Han temblado las paredes, he oído como se ha
rasgado la tierra y hay llantos de seres humanos ahí fuera, en la calle. El
dolor y la desgracia siempre son de agradecer porque rompen lo plano. Aunque me
joda.
Me levanto del sillón en el que me encontraba
envuelto de oscuridad, la radio no emite música, los teléfonos no funcionan. No
importa, no me apetece escuchar música ni llamar a nadie. Entre las lamas de la
persiana descolgada entran rayos de sol hiriente que revelan el polvo del aire.
Son horripilantes los días de sol deslumbrante, me molestan los ojos y me hacen
arder la piel. Si ha ocurrido una catástrofe, encuentro que sería más adecuado
un día gris, tormentas de rayos, toneladas de agua limpiando el polvo y la
miseria que ha quedado…
Hay quien se siente confortado si algo le es
familiar. Yo me siento desgraciado: “¡Oh no…! ¡Otra vez!”.
Irritado, peligrosamente herido…
Hay tanto tiempo vivido y tanto espacio, que
me pudre volver a vivir lo mismo o algo parecido.
Carece de gracia repetir.
Los terremotos son novedosos siempre. Mi casa
no se ha caído, he salido por mi propio pie; pero me ha interrumpido la lectura
que me lleva al sopor de mediodía. Es surrealista que en un momento vulgar, ocurra
algo así. Ya es casi la hora de comer, aunque pocos tienen ganas de hacerlo.
Son las trece cuarenta y tres de un día diferente.
A veces la vida sorprende.
Los hijos muertos no son populares, no me
gustaría saber de ellos. Hay cosas con las que soy flexible y me conformo con
la monotonía. Pienso en hijos muertos porque hay padres llorando con trozos de
ellos entre las manos, observan con incredulidad sus pequeños miembros sucios
en los escombros de las casas.
Cuando acabo de follar me pongo en pie con el
pene aún duro, aún vibrante. Y caen gotas de semen en mis pies. Son pequeñas
moléculas, pequeñas suciedades que no me importan. No me limpio, dejo que se
sequen mientras fumo, sintiendo-gozando la relajación del pene que se torna
lacio sin que yo intervenga.
A veces me dejo llevar por el destino
relajadamente. Como ahora, que tras el terremoto, me dejo invadir de
pensamientos y obscenos dolores, patéticas muertes…
Un hijo mío nació por este proceso de follar.
Yo no quise, sucedió. El semen, una partícula,
se enquistó en unas entrañas femeninas y se desarrolló mi hijo.
Es extraño que algo tan diferente y más
valioso que yo, haya salido de mi polla.
Fumé con el vello del pubis apelmazado de
semen sin imaginar que mientras tanto, algo corría por una vagina extenuada.
Siempre fumo, me gusta. Tener hijos es algo
accidental, un problema más a resolver.
Tal vez follo para luego fumar. Soy raro y eso
me consuela.
Soy impúdico y me niego a sentirme a gusto en
un planeta que me ha sido impuesto.
Si existieran odiadores desapasionados
profesionales, yo sería uno.
Lo acepto de buena gana.
Nací sin empatía, ni siquiera mi muerte me
inquieta.
No puedo dejar de pensar que si mi hijo fue
una cosa hermosa, se debe a la naturaleza y su instinto de conservación
globlal: de algún modo se debe evitar que nazca algo como yo de nuevo. Mi
genética es una aberración sin futuro en ninguna generación.
Mis vibraciones son potentes, cualquiera que
no sea demasiado idiota, se dará cuenta de que no soy alguien a quien apreciar.
La tierra ha temblado, a lo mejor es por mí.
Soy vanidoso.
Mi hijo se dio cuenta de lo que soy hace
tiempo. Es feliz ahora que no estoy cerca de él.
Todo el mundo conoce o vuelve a revivir la
felicidad cuando me alejo de sus vidas.
Yo no tengo la culpa; la mierda huele, el filo
corta y a mí me parieron así.
Debería cabalgar a lomos de un caballo con el
vientre abierto con una guadaña en mis manos. Con una capucha negra
protegiéndome del infecto sol.
Me alegro de que los demás sean felices sin
mí. Es algo que me libera.
Que nutre mi orgullo, mi vanidad.
Un perro sin patas se cuece al sol sin que
nadie lo aparte, sin que nadie lo cobije en la sombra. Estaba ahí antes del
terremoto, pero no ha tenido suerte de morir, aunque yo diría que se le ve
feliz.
¿Por qué vive un ser tan desvalido? Me
entristece que sea feliz, que agite su rabo mientras el sol lo seca, lo deseca.
Quiere vivir como sea.
Lo mata. Puto sol creado por un puto dios…
Tal vez yo no quiera morir, tal vez camino entre
las ruinas y el olor a muerto buscando otro planeta; con otros seres tendría
oportunidades de ser feliz. Aunque lo dudo, me conformaría con no sentirme un muñeco
al que levantan un brazo y siempre dice lo mismo, sin esperanza de levantar el
otro. Sin esperanza, siquiera, de sangrar.
Un hombre ha caído en la sima que ha abierto
el terremoto en la calzada y la tierra se ha vuelto a cerrar a la altura de su
estómago antes de que pudiera salir.
—No estires —le dice con apenas un hilo de voz
a un joven que pretende sacarlo tirando de sus manos—. No quiero ver lo que
queda de mí, no quiero saber en qué me he convertido. No sé si aún estará el
resto pegado a mí. Es humillante.
Cojones, no sé porque; pero siento ganas de
bendecirlo. No lo pienso hacer, lo que está mal, mal se queda. Como yo también.
He visto un pez con las aletas cortadas caer
al fondo del mar, con los ojos muy abiertos por el miedo, dejando una estela de
sangre. Sus agallas trabajaban rápidas, asustadas.
La muerte se refleja en los ojos de los seres
por muy fríos que sean. Por mucha sangre fría que tengan.
Es inmoral verse mutilado. Sonrío al hombre
sin piernas, tiene razón.
—No fume usted —me dice escupiendo sangre
viendo como enciendo mi cigarrillo—, ya es mayor para eso, los pulmones
deberían descansar.
—Soy viejo para todo. Mi semen se enfría mucho
más rápidamente que cuando era joven. Son detalles sintomáticos —le respondo
con pocas ganas, ya más tranquilo con el humo en mis pulmones.
Con la mierda y el polvo en suspensión que hay
a mi alrededor no puedo hacer nada para mejorar mi calidad de vida. No es un
buen momento para dejar de fumar. Nunca lo es.
—A mí me pasa con la sangre, mire que fría
está. Soy más joven que usted y me voy a morir antes. No es justo.
A mí no me parece justo ni injusto,
simplemente es una cuestión de suerte que nada tiene que ver la divina
providencia de san Indio, la mejor cerveza del mundo. No respondo a su delirio
de agonía. No sé si dice tonterías porque muere o toda su vida ha sido así.
Mi gata aparece con un polluelo en la boca.
Pía aterrorizado sin que ella se sienta aludida. Lo deja frente al hombre
aleteando herido y lame sus manos ensangrentadas.
— ¿Es suya? ¡Qué cariñosa es! —habla con un
rictus de dolor. Le queda muy poco que decir, a pesar de ello sonríe. Yo no.
—Está muy delgada. Suerte —me despido.
La gata me sigue y se enreda entre mis piernas
para jugar. Me araña el tobillo sin pretenderlo y pienso que no es nada
comparado con tener medio tronco amputado.
La vida es una mierda, padre murió sin darme
tiempo a decirle una palabra y con este extraño he mantenido toda una conversación
filosófica. Mierda para Dios.
Hablar con extraños siempre me ha parecido una
tarea tediosa, penosa.
Mi caballo come de una bolsa de basura en una
de las esquinas de la calle y una rata sarnosa roe la tripa que le cuelga. Se
ha destripado al pasar por encima de las planchas metálicas del techo de una
casa que se ha tragado la tierra al temblar.
Algo extraño, algo anómalo me tiene que
ocurrir, no son habituales estas situaciones.
El caballo me huele y alza la cabeza mirándome
con sus ojos ciegos, están blancos como pelotas de golf. Es un toque de color
en un pelaje negro. En su quijada sostiene
el torso de un bebé parcialmente devorado. Pobre caballo, no sabe lo que
come.
La gata se arquea y su pelaje se eriza. Nunca
le ha gustado ese caballo que no es mío; pero si lo reconozco como tal, por
algo será. Los terremotos derriban también los muros de las mentes y rasgan la
realidad, el coraje y la cordura.
Estar loco es bueno, rompe cualquier asomo de repetición.
Me gusta, me enternece la valentía de mi gata;
ella cree que puede contra todo. Como yo de pequeño.
El caballo se encabrita y con una pezuña
trasera aplasta a la rata que se alimenta de su miseria. Hay tanto sol, tanto
calor…Y polvo que flota como una enfermedad en el aire, densa y tangible.
Identificable como la muerte en un corazón roto.
El torso del bebé ha caído de la quijada que
lo devoraba, sus ojos vacíos me miran acostado de lado en una bolsa de basura
blanca. No tiene labios y me sonríe muertecito.
No voy a subir a mi caballo, no me gusta. Me
incomoda, parece peligroso.
Estoy de acuerdo con la gata, si pudiera me
arquearía y si tuviera pelaje, lo erizaría.
Aunque tengo rabo no es elegante una erección
hostil en un día de destrucción masiva. Mejor pensado: no es higiénico.
Estoy cansado y aburrido de que interfieran en
mi vida los demás a pesar de mi falta de empatía. Yo no tengo la culpa de que
me hayan parido así. Si yo he tenido que soportarlos, otros tendrán que
soportarme. Que se jodan.
Me sobreviene una arcada al pasar frente a un
edificio derribado, se oyen voces entre las ruinas pidiendo ayuda; pero sobre
todo, sube el hedor a sangre y carne que se calienta. Es un olor particular,
aunque no se haya olido jamás, se identifica claramente como la muerte.
El caballo me sigue lentamente, con los belfos
encogidos mostrando sus dientes con ira, arrastrando la tripa por el suelo. Y
por alguna razón que no entiendo, caga también a pesar de su intestino
destrozado.
Me interno en una estrecha calle que está extrañamente
en sombras, todas las casas se han caído, no es lógico, debería llegar el sol.
Mi olfato se ha saturado tanto de muerte que ya no siento náuseas. El calor se
ha esfumado y me siento bien.
El caballo se acerca y con su hocico agita mi
mano buscando una caricia. La gata está subida encima de la cabeza de una mujer
muerta y maúlla también exigiendo su cariño.
Acaricio los ollares de mi caballo y me acerco
hasta mi gata que cierra los ojos al sentir la caricia de mi mano.
Todo está bien, y la muerta no huele.
Elevo la vista al cielo para agradecer el
frescor; es una pared gris como el plomo. Más allá, en la calle central de
donde vengo, el sol arranca espejismos del suelo, lo hace hervir.
Espejismos de vapores de muerte… Reflejos del
dolor…
La estrecha calle es larga como el infinito,
como una Vía Láctea de escombros y destrucción, no hay peligro, no hay calor,
no hay muerte, ni hedor.
Me agacho y meto la tripa podrida del caballo
en el vientre para que no la arrastre, para que no se haga más daño si no es
necesario. La gata trepa a mi regazo y avanzamos lentamente.
Los cascos del animal pisan muertos, ropas sin
cuerpos, cepillos de dientes y fotografías.
Siento que la humanidad no merece perdón, una
corriente de aire que da paz a mis ojos secos, me da la razón. El planeta está
de acuerdo conmigo.
Una pequeña figura avanza hacia nosotros. A
medida que nos acercamos, se define su rostro
delgado y anguloso, su cabello rizado y oscuro, sus pechos libres bajo
un vestido de gasa blanca. Los ojos son oscuros y brillantes… Sus pechos se
agitan con cada paso.
Me apeo del caballo, la gata salta a unos
escalones rotos, sus pupilas están dilatas absorbiendo toda la luz posible
observando la figura que se acerca, ronronea plácidamente.
La mujer ha llegado hasta mí.
—Amado Jesús, cuanto tiempo, mi amor. Te
extrañado cientos y cientos de años —dice mirándome con intensidad.
La amé en algún momento, lo sé, me lo dice
cada terminación nerviosa de mi cuerpo.
—No lo sabía, no sé si esto es realidad, tal
vez duermo —le respondo confuso.
Se arrodilla ante mí, saca mi pene del
pantalón y se lo lleva a la boca. Sus rodillas sangran porque se asientan en
escombros de azulejos cortantes.
El caballo escarba con su pezuña delantera y
muerde una mano gris de uñas sucias y piel herida que ha hecho emerger de la
miseria.
Mi vientre se tensa ante la succión de María
Magdalena. La recuerdo…
Parece que me arranca la polla, que me arranca
la piel de hombre y me convierte en Dios.
Recuerdo mi semen corriendo por sus muslos
poco antes de mi crucifixión y ahora son sus labios los que rezuman mi leche.
Sus pechos se han mojado.
Acaricio y beso sus labios, trago mi propio
semen.
Entre la masa de cielo gris, veo la silueta de
mi padre, de Dios. Me espía inquieto, teme mi juicio. Teme mi despertar de la
conciencia.
Soy mi propia revelación.
—No hay premio ni redención para ellos, María.
No es necesario que venga la Bestia, no habrá lucha entre el bien y el mal.
Porque todo es mal. Porque aún recuerdo los clavos en mi carne y no quiero
perdonar. Mi padre se equivocó, el viejo no supo hacerlo bien, es hora de
acabar con su gran obra.
—Lo sé, mi amor. Dios ha estado llorando
porque sabía que su hijo no tendría compasión de sus creaciones.
Abrazo a María Magdalena, la beso con un ansia
milenaria y lamo sus pezones erectos en esta estepa del caos y la muerte.
El planeta sigue crujiendo, sus entrañas se
abren como el vientre de mi caballo, la muerte no ha hecho más que comenzar, el
terremoto solo es un preludio.
—Sube, mi amor. Sigamos condenando, sigamos
disfrutando del dolor de las creaciones de mi bastardo padre; como ellos
disfrutaron con nuestra separación. Con mi tortura y muerte —le digo al tiempo
que monto mi caballo.
Alza su mano y la subo delante de mí, entre
mis piernas; para follarla ante la muerte de los idiotas, de los falsos, de los
cobardes. Para amarla con la misma fuerza con la que deseo condenar a todo
hombre, mujer y niño.
¿No querían juicio final? Ha llegado por fin.
Que se jodan como yo me jodí. Como me jodieron ellos y mi padre.
La gata ha clavado sus uñas en la grupa del caballo
para no caer, para no separarse de nosotros. El caballo ama el dolor, eso es
todo, se jacta de ser valiente.
Llega un gemido desde lo lejos. Es un ladrido
débil a la entrada de la calle, en la frontera con el sol y la penumbra. Es el perro
sin patas que se arrastra como un gusano hasta la calle de la condenación.
—A ti te perdono, perro —musito en un idioma
que no creía ya recordar.
A lo lejos, el perro parece crecer, sus patas
se han desarrollado y se dirige a la carrera hacia nosotros, contento; tanto
como cuando no tenía patas.
— ¿Cómo vas a llamar a tu primer milagro tras
tu segunda venida? —pregunta María Magdalena, que intuyo, sonríe con picardía.
—Le voy a llamar Yahveh, aunque no le guste.
Mi hermosa y amada María lanza una carcajada y
toma mis manos con las suyas para que abrace su cintura con fuerza.
Esta vez el juicio es correcto y los malos
sufrirán su castigo, sin que ningún inocente muera por ellos.
Todo fue un error y yo no moriré otra vez en
vano.
Sonrío por primera vez en más de dos mil años.
Iconoclasta
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