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6 de junio de 2013

La Mente infecta




El verano.
Es verano, cosa mala para el trabajo.
El viento no trae aromas de esperanza y libertad. En las ciudades no hay de eso. No se puede ser poético e histriónico con este tiempo y lugar.
La ciudad y sus ciudadanos es todo lo contrario a la libertad, es la síntesis de la ganadería.
Es un problema de hacinamiento, el espacio entre las pieles es insuficiente para una existencia relajada. Hace años era más grave, ahora han muerto muchos.
El viento corre entre las calles y trae olores de comidas baratas, guisos recalentados y maderas y hierros que se retuercen bajo el sol.
El viento llega sucio a azotarme la cara con toda su pestilencia y calor.
Lo peor son las voces arrastradas desde las ventanas de los apartamentos: mil expresiones urbanas, intrascendentes y molestas, unas de la televisión, otras salen simplemente de bocas idiotas y acobardadas.
Las cosas hermosas se dicen con la voz baja y al oído que amas, como confidencias que el viento no tiene tiempo a arrancarnos y arrastrar.
¡Pobre viento! Corre entre las calles sucias y las pieles de hombres y mujeres que no pesan, no importan. Seres que se hacen más notorios muertos. El viento arrastra la Mente infecta como un esclavo las cadenas.
No quisiera que murieran, no con este calor y este viento.
Arrastro los cadáveres que encuentro para ocultarlos en rincones y portales oscuros donde el viento no pueda entrar y no arrastre la fetidez de los muertos; ni que el sol caliente sus carnes.
Una vez los he retirado del sol y el viento, me relajo más para la recogida. Hay que organizarse. Los amontono y apilo siguiendo una ruta para luego cargarlos en la camioneta en un recorrido cómodo y lógico. A veces caen los enfermos con sus ojos casi cubiertos por un velo ponzoñoso delante de mi parachoques y no tengo más remedio que detenerme para recogerlos.
Mueren de una infección rápida. Se toman las sienes entre las manos crispadas porque dicen que les parece que les va a estallar la cabeza. No lo dicen, lo gritan desgarradamente.
En ese momento de sus lagrimales mana pus sucio de sangre. Cuando han muerto se les escurre también por la nariz y las orejas. Por el culo no les sale nada, lo sé porque durante un tiempo los desnudaba antes de triturarlos. Si no fuera por esos agujeros naturales, estoy seguro de que estallarían las cabezas por presión. No es agradable.
Una vez muertos se secan las secreciones como si fueran legañas. Tan duras y afiladas que cortan como filos de sílex tallado por antepasados más idiotas que sus descendientes. Si les abres el cráneo, se derrama perezosamente una baba amarillenta. Tras la infección ahí dentro no queda nada sólido, el cerebro se les hace papilla. Literalmente.
La mortandad de la Mente infecta, también conocida como peste china por las legañas y el amarillo del pus que segregan los orificios de la cabeza, es del noventa por ciento de individuos infectados. Yo pertenezco al exclusivo diez por ciento de inmunes.
Peste china… “Solo” la llaman así los más ignorantes, el grupo social más nutrido de toda sociedad. Debido su bajo nivel cultural, no saben que significa infecta, posiblemente tampoco sepan lo que es la mente. Mueren muy rápidamente, casi diez segundos antes que los individuos con los que vale la pena hablar. Como tienen menos cerebro, tarda menos en licuarse.
Esas bacterias son amigas mías (cosa que me parece bien y agradezco, ya que el enemigo de mi enemigo es mi amigo) y de unos pocos de miles de inmunes como yo repartidos por el planeta.
De vivir como un obrero, he pasado a ser un hombre millonario. Tengo adjudicada la concesión de recogida de cadáveres en la vía pública desde hace tres años. El año pasado renové el contrato por cinco años por el triple de precio.
No tengo competencia, no hay nadie inmune en varios centenares de kilómetros a la redonda. Tampoco tengo ayuda,  no hay inmunes suficientes. Y a pesar de las mascarillas y los trajes herméticos, los contratados mueren en menos de una semana.
Los cadáveres infectan a los sanos, mueren familias de hasta diez miembros en menos de dos minutos: tienen esa desagradable costumbre de abrazarse a los muertos. Incluso los besan y les limpian las legañas ensangrentadas que se forman en los ojos de los infectados.
Es algo que todo el mundo calla, pero cuando transportas  a una víctima de Mente infecta, su cabeza hace un sonido líquido, como una botella medio vacía. A la gente no le gusta saber ni imaginar que cuando mueren, parecen sonajas de agua.
Primero era embarazoso, ahora se me escapa la risa y la gente gira avergonzada la cabeza cuando se escucha el ruido de los sesos licuados de sus queridos muertos.
Los inmunes vivimos sin que nos maten para usar nuestra sangre porque  no hay tiempo para tomar ningún tipo de antibiótico: cuando la cabeza empieza a doler, la muerte llega a los cuarenta segundos, los hay que duran un minuto, pero no es bueno, porque vomitan su propio cerebro y el resto de tiempo que les queda de vida, parecen gallinas dando vueltas sin cabeza.
No soy demasiado cruel, creo que hubiera bastado con que todos esos muertos hubieran callado en su momento, no era necesario que murieran; pero lo cierto es que la humanidad no calla jamás y lo mismo que la mixomatosis controla la población de conejos, el planeta necesitaba un control de humanos. Y ahí la Mente infecta cumple su labor con una rapidez informática.
Me gustan las marionetas porque son mudas, les encuentro semejanza con los cadáveres “frescos”, porque una vez han pasado veinte minutos ya parecen lo que son: muertos.
Hace tiempo, usé el cadáver de una mujer madura de grandes senos para maquillarla como marioneta, le clavé clavos en las manos, muñecas, tobillos, codos y cráneo. Até cuerdas de color negro y las uní a una doble cruz de madera.
Le hice una serie de fotos espectaculares. Luego la metí en el triturador sin limpiarla.
Soy fuerte, alguien tiene que arrastrar a los muertos en días de viento y sol.
Prefiero arrastrar bebés antes que cadáveres adultos, pesan menos. Además, puedo cargar en un solo viaje a tres niños de meses en mis brazos.
A pesar de que ya estamos en pleno dos mil cien, muchos familiares meten monedas en mis bolsillos buscando que les proteja con mi inmunidad de una forma mística y mágica.
Los hombres y las mujeres son tan cobardes que se aferran a una cochina moneda por evitar el dolor.
No queda dignidad.
Nunca la hubo.
A mí me está bien, gano más dinero que un presidente de una nación (que todos han ido muriendo y ocupan sus puestos los inmunes que más cercanos estaban a ellos). Me gusta sentirme una especie de gurú para ellos.
Odio sudar, el mediodía es una lámina de metal ardiendo en mi espalda; pero cada vez que recojo un cadáver y lo cargo en mis hombros, el frescor de la carne muerta da alivio a mi piel y a mi alma.
Es al mediodía cuando la gente permanece en sus casas, lo que queda de ozono no es suficiente para proteger la piel desde la una del mediodía hasta las cuatro de la tarde. Estas horas son el toque de queda necesario para los que no mueren por la Muerte infecta.
Odio el verano y el viento recalentado. Llevo dieciséis cadáveres recogidos en poco menos de tres horas. A la tarde, cuando la gente vuelva a salir a la calle volverán a contagiarse otros cuantos más.
No importa que se pudran en la calle, la gente sabe que estoy solo, son pacientes. Y el olfato se acostumbra con facilidad a la carne podrida, el olor más espantoso que uno pueda imaginar, y que al cabo de dos o tres días, pasa desapercibido.
Los insectos mueren también por la Mente infecta, no tengo problemas con esos asquerosos animales.
La ciudad está maravillosamente vacía, de cinco millones, en cuatro años se ha pasado a tres millones de habitantes. Ahora, el número de muertes se ha estabilizado y si mueren dos mil al mes, nacen casi los mismos. La gente pasa tantas horas en casa, que folla más que nunca. Se rocían las casas y calles con un antibiótico específico desde hace un año, eso ha evitado la extinción de los humanos en las ciudades.
A veces pienso que la voz de muertos y vivos se ha quedado incrustada en las paredes, en el asfalto, en las farolas. El viento de verano trae toda esa basura en los mediodías solitarios.
Desde una ventana abierta llega un grito irritante:
— ¡Por el amor de Dios…! Me va a estallar la cabeza…
Escucho golpes, el sonido inconfundible del cuerpo cayendo al suelo y por fin el silencio. Treinta segundos. Hay vecinos que han bajado el volumen de sus televisores y han callado. Es una especie de homenaje a otro infectado.
Miro el cielo insípido y blanquecino en busca de nubes de tormenta, pero no las hay.
Anoto la dirección porque tarde o temprano me llamarán para sacar el cadáver de ese apartamento; seguramente cuando el olor a podrido no deje dormir a algún vecino.
Tengo hambre, me voy a comer.
Cuando me meto en el coche, me quito el abrigo anti radiación y dejo que el frío aire acondicionado me erice la piel. No sé si soy inmune a la pulmonía, pero me suda la polla.
El otoño.
El sol ya es más suave, su luz satura los colores azules, naranjas, rosas y morados de algunas casas y las hojas de los árboles contrastan con un verde intenso y potente contra el cielo plomizo. Colores polarizados que hacen de la muerte algo hermoso.
Fotografío un montón de siete cadáveres que he apilado en una esquina, junto a un árbol que ha dejado caer sus hojas secas en ellos. Es precioso.
Hago postales que se venden bien. Se ha hecho tan habitual la muerte en las calles, que la humanidad ha desarrollado simpatía por los cadáveres.
Hace poco más de dos siglos se puso de moda fotografiar a los muertos. Yo he reavivado esa costumbre.
Algunos buscan a sus muertos casi con ilusión entre la colección que les dejo ver y cuando parecen reconocer a algún familiar o amigo saltan de alegría y me entregan el dinero. Y el doble me darían si lo pidiera.
El olor de las carnes muertas se disimula con el de las hojas húmedas en los alcorques de los árboles y los grandes jardines. Trabajo en manga corta, con una deliciosa sensación de frescor. A veces me siento a fumar en los bancos de los jardines observando la cara crispada por el dolor del cadáver. Tomo su cartera y divago con su identificación quién sería y qué tipo de vida llevaría. Imagino su estilo al tomarse las sienes al morir.
A menudo me entrevistan en programas de televisión, el verano pasado me llamaron de un programa nocturno. El periodista y conductor del programa, es inmune como yo. Todos los puestos de relevancia están ocupados por inmunes.
— Nos encontramos con el recolector de cadáveres Neandro Expósito —anunció a la cámara como si fuera el puto delantero centro de un equipo de fútbol.
—Neandro: ¿Crees que ya ha empezado a retroceder la Mente infecta en estos últimos meses, tal y como asegura con sus cifras el ministerio de Sanidad? —me preguntó el presentador Oriol Artés.
Yo iba vestido con vaqueros y camiseta, él llevaba un traje de terciopelo auzl de la década de mil novecientos sesenta con una camisa con chorreras en pecho y puños. Me recordaba al detective de aquellas viejas películas: Austin Powers. Su mirada iba siempre hacia mi anillo de oro, una calavera con los ojos de rubí y un gran diamante en la frente.
—En absoluto, lleva ya casi dos años matando a un número aproximado de gente, no ha disminuido notablemente.
— ¿Cuántos trituras por semana?
—Entre doscientos cincuenta y trescientos.
—Y además encuentras tiempo para cultivar tu gran afición: la fotografía.
—Es una afición que nació con mi trabajo de recogida de cadáveres. Lo cierto es que antes de la Mente infecta, la fotografía no tenía ningún interés para mí.
A continuación hubo una pausa para mostrar un breve documental de mi obra. Mientras tanto me saludó informalmente.
— ¡Cuánto tiempo sin vernos! No pasan los años para ti. Parece que tienes aún treinta y cinco.
Nos conocimos hace veinte años. Ambos éramos operarios eléctricos, asistíamos a un curso de programación de autómatas.
No deja de ser una broma que los obreros alcanzaran el poder de una forma tan sencilla. Los poderosos morían aferrándose las sienes y unos pocos obreros fuimos más fuertes. Tal vez no fuera casualidad, tal vez la genética de hombres fuertes y de acción estaba predispuesta a que superara a los ricachos y poderosos con demasiada suerte.
—Pues ya voy a por los cincuenta y seis. Debe ser porque me paso muchas horas en las cámaras de trituración, el frío conserva bien la piel —le contesté con mi cínico humor negro.
La verdad es que sentía tenía tener setenta.
Él se había operado hasta el asco y daba la impresión de ser una caricatura de si mismo con una piel plástica. Indisimuladamente artificial.
Acabó el pase documentado de mis fotografías y volvió a la entrevista.
— ¿Crees que al fin se encontrará algún remedio rápido a la Mente infecta?
— Seguramente que sí, aunque no sé si lo hallarán antes de que se extinga la humanidad.
Mi respuesta no le agradó e improvisó una patética carcajada, mirándome con ira.
— Ahora en serio —corregí para evitarle un infarto—, las medidas profilácticas funcionan mucho mejor que hace tres años, tengo la esperanza de que pronto pueda jubilarme y dejar este trabajo.
Fue una entrevista aburrida y demasiado larga, un lucimiento para Oriol y sus chistes sin gracia para un público inexistente. Él es el dueño de la cadena de televisión.
Dejo la cartera sobre el cadáver después de haber sacado el dinero, no soy maniático, aunque la ley dice que he de triturar toda la ropa y objetos del contaminado.
Yo soy la ley, mi dinero y mi inmunidad lo dicen.
Como hay tanta cantidad de cadáveres, la incineración provocaría una alta contaminación, así que trituro en enormes rodillos dentados los cadáveres, y ese repugnante puré humano se vuelca en una solución ácida durante cuarenta y ocho horas, luego se trata a altas presiones para convertirlo en fertilizante y combustible. Yo me limito a llenar bidones de carne, huesos y ropa. Es otra empresa la que hace los restantes tratamientos, que ya no son tan peligrosos, puesto que los bidones sellados, los abren y vuelcan en la solución ácida los autómatas de la planta.
El sol se oculta lentamente y la franja plomiza avanza por la claridad como si fuera la Mente infecta de la atmósfera. Una ligera brisa hace crujir las hojas muertas.
El cadáver no cruje, solo se le mueve el cabello.
El otoño es bellamente deprimente, los que mueren y la naturaleza están en sintonía: la tierra desprende un húmedo olor a humus, parece rendir homenaje a los muertos. Es la época del año más hermosa haya muertos o no.
El otoño anticipa melancólicamente un ligero letargo de la Mente infecta, como un amigo que se va por algún tiempo.
El invierno.
El invierno es demasiado frío, no permite relajarse en la calle, aunque sigue siendo un millar de veces mejor que el verano.
Los colores son demasiado crudos o fríos. Se mueren los matices entre las heladas partículas de aire.
Los muertos ganan rigidez rápidamente y se hace difícil manipularlos.
Asocio el invierno con la esterilidad: los cadáveres huelen menos y la Mente infecta reduce su actividad, cosa que me asusta porque no sé que haría sin esa plaga. No podría volver a aquella mediocridad.
Tengo miedo de que un día, tal como apareció, se marche como una amante despechada.
La trituradora hace otro ruido, funciona más forzada y me duele la cabeza más a menudo.
Cuando me duele la cabeza, me preocupa. Me hace pensar en qué hubiera sido de mí sino hubiera sido inmune. No quiero dejar de serlo.
Incluso los que mueren en invierno, lo hacen más lentamente, tardan casi un minuto en deshacerse los sesos.
Por eso llevo un martillo colgado de mi cinturón. Cuando me encuentro con un infectado, le ahorro la agonía destrozándole el cráneo de un martillazo. No lo hago por filantropía, es por mí, porque me irritan sus gritos.
Me estaba limpiando el pus que me salpicó aquel infectado.
—Ojalá el día que me infecte, esté usted cerca para ahorrarme la agonía —me dijo un adolescente que observó como golpeé la cabeza de aquel hombre, aferrándome con un cordial apretón el brazo.
No olvidaré nunca aquellas palabras, estaba nevando y eran las cinco de la tarde, en la calle solo estábamos yo, el cadáver y el joven.
Pensé con cinismo: ¿Y ahora caminará por encima del agua?
Qué hijoputa soy.
Apenas tendría dieciséis años; pero su voz parecía la de un hombre ya mayor. El vapor que se escapaba de sus labios al hablar le daba un aura mística.
No le respondí, no tenía nada que decir; pero sentí que me apreciaba. Lo sentí como si una guja se clavara en mi corazón.
Una fría aguja de invierno, si existiera tal cosa.
Al instante sentí una especie de remordimiento porque no supe sacar de mí esa simpatía que él me transmitió.
Se acuclilló ante el cadáver, pasó los dedos pálidos de frío por los ojos legañosos y se los metió en la boca.
En diez segundos se llevó la mano a las sienes y sus gritos eran los de un joven cualquiera.
Le destrocé el cráneo al instante, hundí el hierro en su frente y plegándose sobre las rodillas murió antes de tocar el suelo con sus nalgas.
Hay gente que se cansa de ver tanta muerte, tanto dolor. Yo no.
Era un chico valiente. A veces me sabe mal que alguien muera.
—Lo siento amigo —dije cargándolo en mi hombro y arrastrando el otro cuerpo más frío por un pie hacia la camioneta.
No soy especialmente cursi; pero a finales del invierno, me encuentro esperando con impaciencia la llegada de la primavera. O mejor aún, sueño con que el planeta gira al revés y vuelve a ser el otoño pasado.
Llevé al adolescente al asiento del conductor y lo senté con las manos al volante, giré su cabeza hacia la ventanilla para que se vieran con claridad sus ojos legañosos y su juventud para fotografiarlo. Luego lo metí en el furgón con los demás.
Los cadáveres con este frío no desprenden su característica baba fluida, se les queda la boca llena, como si no acabara de gustarles la gelatina. Cuando los fotografío así, me recuerdan a deficientes mentales. La Mente infecta no se conforma con despojarlos de la vida, les arrebata la dignidad.
Aún así, me siento orgulloso de las imágenes que capto.
La primavera.
La considero como un otoño estridente, demasiado ruidosa de luz y sonido; pero preferible al invierno.
Hace once años que murió oficialmente la primera víctima de la Mente infecta.
La tarde de aquel sábado estaba follando en la mesa del comedor con Marisol, mi esposa. Nuestras hijas adolescentes, Liz de diecisiete y Nicole de quince años, se habían ido al cine con sus amigas.
Yo pienso que mis hijas y mi esposa debieron de ser las primeras víctimas oficiales de aquel día; pero no me interesa ese honor.
Yo pensé que estaba llegando al clímax cuando se llevó las manos a las sienes y sus muslos se abrieron más dejando ver con toda claridad mi pene hundido en su vagina. Aceleré mi ritmo para eyacular. Cuando gritó a pleno pulmón que le iba a reventar la cabeza, comencé a eyacular brutalmente excitado por la intensidad de su orgasmo.
Y cuando se formaron por fin las lágrimas de pus en sus ojos y quedó inmóvil, me separé horrorizado de ella dejando caer gotas de semen en la mesa. El mismo semen que su vagina inerte dejaba escurrir como si lo rechazara. Como si ya no fuera necesario.
Mis dos hijas se infectaron tan pronto como llegaron a casa. No se conocía la Mente infecta aún y la ambulancia no se dio demasiada prisa para llegar.
Cuando llegaron del cine Liz y Nicole, se cruzaron con el cuerpo de su madre, lloraron a gritos en el portal de la casa. Cuando entraron en el apartamento, se llevaron las manos a las sienes ante mí y murieron sin que las pudiera abrazar.
Allí entendí que esa puta bacteria era como un dios: te jode todo lo que puede, luego te dice que te ama y te da algún regalo. Como hacemos con los perros.
La primavera evoca con serenidad y contundencia  recuerdos dolorosos enredados entre el perfume de las flores y en las patas de los insectos zumbando nerviosos e insistentes entre la flora de los parques y las macetas de las ventanas.
Perfuma el aire mezclándose con la podredumbre de los cadáveres más que ninguna estación, pero no me gusta esa mezcla, me provoca náuseas.
Cuando no trabajo me entrego a excesos como la prostitución, el juego o la compra de seres humanos sanos para mi servicio. Tengo tanto dinero que no sé que  hacer con él. Me acuesto con mujeres a las que infecto para poder repetir aquella última cópula con mi mujer. Me masturbo evocando aquel momento.
No quiero que acabe, no quiero que la gente deje de morir, no quiero dejar de recolectar muertos. Es mi poder, es mi vida, mi triunfo.
Sin la Mente infecta, acabaré abandonado a recuerdos aciagos. Mi vida no tendría sentido, no se diferenciaría de ninguna otra.
Y he de preservar mi estatus.
Sí que hay una tendencia a la baja en cuanto a infectados; el ministerio de sanidad tiene razón. Cuando eso ocurre, derramo la carne triturada de los cadáveres en estratégicos rincones durante mi recorrido por la ciudad.
Levanto un cadáver y mancho suelos, paredes y árboles con carne ensangrentada disimuladamente.
En esas temporadas en las que la infección parece retirarse, me muevo por la ciudad con las manos sucias, rozando personas y animales con ellas. Tocando vasos y tenedores en las mesas vacías de los restaurantes.
La Mente infecta no desaparecerá jamás si yo puedo evitarlo.
Mató lo que amé a cambio de darme el poder y una vida diferente.
El diablo (si existe) compró mi alma (si tenía) sin mi consentimiento, ergo soy su esclavo y el verano es una mierda.







Iconoclasta

28 de mayo de 2013

Muerte en el desierto


Los muertos viajan en tropel entre las dunas del desierto.
El polvo de sus huesos y sus pieles resecas alimentan las montañas andantes; por ello cada año la arena está más cerca. Cada día es más molesta.
Los idiotas que no se han convertido en petróleo que se quema en motores, se han hecho sílex.
Yo sé de estas cosas.
Como sé que las rosas del desierto no son formaciones aleatorias: mi semen las forma, amalgama muertos en caprichosas figuras florales de extrema debilidad.
Creo rosas de arena con un gemido, con el pene asfixiado en mi puño, con los cojones palpitando. Creo rosas en el desierto con la imagen de sus labios entreabiertos cuando su coño se hace agua y estoy dentro.
El semen lo amalgama todo. Y le da sentido y forma.
El desierto es tan buen sitio para masturbarse y morir como cualquier otro.
Es mentira, no hay sitios tan buenos como el desierto.
Porque en los polos te congelas y no viajas. Simplemente estás ahí, como una fotografía aplastada entre toneladas de hielo.  No hay corrientes de aire que te lleven a ninguna parte.
Y cuando ya has visto cuatro focas, tres osos polares y cinco o seis esquimales, piensas en el aburrimiento y lo abundante e internacional que es.
Vives-mueres en el desierto y te haces experto  en arena, de lo contrario eres más idiota que la media.
Entre los granos puedes ver quien en vida estaba enfermo. O era un enfermo.
Tal vez sea bueno ser arena y dejarse llevar por el viento, dejar de razonar y de elegir. De esperar.
Que le den por culo al libre albedrío, solo sirve para equivocarse y perder el tiempo.
Solo quiero erosionar, desgastar pieles, paredes y montañas.
Nada hay más caliente que el humo de mi cigarrillo que abrasa mis pulmones, pareciera que me he pasado la vida entrenándome para respirar el ardiente aire del desierto.
Por esta razón el aire del desierto no me molesta demasiado.
Derramé el agua para asegurarme que seré arena en unas horas.
Tan solo me queda una carga de leche en mis deshidratados cojones. No sé si al morir, cuando mis cojones se relajen y mis vísceras y músculos no puedan retener nada, eyacularé como dicen que lo hacen los ahorcados.
Me gustaría hacer mi rosa del desierto póstuma, que sea arrastrada por las dunas de muertos, y llegue a las manos de un idiota y la acaricie y la tenga en una vitrina iluminada.
Iluminará y amará mi semen sin que lo sepa. A veces se me escapa la risa.
Hay rosas rodando por el desierto, los nómadas las encuentran y comercian con ellas. Algunas acabarán en manos de personas que se piensan que la arena se amalgama por alguna orden divina de mierda. Con orina de camellos, los más esnobs e incultos.
Yo me dejo llevar por las dunas, las dunas arrastran rosas, muertos y vidas. No sé si es una condena o si las dunas disfrutan su trabajo.
Y ahora, para complicar las cosas, hay un rastro de huellas que comienzan en el centro de esta nada y se dirigen a mi izquierda. Una perfecta y recta línea que se pierde en el ondulante y difuso horizonte. No lo entiendo, tal vez sea una alucinación.
En el desierto hay espejismos, es congruente.
Tal vez alguien más quiera ser parte de una duna. Se ha puesto de moda morir aquí.
Una duna sigue el rastro, va tras las huellas y subo a ella, creo que aún no he muerto, aunque no estoy seguro. Solo sé que debo caminar. Otra cosa no tengo que hacer. Subo la ladera y cuando comienzo la bajada, ya se empieza a formar otra nueva subida, con la misma arena, con los mismos muertos. Conmigo…
Borra viejas huellas con su avance, es cuidadosa con las que quedan para no perdernos.
Descanso un momento. Entre las llagas infectadas de mis pies, se han metido muertos que molestan e infectan. Exprimo la herida y junto con el pus y la sangre salen granos de arena y piel que no es mía. Lo sé porque simplemente la rechazo.
Son trozos de hueso y piel de cadáveres infecciosos en forma de arena y sales.
Nada anormal, es tan lógico que dan ganas de cavar un agujero y meter en él la cabeza de puro aburrimiento.
Bip-bip.
Hay muertos a los que se les quiere, pero deberíamos ser cuidadosos, aunque se trate de familia, esos restos infectan. No es higiénico.
El sol no lo mata todo, solo mata lo bueno, lo malo sigue desarrollándose bajo sus abrasadores rayos ultravioletas.
El hombre a lo lejos es una mancha de gas, una llama menuda en medio de este océano seco y tórrido. Se ha detenido.
Estoy lo suficientemente cerca para atreverme a gritar y preguntarle quien es.
Estoy llegando a la cresta de la duna y hago pantalla con las manos en mi boca.
— ¿Necesitas ayuda?
No parece oírme. Está arrodillado, tiene en la mano una foto y con la otra aferra su pene. Me detengo, no quiero ver eso. ¿Otro que se masturba en el desierto?
Es demasiada casualidad.
A pesar del sol tengo frío, a pesar de la distancia y del tiempo que llevo caminando, no estoy cansado.
Me acerco un poco más y llego a ver como eyacula en la arena. Se derrumba sobre sus rodillas llorando y hundiendo la cara en la arena abrasadora. El viento le arrebata la foto de las manos y se la lleva por donde había venido.
Yo me masturbé también hace tiempo, los desgraciados siempre nos reunimos en el mismo sitio, de la misma forma que los elefantes tienen su cementerio.
Dan ganas de no ir.
Dan ganas de no preguntar.
En la espalda lleva un bidón de agua con una manguera para beber, se lo quita y lo deja caer abierto para que se derrame el agua.
Se levanta dejando un charquito de sangre que le ha salido del culo y continúa caminando. Ya debería haberse dado cuenta de mi presencia, pero no es así y pasa por mi lado sin mirarme, con la vista fija en la cima de la próxima duna. Diríase que camina hacia el sol.
Avanzo más, no me preocupa él, me preocupa de donde viene. En el desierto no hay escondrijos y no entiendo porque el hombre va al contrario que las huellas.
Hay un automóvil volcado sobre el techo, sus neumáticos están desgarrados, la plancha sin pintura y brillante. Las dunas han limpiado todo rastro de color.
Hay vidrios rotos en el interior que ahora están opacos.
El desierto mata el brillo, solo deja lugar a los espejismos.
Dentro, en el asiento del acompañante, el esqueleto de una mujer cuelga del asiento, su cabeza está aplastada contra el suelo, su cabello parece una madeja de cáñamo. Su cuello se rompió hace mucho tiempo.
La foto  ha vuelto a la sombra del automóvil, como sino quisiera morir de nuevo.
No huele mal, no hay carne podrida. La arena ha limpiado los huesos y los seguirá erosionando hasta hacerlos polvo. Volveremos a estar juntos mi amor…
Hacíamos un breve recorrido por el desierto, solo iba a ser media hora de adentrarse para poder disfrutar por unos minutos de ese inmenso mar muerto.
Una duna ocultó la carretera a la vuelta, y por ella caímos dando vueltas.
Te vi tan muerta, con tu cuello espantosamente roto, hinchado. Ese bulto que te salía bajo la mandíbula como una deformidad…
Caminé hacia el sol, para morir. Me masturbé con tu foto, no quería llorarte, te necesitaba tanto que las lágrimas eran desesperantes.
Mi vientre estaba roto, notaba la sangre moverse entre las tripas provocando un dolor atroz. Luego morí, y el sol me evaporó, el viento pulió mis huesos y los hizo polvo.
Salí de la nada, de entre una duna, con la conciencia de existir, en el mismo lugar que morí. Peregrino desde hace un tiempo indefinido hasta ti, mi amor. Ojalá hubiera podido sacarte de ahí dentro y que tus huesos se hubieran unido con los míos al mismo tiempo. Espero que las dunas poco a poco te gasten te erosionen y cada día te unas un poco más a mí.
¿Soy yo el que muere allí, en medio, en el centro de la nada?
Soy arena, absolutamente hueso y piel seca.
A veces siento una tristeza absoluta al darme cuenta de lo que fui, de lo que soy, de lo que me espera. El desierto tiene tan pocos escondrijos que ni el dolor ni la añoranza encuentran donde ocultarse.
La vida es tan frágil como las rosas que emergen en la arena. La muerte es tan frágil como un sueño o el sueño es muerte. O el sol no acaba de hacer bien las cosas y no hay fin a esta agonía.
A veces no puedo pensar con claridad…
Pienso demasiado. Creo…
¿Cómo es posible que en medio de esta nada, en el centro de ningún lugar, haya un rastro huellas que se alejan por mi izquierda, hacia el norte?
¿Alguien ha sido llovido por el cielo? Tengo que seguir ese rastro, a lo mejor es alguien como yo, que se masturba bajo el sol sin saber por qué.
Los muertos viajan en tropel entre las dunas del desierto.
Aunque hay dunas solitarias, donde eres arrastrado en una soledad sin fin.
No sé, no me preocupa; solo sigo el rastro, no me importa de quién es. Solo quiero saber si hay algo más en un mar muerto donde no se puede esconder ni la muerte.
¿Habrá una habitación fresquita?
¿Habrá un lugar donde el sol de mierda me deje descansar?
El hombre se masturba y llora.
Es un déjà vu, un espejismo de una mente insolada seguramente.
Es lógico aquí en el desierto.








Iconoclasta

21 de mayo de 2013

Fenómeno atmosférico


Meses esperando la lluvia, con la piel seca, la boca rasposa, los labios partidos y la piel de las manos resquebrajándose como una corteza de barro en el desierto.
Muchas veces me he arrepentido de no tener crema hidratante a mano. Y en el miembro no vendría nada mal.
Aunque ella me lo hidrata más allá de lo que la cosmética comercializa.
He subido al polvoriento tejado de la casa, la lluvia se llevará la porquería acumulada en el suelo y dará paz a mi piel. Me he estirado desnudo entre pequeñas hormigas que huyen del agua. Con mi pene erecto, venoso y agresivo por una sequía que se ha hecho eterna a lo largo de semanas y meses.
Las lluvias marcan una de mis cientos de temporadas de celo por ella.
Tengo miedo que la dilatación del pijo rasgue el prepucio, tengo una necesidad casi suicida por follarla otra vez.
Y que las hormigas se me metan por el culo es una idea que no me gusta. No quiero que me entre nada por el ano. El esfínter es salida y única dirección.
La espero con una ansiedad desesperante, aguantando el ímpetu de masturbarme, dejando los ojos abiertos a las gotas que se estrellan contra ellos y me ciegan.
Las gafas de nadador no hubieran molestado. No hubiera necesitado una gran inversión y le hubiera dado un aire fetichista a la sesión de sexo que me espera con mi reina.
Parece que lloro; pero solo quiero follarla.
Otra vez…
La lluvia da alivio a mi rostro, incluso cuando se desliza por mis labios: el agua reciente sabe a la suciedad que flota en el aire.
No importa; luego beberé directamente de su piel.
Y la mierda ajena, lo de alrededor no importará.
Me pregunto si mi picha hará el efecto de pararrayos, no me gustaría. Creo que sería indigno morir con la verga carbonizada.
Llegará aquí arriba, se sentará en mi vientre y se clavará en mí envolviendo mi carne dura con su coño viscoso, sedoso y resbaladizo. Empapado… Como si ella fuera cálida lluvia oleosa y sempiterna.
Decididamente se me va a rasgar la piel que cubre el pijo con toda esta presión. La evolución no fue muy lista y no tuvo en cuenta que nacería un hombre como yo con tantas ganas de metérsela a su mujer. El prepucio debería ser más holgado. Pienso en los judíos y la circuncisión; pero resulta traumática, es mi pellejo y lo quiero.
He de hacer algo, pero temo tocarme y eyacular fuera de ella.
Me tiene tan caliente que las gotas de agua se evaporan al contacto con la polla levantando pequeñas nubes de vapor.
Me haría muy popular en una sauna femenina.
Mis músculos se relajan, soy gelatina temblorosa bajo la lluvia. Y lo único firme es la verga que cabecea en mi pubis. Desearía tocarme ahora mismo, cerrar el puño con fuerza para subir y bajarlo con violencia. Rasgar mi puto prepucio y que sangre la polla.
Intento relajarme y dejo que la orina corra por mi vientre y se meta cálida entre los testículos y las nalgas, me gusta el contraste de la lluvia fresca con los meados.
Me limito a tirar de la piel y descubrir el glande púrpura como la casulla de un sacerdote en rito de penitencia; el meato está obscenamente abierto como lo están los labios que ansían la boca amada y deseada.
Espera la lengua que lo saciará de placer.
Me imagino metido en ella, su tanga negro transparentando la palidez de su monte de Venus rasurado, el roce del hilo a lo largo del pene en la cópula…
Saboreo entre mis dientes los pezones endurecidos, clavo los dedos maltratando sus masivos y pesados pechos.
Areolas ovales que deseo cubrir con mi leche, con mi semen ardiendo.
Es tan cálido su coño como sus labios tallados en un rostro hermoso y anguloso de grandes ojos oscuros, de una melena rizada que recibe mi semen cuando ella así lo dispone.
Estoy abandonado a su voluntad.
La lluvia hará cascadas en sus pezones y beberé y me ahogaré en ellos mientras la follo. El agua inundará la cópula y hará chapoteos obscenos sexo contra sexo.
Y como en un altar ante la Virgen María observándome con Jesús mamando de su teta, elevaré la pelvis para meterle la polla en la boca y me la devore con sus dedos acariciando mis cojones. Excitándome el ano.
Y así ante la lluvia me denigro y me formo. Me embrutezco de anhelo. Me convierto en macho en celo. Ante las nubes que limpian el aire y dan alivio a mi cuerpo y mente, soy un hombre follando la nada, el aire. El espacio que ocupará ella.
Espero el momento sublime de eyacular, cuando blasfemo ante mi caída al pozo de la irracionalidad, en el que el placer es la vertiginosa aceleración.
Los rayos cada vez se acercan más… No quisiera, pero tal vez me ponga un condón hasta que llegue. El látex es un buen aislante ¿no?
Su boca succionando mi alma a través del pijo próximo a estallar, su coño estrangulándome el bálano, aplastándolo con las contracciones de placer de su vientre.
Sintiéndome cabalgado como un toro en el rodeo.
Quiero ser como las nubes en lo profundo de su coño y llover dentro de ella.
Que se ponga en pie y de su raja gotee  mi semen dejando cráteres de leche en el polvo del suelo. Barro blanco…
Lluvia de semen entre sus muslos.
Yo soy una nube que llora por ella, que descarga en ella.
Ese rayo ha caído muy cerca. Bueno… Soy osado y atrevido, peligro es mi apellido.
Soy empático con el clima, y ardo con el calor del puto sol, me hago gris con las hojas crujientes del otoño, mi pene se lubrica en la calidez de la primavera. Y en invierno desato mi furia y mis tormentas.
Me gustaría ser rayo letal y mantener así un radio de varios kilómetros entre nosotros y los humanos.
Yo solo me debo a ella, y cuando la espero, soy fenómeno atmosférico zarandeado por las caprichosas presiones y anticiclones del planeta.
Con ella empieza y acaba el día. Por ella soy primavera, verano, otoño e invierno.
Un erecto fenómeno meteorológico, es lo que soy cuando la espero, cuando la follo.
Un pararrayos pornográfico que hiere a todos los vecinos con su obscenidad.
Porque la amo y no importa mi ridículo.
Joder con ese rayo… Al final me va a freír los cojones.








Iconoclasta

18 de mayo de 2013


10 de mayo de 2013

La parábola de la tuerta




Hay una emisora de radio en México (concretamente en Puebla), que parece una congregación de misioneros que busca el bien por los demás. Aboga por pagar puntualmente las tarjetas de crédito, obedecer la ley y aceptar con la cabeza gacha y resignación el escupitajo ajeno. Y en ella hay un locutor que parece creerse la reencarnación de Cristo.
En estos tiempos, en este mismo mes y año.
Cada día el beato locutor narra con la sangre hirviendo de emoción una edificante “reflexión del día” (en muchos casos una parábola mal escrita y con nulo ingenio, solo apta para creyentes con muy poco cerebro o simplemente para analfabetos) y que él mismo se cree.
Hay reflexiones en las que se dice que la mujer no debe hacer cosas de hombre y que ella es la que ha de dar ejemplo y doblar el cuello a su macho en nombre de la paz y la armonía en el hogar.
No me jodas.
La última reflexión me ha llamado poderosamente la atención, es la cosa más cándida, ingenua, torpe y simplona que he oído jamás. Más que divertirme al escucharla, me ha preocupado; creí que estas cosas se decían hace tres o cuatro siglos. Luego pensé que la estupidez no cambia jamás y permanece inalterable a lo largo del tiempo.
Luego concluí que la deficiencia mental es algo de lo que nadie debería sentirse orgulloso. Parece que para esta emisora de radio, la estulticia es motivo de vanidad. Eso y el servilismo de los esclavos que se sienten protegidos por su amo.
La parábola en cuestión tiene un nombre parecido a “Un solo ojo” y está pensada para hacer llorar a las madres e hijos y para que YO vomite.
Una madre tuerta trabaja de cocinera en el colegio de secundaria de su hijo, y a la muy buena y santa, se le ocurre ir a ver a su retoño en la hora del recreo para preguntarle como le va el día. Pues bien, todos los amigos le preguntan al hijo quien es esa mujer tan fea y con un solo ojo. Cuando confiesa que es su madre, se burlan de él hasta que siente ganas de meterse bajo la ducha y llorar abrazándose el pecho como mujer que ha sido violada o que ha perdido el virgo.
El cabrón del niño, que tiene muchos huevos con su madre; pero no con los amigos, le dice que la odia por haberlo avergonzado, desea que se muera, no verla jamás.
(En este punto se me encogen los testículos ante el dramatismo más puro. Se puede escuchar llorar al locutor y sus intestinos estremecerse inquietos)
Con el tiempo, el hijito del alma de mierda, abandona a su madre para dedicarse a estudiar una carrera (trabajando la madre de cocinera y sin querer verla suena a ciencia ficción triunfalista de mierda).
Cómo no, el imbécil prospera y forma una familia (es lo habitual, los más subnormales tienen una suerte de locos).
Con el tiempo la madre se entera donde vive y decide ir a visitarlo. Al tocar el timbre abren la puerta sus nietecitos, los cuales se ponen a llorar como mujerzuelas ante el horror que les inspira la tuerta (cómo me gustaría haberla conocido).
Entonces, sale el valiente del hijo y la lleva cogida por el codo hasta la calle y le dice que como se atreve a venir a molestar y asustar a sus hijos.
A lo que la madre responde simplemente: Me he equivocado de casa, perdóneme.
(Aquí ya es para meterse los dedos en la boca y purgarse de tanta miel de mierda).
Pasa el tiempo y bla-bla-bla, el hijo recibe una carta de su antiguo colegio para no sé que coño de reunión estúpida de alumnos y ya que le pilla cerca, se pasa por casa de su mamá. Le dice algún conocido que su madre ha muerto, así que entra en la casa muy feliz y tranquilo sin tener que encontrarse al cíclope de su madre.
La parábola no dice donde, pero se encuentra una carta de la tuerta que dirigida a él.
La beata madre le explica que de pequeño tuvo un grave accidente que le hizo perder un ojo; ella le donó el que le faltaba y se sentía feliz de saber que su hijo podía ver el mundo a través de uno de sus ojos. Y que por encima de todo lo amaba.
¿Qué pretende la parábola facilona?
¿Quiere decir que las madres son santas, mártires y beatas y que se alimentan como las hienas de la mierda que les dan sus hijos? ¿Qué han de tragar desprecios y ofensas y amar a pesar de todo?
¿Qué cuanto más cerdo se es, mejor te trata la vida y tu madre?
¿Que madres e hijos se lo han de perdonar todo por muy mal que se traten y por mucho que se denigren?
Es lo más timorato, simple y vulgar que he oído jamás, además de los milagros de Cristo.
No me jodas que una madre ha de sacrificar su ojo y luego tragar toda la mierda del pequeño borde que parió.
Estas arengas moralistas son un insulto a mi inteligencia, a las mujeres (que las tratan como imágenes sagradas sin coño que ni follan, ni tienen ningún tipo de inquietud; pero que de alguna forma pueden ser penetradas y parir) y a mi buen humor.
Joder con la tuerta. Cualquiera pensaría: pues no es de extrañar que el hijo sea un cerdo con una madre tan retrasada mental.
Es que ni eso saben escribir, ni un patético cuento que pueda desafiar el intelecto de alguien medianamente culto.
Y lo bueno, es que la dichosa emisora de radio, recibe cantidad de correos electrónicos de los oyentes para recibir las dichosas reflexiones.
Y eso sí que es preocupante, que haya tanto lerdo en el planeta.
Aunque eso ya lo sabíamos.
¿Sabéis la parábola de la puta que daba mamadas gratis por amor a sus clientes y que tenía un tremendo complejo de madre? Pues murió con el coño seco, de hambre, la matriz podrida y sida.
Y si alguien quiere un ojo, ni el del culo le presto. A mí nadie me enseña nada con idioteces.






Iconoclasta