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23 de junio de 2011

Semen Cristus (7)



Carlos caminaba campo a través maldiciendo su suerte, el tractor se había atascado en un lodazal.
Se dirigía a la casa más cercana, en busca de ayuda: un vehículo que le ayudara a sacar de allí el tractor o un teléfono.
En aquella comarca no había cobertura para teléfono móvil todo el día. Y como no podía ser de otra forma, tractor y teléfono dejaron de ser útiles al mismo tiempo.
Sólo la temperatura moderada del día, no empeoró la mañana convirtiendo en una tortura aquella caminata de media hora hasta casa de María la loca.
La mujer estaba como una regadera; pero siempre había sido una buena vecina. Al menos, desde hacía cinco años que compró la casa y se instaló en el pueblo.
Salvo por su actividad de santera y curandera, no vivía de ningún otro trabajo. A los pocos días de aparecer en el pueblo con su hijo, se dedicó a colocar anuncios por las calles y algunas tiendas, ofreciéndose a proporcionar paz y felicidad a las mujeres por medios naturistas y religiosos.
Llamó al timbre de aquella casa de fachada de estuco, desconchada y pintada de blanco, era de una planta con desván o algolfas.
Una de esas casas baratas que se construía la gente del pueblo antes de que hubiera control alguno sobre la edificación y el suelo urbanizable. A diez metros y a la izquierda de la casa, un establo de madera parecía ser zarandeado por la suave brisa, amenazando plegarse sobre si mismo.
Presionó el pulsador varias veces más sin que nadie respondiera y se dirigió hacia el establo. La furgoneta se encontraba al lado de un viejo carromato podrido que ya carecía de interés alguno como decoración, antes de llamar a la puerta de la casa, observó si tenía la suficiente altura de bajos para poder entrar en los campos y tirar del tractor. Sólo necesitaba un pequeño tirón, no requería una gran potencia.
Aquella vieja Nissan serviría.
En el establo se encendió la luz roja que estaba conectada con el timbre de la casa. María se puso en pie y se limpió cuanto pudo los purines de la ropa y las piernas.
—Voy a ver quién es, cerraré y pasaré la llave bajo la puerta para que podáis abrir cuando estéis listos. Candela, hazme el favor de ayudar a Semen Cristus a bajar de la cruz, cielo.
Candela la escuchó, pero fue incapaz de emitir más sonido que unos gemidos mientras sus dedos se clavaban con ferocidad en su sexo. Con la mirada fija en el tubo de vidrio que con su vibración masturbaba a Semen Cristus.
María se santiguó frente a su hijo.
Cerró tras de sí la puerta y deslizó la llave por debajo con el pie.
Cuando giró para encaminarse a la casa, Carlos ya estaba acercándose al establo.
—Buenos días María.
—Buenos días Carlos.
—Necesito ayuda, el tractor se me ha atascado en un barrizal y necesitaría que te acercaras con la furgoneta para sacarlo de ahí. No necesitará mucho esfuerzo, en cuanto algo tire de él, las ruedas volverán a tener tracción por unos centímetros que se muevan. Siento molestarte; pero me ha pillado en la zona más cercana a tu casa y sin cobertura en el móvil.
—Dame unos minutos para que me cambie de ropa y cierre bien el establo, no quiero que se me lleven el cerdo. Mi hijo se ha ido al pueblo a comprar.
—Hacemos una cosa María; para que no dejes sola la casa yo me voy caminando, y tú esperas a que tu hijo vuelva. El tractor está en el camino del algarrobo, junto a la fuente. Lo verás desde muy lejos, no hay problema, yo estaré en el camino para guiarte y no meter la furgoneta en otro barrizal.
—Estupendo, allí estaré. Leo no tardará ya más de media hora y si viera que se retrasa iré a ayudarte y luego iré al pueblo a recogerlo en el mercadillo.
—Te lo agradezco mucho María, hasta pronto.
Carlos emprendió el camino hacia su campo con el olfato ofendido. Se alegró de no haberse metido en la furgoneta con aquella loca; aunque era buena mujer la pobre.
Tan pronto Carlos se alejó lo suficiente, María se acercó al establo y llamó a la puerta.
—¿Quién es? —preguntó la voz grave y cansada de Semen Cristus.
—Soy yo, abrid.
—¿Qué hacía aquí Carlos? —preguntó Candela con urgencia.
Echó un vistazo con discreción asomando la cabeza por la puerta y vio a Carlos alejarse; se escondió rápidamente tras la puerta del establo.
—No te preocupes, no preguntaba por ti. Se le ha atascado el tractor en el barro y me ha pedido ayuda —la tranquilizó María.
—¿No ha preguntado por mí?
—No mujer, ni te hemos nombrado, estaba preocupado solo por sacar del lodazal su tractor.
Candela se sintió aliviada.
—Gracias María. Me voy.
Acarició el rostro de Semen Cristus, se puso de rodillas ante él y le besó las manos.
—Bendíceme Señor.
Semen Cristus santiguó su cráneo en el aire.
—Que el placer te acompañe, que el paraíso se haga en la tierra y entre tus piernas.
Candela sintió que su sexo se hacía blando ante aquella bendición.
Se levantó con una pesada carga de vergüenza que la hacía mirar al suelo y se dirigió al pueblo camino a su casa presionando los muslos más de lo necesario, casi jadeaba sin estar cansada.
María ayudó a su hijo a caminar hasta la casa, estaba muy fatigado y los pies le pesaban como plomo.
—Leo, dúchate, yo voy a ayudar a Carlos con su tractor. Vuelvo enseguida. Hoy no creo que venga nadie más. Es día de mercado.
Candela caminaba por el pequeño camino polvoriento a punto de pisar la calle ya asfaltada que marcaba el inicio del pueblo, cuando una camioneta hizo sonar el claxon y se detuvo. Era Gerardo, un vecino que tenía el campo junto al suyo. Carlos iba con él.
—¡Candela! Pensé que estarías en el mercado —dijo su marido bajando del coche.
—Vengo de casa de María, me dolía la cabeza y he ido a buscarle un remedio.
—¡Qué casualidad! Se me ha metido el tractor en el barro y hace apenas veinte minutos que he estado en su casa para que me ayudara a sacarlo. Me he encontrado a Gerardo y ya lo hemos arreglado. Vamos a avisarla antes de que salga con la furgoneta.
—Os acompaño y así me dejáis en el mercadillo a la vuelta.
—Buenos días Gerardo —saludó cuando se acomodó en el asiento trasero.
—Buenos días Candela. ¿Así que vienes de casa de la loca? Mi Carmen también va a menudo allí.
—Sí, nos hemos encontrado en su casa varias veces.
—¿Qué es esa peste? —preguntó Carlos.
María se miró los zapatos, no los había limpiado de la porquería que había pisado en el establo.
—He pisado un montón de estiércol de vuelta de casa de la María. Lo siento Gerardo.
—No pasa nada Candela, esto no es un Rolls.
A los pocos minutos llegaron a casa de María; ésta se encontraba abriendo la puerta de la furgoneta.
—¡María! Que no vengo a por el remedio para el dolor de cabeza, ya sé que me lo tendrás mañana. Es porque Carlos ya ha arreglado lo del tractor con Gerardo —gritó Candela desde la misma puerta del coche.
María entendió al momento.
—Perdona las molestias —Carlos se acercó hasta ella—; pero el Gerardo ha pasado por el camino antes que tú y me ha echado una mano. Menos mal que hemos llegado a tiempo. Mañana te traerá Candela un saco de harina de primera.
—No hace falta Carlos, no me has molestado.
—Da igual, has sido muy atenta. Candela te lo traerá cuando vuelva. Adiós y gracias de nuevo.
Gerardo no bajó del coche, no le gustaba aquella mujer.
Ambos subieron al coche.
Durante el trayecto hacia el mercadillo hablaron del tiempo y de la necesidad de lluvia. Y de que los remedios de la loca, sólo curaban a las mujeres.
—Su hijo da pena. A ese chico se le ve enfermo; lo he visto sin camiseta por la ventana, está en los huesos.
—Me ha dicho que el chico estaba en el mercado del pueblo —contestó Carlos.
—Pues yo lo acabo de ver.
—Y así era, yo estaba hablando con ella cuando ha llegado Leo —terció Candela.
—Joder... Con lo pequeño es el pueblo, y no nos hemos encontrado ninguno de los tres por el mismo camino. Imagina lo que debe ser vivir en la ciudad —comentó Carlos encendiendo un cigarro y frunciendo el ceño por el desagradable olor que había en el vehículo a pesar de ir con las ventanas abiertas.
Era el mismo olor que desprendía María la loca.
Cuando llegaron al mercadillo Candela bajó del coche, estaba nerviosa y tensa. Entró en el bar a tomarse una tila y regresó a casa sin comprar nada.
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Iconoclasta


Las ilustraciones son de la autoría de Aragggón.



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