Powered By Blogger

13 de noviembre de 2012

Wonderfullife




Hay días, meses, años y vidas enteras especialmente molestas.
Puedes escuchar a alguien cantando en inglés que dice que la vida es maravillosa: wonderful.
Me cago en dios…
Yo le podría enseñar lo que es una vida maravillosamente mierdosa.
Ya soy mayor para creer en límpidos campos de trigo y en cielos esplendorosos, tan claros que parecen espejos reflejando nubes suaves y ligeras que flotan como putos ángeles de dios.
No me creo que haya gente sonriendo por nada, pensando que su vida es maravillosa. Somos prisioneros de la tierra, de la envidia y de la esclavitud. Solo ríen los que lo tienen todo. Y esos puercos no salen en videos.
No hay niños que juegan alegres en la playa simplemente dando vueltas en torno a un poste. No lo hacen lentamente ni con elegancia.
Vamos, gente de la farándula y malos escritores, no jodáis con toda es mierda de vida maravillosa.
Escritores idiotas que tachan palabras malsonantes por una cuestión de envidia, porque no son escritores, nacieron mamarrachos que escriben de cosas bellas de la vida a pesar de haber comido, leído y mamado basura a lo largo de toda su vida.
Premios nobeles que eternizan el hastío, la monotonía y penalizan la libertad…
Mierda de mundo maravilloso.
La puta chupa pollas por dinero y se traga orina y mierda a cambio de unas monedas. Eso es maravilloso, porque a veces con poco dinero puedes alquilar una vida y llenarla con tu propia mierda. Solo tienes que sacar la picha y dejar que se sumerja en la boca de la zorra y que chupe y chupe y chupe y chupe…
¿Por qué no hacen un video de lifes wonderfules tratando de cantar con la boca llena de falo y semen?
Tengo fotos para convertir la maravillosa vida en la más vomitiva imagen.
No jodamos, hay días que no estoy de humor.
Si tu vida es maravillosa, la mía está abonada de muerte y miseria. No creo en tus palabras dulces y banales.
 No escucho esa porquería maravillosa, solo es un ritmo que va bien para acomodar mi mísera vida. No soy idiota, no me creo mis propias mentiras, como tú.
Mierda de escritor que no usas la palabra polla, coño, vulva o follar. No tienes ni la más remota idea de escribir, marica. ¿A quién vas a engañar con tus pueblecitos idiotas de bonitas calles por las que pasean mujeres con unas sensuales media de raya y tacón alto? Idiotas…
Vivo entre ratas y perros abandonados, me paso por mi culo sucio y lleno de granos tus bellas estampas de “pueblitos” estúpidos.
No existen seres a los que admirar ni paisajes limpios.
Cagamos sobre mierda y comemos sobre muertos y más miseria.
Dame un muerto de hambre y cuando vea sus excrementos salpicados de sangre, yo le cantaré lo wonderful que es MI vida cotejando mi purísima mierda con la suya enferma.
Wonderful life… Dile a la puta que no se quite de la boca tu pene hasta que eyacules y te mirará con los ojos brillantes de admiración, no te jode…
Hasta ella puede ver reflejado en el espejo lo mísera que es su vagina ya dilatada por demasiadas folladas.
Meteos en el culo vuestros pueblecitos, vuestras mujeres sensuales que no se meten una polla en la boca, vuestros niños perfectos y vuestra mierda de vida que salpico con mi semen rancio y viejo.
Iros a tomar por culo, coño.







Iconoclasta

8 de noviembre de 2012

Necroasistente




Está tendido en la acera, boca arriba, su cabeza ha golpeado contra el bordillo al caer con una arteria que se ha roto en su cerebro por culpa de una genética defectuosa. La cucaracha le rinde honores untando con repugnante baba sus labios ya púrpuras.
No hay nada sugerente ni misterioso en la muerte. Simplemente es algo sórdido y con escaso interés. Justo como siempre he pensado que es un cadáver tendido en la calle, aunque al contrario que con las vidas, no hay dos muertes iguales. Solo la muerte rompe con su magia durante un instante la monotonía de la vida.
Hay ronquidos, quejidos y estertores de todo tipo. Hasta los silencios de los que mueren son distintos en cada fiambre.
El último suspiro es lo que marca la diferencia entre los millones de vidas. Aunque este hecho, no llega ni siquiera a la categoría de consuelo. Una vida de mediocridad no puede ser indultada por una agonía singular que dura escasos segundos. La muerte no mejora la vida pasada de los cadáveres por mucho que sufran en sus últimos instantes de vida.
Enciendo un cigarrillo observando como el insecto explora su nariz. Reflexionando sobre la dignidad y la muerte.
No hay conclusión alguna porque no hay dignidad. La muerte y las cucarachas son indecorosas.
Un hombre se acerca para curiosear y se santigua.
— ¿Qué ha pasado?
— Es un muerto.
Expulso el humo por la nariz y la ceniza cae en el pecho del muerto. Sus brazos están extendidos en cruz, una pierna flexionada y otra recta. Como los cadáveres en el campo de batalla de las viejas películas de la segunda guerra mundial. Tampoco es que sea digno de fotografiarse, su barriga es antiestética, viste una camisa barata de color blanco crudo en cuyo bolsillo lleva un bolígrafo de usar y tirar y una cartera vieja. No es algo que aporte dramatismo.
— ¿Lo conocía?
— Os conozco a todos; pero no sé como os llamáis.
No me gusta conocer a nadie, pero es algo que ocurre. Miras un cadáver y sabes qué era, qué hacía y lo que no hacía. Luego lo imagino follando sin ninguna gracia y acaba todo mi interés por él. Follar no es una buena coreografía, nada parecido a las películas porno.
— ¿Ha avisado a la policía?
La cucaracha se ha metido por los labios entreabiertos del fiambre y asoma sus antenas como una repugnante exploradora.
Hay tanta dignidad en todo ello…
— A mí no me importa el muerto —le respondo sin apartar la vista de la cucaracha—, no es mío. Y no me molesta, algo más de mierda en la calle no importa.
— Es un ser humano —me reprocha.
“Es una mierda”, pienso y me esfuerzo porque mis labios no lo pronuncien.
Me encojo de hombros.
—Todos lo son.
— ¿A usted qué le pasa? —enojado saca su teléfono del bolsillo.
— El muerto es él, a mí no me pasa nada.
Y comienza a irritarme este tipo.
Las moscas se agolpan en la nariz y los ojos del muerto. Beben sus mocos y sus lágrimas.
Precioso.
—Quiero informar que hay un hombre muerto en la calle Tirso, a la altura de Espronceda.
— No. No hay señal de violencia, ni presenta heridas… Claro que está muerto, llevo aquí cinco minutos y no se ha movido ni ha respirado —vuelve a contestar nervioso a su interlocutor.
Pienso que hay funcionarios que aunque no estén muertos, tienen el cerebro lleno de cucarachas.
La gente muere, es algo normal y cotidiano. Que alguno quede tendido en la calle a las once de la mañana cuando el sol comienza a calentar, no es tan anómalo.
Es algo carente de atractivo que solo invita a la reflexión.
Lo único que sobresale de un cadáver es su extrema fealdad, su cuerpo átono y su piel cerúlea. Los cadáveres llevan el estigma de una vida mediocre y anodina y los únicos que tienen verdadero interés en ellos, son las ratas y los gusanos. La muerte al final, es el reflejo de la vida.
Es hipnótico ver un cuerpo vacío que ha llevado una vida tan triste. Un anónimo que no deja más que unos pocos recuerdos en un poco de gente, y será por muy poco tiempo.
No vale la pena la resurrección.
Ni volver a reencarnarse en otro cuerpo para vivir lo mismo.
—No, no lo conozco —contesta el calvo indignado—. Pensé que estarían más interesados en enviar rápidamente una ambulancia para hacerse cargo del cadáver.
Se guarda el teléfono cagándose en dios.
Un par de coches se han detenido para interesarse por el cuerpo tendido.
Aunque hay poco tráfico en esta calle, suenan varias bocinas de conductores impacientes.
— ¿Qué le pasa a este hombre? ¿Puedo ayudar en algo? —se ofrece un hombre tras salir apresuradamente de su coche.
Yo no respondo, me interesa más ver como evolucionan los insectos. A lo mejor podría ver su alma saliendo de su cuerpo para decirle: “Adiós, que te vaya bien. No vuelvas, no parece que hayas sido muy feliz. Piensa que vivir de nuevo sería para empeorar”.
—Me he encontrado a este hombre muerto y este señor mirándolo tranquilamente mientras fuma. Inaudito…
De la manga de mi camisa sale otra cucaracha que despliega sus élitros para hacer un vuelo feo y caótico de mi mano al rostro del cadáver.
Ahora son dos las cucarachas jugando al escondite en la nariz y en la boca.
Se agolpa más gente, se empuja para hacerse paso y poder curiosear el cadáver. Alguien dice conocerlo; por lo visto es un vecino que vive tres edificios atrás.
La hostia puta de interesante.
Yo le digo al putrefacto: “No se te ocurra resucitar, amigo, mira todas esas caras que te observan, no vale la pena volver”.
Por lo visto, su vejiga ya no retiene, se ha formado una mancha oscura en el pantalón y un pequeño charquito amarillo entre sus piernas.
Tampoco el esfínter retiene nada y se están vaciando los intestinos, dada la peste que parece flotar ahora entre la gente apiñada.
Tuve un tío que al morir, se cagó también y además con un ruido como a tela rasgada. A mí me dio un poco de risa; pero mi tía vomitó.
Parece ser que cuando te mueres no tienes otra cosa mejor que hacer.
No hay muerte digna. Y vidas, muy pocas que sean merecedoras de repetirse.
Para conseguir algo de dignidad deberíamos llevar una lavativa en el bolsillo y que el cura, en lugar de la extremaunción y la absolución, nos haga un buen lavado de intestinos a fin y efecto de mejorar la imagen del finado u occiso.
Se me escapa la risa y la chusma piensa que estoy histérico por la visión del muerto.
Si hubiera estado solo, habría orinado en la cara del difunto para que su alma mortal y efímera se convenciera de que la vida es una mierda.
Me largo, este despojo no tiene nada que contarme ya y me he aburrido.
Hay un programa especial en la televisión dedicado a las aventuras de Epi y Blas en Barrio Sésamo, mi episodio favorito es: Diferencia entre vivo y muerto.
Mola.
No importo nada y nadie me presta atención cuando empujo los cuerpos vivos para salir del corrillo.
Yo tampoco le presto demasiada atención a la humanidad. Solo que yo lo hago a conciencia; ellos no saben que ignoran, simplemente se mueven como los animales, por algún instinto. Posiblemente el mismo que les hace rezar y creer en cosas extraordinarias o les hace follar para reproducirse sin tener la suficiente cultura o una buena economía.
Padres y madres lo son los puercos también.
“Mierda, el cadáver apesta siempre menos que los que le rodean”. Me lo apunto en mi libro de citas.
Que se queden ahí todos los curiosos. A mí me aburren tanto los cadáveres como los vivos. Me da dolor de cabeza tanta vulgaridad.
Si cayeran ahora todos muertos, me importaría lo mismo que el precio del kilo de algarrobas.
No hay nada más deprimente que encontrarse en la calle rodeado de gente cuando se está disfrutando de un muerto.
El muerto y yo estábamos tan bien… Todo se jode.
En casa estaré mejor, a salvo de encontrarme con vivos ajenos a mí.
— ¡Hola! ¡Ya estoy en casa!
— ¡Hola! —responde mi hijo desde su habitación, seguramente viendo videos en yutup— ¿Has encontrado muchos muertos hoy?
— Solo uno que ha congregado una manada de quince vivos.
— ¿Y no sientes cerca ningún cadáver más?
— Ninguno. ¿Y tú?
— He sentido a primera hora de la mañana la muerte del que tú has encontrado y nada más. Es muy aburrido.
Me acerco hasta su cuarto, en efecto se encuentra haciendo tareas del colegio y en el monitor hay un video de un grupo de rock que desconozco. Me siento en su cama encendiendo un cigarro.
— No te preocupes, con la entrada de la primavera mueren más. Ten paciencia.
Yo también era tan impaciente como él.
— ¿Y si muero yo? —hay un deje de tristeza en su voz.
— Evitaré que te entren cucarachas por la boca —intento bromear.
Hay un silencio tranquilo que no me apetece romper, mi hijo es el único vivo que soporto.
— Papá… ¿Aumenta la capacidad de encontrar muertos con la edad? Quiero decir, si hay un momento en el que todos los días tendremos que encontrar uno o dos en la ciudad.
— Con el tiempo solo se aprende a identificar mejor los mensajes sensoriales que nos indican donde se hallan los cadáveres solitarios. El número de muertos no varía, no tenemos nada que ver con su abundancia.
— ¿Llorarás por mí cuando muera? —ha dejado el bolígrafo en la mesa y se ha dado la vuelta hacia a mí para hacerme la pregunta.
— No.
— Yo por ti sí lloraré.
— Aún eres muy joven. Cuando yo también tenía catorce años, a veces lloraba a los muertos.
— ¿Siempre tenemos que buscar muertos para detenernos ante ellos y despreciarlos? ¿Y si un día no lo quiero hacer?
— Si un día no lo quieres hacer y puedes evitarlo, no lo hagas. No pasaría nada, pero está en nuestra naturaleza de necroasistentes. Al final uno siente la necesidad de cumplir su tarea. Somos una herramienta natural, hemos de evitar que las almas de esos que mueren solos se reencarnen. Tenemos que convencerlos de que su muerte es intrascendente, que no importan a nadie. Con ello nos aseguramos de que no quieran volver a vivir.
—Hay mucha gente en el planeta —continúo—  y aunque sean pocos  a los que podamos convencer, ayuda a mantener algo el equilibrio. ¡Ah! Y aunque no te gusten, las cucarachas son necesarias como golpe psicológico: cuando se les mete en la boca, suelen desechar la idea de reencarnarse. Siempre da asco ver el cuerpo recién abandonado con la boca llena de bichos.
— ¿A mamá la despreciaste al morir?
— No murió sola, estaba acompañada por ti cuando tenías cuatro años.
— ¿Y si hubiera estado sola?
— Le hubiera dicho que su vida era lo más importante para nosotros; pero habría convencido a su espíritu que era mejor no volver a vivir. Con el tiempo nos encontraríamos allá fuera del cuerpo, ya libres.
Mi hijo mira al suelo pensativo, está tranquilo.
—Le hubieras mentido…
— Sí, solo con tu madre y contigo puedo sentir la suficiente piedad como para mentir.
— No hay nada ¿verdad, papá? Cuando las almas salen del cuerpo, si no se reencarnan desaparecen.
— Desapareceremos —le contesto sin demora.
— A veces es todo tan vulgar…
Se parece tanto a mí…
— Vamos, te invito a pizza y después buscamos un buen cadáver de postre para denigrarlo. ¿Llevas suficientes cucarachas?
— ¡Qué asco…! Yo no voy a llevar nunca cucarachas, te aviso.
Me río de verdad, ahora sí, con él sí.
Se acabó la mediocridad por hoy.  Y los jodidos muertos y todos esos vivos…
Y aún así, espero con ansiedad encontrar otro fiambre al que menospreciar. Me gusta mi trabajo.
La necroasistencia no da mucho dinero; pero ayuda a desahogar la tensión nerviosa diaria.








Iconoclasta

29 de octubre de 2012

Soy el más osado




¿Dónde están las cosas que me daban temor? No hay nada terrorífico, no hay nada mágico y el plomo solo se transmuta en cáncer. Los alquimistas eran simples curanderos con un afán demente por salir de su miseria.
Padre y madre no están en ninguna parte, no se encuentran en dimensión alguna. Están vulgarmente muertos y nada de ellos flota en el aire, no hay mensajes de cariño y esperanza desde otros mundos.
Es decepcionante la vida. Esto me pasa por ser intrépido y ya es tarde para no serlo; los cerebros no se formatean: o enloquecen o simplemente se mueren.
Me gustaba sentir miedo, me daba esperanza de vivir con valentía. De demostrarla.
Ahora soy el hombre más valiente y junto con mis miedos he destruido la fantasía. Aunque nunca la ha habido, nunca ha existido la magia. ¡Qué putada!
Cuando estaba engañado, cuando el miedo me obligaba a cubrirme con una sábana por las noches, sentía que valía la pena vivir. Lo jodido, es que no se necesita vivir con valentía, sino con un buen estómago que no tienda a vomitar ante tanta trivialidad.
El amor se rompe con un suspiro, con una simple corazonada de que algo no está bien, así de fácil. Como muren los padres con un ronquido cuando el corazón se rompe como un jarrón contra el suelo. El amor no lo destruye un conjuro, sino el hartazgo y el aburrimiento. La muerte llega solo por un corazón u otro órgano en mal estado.
No somos lo suficientemente importantes para el mal y el terror y lo que nos destruye son cosas tan cotidianas que uno se plantea si no han sobrevalorado la vida.
No hay seres malignos, no hay conjuros, ni encantamientos.
Soy tan intrépido que me suda la polla si el corazón me fallara ahora. Si el amor estallara como una pompa de jabón delante de mis narices sin que nadie la toque, me fumaría un cigarro pensando en el precio de una lima para uñas.
Si eres valiente ya no te queda nada por sentir más que el tedio y la repetición cadenciosa y matemática de todos los días iguales.
Uno más uno es uno, dos más dos es uno, tres mil más tres mil es uno.
Y el dolor… Una punzada en un hueso podrido no es motivo para temer.
Alguien debería crear algo nuevo a nivel cósmico para que volviera sentir el temor de cuando era niño. Y con ello, las esperanzas de una vida interesante.
Quisiera decirle a alguien, que tengo miedo por las noches, sentirme cobarde ante fuerzas que no conozco.
Sueño con mi polla expandiéndose, haciéndose enorme cada día y el resto de mi cuerpo se convierte en un pellejo pegado a ella. ¡Qué horror…! Convertirme en un pene enorme junto con la angustiosa sensación de que mi mente se hace pequeña y desaparece. Mimimimi… Claro que con una polla así, me la pela la mente. Y más si soy motivo de envidia para todos mis congéneres.
Es cinismo simplemente, hasta mis miedos sexuales han desaparecido. Y sé que lo único que podría crecer es la próstata hasta convertirse en un tumor que me colgara más abajo que los testículos.
No moriré víctima de mi propia hombría, no tengo miedo a ello. Tampoco le tengo miedo a la mutación, la espero aburrido.
Si sabes leer y comprender, la ciencia se encarga de quitar el miedo para transformarlo en una lógica aplastante. En algo aburrido. Me conformo con disfrutar y padecer de los actos, de los hechos, de las reacciones. No busco orígenes, no los quiero conocer.
Se debería hacer a sí mismo un dios verdadero que mate y haga sufrir a la humanidad, como lo hacen ahora las gentes mediocres en nombre de los dioses inventados con mentiras e insistencia secular que tantas páginas “sagradas” han llenado.
Que las deidades sean de verdad, reales y tangibles; que su mierda nos llueva sobre las cabezas.
Las tormentas y sus truenos que hacen temblar las paredes dejaron de inquietarme al conocer la física y los monstruos me hacen sonreír o me dan pena desde las primeras nociones de genética que me obligaron a estudiar.
Ni siquiera todo este hastío me da miedo, solo dolor de cabeza y más decepción.
Perdí el miedo a todo y con él, una parte importante de ilusión (a efectos prácticos, toda). Las esperanzas se fueron por un tubo largo directas a un pozo negro y pestilente donde se ahogaron entre tanta banalidad.
No tengo miedo; pero sí una fatídica tristeza. Me cuesta caminar, no quiero un nuevo día sin temor. No quiero saber, quiero ignorar y creer en leyendas que hagan peligrar mi vida con un castigo por cagarme en dios.
No hay hombres lobos, recortados contra una luna llena enorme, no hay vampiros contra los que luchar.
Mi sangre día a día se hace más espesa y al corazón le cuesta cada vez más bombear toda esa pesadez.
Ser temerario es la decepción más grande que a un humano le pueda ocurrir.
No existen los villanos, solo hay gente insignificante que estafa, daña y mata de la forma más vulgar. Y es tan mediocre y sé tan bien como actúa, que me siento sabio, ergo frustrado.
No son simpáticos, no son inteligentes. No aportan creatividad, ni interés en sus actos abominables. Cuando uno lleva dando vueltas por el planeta unos cuantos años y si no es idiota, mira a los ojos de algunos e identifica en cuestión de segundos un seso tarado, un cerebro podrido de ambición y envidia.
Y así es cada día, lo mismo. Una y otra vez sabes que no has de tener miedo, porque son solo humanos de segunda clase y solo basta estar atentos para que el miedo desaparezca con toda la magia que tiene. Ya no hay que preocuparse más que de ser cuidadoso, no hace puñetera falta la valentía.
Chorreo un coraje que cae por mi piel como un sudor rancio y viejo.
No existen ni han existido todos esos héroes, ni los zombis.
No hay seres inmortales que acaparen conocimientos y habilidades. ¿Es que no hay nada que valga la pena de temer?
Porque solo hay náusea y vómito. Y un aburrimiento que te roba el calor de la piel.
En la vida cotidiana los malos son de un adocenamiento que apesta. No tienen ninguna gracia o carisma. No se les puede repeler con ajos y las balas de plata no los matan porque pagan los mejores seguros médicos.
A veces lloro por los miedos perdidos; siempre en lugares ocultos o en lo más profundo de mi mente, allá donde las palabras se olvidan para convertirse en emociones primarias. Yo me meto allá donde solo se sufre por la falta de libertad de mi conciencia salvaje sin poder definir las ideas que duelen. Yo mismo soy mi cuarto oscuro.
Un castigo a mi osadía.
Los jueces matan la justicia y los médicos anteponen la vida de la mala gente (políticos, funcionarios, leguleyos y deportistas de élite) a la gente buena o a la que no mata a nadie.
Ojalá se transformaran esos vulgares, asesinos y envidiosos en demonios o posesos, algo fácil de matar y mágico que me diera miedo y no asco. Algo contra lo que poder luchar heroicamente. Estos villanos son longevos y si existiera Mefistófeles, habría un contrato de alma archivado en algún sitio; no venderían su alma, sino la de sus hijos o padres.
Es por ellos, por su falta de interés y decepcionante personalidad, que no recurriría a sofisticadas armas para asesinarlos.
Me bastaría un puñal o un simple y pequeño revólver.
Y mis cojones, mi valentía.
Cuando mueren, sangran como sangran todos, no hay nada de especial en sus hemorragias. Si le revientas el cráneo a un juez o al presidente de cualquier nación, se orina y defeca encima mientras su cerebro intenta funcionar a pesar del trauma. Patalea como muñecos a batería roto.
Como todos.
Si fueran super villanos se desintegrarían, se convertirían en humo o se harían pequeñitos (de un tamaño apropiado para metérselo en el culo a su puta madre) lanzando una carcajada sádica al morir.
Pero solo vomitan sangre apestosa.
Yo no quiero morir a manos de un mediocre. No quiero que me arruine un juez porque ese día le pica el culo y está de malhumor.
No hay robots que despedazan a la gente, ni temibles extraterrestres de sangre ácida.
Ya hace miles de años que no me cubro la cabeza con la sábana para protegerme de monstruos. No tengo miedo, no soy capaz de sentirlo. Cuando el miedo se va, con él lo hace la fantasía.
Ya me ha ocurrido.
Ahora me limito a blasfemar cuando identifico un ordinario peligroso y escupo con sensación de asco para aliviarme del aroma a mierda que me deja en la nariz; pienso que una estaca en el corazón de un presidente no sería suficiente, lo podrían salvar sus maravillosos médicos.
El tiro ha de ser directo a la cabeza y que no sufra, porque cuanto más sufre una mala persona, más tiempo está viviendo y más tiempo está destruyendo miedo con cada uno de sus sufrimientos. Sus muertes han de ser rápidas y eficaces. A ser posible sin que perdamos el humor.
Que sus muertes sean tan anodinas como son ellos y la vida que han creado. Que mueran con los enormes ojos abiertos de una vaca en el matadero cuando le alojan una bala en el cráneo. Tengo miedo de que no haya suficientes balas.
Ejemplo y conclusión (Lecciones de Epi y Blas en Barrio Sésamo, chapter nine):
Meter el rabo en una olla bien caliente de pozole por culpa de que Merlín el mago te haga un encantamiento, es una imagen que amedrenta al más curtido de los humanos; pero ni con senilidad, ni con cincuenta pastillas de éxtasis color azul fosforescente (“fosforito” para los más nacos o charnegos tipo Estopa) diluyéndose en mi estómago, tendría la idea de meterla dentro. Ni por accidente.  No me da miedo la posibilidad de que eso ocurra. Merlín era un mago senil y no tenía ese poder.
Los hay que aún tienen la suerte de sentir miedo y temen esta posibilidad por un infantilismo o complejo idiota de Peter Pan. Si creen que su polla puede acabar dentro de una olla por un conjuro, ya pueden ir formando cola en el ministerio de cultura para que les den su plaza de profesor. Porque se la han ganado a pulso sin necesidad de hacer oposiciones. Los ministerios de cultura de todos los países están llenos de gente así.
Lo real es que te encuentres trabajando en un restaurante porque no has encontrado trabajo de ingeniero, que es para lo que te has pasado diez años estudiando (con sus correspondientes repeticiones de cursos).
La olla de pozole o lentejas estofadas está hirviendo y hay que remover el guisado para que no se pegue, lo dice el chef que es el que paga y decide si vives o mueres.
— ¡Jefe! No encuentro la espátula para remover el guisado —te lamentas al chef sudando, impotente ante la falta de recursos para realizar el trabajo.
El chef se gira y observa una espátula del tamaño de un elefante recostada en la cocina, a un lado de tu culo y fumando tranquilamente.
— Pues lo haces con la polla —te responde amablemente.
Y ahí se te viene encima todo el miedo, todo el terror de meter el pene en esa sustancia hirviente y sufrir un dolor indescriptible. Los que aún conservan el miedo y su ilusión, lo consideran como una peligrosa y más que probable disyuntiva que les hace sudar.
Por mi parte, ante mi total ausencia de miedo y mi valentía desaforada, esa respuesta del chef me haría pensar en un refrán que dice: Donde tengas la olla, no metas la polla.
No tiene nada que ver; pero como no tengo miedo, acabo alardeando de mi inmensa cultura. Y maldiciendo todos los días tan penosamente intrascendentes que aún me esperan sin sentir temor hasta que muera.






Iconoclasta