Iconoclasta, provocación y otras utilidades para escapar del negro abismo del agobio.
1 de junio de 2011
Semen Cristus (2)
Semen Cristus cumplió catorce años masturbándose en el establo, y dejando que la ternera lamiera su pene con aquella lengua ancha y larga. La vaca deseaba lamer aquello, mugía plena de satisfacción.
Semen Cristus bien podría haber sido un San Francisco de Asís. Su podredumbre mental alcanzaba a los seres irracionales de la misma forma que llevaba a la irracionalidad a las mujeres que se masturbaban ahora ante él.
La señora María se masturbó, en silencio espiando a su hijo. Cuando su niño eyaculó entre su puño y la lengua de la vaca, dijo:
—Bebe mi leche, y que se una a la tuya. Que mi divina leche de placer, espese la tuya —dijo sacudiendo el semen residual del cárnico y venoso hisopo hacia la cabeza de la ternera que no pestañeaba ante las salpicaduras de aquel líquido espeso y blanco.
Con los dedos mojados de su propio coño, la Sra. María se dirigió a su hijo y se puso de rodillas frente a su pene y lo limpió metiéndoselo en la boca.
El pequeño Leopoldo, que así se llamaba por aquel entonces, posó la mano en la cabeza de su madre y presionándola contra sí, la obligó a meterse todo el pene en la boca.
—Madre, bendita sea tu boca entre la de todas las mujeres. Chupa, chupa, chupa...
Ya hace dieciséis años, en algún pueblo de la península ibérica, al norte de África, una madre esquizofrénica gritaba obscenidades en una celda del convento de las Clarisas durante el parto.
Las hermanas acogieron a la enferma parturienta que había escapado de aquel manicomio que ardió por algún cortocircuito de sus viejos cables eléctricos. La abadesa hizo la promesa a Jesucristo, de acoger a aquella mujer que llamó a la puerta del convento, gritando el nombre de Dios al interfono de la puerta.
Sus dientes rotos eran cicatrices que revelaban su origen loco y muchas sesiones de estimulación cerebral eléctrica.
Clava los dedos en el indefenso pubis de su hijo crucificado, evocando recuerdos. Unas gotas de sangre aparecen entre las uñas clavadas en la delicada piel de Semen Cristus.
—Córrete, hijo mío. Como si te derramaras dentro de mí.
El vientre se hunde entre las cosquillas y el glande escupe un borbotón de semen. Un zumbido indica que el eyector de vacío se ha conectado.
La leche succionada se arrastra por el tubo translúcido que se pierde entre sus piernas.
La mujer frente a la cruz se palmea el clítoris con furia ante el placer que la hace sentirse puta en un pueblo sin apenas hombres, un pueblo sucio y aislado que casi todo el año huele a mierda de cerdo y mierda de vaca. Mierda de gallinas, mierda de ovejas.
Mierda de vida.
La madre de Cristus aplaca la tensión orgásmica de su hijo cogiendo sus calientes testículos, ha retirado el calefactor que estimula su producción seminal.
La madura desearía que fuera su mano la que acariciara aquellos testículos pesados y plenos. El semen sale disparado por una boquilla cerca de su cara y le impacta en los ojos. No se los limpia, sigue sobando su sexo hasta que siente doblarse por un orgasmo intenso. Con la lengua recoge el semen que ahora chorrea por la comisura de los labios.
Se limpia y con los dedos manchados de semen se santigua.
—Yo te bendigo, Severa —dice Cristus entre jadeos.
La madre saca de su delantal una jeringuilla.
—Hay dos devotas más esperando afuera, tienes que bendecirlas con tu leche, cariño. Sólo tres más y podrás bajar de tu santa cruz.
Ha encontrado la vena del brazo con facilidad, está dilatada por el esfuerzo de la crucifixión. Le inyecta una hormona de uso veterinario. Acomoda el calefactor en los testículos de su hijo y le besa en la mejilla.
Se acerca hasta la mujer que espera con las piernas cruzadas.
—Reza cinco minutos antes de echar las monedas, Candela. Reza por su alma y por su fuerza. Dios te quiere mojada.
—María ¿Cuándo nos tomará Cristus? ¿Cuándo lo podremos sentir dentro de nosotras?
—Cuando terminen las obras y la capilla del desván de casa se pueda usar tendréis su cuerpo también.
—En el pueblo los hombres no saben lo que ocurre; pero recelan de que vengamos aquí tan a menudo. Ve con cuidado, María, protege a tu hijo.
—Está protegido y vosotras también. En la cocina tengo a modo de decorado una mesa preparada con pastas y café para que os sentéis allí si aparece alguno de esos machos por aquí; para que vean normalidad. Y no te preocupes, puedo ver a quienquiera que se acerque a medio kilómetro.
María lleva la mano al sexo de Candela:
—Goza de Cristus ahora, moja tu chocho, disfruta. Él te bendice.
Cuando sale del establo, una adolescente espera a la puerta cogida del brazo de su madre.
—Cuando salga Candela, podéis pasar. Y recordad, cuando os haya bendecido a una de vosotras, que la próxima rece cinco minutos para que sus sagrados cojones se llenen de nuevo. Rezad por su alma y por su fuerza.
“Dadle tiempo a que las hormonas hagan su trabajo”, musita para si.
María se dirige a la casa.
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Los operarios daban martillazos en el desván, el estridente ruido de una taladradora apagó cualquier otro sonido, abandonándola a su propia insania.
María evocó los casi catorce años de liberación en el convento, viendo crecer a su hijo, sin las medicinas que en el hospital la convertían en una triste muñeca.
Veía a Cristo retorcerse en la cruz de la capilla, no podía apartar la mirada del crucificado. Aquel hombre bueno debería haber gozado de la vida y no morir como un miserable ladrón.
Miraba bajo la tela esculpida de los calzones con la esperanza de ver los testículos del Santo Crucificado. Se masturbaba en silencio, rezando un rosario de obscenidades e imaginando el acto sexual con el nazareno. Mamándosela en la cruz mientras sangraba. Su esquizoide mente encontró una vía de escape e inspiración en aquella capilla.
Su hijo se educaba en un ala del convento que hacía las veces de escuela del pueblo con la hermana Carmen como profesora.
Cuando el pequeño Leopoldo acababa sus clases en el colegio y ella terminaba su trabajo en la cocina, cogía a su hijo de la mano y juntos iban a la capilla.
—Debes ser como él, un hombre bueno.
—Yo no quiero que me hagan daño, mamá.
—Nunca dejaría que te hicieran daño, Leo. Tú gozarás en la cruz en la misma medida que Jesucristo padeció. Te lo juro, vida mía.
—Mira, Cristo me hace gozar —le mostró a Leo su sexo abierto y perlado por el abundante fluido segregado.
Leo miró con interés; sintió un placer extraño en sus genitales, y creyó ver un corazón sagrado latiendo entre las piernas de su madre. Con siete años estaba gestando su propia demencia.
Y así, cada tarde que podían se sentaban frente al Cristo Crucificado. Leo observaba a su madre llevar la mano bajo la falda, la escuchaba gemir con las rodillas separadas. Se sentaban en los bancos de la tercera fila, para estar cerca de Él y a la vez resguardados de su propia inmundicia mental.
El pequeño olía con delectación el cuerpo sudado de su madre, sentía como la madera de los bancos transmitía el estremecimiento al llegar al orgasmo.
—Huele, Leo. Es la saliva de Cristo —María acercó la mano humedecida y resbaladiza de humor sexual hasta la nariz de su hijo.
El niño frunció el ceño.
—Así es Jesucristo, mi vida. Así tienes que ser tú. Así lo tienes que hacer.
Llevó la mano de su hijo a la vulva y le enseñó como acariciarla.
Leo lloraba, algo no estaba bien. Su madre le daba miedo. Y él también sentía miedo de si mismo, sentía que algo no estaba bien en aquel ni sitio ni dentro de ellos; pero su primera erección y la mano de su madre calmándolo frente a Jesucristo, convirtió todo aquello en una realidad única. La única posible en su cerebro.
Leo crecía, en plena pubertad tuvo su primera visión, (una alucinación esquizofrénica para un psiquiatra). Un mensaje de Dios para el niño y su madre; el Cristo Crucificado abrió la boca y le dijo al pequeño Leo:
-Tu semen es maná para las mujeres, para su apetito más íntimo. Derrámalo sobre ellas, dentro de ellas. Que tu pene sea el camino de la redención de esta segunda venida.
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