Iconoclasta, provocación y otras utilidades para escapar del negro abismo del agobio.
3 de junio de 2011
Semen Cristus (3)
Madre e hijo fueron expulsados cuando la hermana Marga los descubrió en la capilla, el joven Leo movía su brazo lentamente entre las piernas abiertas de su madre. No había un murmullo de oración, era un jadeo lujurioso y pornográfico.
—¿Qué hacéis? ¿Cómo podéis? —gritó la hermana.
Salieron esa misma tarde con una maleta y una buena cantidad de dinero que había acumulado María a lo largo de todos esos años de trabajo en el convento.
Compró la casa en un pueblo pequeño y con pocos habitantes que se encontraba a una buena distancia del convento. Estar loca de remate, no es lo mismo que ser tonta.
Su hijo era igual que ella de alto con catorce años. La misma forma de caminar y su porte orgulloso. Conocía su coño mejor que ella misma. Sus manos bien cuidadas y sin duricia alguna causada por el trabajo separaban los labios vaginales con precisión y se hundía en ella como un sagrado pene que le hacía arder las entrañas.
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La mujer está cansada de rezar, siente los pantis empapados y pegajosos. Frío en su coño y un deseo atroz de tocarse.
Deposita cinco monedas a los pies de Cristus, algún motor pequeño zumba en algún lugar tras la cruz y el tubo de vidrio donde el pene de Dios está metido, realiza un lento y controlado vaivén.
—¡Di que me amas! Grítame tu amor de puta.
—Te amo Semen Cristus. Párteme en dos con tu mandamiento fragante. Incinera la basura que tengo metida en mi coño de zorra.
Leo cierra los ojos, el calefactor de sus testículos parece hacer hervir el semen en los cojones.
Candela deja caer las bragas hasta los tobillos y se sienta encima de una bala de paja.
La mente enferma de Leo reza a Jesucristo, le pide ayuda y fuerza para crear su hostia de semen, para que comulgue con ella la mujer.
Una pornográfica comunión.
El ritmo de la vibración se acelera, falta espacio en el tubo, se comprime tanto el pene que parece que va a estallar.
Un gruñido ronco, el meato se dilata y un espeso líquido blanco sale casi dulcemente. De nuevo el vacío lo succiona.
Candela se frota con frenesí el clítoris frente al crucificado y cuando del eyector sale el templado semen, se estrella como un escupitajo en su vulva desflorada, entre gemidos y blasfemias Candela se extiende el semen por todo el sexo para acabar con un orgasmo que la lleva al paroxismo.
Leo siente náuseas, le ocurre cuando hay demasiadas devotas y su madre le inyecta más dosis de hormonas. No puede evitar vomitar y una bilis amarga cae sobre Candela.
—Cristus mío ¿Te encuentras bien? ¿Puedo hacer algo por ti?
—Si hija mía, bienaventurado sea tu gran corazón. Dame agua.
La mujer sube por la escalera y le lleva a los labios la botella de agua que se encuentra encima de una de las balas de paja, junto con jeringuillas y restos de comida.
—Te amo Semen Cristus, te amo más que a mi hijo —le susurra al oído antes de besarle los labios y sentir el amargo sabor de la bilis.
—Yo te bendigo —responde Leo con un hilo de voz.
Cuando Candela se cruza con la madre e hija que esperan su turno a la puerta del establo, agacha la cabeza y no saluda.
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A los catorce años, Leo bendijo a su primera mujer. Era la vecina más cercana, una viuda reciente. Aquel día, Lía se encontraba en el porche de la casa, sentada en los escalones de entrada. Lloraba con la vista fija en la calle desierta.
Leo y su madre pasaron frente a ella.
—¿Por qué llora?
—Su marido murió hace dos semanas, está destrozada.
—Quiero bendecirla, mamá; como hacía Jesús.
— Ve, hijo mío.
Leo avanzó por el camino de gravilla hasta la mujer.
—Buenos días, triste mujer.
—Buenos días —respondió Lía con cierto estupor, el crío hablaba como un adulto demasiado educado, demasiado formal.
—No esté triste, estoy aquí para bendecirla, para aliviar su dolor.
Los ojos de Leo, hicieron presa en los de la mujer, y ésta sin saber que estaba mirando directamente a los ojos de un pozo de miseria mental, abrió sus brazos al niño.
—Eres un cielo.
—Lo soy —respondió Leo abrazándose a ella.
Metió su rodilla entre las piernas y presionó el sexo de Lía.
No rechazó la presión, no podía apartar la mirada de los ojos del niño. Ni podía apartar aquella rodilla que presionaba rítmicamente su vagina.
La madre se mantenía a distancia, sonreía afable ante la escena.
Un escalofrío recorrió todo el cuerpo de Lía, estalló en su clítoris y se expandió por las piernas y los brazos, abrazando con fuerza al niño entre sus brazos mientras intentaba ahogar un gemido.
—Yo te bendigo, mujer triste.
El niño le besó los labios antes de separarse. Caminó hasta su madre y la cogió de la mano.
—Venga a nuestra casa cuando se sienta sola, no se quede ahí sufriendo, Lía.
La mujer sonrió avergonzada.
No pasaron tres días cuando Lía llamó a la puerta de la casa de María y Leo. Semen Cristus le arrancó el dolor de la muerte de su marido por segunda vez en el sofá del comedor, ante la mirada bondadosamente paranoica de María.
Lía habló con una amiga y ésta con otra amiga.
A los quince años, Leo le pidió a su madre que lo crucificara con vendas en el establo, quería ser lo más parecido a Jesucristo. Hicieron la cruz con maderas viejas y podridas, cuyas astillas laceraban continuamente la piel de Semen Cristus. Un aliciente más, otras infecciones.
Con el tiempo, perfeccionaron la maquinaria y los elementos necesarios para crear aquel santuario del placer insano.
El tubo de vidrio donde Semen Cristus derramaba su amor y su hostia blanca, era una probeta de una industria química. Restos de máquinas tragaperras que encontraron en traperías y desguaces formaban los diversos elementos que estimulaban el pene y la producción de semen.
Objetos sucios, que cada día acumulaban más miseria, que no se limpiaban.
Más adelante, cuando las feligresas acudieron en mayor número y con más asiduidad, María tuvo que consultar con un veterinario qué tratamiento podía darle a su cerdo para que rindiera mejor sexualmente y su semen fuera más abundante.
A los dieciséis años, Semen Cristus a veces eyacula semen con vetas rojas. Y cada día está más delgado.
El cerdo a veces mira con sus pequeños ojos las misas, y su pene largo y rizado se arrastra endurecido entre su propia mierda y meados. El cerdo huele más a muerto que a marrano.
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Su madre lo libera de la cruz y lo ayuda a caminar hasta la casa, donde lame su sagrado coño; la absuelve de sus podridas ideas con un cunillingus que la hace gritar como al marrano del establo que hace coro a las comuniones. Es la madre de Dios.
Y a medida que las hormonas pudren la sangre de Semen Cristus, el dolor de la cruz y los torturados testículos lo dirigen hacia una alienante paz espiritual.
Los genitales parecen absorber toda la locura del mundo, la de las pecadoras que acuden a su bendición, la de su madre, la suya propia.
Amasa y metaboliza la insania y la escupe de nuevo, pura y sin tapujos a la cara del universo.
Semen Cristus es dios y como así lo afirma, así lo cree.
Leo se ha quedado dormido en el sofá del salón, no ha comido la cena que su madre le ha preparado y ésta lo admira con infinita ternura. Acaricia suavemente sus genitales. Están calientes, demasiado calientes; pero no le da importancia.
Tampoco le ha prestado atención a una especie de dura verruga enrojecida que se está formando en la parte inferior del escroto. A su alrededor la piel se está ennegreciendo.
María sube al desván, las obras están llegando a su fin. Las dos habitaciones se han transformado en una grande para que quepan los bancos de madera de las feligresas, en el techo colgará una lámpara de cirios de hierro forjado. La cama que será el altar, estará cubierta por una sábana roja y en la cabecera un Cristo crucificado llorará sobre la cara de Semen Cristus emocionado por haber instaurado el reino de los cielos en la tierra.
Un bidé se instalará dentro de un confesionario y cuatro altavoces emitirán los gemidos de Semen Cristus cuando ofrezca en su comunión la hostia lechosa con la que perdonará los pecados de las feligresas.
En un armario empotrado, guardará las hormonas y las jeringuillas para que su hijo pueda cumplir con su sagrado deber.
—Madre, la cama no es para Jesucristo. Necesito la cruz.
María se ha sobresaltado, no lo ha oído subir. Está desnudo y su pene pende lacio. Los testículos se encuentran contraídos.
—No podrás soportar tantas horas en la cruz, debes descansar. Está aumentando el número de devotas. No puedes continuar así, aún no has acabado de crecer y tus huesos se pueden deformar. Tengo una sorpresa, sólo para nosotros dos.
María se dirigió a la pared izquierda donde se apoyaba un tablero, lo retiró y tras él se encontraba una habitación con el techo acristalado. Los agónicos rayos de sol de la tarde, pintaban de rojo las paredes.
—Esta será nuestra capilla. Cuando hayas acabado la misa y te sientas descansado, te crucificaré. Y no habrá tubos ni calefactores. Meteré cada anochecer en mi boca tu sagrado pene hasta que te derrames en mí, hasta que me cubras entera.
—Madre, bendita seas. Te amo. Te perdono en el nombre de mi santo padre —le respondió con una sonrisa afable santiguando el aire frente a ella.
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Iconoclasta
Las ilustraciones son de la autoría de Aragggón.
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