Una vez afirmó ante su mujer y su hijo e hija,
que la sociedad estaba haciendo de él, el sociópata perfecto. Ellos rieron
porque había un sarcasmo divertido. Es difícil discernir entre frustración e
ironía si no se es viejo y perspicaz.
Demasiado trabajo y poco dinero. Demasiado
esfuerzo para que otros treparan a sus espaldas para parasitar su sudor.
Demasiadas obligaciones que no le dejaban espacio ni para el pensamiento.
Es un error cargar a una mente imaginativa con
la monotonía y el abuso que imponen las instituciones y la vida en sociedad como
una dosis de droga que se da a la chusma. El alcohol cumple su cometido.
Hay cosas que se acumulan como los índices de
radiactividad.
Se despierta, caga y fuma, toma un café y
fuma, toma sus bolsas de basura y fuma, sale hacia el trabajo, no fuma en el
metro porque no hay lugar donde esconderse de tanta carne. Fuma en el trabajo a
pesar de que está prohibido, ahí hay lugares, cagaderos donde fumar.
Un mando sin cerebro le da órdenes, él obedece
pensando que es un tarado y que un día lo va a matar. Aún así se da cuenta, de
que hay tantos idiotas, tantos que ponen sus huevos en su espalda y le hacen
asemejar un sapo, que no los podría matar aunque naciera cien veces.
Abandona su trabajo, se mete en la sala de
máquinas y fuma. Y sueña con ser malo, con dar una buena lección al mundo de
mierda.
Llega a casa, la mujer aún está trabajando, sus
cojones huelen a orina rancia y no se ducha. Más que nada para molestar a los
demás, para que su olor de macho y cabrón ofenda el olfato de los otros.
Cuando se sienta en el sillón con un vaso de
refresco y un cigarro, el vapor de sus genitales sube a su nariz y se siente
muy salvaje. Son cosas instintivas. Sus sobacos huelen y a pesar de que ofenden
a su esposa, no se lava.
Es una discusión sempiterna.
Por otra parte ha obedecido ya suficientes
órdenes todos “los putos días de su puta vida”.
“Tiene sus prontos, pero es un buen hombre, un
buen trabajador”, comenta a veces su esposa con amigas o con su madre las veces
que se caga en dios o en la virgen.
Es lo mismo que decir que es un borrego al que
se le permite balar de vez en cuando. Él no es un hombre bueno y afable; es un
predador en esencia. Su dolor de cabeza lo confirma.
Se lleva las manos a las sienes, siente las
venas irritadas y los huesos del cráneo como si se hundieran para presionarle
el cerebro. Hay un tumor pulsando, aunque no lo sabe a ciencia cierta se lo
imagina; siente una pelota dentro del cerebro y a veces se mueve en él.
Justo en el centro de su frente hay una
presión que ningún analgésico puede aliviar y conecta directamente con su
vientre, a menudo siente ganas de cagar; pero sus intestinos no tienen mierda
en esos momentos.
Suena el teléfono:
—Diga —responde malhumorado porque se ha
tenido que levantar del sillón.
—Papá, me tienes que venir a recoger al
gimnasio a las diez.
—Allí
estaré —dice al tiempo que cuelga el teléfono.
—Coño. Me cago en dios… —no exclama, solo
recita suavemente, con los dientes apretados.
Está molesto porque tendrá que bajar al
parking a las nueve y media, sin haber cenado y meterse en el coche durante
veinte minutos para ir a buscar a su hija, a Saray que tiene dieciséis años.
No es por cansancio, es por aburrimiento.
Enciende el televisor y escoge una película de
ciencia ficción, donde los personajes están muy lejos, en lugares oscuros y sin
vida donde un fallo es muerte segura. Aquí, donde él se encuentra un fallo es
solo un acto más de monotonía que no trasciende.
Acaba la película y se dirige al coche.
Camino del gimnasio fuma de nuevo, a veces
escupe sangre de lo irritadas que tiene las cuerdas vocales, no se da cuenta de
que en la manga de su camisa hay unas gotas. Su cabello está apelmazado, cosa
que ha visto y no ha reparado, más que nada para demostrar que no es un padre
feliz de tener que ir a buscar a su hija cada dos putos días al gimnasio.
Está realmente cansado.
Cuando Saray sale del gimnasio, la observa
como si fuera una extraña: un mallón negro delata una vagina abultada y su
camiseta corta deja al descubierto un vientre plano y un ombligo con un
piercing. Su hija parece tener veinticinco años.
Recuerda un pasaje de la biblia que citaban en
un libro que leyó hace unos años, tal vez ayer porque el tiempo parece no
transcurrir: “Ninguno de vosotros se acercará a un pariente para descubrir su
desnudez. Yo Yahveh”.
Su hija no le gusta, le parece simplemente
algo aburrido que ha salido de él, no le aporta ningún estímulo sexual su coño
marcado o sus tetas que se mueven aún agitadas por la fatiga del spining.
—Hola papá —le saluda con un beso al sentarse
a su lado.
—Hola —le responde encendiendo un cigarro.
Escupe y se le escapa la mucosidad.
—Qué asco… Deja ya de fumar un poco.
No le hace caso.
Cuando llegan a casa, acciona el mando de la
puerta. El tiempo de bajar los tres pisos del garaje le ha pasado en blanco,
son tantas veces que lo ha hecho, que no registra nada su cerebro de ese
instante.
Cuando Saray se apea del coche, la observa
subirse el mallón y ajustándolo más a su piel.
Se dirige a ella, la empuja contra el capó del
coche y le mete la mano entre las piernas.
— ¿Qué haces? Esto no es una broma.
—Nada es una broma, Saray —le responde con desgana,
rompiéndole de un tirón en la cintura la malla de gimnasia.
Un tanga rojo cubre escasamente su vagina.
Ella le da una bofetada y él le devuelve un fuerte golpe en la sien con la
almohadilla del puño. Su hija lo mira con los ojos abiertos de par en par, en
el derecho se ha formado un feo derrame y de su boca cae un fino hilo de baba.
Se derrumba encima del capó del coche.
Él la penetra sin quitarle el tanga. Se
extraña ante la estrechez de su vagina, requiere un esfuerzo y le duele un poco
el pene al penetrarla, no está acostumbrado. Ni siquiera le ha dado por culo a
su mujer. De pronto siente que cede y todo su pene entra raudo de una vez, la
sangre del himen rasgado corre por sus testículos. No es tan sugerente follarse
a una virgen, la sangre molesta e irrita el glande con el continuo roce que
exige la cópula.
Está a punto de eyacular, levanta la camiseta
y descubre los perfectos pechos juveniles, le gusta como se agitan. Son iguales
que los de su madre cuando era joven.
Se corre sin gemir, sin espasmos.
Sin limpiarse de sangre, se abrocha el pantalón,
abre la puerta de su asiento y saca de debajo del asiento la barra antirrobo.
Golpea la cabeza de su hija hasta que el pelo
se confunde con el cerebro.
Respira hondo, no hay furia y observa a su
hija muerta como un problema resuelto y una lección a esta puta ciudad. Le
preocupa la policía y piensa en como será la vida en la cárcel. O en un
manicomio.
No quería matarla, y menos follarla; pero ha
considerado que su vida necesita un cambio, le gusta imaginar lo que pensarán sus
amigos y jefes, qué comentarán con la policía sobre el gran trabajador que era
y lo que sin embargo, cometió. Se les pondrá la piel de gallina de pensar que
ellos también podrían haber muerto en sus manos, por su simple capricho. “Era
un hombre que pagaba puntual el seguro del coche”.
Cuando matas a tu propia familia, demuestras
el desprecio más grande, el más obsceno.
Es así como lo ha decidido y lo ha hecho, es
así como funciona de verdad y definitivamente, rompiendo todo vínculo de buen hombre
y afable. No hay que ser muy listo ni muy desalmado para matar a nadie, basta
con estar asqueado y aburrido.
Se siente bien porque ha hecho lo que debía,
lo justo.
Sube a su casa, al quinto piso, cuando entra
su mujer se está duchando.
Carlos, su hijo, no ha llegado, debe estar de
camino de la universidad, tal vez se ha metido en un bar con sus compañeros a
tomar una cerveza. Suele llegar a las diez, tiene veintiún años.
Entra en el baño.
—Hola Olga.
—Hola cariño, ahora salgo.
Está orinando y se observa la polla sucia de
sangre con tranquilidad.
— ¿Otra vez estás fumando?
—Sí, coño.
— ¿Qué hace Saray?
—Se está cambiando de ropa en su cuarto.
Se le ocurre que podría follarse a la madre de
su hija por el culo. Se dirige al cuarto y la espera tendido en la cama, no se
preocupa de que la ceniza caiga en las sábanas.
— ¿Aún no te has cambiado? —le pregunta
extrañada Olga al entrar en el cuarto.
—No, voy a salir dentro de poco —dice
levantándose.
Se acerca a su esposa por la espalda en el
momento que se envuelve la cabeza con la toalla y la lanza a la cama boca abajo
para cubrirla con su cuerpo.
—Elías, que Saray puede entrar.
—Saray está muerta.
— ¿Qué has dicho?
Se saca el pene por encima del elástico del
calzoncillo e intenta penetrar el ano de su mujer, pero no puede porque ella no
deja de moverse y es virgen por el culo. Demasiado estrecho.
—Que me dejes, cabrón.
Olga se da la vuelta y le araña las mejillas.
Elías toma la lámpara de acero de la mesita de
noche y le golpea la boca sin que Olga cese de gritar. Y la sigue golpeando hasta
que las piezas dentales de la mujer saltan al suelo y a las sábanas. Hasta que
la policía entra derribando la puerta de la vivienda, porque un vecino ha visto
el cuerpo de Saray encima del capó del coche y ha dado el aviso.
Cuando los agentes separan los dos cuerpos,
Olga tose escupiendo los dientes y las muelas, su mandíbula está deshecha. Un
par de bomberos la cargan en una camilla y se la llevan a toda prisa.
— ¿Cómo puede haber hecho esto? —le dice el
policía que le coloca las esposas.
—Lo dije, estaban fabricando al sociópata
perfecto.
—Tú has visto demasiadas películas, hijo puta
—responde el otro agente que lo encañona con el arma.
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Soy el fracaso de los psiquiatras, la
vergüenza de mis padres, la decepción de mi hijo, el terror de mi esposa. En el
centro de mi frente hay una presión que las drogas de los médicos no pueden
aliviar, aunque yo les digo que sí, que ya no me duele.
Las sienes me laten irritadas donde tengo las
cicatrices de los electrodos con los que me descargan electricidad para que me
someta a ellos.
No conseguirán jamás que me someta de nuevo a
nada de lo que han creado.
No importa el dolor que causo o he causado. No
importa que le duela al puto Jesucristo si existiera. Mataría a mi esposa si
pudiera y si resucitara el coño de mi hija, lo volvería a follar.
Mi sonrisa ha muerto, ya ni puedo ser cínico.
No puedo esconder el desprecio que siento y el desencanto de vivir. Ya no puedo
disimular mi hostilidad y peligrosidad. Los enfermeros me tratan con miedo y
eso me proporciona erecciones.
Ayer violé a una vieja de noventa años del
pabellón de Alzheimer, me escapé tras la
inyección sedante que pensaban me dejaba imbécil; pero soy listo. La vieja se
lo dejó hacer todo, cuando me encontraron encima de ella, ya la había inundado
de semen.
No quiero ser feliz.
No me interesa volver a aquella mierda. Aquí
tengo pesadillas y experimento con algunas drogas que mi mente se escapa a
lugares peores donde todo es maravillosamente desconocido y hostil. No existe
la monotonía, la cotidianidad.
Podéis descargar vuestras electricidades en
mis sienes; partirme los dientes con esas descargas a pesar del protector.
¿No os dais cuenta, tarados, que me faltan
todas las muelas?
Las he destruido yo mismo apretando las
mandíbulas cada noche al dormir, a lo largo de mi vida de mierda. Por asco, por
desprecio, por una ira cancerígena que me hacía dormir tenso como la polla con
la que violo.
Porque sabía que me quedaba por vivir años y
años de lo mismo.
Pero rompí el conjuro.
Soy mejor matando que trabajando.
Y me alimentan igual.
Tal vez, y solo es una posibilidad, una par de
minutos a lo largo de mi vida he llegado a sentirme contento a pesar de toda
esa gentuza que he conocido y que pensaba que aún tenía que conocer.
Fijo la vista en un punto de las paredes
alicatadas de blanco de este sanatorio y aunque cruce un humano mi campo de
visión, no lo identifico, aunque lo haya conocido. La gente son cosas que se
mueven.
Moribles… Matables… Violables…
He aprendido a ignorar a toda bestia viviente.
Y no me voy a dejar robar esta habilidad por
muchas descargas que me deis en el cerebro, hijoputas.
Que alguien como yo haya conseguido vivir en
esta sociedad y entres sus individuos, muestra una astucia en mí que no es
habitual en ningún otro ser.
Si mi hija salió de mis cojones, tenía derecho
a ser el primero en desvirgarla, no es malo a mis ojos (parafraseando al puto
Yahveh de los judíos y cristianos).
Han pasado dos años y aún no me han doblegado.
Soy tenaz.
Cuando todo el mundo pensaba que era un hombre
integrado, estable y buen vecino, les enseñé una buena lección. Ahora que se
metan todos sus juicios erróneos y su cultura de mierda por el culo.
Yo lo decía y pensaban los infelices que era
una broma: “conmigo están creando el sociópata perfecto”.
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Han pasado cinco años y he aprendido de nuevo
a ser astuto. Ahora me muestro cordial y sonrío. Los mediocres confían en mí,
los títulos de medicina se rifan en una tómbola montada en un barrizal.
Me van a dar el alta, bajo vigilancia, claro.
Y una paga hasta que me encuentren o encuentre trabajo.
Ahora mataré a mi hijo, mataré lo que quede de
mi esposa y me volverán a encerrar y los volveré a engañar, porque los idiotas
no aprenden nunca.
Odio al universo entero con una cordial
sonrisa.
Soy la justicia que jamás existió.
Iconoclasta
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