencia.

Soy mi propia revelación.

—No hay premio ni redención para ellos, María. No es necesario que venga la Bestia, no habrá lucha entre el bien y el mal. Porque todo es mal. Porque aún recuerdo los clavos en mi carne y no quiero perdonar. Mi padre se equivocó, el viejo no supo hacerlo bien, es hora de acabar con su gran obra.

—Lo sé, mi amor. Dios ha estado llorando porque sabía que su hijo no tendría compasión de sus creaciones.

Abrazo a María Magdalena, la beso con un ansia milenaria y lamo sus pezones erectos en esta estepa del caos y la muerte.

El planeta sigue crujiendo, sus entrañas se abren como el vientre de mi caballo, la muerte no ha hecho más que comenzar, el terremoto solo es un preludio.

—Sube, mi amor. Sigamos condenando, sigamos disfrutando del dolor de las creaciones de mi bastardo padre; como ellos disfrutaron con nuestra separación. Con mi tortura y muerte —le digo al tiempo que monto mi caballo.

Alza su mano y la subo delante de mí, entre mis piernas; para follarla ante la muerte de los idiotas, de los falsos, de los cobardes. Para amarla con la misma fuerza con la que deseo condenar a todo hombre, mujer y niño.

¿No querían juicio final? Ha llegado por fin. Que se jodan como yo me jodí. Como me jodieron ellos y mi padre.

La gata ha clavado sus uñas en la grupa del caballo para no caer, para no separarse de nosotros. El caballo ama el dolor, eso es todo, se jacta de ser valiente.

Llega un gemido desde lo lejos. Es un ladrido débil a la entrada de la calle, en la frontera con el sol y la penumbra. Es el perro sin patas que se arrastra como un gusano hasta la calle de la condenación.

—A ti te perdono, perro —musito en un idioma que no creía ya recordar.

A lo lejos, el perro parece crecer, sus patas se han desarrollado y se dirige a la carrera hacia nosotros, contento; tanto como cuando no tenía patas.

— ¿Cómo vas a llamar a tu primer milagro tras tu segunda venida? —pregunta María Magdalena, que intuyo, sonríe con picardía.

—Le voy a llamar Yahveh, aunque no le guste.

Mi hermosa y amada María lanza una carcajada y toma mis manos con las suyas para que abrace su cintura con fuerza.

Esta vez el juicio es correcto y los malos sufrirán su castigo, sin que ningún inocente muera por ellos.

Todo fue un error y yo no moriré otra vez en vano.

Sonrío por primera vez en más de dos mil años.






Iconoclasta

30 de marzo de 2013

Pictogramas para joder



Hace ya unos años (ayer) leí una noticia: en México ya tienen preparada una nueva tanda de idioteces: los nuevos pictogramas (una forma provinciana y vulgar de llamar a las imágenes patéticas de las que estoy hablando) y leyendas sanitarias que “aplican” (quiere decir que van a ilustrar) en las cajetillas y productos del tabaco.

Y he reflexionado, sudado y fumado copiosamente.

La verdad es que me aburren esas imágenes de fetos ennegrecidos, pulmones de látex negro, lenguas con cáncer o cuellos con hoyos. Y además tengo unos cojones muy gordos, por lo cual no me asusta ninguna estupidez, no tengo miedo, sinceramente.

Y ahora, van a ilustrar las cajetillas con nuevas mierdas y mentiras que se han inventado para tener a los cobardes más acobardados y a mí más molesto (me envidian tanto que están pensando continuamente en hacer idioteces para irritarme). De cualquier forma me suda la polla, uso pitillera de plata para llevar los cigarros.

Pero hay que ver como os manejan, borregos.

¿Por qué no ilustran las botellas de cerveza y licores con hombres violando a mujeres, hombres y mujeres estrellando sus coches con su familia, mujeres apalizadas y asesinadas por sus borrachos maridos o hígados podridos de cirrosis?

¿Con cuánto dinero sobornan las industrias alcohólicas a los presidentes, ministros de sanidad, funcionarios y a los médicos? ¿Cuánto invierten los fabricantes de alcohol en comprar a estos individuos para que no exijan el mismo trato con las bebidas alcohólicas que le dan al tabaco?

Vamos a ver, gilipollas: el alcohol cuesta más dinero público para su control (a nadie le hacen soplar en un tabacómetro para ver cuanta nicotina tiene en sangre) y gasto sanitario, urbano y publicitario.

¿Sois tontos o simplemente borrachos?

El alcohol, habéis de saber, es el arma del poder (al vodka en la antigua URSS me remito). Deja que un obrero o un ejecutivo se emborrache y luego, cuando se les pase la curda, llegarán al trabajo con la ilusión de que llegue de nuevo el fin de semana para mearse de nuevo encima. Y lo obedecerán todo con su sonrisa de borracho de fin de semana. Acabarán convencidos de que su vida no es una mierda y de que todos sus días son diferentes.

Y una polla…

El alcohol os hace idiotas y borregos bobalicones para los empresarios y el poder.

No os dais cuenta, tontos míos, como os dan por culo.

En cambio, el tabaco es más elegante y conlleva un descanso en el trabajo, y tranquilidad para pensar. Cosa que jode al empresario, que suele ser muy poco listo, son personas básicamente con suerte (recordad, estúpidos míos, aquello de que a todos los tontos se les aparece la virgen).

Esto es una lección para niños de tres años. Es tan evidente, que siento vergüenza ajena por vosotros, que os creéis que el tabaco es el mayor daño.

Pues bien, como los subnormales que están en el poder no van a ilustrar las botellas con “pictogramas” y los subnormales que toman no lo van a exigir; yo he ilustrado las botellas con una foto a escala 1/25 de mi polla, para que cuando bebáis, si no pensáis en que sois unos miserables borregos en manos de unos tipos que no son demasiado listos, al menos os hagáis la ilusión de que os lleváis algo mejor a la boca que una bebida barata.

A partir de ahora, mi polla en boca de todos.

Soy de una vanidad…

A propósito, yo solo bebo cocacola que engorda la titola como bien podéis ver.

¡Hala, bebed hijos míos, esta es mi polla!

Que os lo tenga que decir todo a estas alturas…

Pero que tontos sois, coño.
Y dejadme fumar tranquilo u os parto la cara.





Iconoclasta

29 de marzo de 2013

El costalero y el nazareno (especial semana santa)






Los costaleros ya están jadeando, llevan treinta minutos acarreando el paso del Jesús del Gran Poder. Las camisetas están empapadas y se pegan a la piel de los torsos, las fajas se han oscurecido con manchas húmedas. Los pañuelos anudados a sus cabezas ya no recogen el sudor y los ojos se escaldan. La gente y el bullicio intentan sobreponerse a las saetas sin que nadie ni nada consiga una clara victoria.
Manuel no puede apartar la mirada de la espalda de Federico, el joven costalero que marca los músculos dorsales contra la tela de la camiseta.
Cada costalero parece querer cargar con todo el peso de la imagen, como una prueba de fuerza y poder reproductor; el pertiguero con su traje de terciopelo y bordados de oro, pica en el zócalo del paso para llamarlos al orden y les manda enderezarse y sincronizar el esfuerzo. Federico es un joven que lleva cuatro o cinco años en su hermandad, la Hermandad de las Tres Caídas.
El paso es lento y pesado; cada año lo mismo, la misma angustia, la misma culpa, el pecado recalentado entre sus piernas. Manuel es un nazareno de cirio, y lleva la enorme vela inclinada hacia la izquierda, apoyando el peso en el grueso cinturón de esparto que ciñe la túnica. El capirote azul oculta su vergüenza y dispara su libido. Sus ojos siguen con las pupilas dilatadas los esfuerzos del joven cuerpo de Federico.
Bajo la prominente barriga de Manuel, pende el pene envuelto en una lía fina de esparto, un cilicio en la polla. Una penitencia, un castigo a su deseo de coger el fuerte cuerpo de Federico y lamer su espalda, meter la lengua en su ano. Meterle la polla hasta hacerlo sangrar.
Es tan joven… Le consta que Federico no es marica, lo ha visto con chicas, llegar con resaca a los ensayos. Se han invitado a alguna cerveza y unos pitillos, Manuel le invita con la excusa de darle consejos de veterano, como casi todos hacen con los más jóvenes.
Pero él tampoco parece marica, su mujer jamás lo diría. Sólo que cuando la folla, piensa en un cuerpo velludo, en una piel seca y curtida. Cuando la folla, piensa que está metiendo la polla forzando un duro esfínter de hombre. Cuando la jode, desearía tener entre sus manos una polla enorme latiendo y retorciéndose como un gusano en su mano.
El tormento… Si Jesús lo viera… Quiere que Jesucristo le perdone, que vea como le sangra la polla que se endurece ante los jóvenes cuerpos.
Los pantalones de Federico han bajado mostrando la rabadilla y el inicio del canal que conduce a un ano que desearía herniar. El pene de Manuel, se dilata lentamente, el cilicio no puede evitar que el bálano crezca; aprisionada la piel, el músculo se desarrolla y el glande sale al exterior como si brotara de entre la lía de esparto. El dolor es intenso, y va paralelo a un placer, la túnica disimula la erección pero, hay una pequeña mancha oscura a la altura de sus genitales, es la sangre del deseo. El pago a su lujuria.
El Cristo del Gran Poder le da la espalda, pero él le reza y le ruega que le libre de este tormento.
― ¡Jesús del Gran Poder, deja que cargue tu cruz! ― rezaba extasiado sin apartar la mirada del culo de Federico.
― ¡Nazareno, dame un caramelo! ¡Nazareno, dame un caramelo!
Un niño le ha tocado la barriga para llamar su atención, golpeándole accidentalmente el pene, su cara se descompone de dolor bajo el capirote. Con dificultad y mordiéndose los labios mete la mano en el bolsillo de la túnica, tardando más de lo necesario saca un puñado de caramelos que pone entre las manos del niño que forman un cuenco. Ese simple roce que se ha hecho con la mano, lo ha excitado más. Quiere hacerse una paja y si no fuera por el cilicio, se acariciaría el pijo gordo hasta correrse. A la espalda de Cristo, como un traidor felón y perverso.
Está anocheciendo, el cielo se muestra anaranjado como si ardiera una hoguera más allá del horizonte. Como arde él de deseo, como arde su pene lacerado. Como le arderán durante días las llagas que evitarán que se masturbe compulsivamente en cualquier sitio apartado.
― ¡Manolo, viva la madre que te parió! ― le grita su mujer al reconocerlo, está entre un grupo de esposas, novias, hermanas y amigas de nazarenos y costaleros. Animan el paso y llevan agua y toallas.
Seve es una cincuentona como él, gorda. Sus enormes pechos reposan en sus piernas cuando se sienta a la mesa y sus rollizos muslos se bambolean con cada paso que da.
Aún le pone ese culo enorme en el que tantas veces ha hundido sus dedos soñando que eran nalgas duras y ásperas. Seve apaga la luz y cierra los ojos cuando la folla. Y a él siempre le ha parecido bien, no le gusta ver su cara simulando placer. Ella debería azotarse como penitencia por falsa. Cuando se corre en sus muslos haciendo la marcha atrás, ella siempre le llama “machote”. Pero no ha sentido jamás verdadero placer entre sus rollizos muslos.
El paso llega de nuevo a la parroquia tras ser bendecido en la catedral. Los participantes de la procesión, irán después al local de la hermandad a tomar una copa antes de cambiarse y encontrarse con la familia para cenar de pie en el mejor de los casos en los atestados bares. Sevilla no descansa y la ruidosa ciudad en Semana Santa es un auténtico hervidero de gente extraña. Tal vez por ello, los sevillanos tienden a formar sus propios grupos, fuerzas de choque contra la ocupación.
Manuel se ha separado de los cofrades y se ha metido en el oscuro almacén de la parroquia donde han dejado los pasos para mañana limpiarlos y protegerlos del polvo y la luz.
Ha dejado el cirio deformado por el calor en el cesto con tantos otros. Se escabulle entre los compañeros para meterse en el almacén dejando la puerta un poco entornada para que entre luz.
Se oculta tras el paso y levanta de vez en cuando la mirada hacia la puerta, vigilando las sombras por si alguien entra.
Ha subido el faldón de la túnica por encima del vientre y está liberando el pene. La sangre se ha enganchado entre el esparto y la piel; cada tirón de la cuerda para liberar la polla, por lento, suave y cuidadoso que sea, le hace gemir de dolor; pero su glande está brillante de humor sexual, lo nota húmedo y al rozarlo ha suspirado. Está oscuro para verlo, pero huele el semen, se le ha escapado una pequeña eyaculación y aún no ha podido desenvolver el pene entero.
― Manolo ¿qué haces?
Se ha sobresaltado y ha dejado caer rápidamente la túnica.
Federico se dirige de frente hacia él y a pesar de la penumbra, seguro que ha podido percatarse de que algo raro se estaba haciendo.
― Me estaba quitando esto de encima. ― dijo levantando la túnica, sin mirarle a la cara.
Federico enciende una vela que ha cogido de un candelabro del paso e ilumina lo que Manuel le muestra.
― Lo tienes en carne viva ¿Por qué? Acabo de rezar un rosario por una promesa, pero lo tuyo... Tienes que tener mucho tormento para llegar a esto.
Federico se arrodilla dejando el cirio en el suelo y coge el pene aún envuelto en esparto.
― Yo te lo quitaré.
Escupe en la cuerda y en el miembro extendiendo la saliva, reblandeciendo la sangre seca. Con la lengua va separando poco a poco el esparto pegado a la piel.
Manuel llora e intenta contener unos suspiros de placer sin conseguirlo. No hay dolor, siente que la polla va a estallar con esa continua expansión. Federico le acaricia los cojones gordos y pesados, que acaban reduciéndose a la vez que se endurecen.
Quedan apenas tres vueltas de cuerda por soltar, cuando la leche inunda la boca de Federico, y él no aparta la boca. Se mete el glande y succiona de él. Las piernas de Manuel flaquean y ahoga un ronco estertor de gusto.
Mientras la lengua de Federico lame y reparte el semen por todo el pene, la cuerda cae por fin al suelo, en el charquito de semen.
El Cristo allá en lo alto, con su cruz al hombro, los mira de soslayo. Con la misma expresión de dolor con la que fue tallado. Parece cruzar una apática mirada con la Virgen, salpicada de cera roja, que se encuentra frente a él.
Federico se coloca a la espalda de Manuel y le conduce las manos a la base del paso. Manuel obedece sin decir palabra, se deja llevar como un crío, con una vergüenza que le come las entrañas.
― Dobla más la espalda. Abre las piernas. ― le susurra al oído Federico anudándole el faldón de la túnica por encima de los riñones.
Las risas y recias voces de los hermanos llegan tan nítidas que Manuel teme que puedan entrar en cualquier momento.
Siente la lengua del chico recorrerle la raja del culo, y sus recias manos separar los glúteos. Se apoya fuertemente en la base de madera y levanta la vista al Cristo, le gustaría santiguarse, pero no quiere soltar las manos de donde Federico las ha llevado. Abre más las piernas cuando siente unos dedos calientes y húmedos invadirle el ano, el dolor no importa comparado con el placer, y un fino hilo de saliva se desprende de su boca. Sus propios suspiros le escandalizan por lo elevados de volumen. Los dedos le invaden tan profundamente las entrañas que le ha estimulado la próstata y su pene se ha puesto tieso de nuevo.
― Manolo, te la voy a meter, no te muevas.
Y primero siente como si se le rasgara el ano, siente un tremendo calor y tiene la impresión de que no es un pene lo que le está penetrando, si no un palo gordo que se esfuerza en entrar. Manuel se defiende.
― Relájate Manolo, y te dolerá menos; no me aprietes el culo. ― la voz de Federico está entrecortada, está excitado y lo nota empujar con fuerza.
Sus uñas se clavan en la madera cuando por fin siente que la polla se ha entrado. También suspira con alivio. Las primeras embestidas llevan un ritmo lento. Fede ha cesado el movimiento para mojarse el pene con saliva y proseguir con mayor ritmo.
La polla del chico parece meterse por dentro de la suya, haciendo que se le enderece casi dolorosamente. El continuo golpeteo en la próstata le ha provocado una ligera incontinencia, se le escapan unas gotas de orina. Siente el pubis de Federico en sus nalgas y ya no hay dolor. Sólo un placer que se expande desde la raíz de la polla hacia su vientre y los huevos. Siente la recia barba de Fede en su espalda, sus jadeos. Su barriga se mueve al ritmo de las embestidas.
Un ronco gruñido y el chico queda quieto, apresando sus pectorales con las manos; nota las contracciones de la eyaculación, como si sufriera un ataque epiléptico. No sabe que coño hacer. La leche caliente inunda su intestino y resbala luego por sus testículos. No se ha dado cuenta pero, se ha vuelto a correr, su pene gotea un semen demasiado líquido y apenas blanco.
Cuando la polla se desliza saliendo de su culo, se siente desfallecer por el placer que le proporciona ese resbaladizo bálano aliviando la presión en las paredes del esfínter. Tiene su propia polla en el puño, ajeno al dolor de las heridas.
― Manolo, déjame 200 €, que no tengo para llevar a mi Pili a cenar.
Aturdido se baja el faldón de la túnica y saca la cartera, acercándose a la temblorosa luz del cirio mira en su interior.
― Sólo tengo 170 €.
― Pues ya está bien, Manolo. Muchas gracias. ― el chico le ha cogido los billetes de la mano.
― A la próxima te pongo yo el culo ¿eh?
“¿Así de fácil? Soy más maricón de lo que pensaba, ¡Qué asco…!”, piensa mientras contempla a Fede salir con prisa del almacén.
Levanta la mirada al Jesús del Gran Poder y se santigua. Besa los pies de la Virgen.
Apaga el cirio y en la penumbra avanza unos pasos inseguros y dolorosos; cuando posa la mano en la maneta de la puerta, como si un costalero fuera, consigue enderezar la espalda y andar con normalidad a pesar de un dolor que se va haciendo más intenso por momentos. Y ahora, camino de casa para cambiarse de ropa, hará su propia estación de la crucifixión, como un Cristo maricón.
Con el capirote bajo el brazo, camina entre la gente que aún está gritando, riendo y charlando en grupos, el sonido le molesta. Las tenues luces le molestan como si fueran soles, los niños hacen pelotas con la cera que hay en el suelo. Y la imagen de su esposa se le antoja más repugnante que nunca.
― ¡Nazareno, dame un caramelo! ­― le pide un niño.
No lo ha oído, no ve al niño; mecánicamente se mete la mano en el bolsillo, pero en lugar de sacar un caramelo, vomita.
La Semana Santa ya no es lo que era.
Ni él.






 Iconoclasta