Los
costaleros ya están jadeando, llevan treinta minutos acarreando el paso del
Jesús del Gran Poder. Las camisetas están empapadas y se pegan a la piel de los
torsos, las fajas se han oscurecido con manchas húmedas. Los pañuelos anudados
a sus cabezas ya no recogen el sudor y los ojos se escaldan. La gente y el
bullicio intentan sobreponerse a las saetas sin que nadie ni nada consiga una
clara victoria.
Manuel
no puede apartar la mirada de la espalda de Federico, el joven costalero que
marca los músculos dorsales contra la tela de la camiseta.
Cada
costalero parece querer cargar con todo el peso de la imagen, como una prueba
de fuerza y poder reproductor; el pertiguero con su traje de terciopelo y
bordados de oro, pica en el zócalo del paso para llamarlos al orden y les manda
enderezarse y sincronizar el esfuerzo. Federico es un joven que lleva cuatro o
cinco años en su hermandad, la Hermandad de las Tres Caídas.
El
paso es lento y pesado; cada año lo mismo, la misma angustia, la misma culpa,
el pecado recalentado entre sus piernas. Manuel es un nazareno de cirio, y
lleva la enorme vela inclinada hacia la izquierda, apoyando el peso en el
grueso cinturón de esparto que ciñe la túnica. El capirote azul oculta su vergüenza y
dispara su libido. Sus ojos siguen con las pupilas dilatadas los esfuerzos del
joven cuerpo de Federico.
Bajo
la prominente barriga de Manuel, pende el pene envuelto en una lía fina de
esparto, un cilicio en la
polla. Una penitencia, un castigo a su deseo de coger el
fuerte cuerpo de Federico y lamer su espalda, meter la lengua en su ano.
Meterle la polla hasta hacerlo sangrar.
Es
tan joven… Le consta que Federico no es marica, lo ha visto con chicas, llegar
con resaca a los ensayos. Se han invitado a alguna cerveza y unos pitillos,
Manuel le invita con la excusa de darle consejos de veterano, como casi todos
hacen con los más jóvenes.
Pero
él tampoco parece marica, su mujer jamás lo diría. Sólo que cuando la folla,
piensa en un cuerpo velludo, en una piel seca y curtida. Cuando la folla,
piensa que está metiendo la polla forzando un duro esfínter de hombre. Cuando
la jode, desearía tener entre sus manos una polla enorme latiendo y
retorciéndose como un gusano en su mano.
El
tormento… Si Jesús lo viera… Quiere que Jesucristo le perdone, que vea como le
sangra la polla que se endurece ante los jóvenes cuerpos.
Los
pantalones de Federico han bajado mostrando la rabadilla y el inicio del canal
que conduce a un ano que desearía herniar. El pene de Manuel, se dilata
lentamente, el cilicio no puede evitar que el bálano crezca; aprisionada la
piel, el músculo se desarrolla y el glande sale al exterior como si brotara de
entre la lía de esparto. El dolor es intenso, y va paralelo a un placer, la
túnica disimula la erección pero, hay una pequeña mancha oscura a la altura de
sus genitales, es la sangre del deseo. El pago a su lujuria.
El
Cristo del Gran Poder le da la espalda, pero él le reza y le ruega que le libre
de este tormento.
― ¡Jesús
del Gran Poder, deja que cargue tu cruz! ― rezaba extasiado sin apartar la
mirada del culo de Federico.
―
¡Nazareno, dame un caramelo! ¡Nazareno, dame un caramelo!
Un
niño le ha tocado la barriga para llamar su atención, golpeándole accidentalmente
el pene, su cara se descompone de dolor bajo el capirote. Con dificultad y
mordiéndose los labios mete la mano en el bolsillo de la túnica, tardando más
de lo necesario saca un puñado de caramelos que pone entre las manos del niño
que forman un cuenco. Ese simple roce que se ha hecho con la mano, lo ha
excitado más. Quiere hacerse una paja y si no fuera por el cilicio, se
acariciaría el pijo gordo hasta correrse. A la espalda de Cristo, como un
traidor felón y perverso.
Está
anocheciendo, el cielo se muestra anaranjado como si ardiera una hoguera más
allá del horizonte. Como arde él de deseo, como arde su pene lacerado. Como le
arderán durante días las llagas que evitarán que se masturbe compulsivamente en
cualquier sitio apartado.
―
¡Manolo, viva la madre que te parió! ― le grita su mujer al reconocerlo, está
entre un grupo de esposas, novias, hermanas y amigas de nazarenos y costaleros.
Animan el paso y llevan agua y toallas.
Seve
es una cincuentona como él, gorda. Sus enormes pechos reposan en sus piernas
cuando se sienta a la mesa y sus rollizos muslos se bambolean con cada paso que
da.
Aún
le pone ese culo enorme en el que tantas veces ha hundido sus dedos soñando que
eran nalgas duras y ásperas. Seve apaga la luz y cierra los ojos cuando la folla. Y a él siempre le
ha parecido bien, no le gusta ver su cara simulando placer. Ella debería
azotarse como penitencia por falsa. Cuando se corre en sus muslos haciendo la
marcha atrás, ella siempre le llama “machote”. Pero no ha sentido jamás
verdadero placer entre sus rollizos muslos.
El
paso llega de nuevo a la parroquia tras ser bendecido en la catedral. Los
participantes de la procesión, irán después al local de la hermandad a tomar
una copa antes de cambiarse y encontrarse con la familia para cenar de pie en el
mejor de los casos en los atestados bares. Sevilla no descansa y la ruidosa
ciudad en Semana Santa es un auténtico hervidero de gente extraña. Tal vez por
ello, los sevillanos tienden a formar sus propios grupos, fuerzas de choque
contra la ocupación.
Manuel
se ha separado de los cofrades y se ha metido en el oscuro almacén de la parroquia
donde han dejado los pasos para mañana limpiarlos y protegerlos del polvo y la
luz.
Ha
dejado el cirio deformado por el calor en el cesto con tantos otros. Se
escabulle entre los compañeros para meterse en el almacén dejando la puerta un
poco entornada para que entre luz.
Se
oculta tras el paso y levanta de vez en cuando la mirada hacia la puerta,
vigilando las sombras por si alguien entra.
Ha
subido el faldón de la túnica por encima del vientre y está liberando el pene.
La sangre se ha enganchado entre el esparto y la piel; cada tirón de la cuerda
para liberar la polla, por lento, suave y cuidadoso que sea, le hace gemir de
dolor; pero su glande está brillante de humor sexual, lo nota húmedo y al
rozarlo ha suspirado. Está oscuro para verlo, pero huele el semen, se le ha
escapado una pequeña eyaculación y aún no ha podido desenvolver el pene entero.
―
Manolo ¿qué haces?
Se
ha sobresaltado y ha dejado caer rápidamente la túnica.
Federico
se dirige de frente hacia él y a pesar de la penumbra, seguro que ha podido
percatarse de que algo raro se estaba haciendo.
―
Me estaba quitando esto de encima. ― dijo levantando la túnica, sin mirarle a
la cara.
Federico
enciende una vela que ha cogido de un candelabro del paso e ilumina lo que
Manuel le muestra.
―
Lo tienes en carne viva ¿Por qué? Acabo de rezar un rosario por una promesa,
pero lo tuyo... Tienes que tener mucho tormento para llegar a esto.
Federico
se arrodilla dejando el cirio en el suelo y coge el pene aún envuelto en
esparto.
―
Yo te lo quitaré.
Escupe
en la cuerda y en el miembro extendiendo la saliva, reblandeciendo la sangre
seca. Con la lengua va separando poco a poco el esparto pegado a la piel.
Manuel
llora e intenta contener unos suspiros de placer sin conseguirlo. No hay dolor,
siente que la polla va a estallar con esa continua expansión. Federico le
acaricia los cojones gordos y pesados, que acaban reduciéndose a la vez que se
endurecen.
Quedan
apenas tres vueltas de cuerda por soltar, cuando la leche inunda la boca de
Federico, y él no aparta la
boca. Se mete el glande y succiona de él. Las piernas de
Manuel flaquean y ahoga un ronco estertor de gusto.
Mientras
la lengua de Federico lame y reparte el semen por todo el pene, la cuerda cae
por fin al suelo, en el charquito de semen.
El
Cristo allá en lo alto, con su cruz al hombro, los mira de soslayo. Con la
misma expresión de dolor con la que fue tallado. Parece cruzar una apática
mirada con la Virgen, salpicada de cera roja, que se encuentra frente a él.
Federico
se coloca a la espalda de Manuel y le conduce las manos a la base del paso. Manuel
obedece sin decir palabra, se deja llevar como un crío, con una vergüenza que
le come las entrañas.
―
Dobla más la espalda.
Abre las piernas. ― le susurra al oído Federico anudándole el
faldón de la túnica por encima de los riñones.
Las
risas y recias voces de los hermanos llegan tan nítidas que Manuel teme que
puedan entrar en cualquier momento.
Siente
la lengua del chico recorrerle la raja del culo, y sus recias manos separar los
glúteos. Se apoya fuertemente en la base de madera y levanta la vista al
Cristo, le gustaría santiguarse, pero no quiere soltar las manos de donde
Federico las ha llevado. Abre más las piernas cuando siente unos dedos
calientes y húmedos invadirle el ano, el dolor no importa comparado con el
placer, y un fino hilo de saliva se desprende de su boca. Sus propios suspiros
le escandalizan por lo elevados de volumen. Los dedos le invaden tan profundamente
las entrañas que le ha estimulado la próstata y su pene se ha puesto tieso de
nuevo.
―
Manolo, te la voy a meter, no te muevas.
Y
primero siente como si se le rasgara el ano, siente un tremendo calor y tiene
la impresión de que no es un pene lo que le está penetrando, si no un palo
gordo que se esfuerza en entrar. Manuel se defiende.
―
Relájate Manolo, y te dolerá menos; no me aprietes el culo. ― la voz de
Federico está entrecortada, está excitado y lo nota empujar con fuerza.
Sus
uñas se clavan en la madera cuando por fin siente que la polla se ha entrado. También
suspira con alivio. Las primeras embestidas llevan un ritmo lento. Fede ha
cesado el movimiento para mojarse el pene con saliva y proseguir con mayor
ritmo.
La
polla del chico parece meterse por dentro de la suya, haciendo que se le enderece
casi dolorosamente. El continuo golpeteo en la próstata le ha provocado una
ligera incontinencia, se le escapan unas gotas de orina. Siente el pubis de
Federico en sus nalgas y ya no hay dolor. Sólo un placer que se expande desde
la raíz de la polla hacia su vientre y los huevos. Siente la recia barba de
Fede en su espalda, sus jadeos. Su barriga se mueve al ritmo de las embestidas.
Un
ronco gruñido y el chico queda quieto, apresando sus pectorales con las manos;
nota las contracciones de la eyaculación, como si sufriera un ataque
epiléptico. No sabe que coño hacer. La leche caliente inunda su intestino y
resbala luego por sus testículos. No se ha dado cuenta pero, se ha vuelto a
correr, su pene gotea un semen demasiado líquido y apenas blanco.
Cuando
la polla se desliza saliendo de su culo, se siente desfallecer por el placer
que le proporciona ese resbaladizo bálano aliviando la presión en las paredes
del esfínter. Tiene su propia polla en el puño, ajeno al dolor de las heridas.
―
Manolo, déjame 200 €, que no tengo para llevar a mi Pili a cenar.
Aturdido
se baja el faldón de la túnica y saca la cartera, acercándose a la temblorosa
luz del cirio mira en su interior.
―
Sólo tengo 170 €.
―
Pues ya está bien, Manolo. Muchas gracias. ― el chico le ha cogido los billetes
de la mano.
― A
la próxima te pongo yo el culo ¿eh?
“¿Así
de fácil? Soy más maricón de lo que pensaba, ¡Qué asco…!”, piensa mientras
contempla a Fede salir con prisa del almacén.
Levanta
la mirada al Jesús del Gran Poder y se santigua. Besa los pies de la Virgen.
Apaga
el cirio y en la penumbra avanza unos pasos inseguros y dolorosos; cuando posa
la mano en la maneta de la puerta, como si un costalero fuera, consigue
enderezar la espalda y andar con normalidad a pesar de un dolor que se va
haciendo más intenso por momentos. Y ahora, camino de casa para cambiarse de
ropa, hará su propia estación de la crucifixión, como un Cristo maricón.
Con
el capirote bajo el brazo, camina entre la gente que aún está gritando, riendo
y charlando en grupos, el sonido le molesta. Las tenues luces le molestan como
si fueran soles, los niños hacen pelotas con la cera que hay en el suelo. Y la
imagen de su esposa se le antoja más repugnante que nunca.
―
¡Nazareno, dame un caramelo! ― le pide un niño.
No
lo ha oído, no ve al niño; mecánicamente se mete la mano en el bolsillo, pero
en lugar de sacar un caramelo, vomita.
La Semana Santa ya no es lo que era.
Ni
él.
Iconoclasta
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