En medio de la carretera hay un jabato atropellado; no es más grande que un conejo.
Su mini cabeza está destrozada y asoma sórdidamente la lengua muerta entre los huesos de la mandíbula.
Aún se puede ver su piel sonrosada bajo el sedoso pelaje de cría.
Es algo habitual, el atropello de animales en las carreteras de montaña; pero no con animales tan pequeños en plena tarde.
Mi hijo y yo hemos pensado que es una lástima, una tragedia pequeña, que se anida en el corazón como un pequeño gusano que te provoca una desazón.
¡Qué pena, pobrecito! Ojalá fuera lo suficientemente incrédulo e ingenuo como para pensar que hay un cielo para los pequeños seres que mueren sin haber vivido más que unas pocas semanas.
Lo acabarán de aplastar los coches hasta que se convierta en asfalto; su muerte instantánea ha sido al final, una fortuna.
Ahí, en toda esa menuda, suave y tierna muerte no hubo nada de la tan pregonada sabiduría de la naturaleza.
La naturaleza como ente, es un mito como otro cualquiera, como cualquier dios o cualquier Jesucristo de tantos que han rondado en las bocas ignorantes, serviles, cobardes y mentirosas de los seres humanos. Y no tiene nada de sabiduría.
Lo que algunos llaman “naturaleza sabia”, es ni más ni menos que un azar de vida y muerte.
A veces acierta y otras yerra; pero no hay sabiduría alguna.
Se le ve tan pequeño y solo… Buscaba a su madre… Pobrecito.
Cuando se viaja en coche, las muertes que se observan a través de las ventanillas, son igual que todas las noticias televisivas: meras anécdotas amañadas y absolutamente ajenas.
Si caminas o marchas por tus propios medios, a una velocidad que solo puede ser moderada, la muerte se muestra plena y obscena. Con todos sus matices y consecuencias. Y en el bosque hay más rastros de la muerte que de la vida.
Así que los que ven un cadáver desde la comodidad y la distancia de su coche, tienen una idea muy pobre de la naturaleza y su absoluta y azarosa estupidez sobre la vida y la muerte.
Iconoclasta
Foto de Iconoclasta.
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