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25 de junio de 2011

Ganchos



Índigo observaba fijamente la cabeza despellejada que le miraba desde el aparador: sus fibras rosadas, la grasa blanca que se confunde con hueso. Los ojos sin párpados negros, opacos y sin vida.
Las pupilas se dilatan mucho con la muerte, pensó.
—Póngame medio kilo de lomo —le pide al carnicero.
—¿Quiere también un cuarto de callos? La tripa está muy bien lavada y es fresquísima. Acompañan muy bien con una carne tan magra.
—No gracias, no me gustan las vísceras.
Índigo seguía con la mirada fija y un poco perdida en los ojos fríos de la cabeza, un tanto ausente. Por el tamaño, estaba seguro de que sería de macho.
—La cabeza bien horneada es un plato exquisito ¿la quiere?
—No sé, no me acaban de gustar los ojos, me recuerdan los de mi hermano.
—Tal vez lo sean; yo el otro día me comí unas manos y algo me hizo pensar que eran las de mi hijo mayor que murió hace tres semanas. El vino ayuda a pasar los malos pensamientos.
—Bueno, me la llevo; pero quítele los ojos.
El carnicero tomó la cabeza y con la punta del cuchillo extrajo los globos oculares. La metió en una bolsa de plástico transparente y la pesó.
Los labios rosados y la lengua roja eran prueba de que había sido correctamente desangrado.
—No es mi hermano, lo sé por los dientes.
—¿Dónde vivía su hermano?
—En este mismo estado, a unos doscientos kilómetros al sur.
—La ley obliga a que los sacrificados sean vendidos en otro estado a una distancia no inferior a trescientos kilómetros de sus límites —dijo el carnicero recitando una ley básica en su trabajo.
—Lo sé; pero he oído casos de quien se ha comido a sus padres.
—Siempre puede haber un error en los envíos. Es mejor no pensar en ello.
El carnicero colocó en la tabla una gran pieza de lomo que sacó de la cámara refrigeradora. Cuando abrió la puerta, Índigo pudo ver que tenía al menos cuatro piezas sin cabeza colgadas por los talones de los ganchos.
Cortaba las rodajas de lomo del mismo espesor y cada una iba a la balanza mientras charlaba con Índigo.
—¿Qué edad tiene si no es mucho preguntar?
—Cuarenta y cuatro.
—¿Y cuánto pesa?
—Ochenta y cinco.
—Pronto le tocará…
—Lo sé, no estoy nervioso.
—Yo ya he recibido la carta. Para el año que viene, durante las vacaciones tengo que ganar quince kilos. Por una parte estoy impaciente por pasar ese año entero de vacaciones en ese paraíso tropical; pero me deprime que me sacrifiquen. Tengo pesadillas.
—Yo creo —respondió Índigo con tono de voz confidencial y observando a su alrededor— que en muchos casos no aciertan a suprimir el gen del deseo de vivir de nuestro ADN al nacer. Son unos inútiles a pesar de tanto avance que dicen haber conseguido. Propaganda basura.
El carnicero asintiendo, se cortó el dedo índice con el cuchillo; lentamente cortó media uña y dejó al descubierto la punta del hueso. La carne quedó prendida en el cuchillo.
—Se ha cortado —le avisó Índigo.
El carnicero tiró a la basura su trozo de dedo, metió el cuchillo en la solución desinfectante y cogió un puñado de carne picada para ponérsela en la sangrante herida del dedo mutilado.
—Al menos han acertado con el dolor. De hecho sabemos que estas cosas duelen porque nos lo enseñaron —dijo el carnicero mostrando su dedo herido coronado por el pegote de carne picada.
—Sí, alguna cosa hacen bien. Hace cuatro meses, mi hijo en la cocina, se carbonizó la mano en la plancha; estaba muy resfriado y cuando notó el olor a carne quemada, la mano era irrecuperable.
—¿Le han trasplantado una nueva?
—No. Ya sabe como son los críos; quiso una garra metálica de esas que tienen tanta fuerza.
—¿Y el médico no le aconsejó un sacrificio en lugar de esa operación?
Índigo, antes de responder, señaló en el aparador una bandeja de hígado (de africano, decía la etiqueta).
—Los niños, la carne tierna está muy valorada. Mi mujer y yo lo pensamos durante dos días: nos ofrecían por nuestro hijo, dos años más de vida a cada uno y un año y medio de vacaciones pre-sacrificio —sintió que había hablado demasiado e hizo una breve pausa de cortesía.
—La verdad es que apreciamos a Astro, y decidimos no darlo en sacrificio —continuó explicando Índigo en vista de que no respondía.
El carnicero hizo un gesto de indiferencia.
—Yo daría a mi hija ahora mismo por un año más de vida.
—Si a nosotros nos hubiera llegado la carta para el sacrificio, también hubiéramos cambiado a Astro por los dos años de vida. Es normal.
Índigo pensó en las historias antiguas que hablaban de padres que se sacrificaban por sus hijos. No lo podía entender.
Le parecía que la vida era muy corta y los niños abundaban en exceso. Los viejos no, salvo algún presidente de un país o un millonario que con dinero hubiera conseguido comprar mucho tiempo, no conocía a ninguno. Sólo los había visto en la televisión.
¬El carnicero le alcanzó por encima del aparador la bolsa con su compra e Índigo pagó con la tarjeta de crédito.
—Gracias y que mejore ese dedo.
—Esperemos que durante las vacaciones sane, ya me tocan pronto. Pero para lo que me queda de usarlo…
—No hay que pensar en ello, a todos nos llega nuestra hora. Adiós.
—Cuídese —le despidió el carnicero alzando la mano del dedo herido, la carne picada rezumaba sangre que resbalaba por su muñeca para meterse dentro de la manga de la bata.
Cuando Índigo salió de la carnicería, sintió frío. Caminó hacia casa cerrando su chaqueta y ordenando en el monitor interno que se activara el sistema calefactor.
En seguida sintió el alivio del calor. Estaba a punto de nevar, las nubes estaban altas y muy densas. Casi podía sentirse el eco del mundo que rebotaba en aquel cielo. Era un día “sordo” donde el sonido pierde matices y no se puede asegurar de qué dirección llega.
Los coches levitaban silenciosos en un tráfico denso en la pista inferior, la superior estaba casi vacía, llevaba al norte, a los pueblos cercanos a la capital. Los que vivían más lejos eran los primeros en acabar su jornada y los primeros en empezarla. Una especie de justicia idiota e inservible que nadie entendía bien para que servía.
Un aero-móvil pasó a gran velocidad en la pista superior, apenas pudo distinguir el modelo. Cuando alcanzan los setecientos kilómetros por hora, es difícil fijarse en detalles. Era enero del 2348 e Índigo no estaba cansado de trabajar en la fábrica de computadoras orgánicas; la Dosis del Reposo que le inoculaban cada día a través del oído (y a todos los trabajadores) al acabar la jornada, le proporcionaba algo parecido a la paz.
Pero era una paz triste. Era apatía.
El espacio de calzada delimitada como paso de peatones se iluminó y el semáforo inmovilizó los aeromóviles al instante; los conductores de la primera fila, a pesar de que seguramente habían recibido su Dosis del Reposo, golpeaban el timón o bien decían alguna cosa entre dientes mirando con hostilidad a los peatones que habían provocado su detención.
El ruido de la calle provenía de los zapatos de la gente que caminaba por ella y alguna música con un volumen correcto y constantemente corregido por la Red de Control Ambiental.
Eran casi las siete y las paredes de los edificios se iluminaron con una tenue luz anaranjada que iba ganando potencia a medida que el sol se ocultaba en el horizonte.
A Índigo le animó aquella luz. Le gustaba. En los días nublados los edificios eran neutros, grises. Cuando empezaba a anochecer, parecía que uno pisaba el mismísimo crepúsculo.
A pocos metros de su casa, un edificio de trescientas plantas, había un corrillo de gente entre el que destacaba un agente de policía con su uniforme azul marino.
—Solo me he roto una pierna, dentro de dos meses me voy a mis vacaciones pre-sacrificio.
—Ya sabe la ley, señora. Si alguien mayor de cuarenta y dos se rompe una pierna, ya no se justifica el gasto de su sanación, traslado a domicilio y rehabilitación; es un gasto inútil.
La mujer había caído desde el balconcito de su casa, por lo visto estaba regando unas macetas con flores digitoplásmicas que tenía instaladas en el tejado del balcón, cuando la banqueta que usaba para elevarse, se movió y cayó al vacío.
Bajo la bata blanca térmica, no llevaba más que unos calcetines. La tibia se había fracturado y el hueso astillado había salido a través de la pantorrilla. No había mucha sangre. Hablando con el agente, empujaba el hueso para poder ocultarlo de nuevo en el músculo gemelo sin conseguirlo. Reducir esa fractura requería dos personas.
—Yo quiero disfrutar de mis vacaciones, no es justo. Puedo ir en silla de ruedas, no es necesario que me curen. Incluso me la pueden amputar.
El agente habló por el monitor de su muñeca. Con rapidez se arrodilló frente a la mujer que aparentaba tener veinte años y le inoculó Dosis Masiva de Reposo con un aerosol nebulizador. La mujer dejó de hablar y se recostó más tranquila en el inmaculado suelo de la calle.
Índigo se mantenía a unos cincuenta metros de aquel corrillo de gente, el sonido llegaba claro ante la ausencia de ruido. Como en el agua, no tardaría en nevar.
No pasaron dos minutos cuando una aero-patrulla y un aero-matadero llegaron al lugar.
Los cinco agentes que bajaron del vehículo rodearon al grupo de gente.
—¡Atención, ciudadanos! Por el artículo 159 del Código de Vida Ciudadana, están obligados a presenciar el sacrificio y ser testigos de que la ley se cumple con rigor y agilidad. Durante el proceso pueden hacer grabaciones y podrán hacerlas públicas en la red para que ayude así en la educación cívica de los habitantes de Ciudad Bella.
Algunos sacaron el monitor de entre sus ropas y empezaron a grabar lo que sucedía ante ellos.
Del aero-matadero bajaron tres matarifes y deslizaron una plataforma cerca de la mujer de la pierna rota.
—¡Qué rabia! A solo dos meses de mis vacaciones… ¬—dijo resignándose cuando casi le rozó la plataforma.
El agente se agachó para hablarle.
—¿Es católica?
—Sí.
Se sacó el monitor de la muñeca y tecleó durante unos segundos, para luego mostrarle a la mujer la pantalla.
Un sacerdote (según rezaba en el título de crédito bajo el busto parlante) le preguntó su nombre. Y tras esto le dio la extremaunción y se cortó la comunicación.
El agente sacó un frasco del bolsillo y le dibujó con aceite una cruz en la frente diciendo “amén”.
El policía se hizo a un lado para dejar paso a los técnicos matarifes.
El suelo de la plataforma era en realidad una cubeta y en ella había dos puntales de acero inoxidable en cuyas puntas se asentaba una barra horizontal con cuatro ganchos carniceros.
Dos matarifes elevaron a la mujer cabeza abajo y clavaron los tendones de los talones en los ganchos, la mujer quedó suspendida de las piernas, balanceándose desnivelada, ya que la parte del cuerpo que era sostenido por la pierna rota, era mucho más flexible y parecía que de un momento a otro se iba a desgarrar, la punta del hueso roto desapareció entre el tejido sometido a la tensión.
La bata le cubría la cara y su larga melena rubia caía sobre la cubeta.
Uno de los matarifes rasgó un poco la bata con el cuchillo y tiró de los extremos hasta partirla en dos.
Los enormes pechos se mantenían erguidos por los implantes de silicona y los retocados labios de su vagina, dejaban asomar un clítoris terso y brillante.
Uno de los operarios sujetaba en ese momento su cabeza, otro la golpeó en la sien con un mazo de madera. La mujer cerró los ojos y todo su cuerpo se convulsionó. El cerebro estaba ya desprendido. El tercer matarife ocupó el lugar de su colega y abrió la garganta en toda su longitud con un cuchillo tan brillante como el platino.
Las convulsiones de la mujer y las manos de los matarifes presionando las piernas y los brazos, ayudaban a que la sangre saliera con más rapidez del cuerpo.
En cuatro minutos dejó de sangrar y los operarios matarifes succionaron los cinco litros de sangre con un aspirador.
Le clavaron un marchamo en la oreja derecha, con los datos de nombre, edad, y domicilio. Cuando partieron el cuerpo por la mitad (separaron el tronco de las piernas cortando por la cintura con una sierra eléctrica), la metieron en la zona refrigerada del aero-matadero y se alejaron con rapidez.
Los agentes dispersaron el grupo de gente ahora completamente silenciosa y observaron que no hubiera ningún resto biológico en el suelo.
Índigo llegó al portal de su casa y tras un cortés saludo electrónico, la puerta se abrió y entró directamente a uno de los treinta ascensores que se desplazaban horizontal y verticalmente.
Violeta se encontraba tendida y desnuda en el diván mirando un programa de televisión cuando el ascensor se detuvo en el interior del apartamento.
—Buenas noches, Sr. Lerva —le saludaron las paredes.
—¡Hola Indi! ¿Cómo ha ido hoy el día, cariño?
—Acaban de sacrificar a una mujer aquí mismo.
—¿Ahora? ¿Lo has grabado? ¿Por qué no me has llamado?
—Ahora mismo y no lo he grabado. Y tampoco he pensado en llamarte para compartir esa mierda.
—Mira que eres soso.
—La mujer quería disfrutar de sus vacaciones, tenía cuarenta y dos.
—¿Qué le ocurrió?
—Cayó desde un segundo piso y su tibia se quebró.
Violeta se arañó el pubis y deslizó un dedo en la vulva.
—¿Crees que le dolió? —hablaba excitada.
Índigo se sacó el pene del pantalón y lo acercó hasta la cara de Violeta.
—No le dolió, sólo se sentía triste.
—¿Sus tetas eran grandes?
—Enormes y tersas —respondió Índigo llevando el pene a los sensuales labios de Violeta.
El glande estaba lleno de cicatrices, había varias recientes. Incluso en la base, se podía observar la merma de carne.
Violeta lo succionó y sus incisivos se clavaron profundamente en la carne. No había dolor, todo era placer.
Índigo llevó la mano al pubis arañado, que presentaba también un sinfín de cicatrices. Había cráteres en la suave piel producto de cigarrillos apagados.
Clavó las uñas en los muslos interiores, dañando también los labios vaginales.
Ambos suspiraban con excitación.
De una cajita de espejo y con un display que indicaba la presión sanguínea por el contacto de los dedos, entre suspiros de placer, Violeta extrajo tres agujas cortas y de grueso calibre.
Índigo había introducido el dedo corazón e índice en su vagina e intentaba lacerar con las uñas la húmeda y elástica carne interior sin conseguir hacer daño debido a la masiva lubricación de su mujer. Una mancha húmeda se extendía en la tapicería del diván bajo el sexo de Violeta.
—Le golpearon la cabeza para atontarla con un mazo. Su cerebro se hizo papilla, un matarife sujetaba su cabeza…
Violeta respondía con gemidos, cada vez más excitada. Girando lo que pudo el torso para enfrentarse a los testículos, clavó la aguja en el escroto, en la parte superior donde la piel tenía contacto con el pene y lo atravesó con rapidez y decisión.
Manó sangre y la bolsa testicular pareció llenarse de repente, posiblemente había dañado un vaso sanguíneo y provocado con ello hemorragia interna.
Le ofreció una de las agujas a su Índigo y éste sacó los dedos de su vagina, se arrodilló frente a ella y atravesó uno de sus labios vaginales, de tal forma que la cabeza de la aguja, rozaba el clítoris continuamente.
Violeta separó las piernas todo lo que pudo. Índigo lamió las heridas de sus muslos y cogió la otra aguja que le ofreció su mujer.
La clavó en el perineo, en diagonal, de tal forma, que la punta dañó el conducto rectal.
Tal vez fuera la ausencia de dolor, lo que aquel daño estimuló un violento derrame de flujo, como una eyaculación transparente y viscosa que se mezclaba con alguna gota de sangre que se filtraba entre el metal de la aguja y el tejido.
Sus gemidos obscenos crecieron en intensidad. Índigo tiró de la cabeza de la aguja que rozaba el clítoris y la soltó de tal forma que lo azotó. Los ojos de Violeta se pusieron en blanco, su espalda se arqueó y sus uñas se clavaron en el escroto. Índigo jadeaba, sentía como una caricia el daño que los dientes infligían al glande. Y él movió su pelvis para hacer más profundo el roce.
Los dientes de su esposa estaban sucios de sangre, y de la comisura de sus labios se escurría una saliva rojiza.
Se subió encima de Violeta y la penetró violentamente, hundiéndose en ella hasta que los pubis quedaron completamente aplastados. Ella pedía más, con las piernas le rodeaba la cintura y le obligaba a profundizar más. La aguja del escroto erosionaba la vulva. El daño, la herida, como en un milagro, se convertían en placer.
Su naturaleza pervertida a nivel genético exigía placer a costa del cuerpo, de la sangre y de la carne.
La penetró por el ano y en el bálano se hizo un profundo arañazo con la punta de la aguja que atravesaba el perineo y dañó alguna vena.
Ella se sacudió con una serie de orgasmos interminables, y ante el movimiento desenfrenado y la violenta crispación del placer, se desgarró el labio vaginal desprendiéndose la aguja que presionaba su clítoris.
Índigo eyaculó en el ano, con la punta de la aguja inmovilizando su pene en aquel estrecho agujero. Para poder extraer el pene, tiró de la aguja. Del ano de Violeta rezumaba semen rosado.
Tras recuperar el aliento, Índigo hizo una video-llamada a uno de los quince médicos que atendían aquel edificio.
—Hemos realizado el acto, doctor. Necesitamos cura y profilaxis —dijo mostrando su pene herido, ensangrentado y lleno de excremento.
—En dos minutos estaré en su casa, señor Lerva.
Violeta e Índigo se encendieron dos cigarrillos de marihuana y coca y esperaron al médico compartiendo el diván.
—¿Nos harán lo mismo que a esa mujer?
—Sí, solo que será en un lugar más íntimo, y estaremos más sedados. No estaremos tan nerviosos.
—Bueno, sea como sea, lo importante son las vacaciones —Violeta acababa de aspirar dos bocanadas de su cigarrillo y sus palabras tenían ya una entonación narcótica.
El ascensor se abrió y dejó pasar al médico de guardia.
—El doctor Guerrero ha llegado.
Violeta e Índigo continuaron tendidos en el diván hasta que apareció el médico en el salón.
—Buenas noches, doctor.
—Buenas noches. ¿Han sido heridas muy profundas? ¿Se sienten débiles por hemorragias?
—En absoluto, doctor, no hemos sido muy agresivos.
No era un médico amable, sólo era eficiente. Los médicos eran la única clase social a los que se les había instaurado el gen del dolor. El médico ha de conocer el dolor, para reconocer el daño ajeno.
Y eso no les hacía tener una buena consideración de los actos de sus pacientes.
Ni como doctor, podía entender aún bien, como la ausencia de dolor podía llevar a que una persona fuera tan cruel con su cuerpo.
Posiblemente es el mismo sistema por el que el torturador es capaz de despedazar a sus víctimas; si el torturador hubiera sentido en su propio cuerpo todo ese dolor, es muy posible que se dedicara a cosas más amables.
Del maletín extraño un separador que colocó entre los muslos de Violeta. Revisó su vagina con una lupa luminosa y unió la herida del labio desgarrado con sutura química. Cicatrizó la herida con láser azul.
Para reparar el perineo, introdujo una pequeña sonda por el ano, mediante el control remoto, y a través del monitor, introdujo una cánula extremadamente corta y aplicó desinfectante y un tejido artificial a presión, este se hizo una masa dura que taponó el agujero. Era un lugar delicado, ya que los excrementos podrían infectar rápidamente la herida.
Por último, aplicó loción con colágeno y cortisona en el monte de venus.
Atendió a Índigo tras practicarle un lavado de pene. Cicatrizó la herida del escroto y con láser cerró la vena que en su pene se había rasgado con la punta de la aguja.
A pesar de los años que llevaba curando heridas, no podía hacerse a la idea de cómo era posible hacerse tanto daño sin sentir dolor. Sentía que a él mismo le dolían las operaciones y curas que realizaba; pero en las caras de sus pacientes solo se podía observar aburrimiento.
Guerrero, mientas realizaba su labor, pensaba que si la gente viviera más allá de los cuarenta y pocos años, no podrían reponer más tejido. Después de sus prácticas sexuales y deportes violentos, llegaban a faltar grandes trozos de piel y carne irrecuperables. Aún no se podía cultivar tejido humano para restaurar los trozos que llegaban a faltar. Al menos, no para la gente normal, esos cultivos estaban dedicados a gente con mucho poder y gran nivel adquisitivo.
El sistema acústico avisó de la entrada de Astro.
—¡Hola! —saludo chasqueando su poderosa garra mecánica.
Era un niño de abundante pelo rizado, de piel morena y musculoso, dentro del rango de peso y talla de los demás niños.
—¡Hola Astro! ¿Cómo ha ido el colegio? —preguntó Violeta
—¡Genial! Pero se me ha soltado un nervio de la garra y no puedo mover el meñique —dijo con una sonrisa en la boca mostrando el engendro mecánico en su brazo izquierdo.
—¿Le podría dar un vistazo, doctor Guerrero?
—Vamos a ver esa garra…
Astro se acercó al doctor y éste con unas pinzas extrajo el nervio que pendía suelto desde un desgarrón de carne muy cerca de la muñeca.
—¿Qué edad tienes, Astro?
—Doce.
Guerrero pinzó el nervio con un electrodo, sacó de su maletín un hilo de titanio del grosor de un cabello y lo sujetó a otro. Las dos puntas iban a parar a un fusionador de tejido y titanio. Tras una breve descarga verdosa, el tejido nervioso y el titanio quedaron soldados. En la muñeca se creó una fea quemadura que el médico trató con plástico orgánico.
—Gracias doctor — dijo Astro haciendo chascar los dedos metálicos.
—¿Eres buen estudiante?
—Sí señor. Mis segundos padres son una familia rica, subiré de escala social.
—Ya va a visitarlos dos veces a la semana y algún fin de semana lo pasa con ellos. No tardaremos en recibir la carta para las vacaciones y el sacrificio —explicó Violeta al doctor.
—Desde que cumplí los cuarenta y tres, la Junta de Sacrificios buscó los nuevos padres de nuestro hijo —aclaró Índigo.
—¿Sois los padres originales?
—Por supuesto, Astro es muy joven para haber tenido otros —contestó Violeta.
—No es raro que a su edad algunos niños, por la muerte de sus padres, vivan con otros de adopción. De cualquier forma me alegro mucho de que todo vaya tan bien. Y yo me voy que tengo aún un par de pacientes que visitar. Buenas noches, familia.
—Buenas noches, doctor Guerrero —respondió casi al unísono la familia.
Astro se acercó a su padre y observó el pene aún enrojecido tomándolo con su garra izquierda con sumo cuidado. A Índigo le sobrevino una erección.
—Esta vez no te lo has estropeado mucho.
—Apenas nada. Si quieres practicar sexo con tu madre, ella también está curada, no ha de guardar dos horas de reposo como otras veces.
Violeta separó las piernas para mostrar la vagina curada a Astro.
—No me apetece ahora, quiero ir a jugar con la computadora.
La madre hizo un mohín de desencanto y le dio un beso en los labios.
—Tienes dos horas de juego antes de cenar.
—Suficiente —contestó Astro ya corriendo hacia su cuarto.
Al cabo de dos horas cenaron viendo un programa de caza humana y sacrificios ilegales. No tuvieron ningún tipo de conversación en las tres horas que duró el programa.
Índigo soñó que era sacrificado en plena calle y que Astro y Violeta le besaban los labios despidiéndose. Tras su beso, su mujer le asestaba un golpe en la sien con un pesado martillo. Su hijo le abrió la garganta con un cuchillo adaptado al dedo índice de su garra. Cuando le clavaron el marchamo en la oreja, le dolió.
Cuando despertó, se inoculó dos Dosis del Reposo y su humor mejoró.
Su angustia era más soportable.
La tercera dosis de la mañana se la inocularon en la recepción de la fábrica de computadoras orgánicas y se le borró todo rastro de angustia de la memoria.
Aún así, pensó en la tristeza que decía sentir el carnicero, a él le estaba pasando igual. Tal vez fuera por el efecto de la conversación con el doctor.
Tal vez fuera porque le acababan de entregar la carta para el sacrificio junto con las órdenes de trabajo de la jornada: en febrero del 2348 comenzaría sus vacaciones con su esposa, durante ese tiempo debían de ganar quince kilos de peso. En abril del 2349 serían sacrificados. Un largo mes para iniciar las vacaciones, un año para dejar de vivir.
Violeta sería sacrificada un año más joven; cosa normal, los matrimonios suelen elegir pasar juntos su año vacacional.
Se encontraba inundando en plasma de médula espinal una bandeja de acero inoxidable con cincuenta transistores fabricados con materia gris de hembra alemana. Luego metió los componentes en un liofilizador-conductivo para tratar las materias orgánicas y conseguir su conductividad tan característica.
La materia orgánica había sustituido a los superconductores. Y los ordenadores se adaptaban y aprendían costumbres y comandos de los propietarios. Ya no se medían sus velocidades de procesamiento ni su memoria. Los ordenadores se elegían en función a su tamaño y estética.
El silencio era absoluto en su sala, como absoluta era la pureza del aire, la esterilidad del ambiente. Se encontraba en la sección más delicada y crucial de la fábrica. Su cuerpo desnudo estaba cubierto por una membrana elástica y transparente de silicona, tan adherida a su piel que debía trabajar a cinco centígrados de temperatura para no liberar sudor.
—Indi, he recibido la carta —le habló Violeta directamente a su implante interno auditivo.
—Lo sé, me acaban de entregar la copia.
—No dicen donde pasaremos las vacaciones.
—Nos lo comunicarán cuando acudamos a la Junta de Vacaciones y Sacrificios junto con el plan de engorde y las fechas concretas.
—Estoy contenta.
—Yo siento náuseas —respondió Índigo cortando la comunicación.
Violeta arrugó el ceño sin entender el malhumor de su marido, programó limpieza general de la cocina y acudió al médico de familia para implantarse una prótesis sensitiva en el clítoris que le diera más volumen.
Se masturbó cinco veces antes de que llegara Índigo, el clítoris sobresalía entre sus labios vaginales y no tenía que separar las piernas ni meter los dedos para masturbarse. Astro la masturbó tras la comida.
Violeta estaba radiante de felicidad.
A media mañana, Índigo recibió a un joven de veintidós años para adiestrarlo durante el próximo mes en la operativa de los “seso-transistores”, como así los llamaban entre los compañeros de trabajo.
Ciudad Bella lucía unos edificios sutilmente brillantes para favorecer la visión y evitar el duro contraste de un cielo nítido, las pupilas no sufrían bruscas dilataciones y contracciones. Las retinas se usaban para el tratamiento óptico de las pantallas de televisores y monitores.
Mientras miraba la ciudad durante su tiempo de descanso desde la ventana de su pequeño cubículo, Índigo se pinchó con la punta de la pluma la esclerótica de su ojo derecho como acto de rebeldía.
Lloró una lágrima ensangrentada sin dolor, era una simple reacción física.
Astro se encontraba en casa de sus próximos padres, el colegio lo había enviado durante dos horas, era parte del programa educacional.
Se trataba de un matrimonio de veinte y pocos años, aún tenían mucha vida por delante. Era una pareja estéril, que lo mimaban más que sus padres. Los padres artificiales siempre se esfuerzan más por ganarse a los niños.
Gilda había programado en la cocina un costoso pastel de chocolate y nata con pequeños trocitos de trufa. Astro se lo comió y luego le masajeó los pechos hasta que Gilda se atrevió a pedirle que hundiera los dedos en su vagina.
Debido a la torpeza de Astro, no consiguió llegar al orgasmo y ella lo consoló diciéndole que era muy joven que ya aprendería y que ella no se encontraba muy bien.
—Tus padres serán sacrificados el año que viene, me lo acaban de comunicar como a ellos. Ya pronto estaremos juntos siempre. ¿Estás contento?
—Un poco sí, mi papá parece un poco cansado y aburrido últimamente. Ya son viejos.
—No se lo digas, para lo que les queda no es necesario que se sientan mal.
—De acuerdo, Gilda.
—Llámame mamá.
—Sí, mamá.
Astro volvió a su colegio en un aero-taxi que había recogido a otros seis niños en sus próximos hogares.
Violeta, Índigo y Astro cenaban viendo un programa de televisión sobre la caza de focas. Estaban prácticamente hipnotizados con las imágenes de las crías apaleadas.
—Yo quiero cazar crías de foca, papá. ¿Cómo lo hago?
—Mañana puedes comentarlo con tu profesor. Matarifes, cazadores y perseguidores de hombres aprenden en lugares que se encuentran fuera de Ciudad Bella, deberían trasladarte lejos. Tus próximos padres deberían darte permiso para ello.
—¿Y si no quieren?
—Les dices que pedirás unos padres nuevos, que no quieres estar con ellos —respondió Violeta.
En el televisor un hombre vestido con un traje térmico que se fundía en su cuerpo como una segunda piel, asestaba golpes en la cabeza de una cría de foca con un bate de béisbol. La piel de la madre se salpicaba de sangre en vano intento de proteger a su hijo.
—Es precioso el contraste de la sangre en la nieve. Es pura libertad —comentaba Índigo repelando con el cuchillo la carne de la mejilla de su cabeza horneada.
Violeta pellizcó un trozo de grasa dorada que colgaba de la nariz.
—Indi… Estoy un poco nerviosa por el sacrificio. ¿Cómo será morir?
—Morir es simplemente cerrar los ojos y no ser. No hay misterios. Simplemente pensaremos que dormiremos y cuando nuestro cerebro deje de tener impulsos eléctricos, ya no sabremos ni siquiera que un día fuimos. No es complicado.
—¿Dónde pasaréis las vacaciones, papá?
—En las islas Fidji, nos han destinado un bungalow en el interior. Dispondremos de quads para traslados a la playa.
—¿Podré visitaros un día? —preguntó emocionado por la perspectiva de conducir un quad.
—Sabes que cuando seas hijo de tus próximos padres, no nos podrás volver a ver.
Astro guardó silencio llevándose un trozo de hígado poco hecho a la boca.
Violeta se subió la bata y le mostró su enorme y recién remodelado clítoris a Índigo, éste lo mordió y lo mutiló entre los profundos gemidos de placer de su mujer y compañera de matadero.
El doctor Guerrero hizo lo que pudo por dejar el clítoris como nuevo y aunque quedó una pequeña cicatriz, seguía sobresaliendo con una gran sensibilidad.

Febrero 2348
Un aero-taxi de la Comisión de Vacaciones y Sacrificios transportó a Índigo y Violeta hasta el aeropuerto internacional de Ciudad Bella, sin equipaje. Antes se despidieron para siempre de su hijo Astro.
Astro guardó sus cosas más personales y durante los diez minutos que esperaba a que sus nuevos padres lo vinieran a buscar a casa, se sintió solo y pensó que echaría de menos a sus verdaderos y primeros padres.
Con el tiempo, Gilda y Sebastián, convencieron al pequeño para que se implantara una mano natural. Se destruyeron todos los archivos de voz, sonido y texto que habían sido creados durante su vida con sus primeros padres.
Era una norma del Código de Vida Ciudadana.
Violeta se encontraba más animada que su marido y no cesaba de hablar durante el trayecto del vuelo que les llevaba al archipiélago de Melanesia, al este de Oceanía. Índigo leía sobre las trescientas islas que formaban el archipiélago y se preguntó si podrían salir de las Fidji para visitar otras.
Minutos antes de aterrizar, pidió una dosis doble de Reposo. No tenía hambre, no quería engordar y por ello, su ración de costillas de macho afgano (recomendadas por la práctica ausencia de grasa), seguía intacta cuando el avión aterrizó.
Todo en aquel complejo turístico, estaba pensado para que no tuvieran que hacer ejercicio físico. Los bungalows, a pesar de aparentar ser de madera y techo de paja, eran auténticas casas con todos los equipamientos, y una red subterránea de servicios de bebidas y comida, enviaba los pedidos a cada bungalow por medio trenes y ascensores robotizados.
La oferta en pornografía era abundante, pero a Índigo le sorprendió la increíble calidad de los programas de sexo de realidad virtual. Ya no habían sensores en manos o genitales, a través de lo que parecía un auricular, se excitaban todas las partes del cuerpo.
Eyaculaba sin tocarse, su pene se endurecía ante la visión de la mujer que se penetraba el pene cortado de un hombre recién sacrificado (se suponía que ella era la matarife en esa película) y los impulsos eléctricos generados en su oído, bajaban directamente a su glande, creando un manto levemente electrostático en todo su sensible tejido. Violeta a menudo se masturbaba observando con los dientes clavados en el labio, cómo aquel pene se expandía y se agitaba a pesar de que Índigo parecía dormido.
El médico que examinaba a los turistas, mantuvo una charla con Índigo.
—¿Por qué no quiere engordar? Se ha de sentir muy decaído para no comer en suficiente cantidad las exquisiteces que sirven en este paraíso. Con los dos meses que lleva aquí, ya debería haber ganado siete u ocho kilos.
—Tengo algo de miedo, tengo inquietud por el momento del sacrificio. He soñado que gritaba y lloraba, que sentía algo horrible en mi cabeza cuando me aturdían antes de degollarme para el desangrado.
El médico observó sin demostrar preocupación visible, los globos oculares de Índigo: las escleróticas estaban irritadas y presentaban multitud de abrasiones, pequeños pinchazos que incluso llegaban a tocar el iris.
—No se preocupe por eso, es sólo una idea sin fundamento, algo normal en muchos de los que están próximos a ser sacrificados. La verdad es que no habrá ningún dolor y cuando llegue el momento, no sentirá ningún tipo de miedo ni temor. Toda la vida ha estado preparándose para el sacrificio, y le aseguro que siempre funciona como está previsto.
El médico del complejo turístico le inoculó una dosis de Paz y Amor por los lagrimales y por fin Índigo se sintió más tranquilo y en paz.
Paz y Amor es una droga ansiolítica y sedante que solo se administra en los últimos meses de vida, ya que es adictiva y baja el rendimiento físico y mental.
A partir de ese momento, toda bebida y comida que tomara estaba servida con Paz y Amor. Durante aquellos diez meses de vacaciones su humor mejoró y salvó algún día aislado, no volvió a pincharse los globos oculares como acto de rebeldía.
Todo el resto de su vida permaneció sumido en una controlada y artificial alegría y paz espiritual.
Al cabo de cinco meses ya habían hecho las suficientes amistades como para participar en las orgías y en los cuartos oscuros.
A partir de una orgía en un cuarto oscuro, Índigo comenzó a ganar peso con velocidad.
El matrimonio fue invitado a una fiesta negra, donde los participantes desnudos y llenando las habitaciones de uno de los bungalows, tocaban e intentaban tener actos sexuales con todo aquel que pasara cerca de ellos.
Violeta fue la primera en sentir que algo no iba bien: su pezón derecho había desaparecido, había sido limpiamente seccionado. Se dio cuenta de ello por la humedad que sentía, cuando salió al exterior pudo ver la gran cantidad de sangre que bajaba por su estómago desde el pecho mutilado.
Índigo salió unos minutos más tarde, también había sentido una humedad anormal en la entrepierna: tenía un solo testículo colgando que se quedo en su mano al tocárselo. El otro debería haber caído en la casa.
Llamaron al médico rápidamente para que les curara la hemorragia y denunciaron el hecho en la recepción del complejo turístico.
La mutilación sin permiso, como acto vandálico estaba severamente castigada.
Violeta exigió un pezón electro-orgánico, había oído hablar de ellos, de su extremada sensibilidad: provocaban de cinco a seis orgasmos con sólo chuparlos. El secreto se hallaba en que el implante del pecho llevaba dos electrodos que se conectaban directamente a los labios vaginales, muy cerca del clítoris.
Índigo quiso que al menos, por estética, le cerraran la bolsa testicular con algún relleno anti-alergénico.
En ambos casos las autoridades negaron los implantes, ya que dado el poco tiempo que les quedaba de vida, no era razonable.
A Violeta le cortaron un trozo de glúteo para modelar un pezón. A Índigo le cerraron el escroto vacío con láser azul y le implantaron vello en gran cantidad.
Los agentes que velaban por el Código de Vida Ciudadana, observaron las escenas grabadas en la casa oscura. En todas las casas se grababa constantemente a sus ocupantes. En plena oscuridad las cámaras cambiaban al modo de infrarrojo.
Allí, sin ningún tipo de investigación más que la observación de la grabación, dieron con el mutilador.
Era un hombre de mediana estatura, obeso y calvo. Vivía dos casas más a la izquierda de Índigo y Violeta. Apenas habían cruzado palabra con él. Era un soltero huraño que apenas hacía vida social.
La policía pudo ver como entre sus adiposos glúteos sujetaba un cuchillo de filo de diamante, de hecho es un filo virtual, ya que se trata de luz láser con una longitud de onda mortal.
Tocó a Violeta en su sexo y ésta torpemente a oscuras, lo rechazó empujándolo con la mano en el pecho. Luciano, el agresor, se sacó el cuchillo de las nalgas y con un arco luminoso, cortó el pezón de la mujer sin que ella se inmutara.
Índigo caminaba tras ella. Luciano lanzó la mano de nuevo para herir el sexo de la mujer, pero esta ya se había desplazado y el corte se lo llevó el marido.
Un testículo fue limpiamente seccionado por la mitad junto con el escroto, dejando abiertos y al exterior los conductos seminales, nervios y vasos sanguíneos.
Cuando la policía se presentó en el bungalow de Luciano, apenas había pasado una hora de la agresión y aún estaba trabajando el médico en la herida de Índigo.
Un policía llamó a la puerta de su bungalow.
—Señores Lerva, el caso está resuelto.
El médico seguía trabajando en el escroto sin prestar atención.
Colocaron en el reproductor de Virtuosismo el disco con la grabación de los hechos. Violeta se excitó ante la violencia a la que había sido sometida sin darse cuenta y se acarició el voluminoso clítoris durante los quince minutos de grabación. Disfrutó tres orgasmos en medio del silencio de los hombres.
El médico trabajó la herida con dificultad, ya que Índigo tuvo una fuerte erección con aquellas imágenes.
—Es su vecino, el señor Luciano. Soltero y de profesión guardia de tráfico. Vive dos casas más allá —señaló con la mano en dirección oeste— ¿Desean asistir al acto de justicia que se llevará a cabo en diez minutos aproximadamente?
—Por supuesto —respondió rotundo Índigo.
—Pues yo voy a vestirme y vamos allá —terció Violeta animada.
Llegaron a la casa de Luciano como una pequeña comitiva: el médico que se ofreció para grabar el acto de justicia, el policía, Violeta e Índigo. Pegados al cercado del jardín se encontraban una docena de curiosos.
Un agente de policía sujetaba a Luciano por un codo, desnudo ante los espectadores. Luciano era un tipo con una voluminosa barriga que casi ocultaba el pene en su totalidad. Sus testículos no se podían apreciar porque estaban enterrados entre la adiposidad de los muslos.
Un juez estaba situado a la derecha del obeso con expresión aburrida, mirando continuamente el reloj.
Su papada se sacudía en una respiración forzada, sus ojos estaban enrojecidos y húmedos. Sus labios temblaban con nerviosismo, en sus costillas había grandes hematomas, con el inconfundible color verde de las porras químicas, diseñadas para provocar el dolor que no podían sentir los humanos tras su nacimiento y posterior extirpación del gen del dolor.
Las porras químicas, con cada golpe, inyectaban un ácido irritante que penetraba en las fibras musculares para llegar al hueso, causaba una profunda irritación en el sistema nervioso. Humanos sin tara alguna, es decir con capacidad para sentir el dolor, habían muerto de dolor. El corazón no soportó esa descarga química.
Luciano supo lo que era el dolor a sus cuarenta y cinco años y a quince días de su sacrificio.
—¿Son ustedes víctimas y testigo-grabador?
—Sí señoría —respondió el agente cumpliendo el ritual y presentando al matrimonio y al médico.
—Pasemos entonces a la sentencia. Por la amputación del pezón de la señora Lerva, se condena a Luciano a la extirpación de sus dos tetillas mediante láser e irrigación epidérmica de Dolor Químico en las heridas ocasionadas. Por la mutilación de los testículos del señor Lerva, se condena a Luciano a la castración total de sus órganos genitales mediante láser e irrigación epidérmica de Dolor Químico.
Se considera que la glándula mamaria de las mujeres es mucho más importante que las falsas mamas de los hombres. En un intento de justicia, un servidor, juez y jurado, ha intentado equiparar el daño que ha ocasionado este delincuente. ¿Están de acuerdo las víctimas?
El policía habló en voz baja con Índigo y Violeta.
—Señoría, no están de acuerdo, agradecen su deferencia con la sentencia de la mutilación de las dos tetillas. Pero exigen también la lengua que se podrán llevar para cocinar y que se le mantenga en hemorragia durante cuatro minutos.
—Lo encuentro justo, así pues que se cumpla la sentencia. Oficial, corte primero la lengua para que no se la muerda y se estropee la cena de nuestras queridas víctimas.
El policía colocó una mordaza en la boca de Luciano que se accionó hasta separar al máximo las mandíbulas. Con unos pequeños alicates pinzó la lengua de Luciano y tiró de ella hasta que el hombre parecía a punto de vomitar. Sacó de su bolsillo un láser pequeño y al pulsarlo emitió un haz de luz azul que cortó la lengua, mantuvo la mordaza en la boca para pulverizar en ella Dolor Químico. Luciano se derrumbó entre gritos de dolor. El policía que estaba con el matrimonio y el médico, cruzó el jardín para ayudar a su compañero a poner en pie a Luciano.
La sangre manaba por su pecho y sus grasas se movían espasmódicamente con cada sacudida de dolor.
El agente que cumplió la sentencia, guardó la lengua en una bolsa, practicó el vacío y se la entregó al juez.
Ante la experiencia, los policías decidieron maniatar a Luciano a uno de los postes que aguantaban el techo que formaba el pequeño porche para que no volviera a derrumbarse por el dolor. El agente que ayudaba cogió con los mismos alicates el pezón y la areola del hombre y tiró de ella hasta que el tejido se tensó. El otro agente cumplió la sentencia y cortó la tetilla. El tejido que quedaba volvió a su sitio de repente, quedó una mutilación del tamaño de un puño. Con la otra tetilla hicieron lo mismo; acto seguido se le pulverizó Dolor Químico y se pudo apreciar como la sangre hervía en sus masivas heridas. El hombre se golpeaba la cabeza contra el poste al que estaba atado intentando soportar el dolor.
Con cierta dificultad, los agentes separaron las enormes piernas y accedieron a sus genitales, la sangre que manaba del pecho y la boca les obligaba a limpiar continuamente la zona para poder tener una buena visión. El público no pudo observar la operación puesto que los agentes ocupaban el primer plano. En unos segundos el verdugo lanzó el pequeño pene a los pies del juez e instantes después la bolsa testicular.
Aplicaron Dolor Químico y Luciano se destrozó el cráneo contra el poste ante la locura incontrolable del dolor. Lo liberaron de sus ataduras y dejaron que cayera al suelo, se podía observar pequeños trozos de cerebro entre el pelo de la parte posterior de la cabeza.
Durante cuatro minutos esperaron antes de que un agente médico, cerrara las heridas para evitar la masiva pérdida de sangre.
Luciano se encontraba en estado de shock y apenas se movía. El médico decidió cerrar la herida de la cabeza tras meter con el dedo el trozo de cerebro que asomaba.
Los presentes aplaudieron y el juez y los policías hicieron una reverencia a modo de saludo. Se marcharon todos charlando animadamente. Luciano quedó tirado en el jardín sin consciencia.
A partir de aquel momento, Índigo engordó rápidamente, su voz se tornó más suave y su deseo sexual se inhibió.
Violeta tuvo que satisfacer sus deseos sexuales en casa de amigos y en los locales destinados a ello. Su clítoris sobredimensionado pedía continuamente más atenciones y a medida que se acercaba la hora del sacrificio, dedicaba más horas al sexo.
Por su parte Índigo desarrolló una gran afición por la caza. Al sur de la isla y en el interior, se encontraba un coto de caza, donde se podían elegir piezas grandes, pequeñas o bien, participar en competición junto con otros dos tiradores.
Un aero-quad que reproducía las irregularidades del terreno, era su transporte habitual, Virginia prefería los aero-taxis.
El coto disponía de crianza propia, y por el camino que conducía al campo de tiro, se podían ver aborígenes de la isla en distintas tareas o bien fumando algún canuto de marihuana. Los pequeños correteaban desnudos y de vez en cuando, era fácil golpearlos con el quad cuando saltaban al camino.
El campo de tiro era como un coliseo romano en miniatura, los niños, mujeres y hombres caminaban aburridos mirando de vez en cuando a las gradas, donde los tiradores escogían a sus presas, que tenían un número tatuado en su espalda.
Cada tirador tenía que elegir rápidamente el número de su víctima, no se permitía disparar a una presa ajena. Parte del juego era elegir con rapidez el hombre, mujer o niño más apetitoso para así ganar puntos. Puntos que servirían para comida extra. La castración eleva el apetito.
Los fusiles utilizados eran las clásicas armas de fuego, de gran estampido y pesadas. Las gruesas balas provocaban grandes mutilaciones en los cuerpos. Cuando se disparaba a un presa pequeña de tres o cinco años, en cualquier punto que se apuntara era muerte segura.
Si tras el primer disparo, la presa era herida y en los siguientes cinco disparos no se conseguía matarla, un empleado del campo de tiro, acudía con un cuchillo tradicional y la sacrificaba clavándoselo bajo la nuca.
Los aborígenes no se inmutaban ante los disparos, se encontraban sedados y su única actividad era tumbarse en la arena o caminar en círculos. Algún niño corría o daba algún grito, otro reía por algo que nadie veía.
Olía mal, en el ambiente se respiraba a podredumbre. A matadero.
Índigo eligió una grada para disparar estirado con el cañón apoyado en un trípode. En el mando control de su puesto tecleó: 18. Se trataba de una mujer joven como todas, desnuda; pero destacaban sus pechos menudos y tersos. Sus pequeños pezones a través del monitor de la mira telescópico, se veían erectos. Sus muslos estaban sucios de sangre de menstruación.
Apuntó a la cabeza, presionó el gatillo y falló. No le dio de lleno, sino que le arrancó la oreja derecha. Accionó el cerrojo del fusil para cargar otra bala y disparó de nuevo. Cayó como si se desmayara, no hubo empuje, la bala actuó como si desconectara el conmutador de vida de la presa.
La bala entró por debajo de la nariz y salió por la nuca. El monitor del campo de tiro reprodujo el disparo desde distintos ángulos y se podía observar con total nitidez el agujero de entrada de la bala.
Ganó tan solo quince puntos, por un buen tiro se otorgaban cincuenta puntos como máximo.
Apenas tenía para un riñón español al jerez. Y tenía hambre.
A los pocos minutos, mientras fumaba un puro habano, salió a la arena el grupo folclórico de la islas, se componía de cuatro hembras, cinco niños de cinco a quince años y diez machos adultos de diversas edades.
Cada uno llevaba su propia puntuación pintada en pecho y espalda, era caza libre.
Por la acústica comenzó a sonar la música y el grupo empezó a bailar con una estudiada coreografía, todos sonreían y cada veinte segundos se lanzaban en carrera para formarse en otra parte del campo. Sólo se les podía disparar durante el baile.
Alguien disparó a una niña cuando corría a la formación y se le quitaron los puntos que tenía acumulados.
Eran aproximadamente unos cincuenta tiradores. Los silbidos de las balas no provocaban inquietud en las presas y cuando alguna caía abatida entre ellos, procuraban evitarla y en el intento perdían el equilibrio los más pequeños, algunos de ellos eran tiroteados en el suelo y no se levantaban.
Durante el tercer baile, fue abatida la última presa.
Índigo se llevó aquel día seiscientos puntos y pasó la tarde en un restaurante de buffet libre mientras Violeta practicaba sexo escatológico (una disciplina a la que había cogido afición por una íntima amiga que hizo) con un grupo de adictos al sexo compulsivo.

Abril 2349
Después del desayuno se presentó el aero-transporte que los llevaría al matadero. Un agente llamó a la puerta de su bungalow.
—En cinco minutos tienen que subir al transporte, van a ser sacrificados en quince minutos. Desnúdense y suban al aero-transporte.
Índigo sintió un inmenso vacío en su enorme estómago, ya pesaba ciento cincuenta kilos y le temblaron las rodillas. Violeta había ganado veinte kilos y su piel estaba sucia y maloliente, lanzó un suspiro de tristeza.
El agente les inoculó en el oído una dosis triple Droga del Reposo y en pocos segundos sus semblantes se relajaron.
El aero-transporte tardó cinco minutos en llevarlos al matadero.
El ambiente en la sala blanca alicatada era frío.
—No les proporcionamos abrigo porque esto será muy breve —dijo como todo saludo el matarife abrigado con una parka de pelo artificial.
—¿Quién va a ser primero?
—Quiero ser yo —dijo Violeta rápidamente acercándose al matarife —. Perdona, cariño; pero no me apetece nada ver como te sacrifican.
—Está bien, mujer. Ha sido una buena vida, te amo.
—Te amo, Indi.
—Vamos Violeta, túmbate de pecho en el suelo y relájate —le dijo llevándola al centro de la sala el ayudante del matarife.
Cuando la mujer se extendió en el suelo, el hombre atravesó cada tobillo con un afilado gancho con cadenas al extremo, cuando estuvieron firmemente asegurados, tras unos segundos, se accionó el torno elevador y lentamente se elevó el cuerpo de la mujer desde los talones, dejando caer un reguero de sangre que caía por sus piernas para inundar su vagina y rebosar por espalda y pecho.
Cuando su cabeza se encontraba a un palmo del suelo, se desconectó el torno. El ayudante sujetó su cabeza por la nuca y el matarife le golpeó con gran violencia la sien izquierda. El rostro quedó deformado por la rotura del cráneo y todo su cuerpo se convulsionaba provocando un estridente ruido de cadenas.
Con dificultad, el ayudante, sujetó la mandíbula de Violeta tirando de ella hacia el suelo para mostrar el cuello tenso y accesible. El matarife hundió el cuchillo bajo la papada y abrió el cuello en toda su longitud.
Durante el tiempo que exprimían las piernas para facilitar el desangrado, Índigo pareció sufrir una crisis de ansiedad, temblaba y sudaba. Incluso una lágrima corría por sus mejillas. Gracias a la video-vigilancia, un funcionario del matadero, entró en la sala con un nebulizador y le administró cinco dosis de Droga del Reposo.
Sus ojos y su respiración no mejoraron, pero ya no sufría esos violentos temblores. El cuerpo ya desangrado se dejó caer por una rampa de acero inoxidable que descubrió una trampilla automática bajo la cabeza de Violeta.
—Índigo, es tu turno. Ya sabes lo que hay que hacer.
Cuando Índigo se tiró con dificultad en el suelo, sintió con una sensación inexplicable cómo se desgarraba la carne de sus tobillos al ser atravesados por los ganchos.
—Me duele…
—Vamos Índigo, sabes que eso no es posible.
Cuando la cadena tiró de su cuerpo, sus gritos hicieron que los matarifes se taparan los oídos. Índigo sacudía su cuerpo con violencia. Hasta que el golpe con el mazo en la sien lo dejó mudo. Sentía el dolor; pero ya no era capaz de dominar su cuerpo, su cerebro estaba demasiado dañado.
Cuando le abrieron la garganta sintió cada latido de su corazón lanzar las últimas gotas de sangre. Se volvió loco de dolor mientras sus piernas eran masajeadas para el desangrado total. Su agonía fue intensa hasta que sus pulmones dejaron de coger aire.
La Droga del Reposo en dosis masivas, en algunos individuos causaba una recidiva del gen del dolor. Índigo no tuvo suerte.

Mayo 2349
Astro estaba a punto de cumplir los catorce años y su madre Gilda, le pidió que fuera a comprar algo de carne para comer.
Ya no vivía en Ciudad Bella, hacía seis meses que sus nuevos padres decidieron trasladarse a Costa Perfecta, un estado situado a cuatrocientos kilómetros de su ciudad natal. Le gustaba por el mar.
Sintió su corazón acelerarse, la cabeza de macho era grande y pesada, y sus ojos sin párpados miraban por encima de su cabeza. El blanco de los ojos tenía multitud de pequeños cráteres.
—¿Cuánto cuesta la cabeza?
El carnicero la pesó.
—Sesenta lúmenes.
Llamó a Gilda a través de su implante para pedir permiso para comprarla. Su madre se lo autorizó de buen grado.
Por la puerta entreabierta de la cámara alcanzó a ver los cuartos inferiores de una hembra; de su vagina sobresalía un enorme clítoris. Sintió un ataque de inusitada nostalgia.
Cuando llegó a casa, su madre preparó para él solo la cabeza en el horno robotizado. En cinco minutos humeaba con un delicioso olor a tomillo, ajo y pimiento. Los ojos se habían empequeñecido y parecían dos canicas negras.
Astro los pinchó y se los metió en la boca haciéndolos estallar, un líquido delicioso impregnó su paladar y cerró los ojos de placer. Eran los ojos de su padre. Nunca olvidaría a aquel hombre pincharse las escleróticas distraídamente mientras veía la televisión, no se acordaba ya de su nombre. Cuando acabó de comerse la carne de la quijada, le pidió a su madre que se lo congelara. Le había gustado mucho y al día siguiente se comería el resto.
La pena y el dolor, parecían compartir el mismo gen. Si extirpaban el dolor, la capacidad de sentir pena, también se evaporaba.
Los Estados del Bienestar Ciudadano habían alcanzado un equilibrio perfecto de convivencia y muerte.



Iconoclasta

La ilustración es de la autoría de Aragggón



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23 de junio de 2011

Semen Cristus (7)



Carlos caminaba campo a través maldiciendo su suerte, el tractor se había atascado en un lodazal.
Se dirigía a la casa más cercana, en busca de ayuda: un vehículo que le ayudara a sacar de allí el tractor o un teléfono.
En aquella comarca no había cobertura para teléfono móvil todo el día. Y como no podía ser de otra forma, tractor y teléfono dejaron de ser útiles al mismo tiempo.
Sólo la temperatura moderada del día, no empeoró la mañana convirtiendo en una tortura aquella caminata de media hora hasta casa de María la loca.
La mujer estaba como una regadera; pero siempre había sido una buena vecina. Al menos, desde hacía cinco años que compró la casa y se instaló en el pueblo.
Salvo por su actividad de santera y curandera, no vivía de ningún otro trabajo. A los pocos días de aparecer en el pueblo con su hijo, se dedicó a colocar anuncios por las calles y algunas tiendas, ofreciéndose a proporcionar paz y felicidad a las mujeres por medios naturistas y religiosos.
Llamó al timbre de aquella casa de fachada de estuco, desconchada y pintada de blanco, era de una planta con desván o algolfas.
Una de esas casas baratas que se construía la gente del pueblo antes de que hubiera control alguno sobre la edificación y el suelo urbanizable. A diez metros y a la izquierda de la casa, un establo de madera parecía ser zarandeado por la suave brisa, amenazando plegarse sobre si mismo.
Presionó el pulsador varias veces más sin que nadie respondiera y se dirigió hacia el establo. La furgoneta se encontraba al lado de un viejo carromato podrido que ya carecía de interés alguno como decoración, antes de llamar a la puerta de la casa, observó si tenía la suficiente altura de bajos para poder entrar en los campos y tirar del tractor. Sólo necesitaba un pequeño tirón, no requería una gran potencia.
Aquella vieja Nissan serviría.
En el establo se encendió la luz roja que estaba conectada con el timbre de la casa. María se puso en pie y se limpió cuanto pudo los purines de la ropa y las piernas.
—Voy a ver quién es, cerraré y pasaré la llave bajo la puerta para que podáis abrir cuando estéis listos. Candela, hazme el favor de ayudar a Semen Cristus a bajar de la cruz, cielo.
Candela la escuchó, pero fue incapaz de emitir más sonido que unos gemidos mientras sus dedos se clavaban con ferocidad en su sexo. Con la mirada fija en el tubo de vidrio que con su vibración masturbaba a Semen Cristus.
María se santiguó frente a su hijo.
Cerró tras de sí la puerta y deslizó la llave por debajo con el pie.
Cuando giró para encaminarse a la casa, Carlos ya estaba acercándose al establo.
—Buenos días María.
—Buenos días Carlos.
—Necesito ayuda, el tractor se me ha atascado en un barrizal y necesitaría que te acercaras con la furgoneta para sacarlo de ahí. No necesitará mucho esfuerzo, en cuanto algo tire de él, las ruedas volverán a tener tracción por unos centímetros que se muevan. Siento molestarte; pero me ha pillado en la zona más cercana a tu casa y sin cobertura en el móvil.
—Dame unos minutos para que me cambie de ropa y cierre bien el establo, no quiero que se me lleven el cerdo. Mi hijo se ha ido al pueblo a comprar.
—Hacemos una cosa María; para que no dejes sola la casa yo me voy caminando, y tú esperas a que tu hijo vuelva. El tractor está en el camino del algarrobo, junto a la fuente. Lo verás desde muy lejos, no hay problema, yo estaré en el camino para guiarte y no meter la furgoneta en otro barrizal.
—Estupendo, allí estaré. Leo no tardará ya más de media hora y si viera que se retrasa iré a ayudarte y luego iré al pueblo a recogerlo en el mercadillo.
—Te lo agradezco mucho María, hasta pronto.
Carlos emprendió el camino hacia su campo con el olfato ofendido. Se alegró de no haberse metido en la furgoneta con aquella loca; aunque era buena mujer la pobre.
Tan pronto Carlos se alejó lo suficiente, María se acercó al establo y llamó a la puerta.
—¿Quién es? —preguntó la voz grave y cansada de Semen Cristus.
—Soy yo, abrid.
—¿Qué hacía aquí Carlos? —preguntó Candela con urgencia.
Echó un vistazo con discreción asomando la cabeza por la puerta y vio a Carlos alejarse; se escondió rápidamente tras la puerta del establo.
—No te preocupes, no preguntaba por ti. Se le ha atascado el tractor en el barro y me ha pedido ayuda —la tranquilizó María.
—¿No ha preguntado por mí?
—No mujer, ni te hemos nombrado, estaba preocupado solo por sacar del lodazal su tractor.
Candela se sintió aliviada.
—Gracias María. Me voy.
Acarició el rostro de Semen Cristus, se puso de rodillas ante él y le besó las manos.
—Bendíceme Señor.
Semen Cristus santiguó su cráneo en el aire.
—Que el placer te acompañe, que el paraíso se haga en la tierra y entre tus piernas.
Candela sintió que su sexo se hacía blando ante aquella bendición.
Se levantó con una pesada carga de vergüenza que la hacía mirar al suelo y se dirigió al pueblo camino a su casa presionando los muslos más de lo necesario, casi jadeaba sin estar cansada.
María ayudó a su hijo a caminar hasta la casa, estaba muy fatigado y los pies le pesaban como plomo.
—Leo, dúchate, yo voy a ayudar a Carlos con su tractor. Vuelvo enseguida. Hoy no creo que venga nadie más. Es día de mercado.
Candela caminaba por el pequeño camino polvoriento a punto de pisar la calle ya asfaltada que marcaba el inicio del pueblo, cuando una camioneta hizo sonar el claxon y se detuvo. Era Gerardo, un vecino que tenía el campo junto al suyo. Carlos iba con él.
—¡Candela! Pensé que estarías en el mercado —dijo su marido bajando del coche.
—Vengo de casa de María, me dolía la cabeza y he ido a buscarle un remedio.
—¡Qué casualidad! Se me ha metido el tractor en el barro y hace apenas veinte minutos que he estado en su casa para que me ayudara a sacarlo. Me he encontrado a Gerardo y ya lo hemos arreglado. Vamos a avisarla antes de que salga con la furgoneta.
—Os acompaño y así me dejáis en el mercadillo a la vuelta.
—Buenos días Gerardo —saludó cuando se acomodó en el asiento trasero.
—Buenos días Candela. ¿Así que vienes de casa de la loca? Mi Carmen también va a menudo allí.
—Sí, nos hemos encontrado en su casa varias veces.
—¿Qué es esa peste? —preguntó Carlos.
María se miró los zapatos, no los había limpiado de la porquería que había pisado en el establo.
—He pisado un montón de estiércol de vuelta de casa de la María. Lo siento Gerardo.
—No pasa nada Candela, esto no es un Rolls.
A los pocos minutos llegaron a casa de María; ésta se encontraba abriendo la puerta de la furgoneta.
—¡María! Que no vengo a por el remedio para el dolor de cabeza, ya sé que me lo tendrás mañana. Es porque Carlos ya ha arreglado lo del tractor con Gerardo —gritó Candela desde la misma puerta del coche.
María entendió al momento.
—Perdona las molestias —Carlos se acercó hasta ella—; pero el Gerardo ha pasado por el camino antes que tú y me ha echado una mano. Menos mal que hemos llegado a tiempo. Mañana te traerá Candela un saco de harina de primera.
—No hace falta Carlos, no me has molestado.
—Da igual, has sido muy atenta. Candela te lo traerá cuando vuelva. Adiós y gracias de nuevo.
Gerardo no bajó del coche, no le gustaba aquella mujer.
Ambos subieron al coche.
Durante el trayecto hacia el mercadillo hablaron del tiempo y de la necesidad de lluvia. Y de que los remedios de la loca, sólo curaban a las mujeres.
—Su hijo da pena. A ese chico se le ve enfermo; lo he visto sin camiseta por la ventana, está en los huesos.
—Me ha dicho que el chico estaba en el mercado del pueblo —contestó Carlos.
—Pues yo lo acabo de ver.
—Y así era, yo estaba hablando con ella cuando ha llegado Leo —terció Candela.
—Joder... Con lo pequeño es el pueblo, y no nos hemos encontrado ninguno de los tres por el mismo camino. Imagina lo que debe ser vivir en la ciudad —comentó Carlos encendiendo un cigarro y frunciendo el ceño por el desagradable olor que había en el vehículo a pesar de ir con las ventanas abiertas.
Era el mismo olor que desprendía María la loca.
Cuando llegaron al mercadillo Candela bajó del coche, estaba nerviosa y tensa. Entró en el bar a tomarse una tila y regresó a casa sin comprar nada.
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Iconoclasta


Las ilustraciones son de la autoría de Aragggón.



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16 de junio de 2011

Semen Cristus (6)



Mediodía, el calor era abrasador y el trigo apenas se movía, parecía que el aire se había cansado de correr. El olor inmundo del establo parecía pegarse al cuerpo. Semen Cristus descansaba en la cruz antes de dar su cuarta y última misa.
María le daba de beber de un vaso con una cañita de plástico, extrajo su pene del tubo vibrador y se lo lavó con cuidado. A pesar de haberlo acariciado durante la limpieza, no hubo erección. Llenó una jeringuilla y la inyectó en la vena del brazo.
—Esta es la última de hoy. Cuando acabes, nos iremos al centro comercial.
A los cinco minutos, el pene de Leo, de nuevo alojado en el tubo de vidrio, se puso duro y sus testículos, plenos y pesados.
Entró la última devota de aquella mañana que se prolongó hasta el mediodía.
—Luz, no te toques aún. Confiesa ante tu dios que eres una puta que por un poco de placer, se tiraría a ese cerdo.
—Soy la más puta, mi Señor. Si así lo deseas, dejaré que el cerdo me use. Que el cerdo se folle a la puta.
El cerdo roncaba nervioso y excitado.
—¿Me amas Luz? Si me amas, bebe mi semen. Gime conmigo y recita hasta que te estalle el coño de placer, que eres puta.
El pecho de Semen Cristus se hinchaba y deshinchaba con un mayor ritmo, parecía sincronizado con sus gemidos, y Luz sincronizada con él.
—Soy puta, soy puta, soy puta. Soy tu puta.
Recitaba la mujer sumida en trance al tiempo que se masturbaba frenéticamente.
—Eres puta, Luz. Eres la más puta entre las putas y serás bienaventurada en los cielos. Mi Padre te espera. El te guiará la mano hasta lugares que desconoces en tu sexo y vivirás eternamente en un continuo éxtasis. Mi hermano Jesucristo, murió en la cruz por tu coño.
Leo sermoneaba con gran esfuerzo, e imaginaba la capilla en la que próximamente haría las misas. Pidió a Dios que le aliviara de ese calor que parecía deshacerle los dientes.
—Soy puta, soy puta, soy puta. Soy tu puta, Semen Cristus. Preña a la zorra, métemela, hazme madre de tu carne.
Semen Cristus ahora gemía con los ojos cerrados, su pelvis se movía con movimientos de cópula y de tanta fuerza con la que movía el bálano en aquel tubo, se hirió el pubis. No sentía dolor alguno, tan sólo la percepción de que algo se había dañado ahí abajo.
Luz conocía bien cuando era el momento, conocía cada una de las expresiones de Semen Cristus.
—Soy la más zorra de entre todas las putas que venimos a adorarte, mi Semen Cristus. Dame tu sagrada leche, sáciame de sed y sexo.
Sin dejar de masturbarse y con el cuerpo desnudo de cintura para abajo. Luz se agachó frente a la boquilla por la que salía el semen expulsado y la cubrió con su boca.
—Bebe, puta. Bebe y revienta como tu sexo de guarra explota ante el placer que te doy.
Leo lanzó un prolongado gemido, el cerdo gruñó convirtiéndose en un coro insano.
El crucificado se estaba vaciando de leche literalmente.
Y algo de su vida, de su organismo, también salía diluida en el esperma.
María se encontraba fuera del establo observando por un agujero de la pared lo que ocurría en la misa. Sus piernas cortas y gordas, se movían con nerviosismo agitando la celulitis de sus muslos como si fuera de gelatina. Sus sucios dedos, pellizcaban hasta la lesión los pezones.
Luz, con la boca en el eyector, mascullaba que su coño sangraba por Semen Cristus, y quería beberse aquellos jugos divinos que estaba expulsando su Dios.
Se atragantó cuando el semen impactó con fuerza en su lengua y se deslizó con un sabor nauseabundo por su garganta.
Con la leche derramándose de su boca entre gemidos, tuvo tres orgasmos que la clavaron de rodillas en el suelo.
—Así, hijo mío. Santifíca a la puta —susurró María acariciándose con ferocidad.
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Eran las tres y media de la tarde cuando entraron en el restaurante. El camarero apenas podía disimular su disgusto ante el hedor que desprendían madre e hijo.
Pagaron con muchas monedas.
A las cuatro y media entraron en el cine.
Los zombis de la película gritaban y aullaban con una rapidez sobrecogedora en la pantalla. El sistema de sonido los envolvía y María sentía como se le erizaban los pelos de la nuca con cada ruido, con cada gruñido. Rezó a Dios porque ninguno de aquellos seres de la película la atacara.
Leo dormía desde que la sala se quedó a oscuras al inicio de la proyección.
Tenía que descansar, sin embargo, Jesucristo jamás descansó.
Debía ofrecer a su hijo en sacrificio. Ella era María, la madre de Semen Cristus, y no era su intención ofrecer descanso al Dios que salió de su coño, al hijo de un repugnante hombre que la follaba en lavabos sucios, que la obligaba a ponerse a cuatro patas encima de orines y agua sucia.
Su propio hijo era el sacrificio. Lo que nunca haría una madre cualquiera, lo haría ella para asegurarse el cielo y la vida eterna allá, con el Padre.
En el mundo hay demasiados sexos hambrientos, demasiadas fantasías que sólo quedan en eso. Demasiado semen derramado en soledad; discreta y angustiosamente.
Y las mujeres en los pueblos y ciudades, viven tan sometidas a sus maridos e hijos, que su vida está necesitada de todo lo prohibido.
Leo dormía profundamente en la butaca, gemía en sueños.
María acarició su cabello negro y rizado y deseó que la capilla se terminara pronto, Semen Cristus necesitaba descansar, demasiadas horas de crucifixión estaban deformando su columna y sus brazos aún adolescentes.
No podía morir aún.
Mientras tanto, la sangre de Leo corría por las venas y arterias contaminada de hormonas para ganado. Sus testículos se estaban endureciendo y secando, y una llaga en el escroto, enviaba bacterias a la sangre. Su pene tenía un tono amarillento. Y su mente estaba tan llena de basura como la de su madre.
Cuando acabaron los títulos de crédito de la película y las luces se encendieron, María despertó con ternura a su hijo.
Durante la vuelta a casa, condujo aterrorizada, era de noche y los zombis se escondían en la cuneta de la carretera. Debía ser cuidadosa.
Leo vomitó en la vieja furgoneta y María rezó a Dios rogando que no se convirtiera en un zombi. Aún no.
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A principios de mes, Candela disponía ya de dinero en el banco; la cooperativa agrícola pagaba los kilos de producción cereal que se habían entregado a lo largo de mes.
Carlos había ingresado el talón en el banco y ella sacó el poco dinero en metálico que quedaba.
Bajo la larga falda negra no había bragas; andar así la excitaba. El sujetador era liviano, de una blonda tan sutil, que no podía disimular sus pezones duros.
Cuando llegó al establo, María estaba atando a su hijo en la cruz.
Estaba caliente, dos semanas sin ir a misa. Dos semanas fregando tres y cuatro veces el piso, mirando la televisión. Tocándose, acariciándose con la imagen de Semen Cristus metida en su cerebro.
Tocando sus pechos e imaginando que extendía la caliente leche del Hijo de Dios lujurioso. A veces se corría con sólo pellizcar los pezones constantemente erectos.
—Buenos días Mi Señor y Santa Madre.
—Te hemos echado de menos estas semanas, seguro que has acumulado muchos deseos en ese chocho que nuestro Semen Cristus ha de hacer llorar.
—Ya sabes María, hay temporadas en las que tengo que ayudar a mi marido a recoger la producción. Maldito dinero.
—Maldito tu coño, Candela y bendita la mano que lo acaricie —Semen Cristus se encontraba pálido y ojeroso.
—¿Cómo avanzan las obras de la capilla?
—Siempre se atrasan. Esperemos que dentro de un par de semanas podamos comenzar a dar allí las misas —María llenaba una jeringuilla.
—Me he tocado tantas veces yo sola, mi Señor, que temo haber pecado; busco tu absolución.
Semen Cristus cerró los ojos cuando la aguja se clavó en la vena y el émbolo metió en su sangre todas aquellas hormonas.
—Te correrás en silencio, mascando tu lujuria. No quiero oír tus gemidos de puta condenada —contestó Semen Cristus con la boca pastosa.
Sus testículos ardían y el pene se endurecía provocándole un fuerte dolor en el glande.
—Puta de mierda, me bajaría de la cruz y te haría sangrar el ano por ser tan egoísta y no compartir tu placer con el Hijo de Dios, conmigo.
El sexo de Candela se empapó de fluido, la humedad invadía los muslos ante aquel reproche divino. Sintió deseos de ofrecerle sus nalgas para que la castigara.
María se metió en la pocilga y se arrodilló para rezar. El cerdo metió el hocico entre sus piernas y olisqueó, luego se tumbó en aquel barro sucio con un gruñido desganado.
Cinco monedas cayeron en el monedero de la cruz. Y el zumbido eléctrico de un motor pareció bajar el volumen del sonido del mundo.
Semen Cristus no jadeaba; se quejaba. Algo en sus genitales no funcionaba bien. A pesar de ello, el pene ya llenaba el tubo de vidrio. El calor del calefactor testicular se sumaba a la fiebre y sus piernas se tensaron como respuesta al dolor.
—Frota tu coño, límpialo, hermosa y puta Candela. Friégalo con la paja hasta que te duela, hasta que te sangre. Hasta que te corras.
Candela cogió un puñado del suelo, con una mano se subió la falda y separó las piernas, acto seguido, comenzó a frotar lentamente aquel manojo de paja en su vagina.
—Gime, gime como una perra. Gime como yo. Gime ante mi santa madre y ante el cerdo santo.
Toda aquella locura, todo aquel fanatismo esquizofrénico la llevaba a irremediablemente a la excitación. Aquel olor inmundo estaba presente en todos sus orgasmos. Frotó con fuerza la paja hasta que los labios mayores enrojecieron y sintió pequeñas heridas. Su sexo estaba tan húmedo que la paja se quedaba pegada en él.
Semen Cristus se excitaba por momentos, su pene parecía a punto de reventar el tubo que lo aprisionaba y con la cintura lanzaba el pubis queriendo penetrar a aquella mujer que se tocaba con fiereza a sus pies.
María masturbaba al cerdo.
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Las ilustraciones son de la autoría de Aragggón.



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14 de junio de 2011

Oda a los listillos



No me digas que eres feliz,
ni quiero saber que has triunfado.
No me importa.
No quiero que seas mejor que yo,
odio tu inteligencia
que pretende hacerme idiota.
Odio la belleza de las medusas
la resistencia de las mariposas
y la sábana santa del cristo que huele mal.
(otro triunfador como tú)
No me gustan las creaciones de los triunfadores
huelen mal: a vanidad y piel vulgar.
Odio tu suerte, no te creas inteligente.
Siento asco de tu sonrisa de triunfo
que se ceba en mis fracasos
y en mi pútrido cuerpo de alma negra.
Eres una anémona que solo decora
un mar oscuro lleno de dientes y violación,
de atropello y abuso.
Me da asco tu nariz blanca de coca
que crees merecer por tanto estrés.
Me revuelven las tripas vuestros progresos
me da asco saber que sois queridos y admirados.
No importa confesar mi envidia, no importan celos,
importa resaltar mi odio hacia vuestra suerte,
vuestra tonta suerte.
Cultivo mi desprecio y mi odio
como vosotros avanzáis bajo un arco de triunfo.
Un arco idiota.
Solo es el arco de mi entrepierna, triunfadores.
Importa que arrastro mi pierna tullida
como el fantasma la bola de hierro.
Y quisiera meterte mi negra y enferma carne
molida con vidrio y espinas
en vena o por la nariz,
como quieras, triunfador.
Para que te jodas, para que os jodáis, listillos.
No pude aprender a ser servil
y no conozco más inteligencia que la mía.
A nadie adoro más que a mí mismo.
Es un acto sincero.
No tengo un buen perder
y vuestra sonrisa de ganadores
es mi cáncer más nocivo.
Me duelen los huesos de tanto respirar
aires de triunfo ajeno.
Aires de excremento ajeno.
No me pidas admiración, listillo,
pídeme si quieres un poco de enfermedad;
tengo tanta para vosotros…
Soy tan fuerte como malo y envidioso,
es un hecho.
Mi sudario nunca será santo,
Miles de idiotas querrán que arda
por borrar mi odio feroz.
mi cuidado desprecio.
Estoy cansado de exquisiteces,
ya queda poco para morir
y la paciencia, la mía
ya está pudriendo malvas.




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11 de junio de 2011

Semen Cristus (5)



María despertó. Leo dormía plácidamente a juzgar por su pausada y regular respiración. La noche era negra y ningún tipo de luz entraba por los cristales de la ventana. Encendió un cigarrillo, le dio dos caladas y se lo apagó en el poblado pubis, con los dientes apretados y el cuello tensado por el dolor. El olor a vello quemado invadió la habitación. Con un suspiro se quedó dormida.
Su mente enferma le dio descanso hasta la hora de despertar.
María se despertó, dejó caer una sucia túnica blanca por su cuerpo desnudo y rechoncho y se dirigió al lavabo donde llenó una palangana con agua caliente. Vertió jabón y dejó caer una esponja. Volvió a la habitación y dejando la palangana a los pies de Leo, levantó la sábana hasta descubrir los genitales de su hijo.
—Buenos días, madre.
—Buenos días, hijo mío. Reza a tu hermano Jesús para que este día sea cuanto menos, tan hermoso como el de ayer.
Metió la mano en la palangana y cogió la esponja apretándola entre su puño para escurrirla de agua, cuando tocó con ella los genitales de su hijo, éste exhaló un suspiro perezoso y la erección matinal se acentuó. María bajó el prepucio para descubrir el glande y lo frotó con cuidado, besándolo a menudo. Los testículos se habían contraído y no tardó en cubrirse de un humor resbaladizo aquel trozo de carne sensible que tantas alegrías le había dado.
Si no tuviera la matriz tan podrida de tantas drogas y tan machacada de meterse toda clase de objetos, ahora tendría otro hijo, un hijo directo de Jesucristo.
—Dios de la bondad y el placer, soy tu siervo, soy tu báculo del placer. Bendice mi cuerpo para que tus hijas lleguen a ti por mi sacrificio de placer. Bendice mi semen y bendice a María, mi madre santa que vive por mí y para mí. Dios de la incomprensible volición, permite que ellas lleguen a ti con el sexo húmedo y dilatado. Preparadas y deseosas para recibir tu descomunal falo divino. Otórgales el placer supremo en sus agujeros pecadores. Llénalas, préñalas, dales alegría a sus almas grises. Que resplandezcan. ¡Oh Dios mío, al igual que mi hermano rindió su sangre ante ti, yo rindo mi semen! Dolor y placer, muerte y vida. Es tu voluntad —la oración que Leo declamaba con fervor, fue convirtiéndose en un apagado murmullo conforme su excitación llegaba a la cumbre.
—Madre, chupa la divinidad hasta que te llenes.
Y María abrió la boca, con los ojos cerrados cubrió el pene-hostia hasta que sintió como los pies de Semen Cristus se retorcían ante el orgasmo. Su boca apenas podía retener toda aquella cantidad de semen hormonado que bajaba ya por su garganta y expulsaba por la nariz para poder respirar.
Semen Cristus lloró sin derramar una lágrima, sin que María se enterara de su dolor. Cuando eyaculó sintió fuego en el meato, miró su pene temiendo haber eyaculado cuchillas y encontrárselo reventado.
Se levantó de la cama, apartó el semen de la comisura de los labios de su madre y le besó la boca.
—Te quiero, mi santa madre. ¿Desayunamos?
En el lavabo se tomó tres analgésicos para aliviar el dolor que sentía en los testículos y el pene.
Desayunando hablaban de la decoración de la nueva capilla del desván, de cómo la Candela se empapó los pantalones de tanto que lubricó. Cómo la madre de la adolescente condujo la mano de su hija para enseñarla a tocarse ante el Sagrado.
Contaron el dinero recaudado en los dos últimos días y si todo iba bien aquella mañana, se acercarían al centro comercial del pueblo vecino por la tarde a ver una película y cenar en el restaurante chino que tanto les gustaba.
María le dio a Leo un tubo de pomada y levantó la túnica mostrándole la quemadura del pubis.
—Cúrame, hijo mío.
La curó y su lengua la consoló hasta hacerla gritar las más sagradas obscenidades.
Cuando las visitas entraban en la casa, no eran conscientes del hedor a orina y semen agriado que emitían hasta las paredes, el suelo estaba sucio y pegajoso de porquería del establo y barro; esto era debido a que se habían acostumbrado a la peste del establo, donde los excrementos de animales y otras fermentaciones, hacían inverosímil que alguien pudiera respirar allí dentro más de dos minutos.
El espigado cuerpo de Semen Cristus, olía también a orina y sudor rancia. Y su melena crespa y negra, acentuaba su esquizofrenia hasta el punto que nadie se podía explicar cómo podía atraer a las mujeres.
María con su pelo corto y despeinado, era lo contrario de su hijo: bajita y rechoncha, una enorme barriga sobresalía tanto como sus pechos caídos y la suciedad de sus piernas provocaba repugnancia. No usaba compresas, y a menudo la menstruación bajaba por las piernas.
Apenas se acuerda del padre de Leo, un celador que se la metía cuando la medicación la dejaba adormilada. Cuando se dieron cuenta de su embarazo, la sometieron a electro-shock hasta tres veces por semana. Querían provocar un aborto accidental.
Dios la bendijo haciendo arder el manicomio.
María olía a podrida.
En madre e hijo, hasta sus almas olían a podrido.
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A las seis de la mañana sonó el despertador y Carlos masculló algo buscando a ciegas el reloj.
Candela se despertó también con él.
—Carlos ¿te apetece hacerlo? —le preguntó mirando su erección matinal.
A Carlos le pilló por sorpresa y aún adormilado no atinó a contestar suficientemente rápido, por lo que Candela se plantó entre sus piernas, bajó el pantalón del pijama y se metió el pene en la boca.
A los cinco minutos estaban desayunando y Candela se encontraba radiante. Carlos también.
Candela se había propuesto dejar de acudir a la misa del Semen Cristus, era cuestión de economía y discreción. Esa mañana se encontraba satisfecha y no sentía que su sexo latía buscando placer.
Se duchó y se frotó la vagina con la esponja más tiempo del necesario. El miembro duro y gordo de su marido dentro de ella, sus tetas agitándose con brutalidad y la onda expansiva de placer recorriendo su piel desde lo más hondo de su coño, aún daban vueltas en su cabeza.
Sonó el teléfono cuando se estaba vistiendo.
—Candela, voy a la misa. ¿Te vienes?
Era Lía.
—Hoy no voy a ir. Y tampoco me puedo gastar más dinero; Carlos se preguntaría en qué me lo gasto y con razón.
—Está bien, cariño. Lo comprendo. Cuando vuelva, te llamo y nos tomamos un café.
—Hasta luego, Lía.
Sintió envidia de la libertad de su amiga. Era libre, no tenía que rendir cuentas a nadie y tenía todo el tiempo para ella.
Por mucho dinero que le costara asistir a las misas de Semen Cristus tan a menudo, no podía negarse que había salido de aquella profunda depresión tras la muerte de Ignacio.
Imaginó a Semen Cristus en la cruz, padeciendo-gozando, mirando directamente a su sexo manoseado por su propia mano. La leche del crucificado en su piel. Cálida, espesa...
Cogió el monedero y contó el dinero que le quedaba; le costó un gran esfuerzo no salir corriendo hacia la casa de María la guarra, que así la llamaban las devotas a su espalda.
Salió de casa para ir a comprar, para no pensar, para no ir a la cruz y pedirle a Semen Cristus que la empalara hasta sentirse reventada.
Estaba loca; pero nadie lo decía en voz alta porque hubieran tenido que admitir, que todas ellas lo estaban.
La locura sólo puede tolerar a otra locura. Y la locura crea realidades y mundos nuevos; con sus dioses, con sus mismas incoherencias.
Y los bendecidos por esta locura, se contagian de esta realidad que les depara placer y el olvido de la amargura en lugar de sacrificio, hastío y dolor.
Los designios del Señor son inescrutables, los de Semen Cristus, llevan al placer.
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Iconoclasta

Las ilustraciones son de la autoría de Aragggón.



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9 de junio de 2011

Origen del amor

El amor es un sentimiento que nace directamente en los cojones. (Iconoclasta).
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7 de junio de 2011

Semen Cristus (4)



Candela deseaba y necesitaba volver a sentir el placer y la paz que sólo Semen Cristus había conseguido darle.
Su marido aún se encontraba en el bar jugando al dominó, y ella esperaba con la cena preparada a que entrara por la puerta para servirla. Su hijo estudiaba en su cuarto. Sentada en la mecedora frente al televisor apagado, tenía la mano metida entre las piernas, demasiado cerca del sexo.
Evocaba su última misa y la humedad en su vulva era constante. Había gastado mucho dinero en este mes con las misas, pero ella y su bienestar lo valían.
Al contrario que su hijo y su marido, Candela era una devota convencida, cuando Lía le contó que el hijo de la María tenía “algo” especial, ella pensó que se trataba de algo banal referido al físico o a alguna aptitud infantil anecdótica.
Tras mucho insistir, Lía consiguió que aceptara acompañarla a lo que llamaba misa del placer que por lo visto, organizaba la María cada día.
—De esto no se puede enterar nadie, y menos los hombres.
Ella asintió sin convicción, pensando que se trataba del exagerado entusiasmo de una viuda reciente que intenta por todos los medios apartar el dolor de la ausencia de su marido.
Cuando entraron llamaron a la puerta, María las recibió con un beso, vestía una túnica negra con una enorme cruz roja en el pecho.
Nunca olvidará Candela el momento en el que vio por primera vez a Semen Cristus. Un chico de dieciséis o diecisiete años se encontraba crucificado en una cruz de basta madera. Sus pies se apoyaban en una cuña y estaban atados con vendas, al igual que las muñecas en el travesaño de la cruz.
Cuando entendió que lo que asomaba entre las piernas del crucificado era el pene embutido en un tubo de cristal, toda su sorpresa y rechazo, se convirtió en una humedad que invadió su sexo.
Asistió a la misa de Lía y le sobrevinieron los orgasmos antes de que fuera su turno.
Salió de aquel establo avergonzada.
—Candela, no te avergüences de tu coño. Dios nos lo dio para que gozáramos con él. Jesucristo quería que nos tocáramos felices ante él y por él. Eres hermosa, ven mañana otra vez. Haz la comunión con Semen Cristus y abandónate al placer que sólo un dios bueno nos depara.
Al día siguiente acudió sola, y ante el Semen Cristus, se derramó, se deshizo y gimió a gritos su placer con el pecho salpicado de semen templado.
Entra su marido en el salón de casa y le besa rápidamente los labios.
—¿Cenamos ya?
Se sobresalta y todos las imágenes de su cabeza, se esfuman haciéndola sentir desdichada.
Su hijo apenas habla, está en esa edad en la que los niños parecen estar enfadados y ofendidos por el mundo. Esa edad en la que piensan que los mayores que les rodean, si no son idiotas o lerdos, poco les falta.
Así es cada día.
Así hasta que conoció a Semen Cristus y el milagro de su polla redentora.
Tantos años de monotonía. Tanta hambre sexual que no se saciaba con un acto al mes o cada dos meses. Con Semen Cristus abrió sus sentidos a una vida de matices ya olvidados. De deseos calientes y fantasías que ni ella misma hubiera creído que podría soportar sin sentir asco.
Semen Cristus la ha hecho mujer de nuevo.
Están viendo la serie televisiva de la noche cuando se levanta de la butaca.
—Me voy a la cama, estoy reventada. Carlos, no dejes que el crío se vaya tarde a dormir, mañana se ha de levantar temprano. Los llevan de visita al museo de la capital.
Las sábanas están frescas y su sexo palpita, se siente anegada de humor sexual. Los dedos se empapan de esa humedad con prisa, con urgencia. Con brutalidad. Muerde la almohada con el orgasmo, con la hostia blanca y cálida de Semen Cristus bañando su sexo. Cuando se duerme, aún suspira. Y durmiendo, los gemidos y ronquidos de placer del crucificado, la sumergen más aún en un mundo donde el placer ocupa el lugar del sacrificio. Un mundo en lo que todo está bien, en su lugar.
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Carlos ha oído cosas en el bar sobre la mujer y su hijo que compraron las casa de los Villarejo; son curanderos. Varias mujeres del pueblo acuden a su casa con asiduidad y algunas otras vienen desde el pueblo vecino.
—Todas nuestras mujeres han pasado por su casa. Dicen que les va muy bien, que tienen mucha parroquia. Lo que es cierto, es que mi parienta ya no se queja todos los días del dolor de huesos —hablaba a sus compañeros de juego eligiendo cuidadosamente la ficha de dominó y plantándola en la mesa.
—Por mí está bien —terció Carlos, examinando sus fichas—. Necesitan algo de distracción; este pueblo es cada día más aburrido y muchos de los críos ya han crecido suficiente para no necesitar a sus madres para que los recojan en el colegio.
Asintieron en silencio sin demasiadas ganas de hablar; con diez horas trabajando sus campos y cuidando de los animales, ya tenían suficiente distracción.
—¿Habéis visto a Lía, la viuda? Ha mejorado muchísimo. Si la María y su hijo las hacen sentir bien, me alegro. No hacen daño a nadie —Alfonso plantó otra ficha.
—¿Sabes qué ocurrirá con la María y su hijo? Que en cuatro días, aburrirán a las mujeres y se buscarán otra distracción. La María y su hijo van a tener que trabajar en algo de verdad —por primera vez durante la tarde César dijo más de dos palabras seguidas.
—Es verdad, como aquella temporada en las que se vendían y compraban las unas a las otras los potingues del Avon. Aún tenemos jaboncitos con forma de florecitas por toda la casa —Alfonso volvió a golpear la mesa al plantar otra ficha.
Los hombres rieron y se levantaron para ir a cenar a sus casas.
Carlos meditaba subiendo la empinada calle en la que vivía, sobre lo bueno que sería que Candela se distrajera un poco. Hacía ya tiempo que la encontraba desanimada y abatida; desde que Fernando ya no necesitaba que su madre lo acompañara al colegio y los amigos ganaron en importancia. Lo normal.
La monotonía del trabajo y el matrimonio no mejoraba las cosas.
—Vámonos ya a dormir, Fernando.
Ambos gruñeron una especie de buenas noches antes de apagar el televisor.
Candela dormía tan relajada y profundamente que no se revolvió en la cama cuando Carlos ocupó su sitio.
Sí, se alegraba de que acudiera a la curandera. Se la veía más relajada, un poco ausente; pero no había tristeza en sus ojos.
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María y su hijo dormían en la misma cama.
Leo lloraba en sueños.
—Jesucristo, hermano mío. Pronto estaremos juntos en el Cielo, con nuestro Padre.
María estaba inmersa en una pesadilla angustiosa. La lengua de su hijo se había convertido en un pene aplastado de cuyo meato chorreaba continuamente semen a modo de baba.
—Madre ayúdame; lo de abajo se me está pudriendo —decía su hijo en un tono muy bajo, al oído.
La luna iluminaba de blanco su cuerpo endeble y delgado, una estatua de cera que respiraba. Eso parecía Leo. La mano entre las piernas aferraba el pene con dolor y del glande emergió una abeja de ojos rojos, no voló, caminó por el balano hacia los testículos y allí le picó y murió.
Leo gritaba de dolor agitando su lengua-pene, salpicándola de semen.
María sujetó con las dos manos su cara obligándolo a mirarla a los ojos y le besó la boca para calmar su dolor. Se encontraron ambas lenguas y la madre sintió el agridulce sabor del semen bajar por su garganta.
Leo dejó de llorar a pesar de que una escolopendra le estaba arrancando trozos de pene con voracidad. Masticando la carne, los ojos del gusano se encontraron con los suyos. Los ojos verdes del gusano se estaban apagando. El veneno de la carne de su hijo, estaba matando a la escolopendra.


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Las ilustraciones son de la autoría de Aragggón.


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¡Salve a la Reina!




Imposible entrar en su desierto pestilente. El hedor llega a kilómetros de distancia. Las moscas hacen su cielo ensordecedor. Trozos de carne como viñas con pus al aire denso hacen de su suelo infértil una grava que hiere las pisadas.
Mi sangre ensalza los talones de quien entra, derrames de los días anteriores a mi destierro. Aun brota de mi piel reseca que he dejado en los tapices de sus muros restos de vida y sueños incumplidos.
Arañas anidando las bocas de los asesinos y las arpías estiran sus tentáculos venenosos porque quieren alcanzarme. Vomitan enredos de pelo que acumulan en sus gargantas, viscosidades malolientes de babas que se escurren de sus tajos de labios negros. Sudan vapores que lamen entre ellos con morbosa hambre de intoxicación.
Sus dedos acumulan orines y mierda con la que enjugan sus manos de cuchillas y hacen castillitos en una playa de cal con la que salpican a sus ciegos ojos entre risas idiotas de frases incompletas, en ofensas que enuncian mi nombre.
Lloran un llanto que no suena, que es vacío total, es el sonido de unos tímpanos reventados por sus miserias. Da asco ver dolor en la mediocridad.
Su desierto se levanta en la bruma de lo falso y lo fingido. Y quieren pelear una guerra fantasma. Conjuran posesiones a sus dioses falsos, se inclinan ante la cruz del redentor que perdona sus crímenes y los vuelve santos.
No soy ya su contrincante, ni mucho menos su enemigo. Soy un pedazo de hombre sin piel amoratada por sus lenguas, expongo al sol la carne de mis músculos para que se genere un cáncer antes que volver a pisar sus tierras.
Soy un hijo que vomita al recordar haberse formado en un útero podrido y revienta los dientes al inmortalizar cómo fue expuesto a las bestias mientras su progenitora frotaba su sexo frígido.
He perdido la piel en su camino al escapar. No busco oasis de consuelo. Busco la muerte pronta con una mirada hacia el lado opuesto de su desierto.
Mis pies sin talones aún pueden alejarme del olor fermentado de una leche agria que algún día ahogaba mi boca con las tetas fastidiosas de la anémona materna.
¡Salve a la Reina de imbéciles vasallos! ¡Que viva eternamente rodeada de su propia mierda! ¡Que calmen con sus lenguas su arrugado coño varicoso! ¡Que su infierno nunca se termine y sea infinita su condena! Porque su útero vacío, sin mí, dolerá por la rabia incesante y se arrastrará sin caminar dando vueltas en el laberinto del odio por de haberme parido.
Solo soy un hijo en el destierro buscando muerte con la piel abandonada en su reino de carroñeros.
No quiero esperanzas, busco con mi muerte lejana a ellos su eterno dolor.

Aragggón.
060620112121

4 de junio de 2011

Inhumano



No soy hijo de humanos.
Cuando de mi glande se desprende una densa gota de fluido que se estira hasta engancharse en mis rodillas ante el dolor ajeno.
No puedo evitarlo, ni siquiera lo intento. No siento nada por la mujer de sonrisa feliz. No siento alegría, ni excitación ante el bienestar y la felicidad de mis semejantes.
Me deprime la sonrisa ajena.
Se desata mi insana erección ante el niño hambriento devorado por las moscas, sólo rozarme el pijo ante esos ojos tan llenos de dolor como de muerte, separo las piernas y consuelo mis depilados, pesados y plenos testículos.
Me paso el dolor ajeno por los cojones. Textualmente.
Sic…
No es por su cuerpo, por su piel o sus genitales ya secos. Tan pequeño y tan poca humedad…
Me excita su absoluta certeza en sus ojos, de que está prácticamente muerto. Que tan pequeño, desea morir.
Me excita y me lleva a una eyaculación enloquecedora saber que toda su vida ha sido dolor y penuria.
No soy humano, ni quiero serlo.
Ni siquiera me apetece investigar si mis padres son verdaderamente chacales. Simplemente sé que esos no son. Un hijo no se masturba ante la amputación de los dedos de los pies de su padre diabético. Me masturbaba cuando él dormía, ante la miseria de su cuerpo, ante su respiración fatigada y sus gemidos de algún sueño de miedo y muerte.
Mi pene es gordo, es como un mazo y apenas puedo cerrar mi puño en torno a él. Según le da la luz, se puede ver una especie de tatuaje blanco seminal en el prepucio: una cara sin ojos ni orejas. Y la boca abierta de forma ostentosamente obscena.
Mi madre me frotaba la polla en el baño para que aquella mancha desapareciera.
Se me resbala el encendedor entre mis dedos cubiertos de semen, y el filtro ya no sabe extrañamente agridulce como el esperma. Me he habituado a él.
Entre las volutas del cigarrillo continúa el desfile de miseria en el televisor mientras mi pene late con los últimos orgasmos. Niños de cuero viejo y arrugado, con visibles huesos, con pelvis que comparten forma y textura con la de los judíos de los campos de concentración o con las enfermas de anorexia a punto de morir.
Vaginas desmesuradas, penes ridículos en cuerpos ya agotados.
Pero solo son sus miradas, sus cabezas giradas con vergüenza, sus ojos vacíos de cualquier tipo de esperanza o alegría lo que me lleva a rechinar los dientes con un orgasmo explosivo.
Me follo a las putas más enfermas y terminales; no soy violento. Sólo soy inhumano. Sus costillas se rompen tan solo porque me pongo encima de ellas. Su organismo, sus huesos están tan deteriorados, que cuando penetro sus coños infectados de sida y resecos, se les rompe hasta la piel de pergamino por un simple roce.
Ellas no se quejan, cobran lo que piden.
Y puede que yo sea lo menos doloroso de sus vidas; pero siento en mi propia piel el crepitar de sus huesos con mis embestidas.
Me gusta, necesito eyacular en sus estómagos hundidos entre las costillas porque acentúa en ellas la sensación de que su vida es una auténtica mierda. Me gusta coser vergüenza al dolor.
Me corro dos veces cuando la puta sufre por mi penetración y luego observa mi esperma amarillento en su vientre y llora.
Y sus lágrimas son la muestra palpable de años de dolor y humillación.
Yo soy inhumano y no tengo la culpa de ello. Sólo disfruto, el daño ya está hecho. Y ha sido por otros humanos, por otros que nacieron de padres de verdad, humanos también.
Soy único en mi especie. Lo llevo bien, con orgullo.
Los buitres no reniegan de su naturaleza por comer carroña y miseria con gusanos. Tienen un buen aparato digestivo.
Yo no sé lo que tengo, pero soy bueno convirtiendo el dolor ajeno en mi placer.
Lloran…
Lo que sufren siempre guardan lágrimas para la humillación.
Nadie puede acusarme de humano, no se me puede juzgar.
No tengo sida, ni tuberculosis, ni lepra.
He follado todas las enfermas que he podido. Sin miedo al contagio ni al olor pútrido de sus alientos, pieles y vaginas.
De sus anos herniados…
Me he quedado con el pezón en la boca de una puta cubana. Padecí una eyaculación precoz ante aquel obsceno cuadro de dolor y miedo. Eyaculé en el suelo ante la puta aullando de miedo a morir.
Nadie puede entender un cerebro no humano.
Mi calzón se moja de viscosa excitación, no ante un cadáver; se me pone dura con las lágrimas de los vivos.
Cuando la madre o el padre sudan dolor e intentan arrancarse el dolor de la piel a arañazos, a mi me sangra leche por el capullo.
Si fuera humano, alguien podría pensar que tengo un bulto en el cerebro. Pero después de tanto gozar del dolor y ante el dolor ajeno, solo se me ha ennegrecido la pierna derecha. Es algo aleatorio, porque sería el pene el que debiera de estar negro como el carbón.
Es una pierna negra como el pelaje de un lobo, como la oscura cueva donde las bestias devoran carnes aún trémulas. Carnes que aún recuerdan el último dolor de su vida.
La pierna se desprenderá como a la leprosa se le desprendió el pezón en mi boca.
Y tendré miedo. Sentiré dolor.
Y nadie me dará consuelo, nadie se excitará con mi dolor.
Soy inhumano y único.
Ninguna mujer se humedecerá al ver que mi pene tiene la misma longitud que ese muñón.
No hay otro ser como yo que se excite ante mi humillación de que cuelguen mis cojones por debajo del muñón.
Ojalá me excitara mi propio dolor. Moriría entre masturbaciones, pagaría a una puta sana para que me la chupara hasta morir.
Es curioso que esté mejor valorado el que provoca el dolor que el que lo observa.
Tampoco es algo que me importe demasiado.
Cuando el semen ensucie mi muñón, cuando lo negro de la pierna alcance mi cerebro, ya me preocuparé por mi propio dolor.
Y aún así, a pesar de mi inhumana naturaleza, seré yo el que le de importancia e interés a vuestro dolor y sufrimiento; porque los humanos solo sentís el dolor ajeno como algo que os puede ocurrir.
Tampoco sois unos santos.
Al final, actúo con vuestro dolor con una justicia que no existe.
Soy inhumano, pero tampoco me sentiría del todo orgulloso de ser como vosotros.


Iconoclasta

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3 de junio de 2011

Semen Cristus (3)



Madre e hijo fueron expulsados cuando la hermana Marga los descubrió en la capilla, el joven Leo movía su brazo lentamente entre las piernas abiertas de su madre. No había un murmullo de oración, era un jadeo lujurioso y pornográfico.
—¿Qué hacéis? ¿Cómo podéis? —gritó la hermana.
Salieron esa misma tarde con una maleta y una buena cantidad de dinero que había acumulado María a lo largo de todos esos años de trabajo en el convento.
Compró la casa en un pueblo pequeño y con pocos habitantes que se encontraba a una buena distancia del convento. Estar loca de remate, no es lo mismo que ser tonta.
Su hijo era igual que ella de alto con catorce años. La misma forma de caminar y su porte orgulloso. Conocía su coño mejor que ella misma. Sus manos bien cuidadas y sin duricia alguna causada por el trabajo separaban los labios vaginales con precisión y se hundía en ella como un sagrado pene que le hacía arder las entrañas.
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La mujer está cansada de rezar, siente los pantis empapados y pegajosos. Frío en su coño y un deseo atroz de tocarse.
Deposita cinco monedas a los pies de Cristus, algún motor pequeño zumba en algún lugar tras la cruz y el tubo de vidrio donde el pene de Dios está metido, realiza un lento y controlado vaivén.
—¡Di que me amas! Grítame tu amor de puta.
—Te amo Semen Cristus. Párteme en dos con tu mandamiento fragante. Incinera la basura que tengo metida en mi coño de zorra.
Leo cierra los ojos, el calefactor de sus testículos parece hacer hervir el semen en los cojones.
Candela deja caer las bragas hasta los tobillos y se sienta encima de una bala de paja.
La mente enferma de Leo reza a Jesucristo, le pide ayuda y fuerza para crear su hostia de semen, para que comulgue con ella la mujer.
Una pornográfica comunión.
El ritmo de la vibración se acelera, falta espacio en el tubo, se comprime tanto el pene que parece que va a estallar.
Un gruñido ronco, el meato se dilata y un espeso líquido blanco sale casi dulcemente. De nuevo el vacío lo succiona.
Candela se frota con frenesí el clítoris frente al crucificado y cuando del eyector sale el templado semen, se estrella como un escupitajo en su vulva desflorada, entre gemidos y blasfemias Candela se extiende el semen por todo el sexo para acabar con un orgasmo que la lleva al paroxismo.
Leo siente náuseas, le ocurre cuando hay demasiadas devotas y su madre le inyecta más dosis de hormonas. No puede evitar vomitar y una bilis amarga cae sobre Candela.
—Cristus mío ¿Te encuentras bien? ¿Puedo hacer algo por ti?
—Si hija mía, bienaventurado sea tu gran corazón. Dame agua.
La mujer sube por la escalera y le lleva a los labios la botella de agua que se encuentra encima de una de las balas de paja, junto con jeringuillas y restos de comida.
—Te amo Semen Cristus, te amo más que a mi hijo —le susurra al oído antes de besarle los labios y sentir el amargo sabor de la bilis.
—Yo te bendigo —responde Leo con un hilo de voz.
Cuando Candela se cruza con la madre e hija que esperan su turno a la puerta del establo, agacha la cabeza y no saluda.
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A los catorce años, Leo bendijo a su primera mujer. Era la vecina más cercana, una viuda reciente. Aquel día, Lía se encontraba en el porche de la casa, sentada en los escalones de entrada. Lloraba con la vista fija en la calle desierta.
Leo y su madre pasaron frente a ella.
—¿Por qué llora?
—Su marido murió hace dos semanas, está destrozada.
—Quiero bendecirla, mamá; como hacía Jesús.
— Ve, hijo mío.
Leo avanzó por el camino de gravilla hasta la mujer.
—Buenos días, triste mujer.
—Buenos días —respondió Lía con cierto estupor, el crío hablaba como un adulto demasiado educado, demasiado formal.
—No esté triste, estoy aquí para bendecirla, para aliviar su dolor.
Los ojos de Leo, hicieron presa en los de la mujer, y ésta sin saber que estaba mirando directamente a los ojos de un pozo de miseria mental, abrió sus brazos al niño.
—Eres un cielo.
—Lo soy —respondió Leo abrazándose a ella.
Metió su rodilla entre las piernas y presionó el sexo de Lía.
No rechazó la presión, no podía apartar la mirada de los ojos del niño. Ni podía apartar aquella rodilla que presionaba rítmicamente su vagina.
La madre se mantenía a distancia, sonreía afable ante la escena.
Un escalofrío recorrió todo el cuerpo de Lía, estalló en su clítoris y se expandió por las piernas y los brazos, abrazando con fuerza al niño entre sus brazos mientras intentaba ahogar un gemido.
—Yo te bendigo, mujer triste.
El niño le besó los labios antes de separarse. Caminó hasta su madre y la cogió de la mano.
—Venga a nuestra casa cuando se sienta sola, no se quede ahí sufriendo, Lía.
La mujer sonrió avergonzada.
No pasaron tres días cuando Lía llamó a la puerta de la casa de María y Leo. Semen Cristus le arrancó el dolor de la muerte de su marido por segunda vez en el sofá del comedor, ante la mirada bondadosamente paranoica de María.
Lía habló con una amiga y ésta con otra amiga.
A los quince años, Leo le pidió a su madre que lo crucificara con vendas en el establo, quería ser lo más parecido a Jesucristo. Hicieron la cruz con maderas viejas y podridas, cuyas astillas laceraban continuamente la piel de Semen Cristus. Un aliciente más, otras infecciones.
Con el tiempo, perfeccionaron la maquinaria y los elementos necesarios para crear aquel santuario del placer insano.
El tubo de vidrio donde Semen Cristus derramaba su amor y su hostia blanca, era una probeta de una industria química. Restos de máquinas tragaperras que encontraron en traperías y desguaces formaban los diversos elementos que estimulaban el pene y la producción de semen.
Objetos sucios, que cada día acumulaban más miseria, que no se limpiaban.
Más adelante, cuando las feligresas acudieron en mayor número y con más asiduidad, María tuvo que consultar con un veterinario qué tratamiento podía darle a su cerdo para que rindiera mejor sexualmente y su semen fuera más abundante.
A los dieciséis años, Semen Cristus a veces eyacula semen con vetas rojas. Y cada día está más delgado.
El cerdo a veces mira con sus pequeños ojos las misas, y su pene largo y rizado se arrastra endurecido entre su propia mierda y meados. El cerdo huele más a muerto que a marrano.
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Su madre lo libera de la cruz y lo ayuda a caminar hasta la casa, donde lame su sagrado coño; la absuelve de sus podridas ideas con un cunillingus que la hace gritar como al marrano del establo que hace coro a las comuniones. Es la madre de Dios.
Y a medida que las hormonas pudren la sangre de Semen Cristus, el dolor de la cruz y los torturados testículos lo dirigen hacia una alienante paz espiritual.
Los genitales parecen absorber toda la locura del mundo, la de las pecadoras que acuden a su bendición, la de su madre, la suya propia.
Amasa y metaboliza la insania y la escupe de nuevo, pura y sin tapujos a la cara del universo.
Semen Cristus es dios y como así lo afirma, así lo cree.
Leo se ha quedado dormido en el sofá del salón, no ha comido la cena que su madre le ha preparado y ésta lo admira con infinita ternura. Acaricia suavemente sus genitales. Están calientes, demasiado calientes; pero no le da importancia.
Tampoco le ha prestado atención a una especie de dura verruga enrojecida que se está formando en la parte inferior del escroto. A su alrededor la piel se está ennegreciendo.
María sube al desván, las obras están llegando a su fin. Las dos habitaciones se han transformado en una grande para que quepan los bancos de madera de las feligresas, en el techo colgará una lámpara de cirios de hierro forjado. La cama que será el altar, estará cubierta por una sábana roja y en la cabecera un Cristo crucificado llorará sobre la cara de Semen Cristus emocionado por haber instaurado el reino de los cielos en la tierra.
Un bidé se instalará dentro de un confesionario y cuatro altavoces emitirán los gemidos de Semen Cristus cuando ofrezca en su comunión la hostia lechosa con la que perdonará los pecados de las feligresas.
En un armario empotrado, guardará las hormonas y las jeringuillas para que su hijo pueda cumplir con su sagrado deber.
—Madre, la cama no es para Jesucristo. Necesito la cruz.
María se ha sobresaltado, no lo ha oído subir. Está desnudo y su pene pende lacio. Los testículos se encuentran contraídos.
—No podrás soportar tantas horas en la cruz, debes descansar. Está aumentando el número de devotas. No puedes continuar así, aún no has acabado de crecer y tus huesos se pueden deformar. Tengo una sorpresa, sólo para nosotros dos.
María se dirigió a la pared izquierda donde se apoyaba un tablero, lo retiró y tras él se encontraba una habitación con el techo acristalado. Los agónicos rayos de sol de la tarde, pintaban de rojo las paredes.
—Esta será nuestra capilla. Cuando hayas acabado la misa y te sientas descansado, te crucificaré. Y no habrá tubos ni calefactores. Meteré cada anochecer en mi boca tu sagrado pene hasta que te derrames en mí, hasta que me cubras entera.
—Madre, bendita seas. Te amo. Te perdono en el nombre de mi santo padre —le respondió con una sonrisa afable santiguando el aire frente a ella.
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Iconoclasta

Las ilustraciones son de la autoría de Aragggón.


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2 de junio de 2011

El asesino y la Palabra



Puedes estar cómodamente leyendo, escuchando música o escribiendo algo y aparecerá un/a testigo de Jehová que te molestará con la palabra del señor.
Y la siguiente reflexión es: ¿Cómo es posible leer algo tan aburrido, sin sentido y tan supersticioso como la biblia?
¿Es que no se cansan de lecciones pueriles?
Quien lee la biblia, y ante el empacho de leyes y parábolas, ¿no siente que se ahoga?
Cuando abres la boca para contestarles a algo, siempre tienen una enseñanza que darte.
Y eso me carga, ningún puto dios ni predicador puede enseñarme algo que no sepa, coño. Lo mío no es la palabra, son los números, las cifras que me pagan por mis servicios.
Así que le digo al jehovista que no tengo tiempo para charlas y me quedo con la revista que ofrece para que no me moleste más. Y su publicación me servirá para recortar palabras para enviar las amenazas de muerte y violación, que al fin y al cabo es a lo que me dedico sin que nadie me castigue.
Bueno, siempre ayuda dar una buena mordida o soborno al juez y a algún diputado; ayuda a tener impunidad aparte de mi habilidad.
Y por supuesto: no hay milagro que valga para que se libren mis víctimas de un tiro y de ser violadas, y no siempre por este orden.
Los hay que tienen fe en la palabra y yo en los recortes de revistas y prensa. Al final son palabras ¿no?
Y puede que un día, estos evangelizadores de pacotilla, se encuentren escrita la palabra o su palabra del señor en una bala 357 magnum que se alojará en su frente.
No siempre planeo mis asesinatos, a veces improviso. Es un buen ejercicio matar a alguien en la puerta de tu casa y por puro placer. Solo hay que cambiar el método. Nunca se me ocurriría reventarle la cabeza con un disparo; cuando has de matar a alguien en una zona poblada o donde vives, es mejor el silencio de una médula seccionada. Meter un estilete por la nuca requiere habilidad y precisión; pero es emocionante cuando te están hablando de la importancia de la palabra del señor, ver como sus voces callan y sus rodillas se pliegan muertas.
Incluso improvisando soy tan bueno como los beatos predicando la palabra del señor.
Amén.



Iconoclasta

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1 de junio de 2011

Semen Cristus (2)



Semen Cristus cumplió catorce años masturbándose en el establo, y dejando que la ternera lamiera su pene con aquella lengua ancha y larga. La vaca deseaba lamer aquello, mugía plena de satisfacción.
Semen Cristus bien podría haber sido un San Francisco de Asís. Su podredumbre mental alcanzaba a los seres irracionales de la misma forma que llevaba a la irracionalidad a las mujeres que se masturbaban ahora ante él.
La señora María se masturbó, en silencio espiando a su hijo. Cuando su niño eyaculó entre su puño y la lengua de la vaca, dijo:
—Bebe mi leche, y que se una a la tuya. Que mi divina leche de placer, espese la tuya —dijo sacudiendo el semen residual del cárnico y venoso hisopo hacia la cabeza de la ternera que no pestañeaba ante las salpicaduras de aquel líquido espeso y blanco.
Con los dedos mojados de su propio coño, la Sra. María se dirigió a su hijo y se puso de rodillas frente a su pene y lo limpió metiéndoselo en la boca.
El pequeño Leopoldo, que así se llamaba por aquel entonces, posó la mano en la cabeza de su madre y presionándola contra sí, la obligó a meterse todo el pene en la boca.
—Madre, bendita sea tu boca entre la de todas las mujeres. Chupa, chupa, chupa...
Ya hace dieciséis años, en algún pueblo de la península ibérica, al norte de África, una madre esquizofrénica gritaba obscenidades en una celda del convento de las Clarisas durante el parto.
Las hermanas acogieron a la enferma parturienta que había escapado de aquel manicomio que ardió por algún cortocircuito de sus viejos cables eléctricos. La abadesa hizo la promesa a Jesucristo, de acoger a aquella mujer que llamó a la puerta del convento, gritando el nombre de Dios al interfono de la puerta.
Sus dientes rotos eran cicatrices que revelaban su origen loco y muchas sesiones de estimulación cerebral eléctrica.
Clava los dedos en el indefenso pubis de su hijo crucificado, evocando recuerdos. Unas gotas de sangre aparecen entre las uñas clavadas en la delicada piel de Semen Cristus.
—Córrete, hijo mío. Como si te derramaras dentro de mí.
El vientre se hunde entre las cosquillas y el glande escupe un borbotón de semen. Un zumbido indica que el eyector de vacío se ha conectado.
La leche succionada se arrastra por el tubo translúcido que se pierde entre sus piernas.
La mujer frente a la cruz se palmea el clítoris con furia ante el placer que la hace sentirse puta en un pueblo sin apenas hombres, un pueblo sucio y aislado que casi todo el año huele a mierda de cerdo y mierda de vaca. Mierda de gallinas, mierda de ovejas.
Mierda de vida.
La madre de Cristus aplaca la tensión orgásmica de su hijo cogiendo sus calientes testículos, ha retirado el calefactor que estimula su producción seminal.
La madura desearía que fuera su mano la que acariciara aquellos testículos pesados y plenos. El semen sale disparado por una boquilla cerca de su cara y le impacta en los ojos. No se los limpia, sigue sobando su sexo hasta que siente doblarse por un orgasmo intenso. Con la lengua recoge el semen que ahora chorrea por la comisura de los labios.
Se limpia y con los dedos manchados de semen se santigua.
—Yo te bendigo, Severa —dice Cristus entre jadeos.
La madre saca de su delantal una jeringuilla.
—Hay dos devotas más esperando afuera, tienes que bendecirlas con tu leche, cariño. Sólo tres más y podrás bajar de tu santa cruz.
Ha encontrado la vena del brazo con facilidad, está dilatada por el esfuerzo de la crucifixión. Le inyecta una hormona de uso veterinario. Acomoda el calefactor en los testículos de su hijo y le besa en la mejilla.
Se acerca hasta la mujer que espera con las piernas cruzadas.
—Reza cinco minutos antes de echar las monedas, Candela. Reza por su alma y por su fuerza. Dios te quiere mojada.
—María ¿Cuándo nos tomará Cristus? ¿Cuándo lo podremos sentir dentro de nosotras?
—Cuando terminen las obras y la capilla del desván de casa se pueda usar tendréis su cuerpo también.
—En el pueblo los hombres no saben lo que ocurre; pero recelan de que vengamos aquí tan a menudo. Ve con cuidado, María, protege a tu hijo.
—Está protegido y vosotras también. En la cocina tengo a modo de decorado una mesa preparada con pastas y café para que os sentéis allí si aparece alguno de esos machos por aquí; para que vean normalidad. Y no te preocupes, puedo ver a quienquiera que se acerque a medio kilómetro.
María lleva la mano al sexo de Candela:
—Goza de Cristus ahora, moja tu chocho, disfruta. Él te bendice.
Cuando sale del establo, una adolescente espera a la puerta cogida del brazo de su madre.
—Cuando salga Candela, podéis pasar. Y recordad, cuando os haya bendecido a una de vosotras, que la próxima rece cinco minutos para que sus sagrados cojones se llenen de nuevo. Rezad por su alma y por su fuerza.
“Dadle tiempo a que las hormonas hagan su trabajo”, musita para si.
María se dirige a la casa.
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Los operarios daban martillazos en el desván, el estridente ruido de una taladradora apagó cualquier otro sonido, abandonándola a su propia insania.
María evocó los casi catorce años de liberación en el convento, viendo crecer a su hijo, sin las medicinas que en el hospital la convertían en una triste muñeca.
Veía a Cristo retorcerse en la cruz de la capilla, no podía apartar la mirada del crucificado. Aquel hombre bueno debería haber gozado de la vida y no morir como un miserable ladrón.
Miraba bajo la tela esculpida de los calzones con la esperanza de ver los testículos del Santo Crucificado. Se masturbaba en silencio, rezando un rosario de obscenidades e imaginando el acto sexual con el nazareno. Mamándosela en la cruz mientras sangraba. Su esquizoide mente encontró una vía de escape e inspiración en aquella capilla.
Su hijo se educaba en un ala del convento que hacía las veces de escuela del pueblo con la hermana Carmen como profesora.
Cuando el pequeño Leopoldo acababa sus clases en el colegio y ella terminaba su trabajo en la cocina, cogía a su hijo de la mano y juntos iban a la capilla.
—Debes ser como él, un hombre bueno.
—Yo no quiero que me hagan daño, mamá.
—Nunca dejaría que te hicieran daño, Leo. Tú gozarás en la cruz en la misma medida que Jesucristo padeció. Te lo juro, vida mía.
—Mira, Cristo me hace gozar —le mostró a Leo su sexo abierto y perlado por el abundante fluido segregado.
Leo miró con interés; sintió un placer extraño en sus genitales, y creyó ver un corazón sagrado latiendo entre las piernas de su madre. Con siete años estaba gestando su propia demencia.
Y así, cada tarde que podían se sentaban frente al Cristo Crucificado. Leo observaba a su madre llevar la mano bajo la falda, la escuchaba gemir con las rodillas separadas. Se sentaban en los bancos de la tercera fila, para estar cerca de Él y a la vez resguardados de su propia inmundicia mental.
El pequeño olía con delectación el cuerpo sudado de su madre, sentía como la madera de los bancos transmitía el estremecimiento al llegar al orgasmo.
—Huele, Leo. Es la saliva de Cristo —María acercó la mano humedecida y resbaladiza de humor sexual hasta la nariz de su hijo.
El niño frunció el ceño.
—Así es Jesucristo, mi vida. Así tienes que ser tú. Así lo tienes que hacer.
Llevó la mano de su hijo a la vulva y le enseñó como acariciarla.
Leo lloraba, algo no estaba bien. Su madre le daba miedo. Y él también sentía miedo de si mismo, sentía que algo no estaba bien en aquel ni sitio ni dentro de ellos; pero su primera erección y la mano de su madre calmándolo frente a Jesucristo, convirtió todo aquello en una realidad única. La única posible en su cerebro.
Leo crecía, en plena pubertad tuvo su primera visión, (una alucinación esquizofrénica para un psiquiatra). Un mensaje de Dios para el niño y su madre; el Cristo Crucificado abrió la boca y le dijo al pequeño Leo:
-Tu semen es maná para las mujeres, para su apetito más íntimo. Derrámalo sobre ellas, dentro de ellas. Que tu pene sea el camino de la redención de esta segunda venida.



Iconoclasta


Las ilustraciones son de la autoría de Aragggón.



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