El
verano.
Es verano, cosa mala para el trabajo.
El viento no trae aromas de esperanza y
libertad. En las ciudades no hay de eso. No se puede ser poético e histriónico
con este tiempo y lugar.
La ciudad y sus ciudadanos es todo lo
contrario a la libertad, es la síntesis de la ganadería.
Es un problema de hacinamiento, el espacio
entre las pieles es insuficiente para una existencia relajada. Hace años era
más grave, ahora han muerto muchos.
El viento corre entre las calles y trae olores
de comidas baratas, guisos recalentados y maderas y hierros que se retuercen
bajo el sol.
El viento llega sucio a azotarme la cara con
toda su pestilencia y calor.
Lo peor son las voces arrastradas desde las
ventanas de los apartamentos: mil expresiones urbanas, intrascendentes y
molestas, unas de la televisión, otras salen simplemente de bocas idiotas y
acobardadas.
Las cosas hermosas se dicen con la voz baja y
al oído que amas, como confidencias que el viento no tiene tiempo a arrancarnos
y arrastrar.
¡Pobre viento! Corre entre las calles sucias y
las pieles de hombres y mujeres que no pesan, no importan. Seres que se hacen
más notorios muertos. El viento arrastra la Mente infecta como un esclavo las
cadenas.
No quisiera que murieran, no con este calor y
este viento.
Arrastro los cadáveres que encuentro para
ocultarlos en rincones y portales oscuros donde el viento no pueda entrar y no
arrastre la fetidez de los muertos; ni que el sol caliente sus carnes.
Una vez los he retirado del sol y el viento,
me relajo más para la recogida. Hay que organizarse. Los amontono y apilo
siguiendo una ruta para luego cargarlos en la camioneta en un recorrido cómodo
y lógico. A veces caen los enfermos con sus ojos casi cubiertos por un velo
ponzoñoso delante de mi parachoques y no tengo más remedio que detenerme para
recogerlos.
Mueren de una infección rápida. Se toman las
sienes entre las manos crispadas porque dicen que les parece que les va a
estallar la cabeza. No lo dicen, lo gritan desgarradamente.
En ese momento de sus lagrimales mana pus
sucio de sangre. Cuando han muerto se les escurre también por la nariz y las
orejas. Por el culo no les sale nada, lo sé porque durante un tiempo los
desnudaba antes de triturarlos. Si no fuera por esos agujeros naturales, estoy
seguro de que estallarían las cabezas por presión. No es agradable.
Una vez muertos se secan las secreciones como
si fueran legañas. Tan duras y afiladas que cortan como filos de sílex tallado
por antepasados más idiotas que sus descendientes. Si les abres el cráneo, se
derrama perezosamente una baba amarillenta. Tras la infección ahí dentro no
queda nada sólido, el cerebro se les hace papilla. Literalmente.
La mortandad de la Mente infecta, también conocida
como peste china por las legañas y el amarillo del pus que segregan los orificios
de la cabeza, es del noventa por ciento de individuos infectados. Yo pertenezco
al exclusivo diez por ciento de inmunes.
Peste china… “Solo” la llaman así los más
ignorantes, el grupo social más nutrido de toda sociedad. Debido su bajo nivel
cultural, no saben que significa infecta, posiblemente tampoco sepan lo que es
la mente. Mueren muy rápidamente, casi diez segundos antes que los individuos
con los que vale la pena hablar. Como tienen menos cerebro, tarda menos en
licuarse.
Esas bacterias son amigas mías (cosa que me
parece bien y agradezco, ya que el enemigo de mi enemigo es mi amigo) y de unos
pocos de miles de inmunes como yo repartidos por el planeta.
De vivir como un obrero, he pasado a ser un
hombre millonario. Tengo adjudicada la concesión de recogida de cadáveres en la
vía pública desde hace tres años. El año pasado renové el contrato por cinco
años por el triple de precio.
No tengo competencia, no hay nadie inmune en
varios centenares de kilómetros a la redonda. Tampoco tengo ayuda, no hay inmunes suficientes. Y a pesar de las
mascarillas y los trajes herméticos, los contratados mueren en menos de una
semana.
Los cadáveres infectan a los sanos, mueren
familias de hasta diez miembros en menos de dos minutos: tienen esa desagradable
costumbre de abrazarse a los muertos. Incluso los besan y les limpian las
legañas ensangrentadas que se forman en los ojos de los infectados.
Es algo que todo el mundo calla, pero cuando
transportas a una víctima de Mente infecta,
su cabeza hace un sonido líquido, como una botella medio vacía. A la gente no
le gusta saber ni imaginar que cuando mueren, parecen sonajas de agua.
Primero era embarazoso, ahora se me escapa la
risa y la gente gira avergonzada la cabeza cuando se escucha el ruido de los
sesos licuados de sus queridos muertos.
Los inmunes vivimos sin que nos maten para
usar nuestra sangre porque no hay tiempo
para tomar ningún tipo de antibiótico: cuando la cabeza empieza a doler, la
muerte llega a los cuarenta segundos, los hay que duran un minuto, pero no es
bueno, porque vomitan su propio cerebro y el resto de tiempo que les queda de
vida, parecen gallinas dando vueltas sin cabeza.
No soy demasiado cruel, creo que hubiera
bastado con que todos esos muertos hubieran callado en su momento, no era
necesario que murieran; pero lo cierto es que la humanidad no calla jamás y lo
mismo que la mixomatosis controla la población de conejos, el planeta
necesitaba un control de humanos. Y ahí la Mente infecta cumple su labor con
una rapidez informática.
Me gustan las marionetas porque son mudas, les
encuentro semejanza con los cadáveres “frescos”, porque una vez han pasado
veinte minutos ya parecen lo que son: muertos.
Hace tiempo, usé el cadáver de una mujer
madura de grandes senos para maquillarla como marioneta, le clavé clavos en las
manos, muñecas, tobillos, codos y cráneo. Até cuerdas de color negro y las uní
a una doble cruz de madera.
Le hice una serie de fotos espectaculares.
Luego la metí en el triturador sin limpiarla.
Soy fuerte, alguien tiene que arrastrar a los
muertos en días de viento y sol.
Prefiero arrastrar bebés antes que cadáveres
adultos, pesan menos. Además, puedo cargar en un solo viaje a tres niños de
meses en mis brazos.
A pesar de que ya estamos en pleno dos mil
cien, muchos familiares meten monedas en mis bolsillos buscando que les proteja
con mi inmunidad de una forma mística y mágica.
Los hombres y las mujeres son tan cobardes que
se aferran a una cochina moneda por evitar el dolor.
No queda dignidad.
Nunca la hubo.
A mí me está bien, gano más dinero que un
presidente de una nación (que todos han ido muriendo y ocupan sus puestos los
inmunes que más cercanos estaban a ellos). Me gusta sentirme una especie de
gurú para ellos.
Odio sudar, el mediodía es una lámina de metal
ardiendo en mi espalda; pero cada vez que recojo un cadáver y lo cargo en mis
hombros, el frescor de la carne muerta da alivio a mi piel y a mi alma.
Es al mediodía cuando la gente permanece en
sus casas, lo que queda de ozono no es suficiente para proteger la piel desde
la una del mediodía hasta las cuatro de la tarde. Estas horas son el toque de
queda necesario para los que no mueren por la Muerte infecta.
Odio el verano y el viento recalentado. Llevo
dieciséis cadáveres recogidos en poco menos de tres horas. A la tarde, cuando
la gente vuelva a salir a la calle volverán a contagiarse otros cuantos más.
No importa que se pudran en la calle, la gente
sabe que estoy solo, son pacientes. Y el olfato se acostumbra con facilidad a
la carne podrida, el olor más espantoso que uno pueda imaginar, y que al cabo
de dos o tres días, pasa desapercibido.
Los insectos mueren también por la Mente
infecta, no tengo problemas con esos asquerosos animales.
La ciudad está maravillosamente vacía, de
cinco millones, en cuatro años se ha pasado a tres millones de habitantes.
Ahora, el número de muertes se ha estabilizado y si mueren dos mil al mes,
nacen casi los mismos. La gente pasa tantas horas en casa, que folla más que
nunca. Se rocían las casas y calles con un antibiótico específico desde hace un
año, eso ha evitado la extinción de los humanos en las ciudades.
A veces pienso que la voz de muertos y vivos
se ha quedado incrustada en las paredes, en el asfalto, en las farolas. El
viento de verano trae toda esa basura en los mediodías solitarios.
Desde una ventana abierta llega un grito
irritante:
— ¡Por el amor de Dios…! Me va a estallar la
cabeza…
Escucho golpes, el sonido inconfundible del
cuerpo cayendo al suelo y por fin el silencio. Treinta segundos. Hay vecinos
que han bajado el volumen de sus televisores y han callado. Es una especie de
homenaje a otro infectado.
Miro el cielo insípido y blanquecino en busca
de nubes de tormenta, pero no las hay.
Anoto la dirección porque tarde o temprano me
llamarán para sacar el cadáver de ese apartamento; seguramente cuando el olor a
podrido no deje dormir a algún vecino.
Tengo hambre, me voy a comer.
Cuando me meto en el coche, me quito el abrigo
anti radiación y dejo que el frío aire acondicionado me erice la piel. No sé si
soy inmune a la pulmonía, pero me suda la polla.
El
otoño.
El sol ya es más suave, su luz satura los
colores azules, naranjas, rosas y morados de algunas casas y las hojas de los
árboles contrastan con un verde intenso y potente contra el cielo plomizo.
Colores polarizados que hacen de la muerte algo hermoso.
Fotografío un montón de siete cadáveres que he
apilado en una esquina, junto a un árbol que ha dejado caer sus hojas secas en
ellos. Es precioso.
Hago postales que se venden bien. Se ha hecho
tan habitual la muerte en las calles, que la humanidad ha desarrollado simpatía
por los cadáveres.
Hace poco más de dos siglos se puso de moda fotografiar
a los muertos. Yo he reavivado esa costumbre.
Algunos buscan a sus muertos casi con ilusión
entre la colección que les dejo ver y cuando parecen reconocer a algún familiar
o amigo saltan de alegría y me entregan el dinero. Y el doble me darían si lo
pidiera.
El olor de las carnes muertas se disimula con
el de las hojas húmedas en los alcorques de los árboles y los grandes jardines.
Trabajo en manga corta, con una deliciosa sensación de frescor. A veces me
siento a fumar en los bancos de los jardines observando la cara crispada por el
dolor del cadáver. Tomo su cartera y divago con su identificación quién sería y
qué tipo de vida llevaría. Imagino su estilo al tomarse las sienes al morir.
A menudo me entrevistan en programas de
televisión, el verano pasado me llamaron de un programa nocturno. El periodista
y conductor del programa, es inmune como yo. Todos los puestos de relevancia
están ocupados por inmunes.
— Nos encontramos con el recolector de
cadáveres Neandro Expósito —anunció a la cámara como si fuera el puto delantero
centro de un equipo de fútbol.
—Neandro: ¿Crees que ya ha empezado a
retroceder la Mente infecta en estos últimos meses, tal y como asegura con sus
cifras el ministerio de Sanidad? —me preguntó el presentador Oriol Artés.
Yo iba vestido con vaqueros y camiseta, él
llevaba un traje de terciopelo auzl de la década de mil novecientos sesenta con
una camisa con chorreras en pecho y puños. Me recordaba al detective de
aquellas viejas películas: Austin Powers. Su mirada iba siempre hacia mi anillo
de oro, una calavera con los ojos de rubí y un gran diamante en la frente.
—En absoluto, lleva ya casi dos años matando a
un número aproximado de gente, no ha disminuido notablemente.
— ¿Cuántos trituras por semana?
—Entre doscientos cincuenta y trescientos.
—Y además encuentras tiempo para cultivar tu
gran afición: la fotografía.
—Es una afición que nació con mi trabajo de
recogida de cadáveres. Lo cierto es que antes de la Mente infecta, la
fotografía no tenía ningún interés para mí.
A continuación hubo una pausa para mostrar un
breve documental de mi obra. Mientras tanto me saludó informalmente.
— ¡Cuánto tiempo sin vernos! No pasan los años
para ti. Parece que tienes aún treinta y cinco.
Nos conocimos hace veinte años. Ambos éramos
operarios eléctricos, asistíamos a un curso de programación de autómatas.
No deja de ser una broma que los obreros
alcanzaran el poder de una forma tan sencilla. Los poderosos morían aferrándose
las sienes y unos pocos obreros fuimos más fuertes. Tal vez no fuera
casualidad, tal vez la genética de hombres fuertes y de acción estaba
predispuesta a que superara a los ricachos y poderosos con demasiada suerte.
—Pues ya voy a por los cincuenta y seis. Debe
ser porque me paso muchas horas en las cámaras de trituración, el frío conserva
bien la piel —le contesté con mi cínico humor negro.
La verdad es que sentía tenía tener setenta.
Él se había operado hasta el asco y daba la
impresión de ser una caricatura de si mismo con una piel plástica.
Indisimuladamente artificial.
Acabó el pase documentado de mis fotografías y
volvió a la entrevista.
— ¿Crees que al fin se encontrará algún
remedio rápido a la Mente infecta?
— Seguramente que sí, aunque no sé si lo
hallarán antes de que se extinga la humanidad.
Mi respuesta no le agradó e improvisó una
patética carcajada, mirándome con ira.
— Ahora en serio —corregí para evitarle un
infarto—, las medidas profilácticas funcionan mucho mejor que hace tres años,
tengo la esperanza de que pronto pueda jubilarme y dejar este trabajo.
Fue una entrevista aburrida y demasiado larga,
un lucimiento para Oriol y sus chistes sin gracia para un público inexistente.
Él es el dueño de la cadena de televisión.
Dejo la cartera sobre el cadáver después de
haber sacado el dinero, no soy maniático, aunque la ley dice que he de triturar
toda la ropa y objetos del contaminado.
Yo soy la ley, mi dinero y mi inmunidad lo
dicen.
Como hay tanta cantidad de cadáveres, la
incineración provocaría una alta contaminación, así que trituro en enormes
rodillos dentados los cadáveres, y ese repugnante puré humano se vuelca en una
solución ácida durante cuarenta y ocho horas, luego se trata a altas presiones
para convertirlo en fertilizante y combustible. Yo me limito a llenar bidones
de carne, huesos y ropa. Es otra empresa la que hace los restantes
tratamientos, que ya no son tan peligrosos, puesto que los bidones sellados,
los abren y vuelcan en la solución ácida los autómatas de la planta.
El sol se oculta lentamente y la franja
plomiza avanza por la claridad como si fuera la Mente infecta de la atmósfera.
Una ligera brisa hace crujir las hojas muertas.
El cadáver no cruje, solo se le mueve el
cabello.
El otoño es bellamente deprimente, los que
mueren y la naturaleza están en sintonía: la tierra desprende un húmedo olor a
humus, parece rendir homenaje a los muertos. Es la época del año más hermosa
haya muertos o no.
El otoño anticipa melancólicamente un ligero
letargo de la Mente infecta, como un amigo que se va por algún tiempo.
El
invierno.
El invierno es demasiado frío, no permite
relajarse en la calle, aunque sigue siendo un millar de veces mejor que el
verano.
Los colores son demasiado crudos o fríos. Se
mueren los matices entre las heladas partículas de aire.
Los muertos ganan rigidez rápidamente y se
hace difícil manipularlos.
Asocio el invierno con la esterilidad: los
cadáveres huelen menos y la Mente infecta reduce su actividad, cosa que me
asusta porque no sé que haría sin esa plaga. No podría volver a aquella
mediocridad.
Tengo miedo de que un día, tal como apareció,
se marche como una amante despechada.
La trituradora hace otro ruido, funciona más
forzada y me duele la cabeza más a menudo.
Cuando me duele la cabeza, me preocupa. Me
hace pensar en qué hubiera sido de mí sino hubiera sido inmune. No quiero dejar
de serlo.
Incluso los que mueren en invierno, lo hacen
más lentamente, tardan casi un minuto en deshacerse los sesos.
Por eso llevo un martillo colgado de mi
cinturón. Cuando me encuentro con un infectado, le ahorro la agonía
destrozándole el cráneo de un martillazo. No lo hago por filantropía, es por
mí, porque me irritan sus gritos.
Me estaba limpiando el pus que me salpicó
aquel infectado.
—Ojalá el día que me infecte, esté usted cerca
para ahorrarme la agonía —me dijo un adolescente que observó como golpeé la
cabeza de aquel hombre, aferrándome con un cordial apretón el brazo.
No olvidaré nunca aquellas palabras, estaba
nevando y eran las cinco de la tarde, en la calle solo estábamos yo, el cadáver
y el joven.
Pensé con cinismo: ¿Y ahora caminará por
encima del agua?
Qué hijoputa soy.
Apenas tendría dieciséis años; pero su voz
parecía la de un hombre ya mayor. El vapor que se escapaba de sus labios al
hablar le daba un aura mística.
No le respondí, no tenía nada que decir; pero
sentí que me apreciaba. Lo sentí como si una guja se clavara en mi corazón.
Una fría aguja de invierno, si existiera tal
cosa.
Al instante sentí una especie de remordimiento
porque no supe sacar de mí esa simpatía que él me transmitió.
Se acuclilló ante el cadáver, pasó los dedos
pálidos de frío por los ojos legañosos y se los metió en la boca.
En diez segundos se llevó la mano a las sienes
y sus gritos eran los de un joven cualquiera.
Le destrocé el cráneo al instante, hundí el
hierro en su frente y plegándose sobre las rodillas murió antes de tocar el
suelo con sus nalgas.
Hay gente que se cansa de ver tanta muerte,
tanto dolor. Yo no.
Era un chico valiente. A veces me sabe mal que
alguien muera.
—Lo siento amigo —dije cargándolo en mi hombro
y arrastrando el otro cuerpo más frío por un pie hacia la camioneta.
No soy especialmente cursi; pero a finales del
invierno, me encuentro esperando con impaciencia la llegada de la primavera. O
mejor aún, sueño con que el planeta gira al revés y vuelve a ser el otoño
pasado.
Llevé al adolescente al asiento del conductor
y lo senté con las manos al volante, giré su cabeza hacia la ventanilla para
que se vieran con claridad sus ojos legañosos y su juventud para fotografiarlo.
Luego lo metí en el furgón con los demás.
Los cadáveres con este frío no desprenden su
característica baba fluida, se les queda la boca llena, como si no acabara de
gustarles la gelatina. Cuando los fotografío así, me recuerdan a deficientes
mentales. La Mente infecta no se conforma con despojarlos de la vida, les
arrebata la dignidad.
Aún así, me siento orgulloso de las imágenes
que capto.
La
primavera.
La considero como un otoño estridente,
demasiado ruidosa de luz y sonido; pero preferible al invierno.
Hace once años que murió oficialmente la
primera víctima de la Mente infecta.
La tarde de aquel sábado estaba follando en la
mesa del comedor con Marisol, mi esposa. Nuestras hijas adolescentes, Liz de
diecisiete y Nicole de quince años, se habían ido al cine con sus amigas.
Yo pienso que mis hijas y mi esposa debieron
de ser las primeras víctimas oficiales de aquel día; pero no me interesa ese
honor.
Yo pensé que estaba llegando al clímax cuando
se llevó las manos a las sienes y sus muslos se abrieron más dejando ver con
toda claridad mi pene hundido en su vagina. Aceleré mi ritmo para eyacular.
Cuando gritó a pleno pulmón que le iba a reventar la cabeza, comencé a eyacular
brutalmente excitado por la intensidad de su orgasmo.
Y cuando se formaron por fin las lágrimas de
pus en sus ojos y quedó inmóvil, me separé horrorizado de ella dejando caer
gotas de semen en la mesa. El mismo semen que su vagina inerte dejaba escurrir
como si lo rechazara. Como si ya no fuera necesario.
Mis dos hijas se infectaron tan pronto como
llegaron a casa. No se conocía la Mente infecta aún y la ambulancia no se dio
demasiada prisa para llegar.
Cuando llegaron del cine Liz y Nicole, se
cruzaron con el cuerpo de su madre, lloraron a gritos en el portal de la casa.
Cuando entraron en el apartamento, se llevaron las manos a las sienes ante mí y
murieron sin que las pudiera abrazar.
Allí entendí que esa puta bacteria era como un
dios: te jode todo lo que puede, luego te dice que te ama y te da algún regalo.
Como hacemos con los perros.
La primavera evoca con serenidad y
contundencia recuerdos dolorosos
enredados entre el perfume de las flores y en las patas de los insectos
zumbando nerviosos e insistentes entre la flora de los parques y las macetas de
las ventanas.
Perfuma el aire mezclándose con la podredumbre
de los cadáveres más que ninguna estación, pero no me gusta esa mezcla, me
provoca náuseas.
Cuando no trabajo me entrego a excesos como la
prostitución, el juego o la compra de seres humanos sanos para mi servicio.
Tengo tanto dinero que no sé que hacer
con él. Me acuesto con mujeres a las que infecto para poder repetir aquella
última cópula con mi mujer. Me masturbo evocando aquel momento.
No quiero que acabe, no quiero que la gente
deje de morir, no quiero dejar de recolectar muertos. Es mi poder, es mi vida,
mi triunfo.
Sin la Mente infecta, acabaré abandonado a
recuerdos aciagos. Mi vida no tendría sentido, no se diferenciaría de ninguna
otra.
Y he de preservar mi estatus.
Sí que hay una tendencia a la baja en cuanto a
infectados; el ministerio de sanidad tiene razón. Cuando eso ocurre, derramo la
carne triturada de los cadáveres en estratégicos rincones durante mi recorrido
por la ciudad.
Levanto un cadáver y mancho suelos, paredes y
árboles con carne ensangrentada disimuladamente.
En esas temporadas en las que la infección
parece retirarse, me muevo por la ciudad con las manos sucias, rozando personas
y animales con ellas. Tocando vasos y tenedores en las mesas vacías de los
restaurantes.
La Mente infecta no desaparecerá jamás si yo
puedo evitarlo.
Mató lo que amé a cambio de darme el poder y
una vida diferente.
El diablo (si existe) compró mi alma (si tenía)
sin mi consentimiento, ergo soy su esclavo y el verano es una mierda.
Iconoclasta
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