Los ritos son buenos, una disciplina que mantiene ocupada la mente. El simple hecho de adornar el árbol de navidad es una terapia contra la soledad. A veces es incluso necesaria aunque no sea navidad.
Porque mirar el mundo en la superficie de las bolas de colores y purpurina del árbol, lo torna maravillosamente irreal y diferente. Y cabe todo mejor, se puede observar más en conjunto; claro que es una mera aberración óptica; pero ¿cómo llamar aberración a ese efecto si uno se siente tan bien?
La bella aberración de la ternura...
Es un reflejo divertido, interesante, hermoso.
Del todo divertido no. Salta a la vista que no hay nadie a su alrededor. No se mueve nadie más en el reflejo de la tersa superficie de la bola de Navidad. Está solo.
En navidad es mejor decir "solito". La ternura siempre palía el amargo trago de la realidad que las bolas reflejan. La soledad no siempre es tan buena compañera.
Hubo un tiempo, en el que se veía reflejado en las brillantes bolas que colgaba su padre. Y todo el mundo, todas las cosas en toda su enormidad, cabían en ellas. Se reflejaban allí, como si un pez los estuviera observando.
Era inmensamente feliz.
Aún así, es mejor tener recuerdos que llaman a la melancolía, que no tener ninguno. Aunque te doblen el estómago y sientas un deseo reventador de llorar.
Los villancicos que suenan en el reproductor arrastran consigo una cadena de emociones de las que es casi imposible evadirse. Y así, bola a bola, la añoranza que se arrastra por las ramas del arbolito, se apodera de su ánimo.
No puede colgar la bola que tiene en la mano preparada, y la deja en la caja con el resto, como si pesara mucho. La música ha cesado y la bola se rompe con un clic de delicado cristal con apenas rozarse con las otras, dejando ver sus entrañas pintadas de plata.
Siente su corazón roto.
Se ha de sentar en el sillón y encender un cigarrillo para evitar que la emoción se convierta en llanto. Da gracias por estar solo, porque es un poco vergonzoso llorar.
Pero es malo estar solo. Es malísimo. Preferiría llorar mil veces con ella, a la que ama, que no llorar dignamente en soledad. No es un hombre digno.
Un reno vestido con un traje de Santa Claus, canta Jingle Bells con la voz de Sinatra, moviendo la boca, subiendo y bajando la cabeza con una eterna sonrisa.
Ese juguete es tan viejo como su soledad y tiene miedo que en un momento de debilidad, lo coja entre sus manos como ahora, y en lugar de accionar el pulsador para hacer sonar la canción, lo abrace y se lo lleve a un hombro buscando un abrazo.
Una lágrima ha quedado prendida de un asta de plástico del reno, reflejando un pequeño mundo de soledad. Es una bola cristalina que no adorna, pero duele mil.
Mil lo que sea, no conoce la unidad de tristeza.
Mira su teléfono con la esperanza de que ella pueda llegar a él, de que estas navidades no tenga que enviar mil mensajes y mil besos que no consigue hacer realidad.
No hay mensaje en la pantalla, está mudo. Y una bola roja refleja a un hombre con un muñeco entre las piernas, con un cigarro entre los dedos, unas lágrimas... Un lugar que por su colorido debería estar lleno de música y sonrisas. De dos amantes abrazándose.
Nunca ha creído en fiestas religiosas ni paganas, nunca se ha sentido atraído por nada de aquello que todos comparten con alegría.
Sin embargo, el auto-engaño de la navidad, distraía su soledad con cierta eficacia, la vestía de banalidad; aunque fuera por todos aquellos recuerdos que evoca. Tiempos en los que aún no sabía, no conocía y esperaba una magia que no existe.
No hay finales felices, y si los hay, tardan tanto en llegar...
Sueña que ella llama a la puerta, que con un abrazo le dice en el oído: "He llegado, mi vida".
Esta era la navidad señalada para el encuentro, la única oportunidad de esos tres años de besos escritos. De ansiosas y atropelladas palabras de amor al teléfono.
Debería saber que siempre hay algo que sale mal, que sus bolas de navidad no son amigas de reflejar felicidad.
Debería comprar bolas específicas, con perennes reflejos de ella.
-¡Jingle Bells! ¡Jingle Bells! ¡Jingle Bells Rock! -canta su amigo autómata el reno, con una potente y profunda voz.
Es el único feliz en esta casa.
Besa sus manos de plástico y le pide que si existe Santa Claus, que la traiga, que es su última esperanza de creer en la magia.
No puede hacer daño creer. No cuando la necesita desesperadamente.
Sus hermanos, su madre y otros amigos, aparecen ahora en la bola amarilla, se diría que hasta el sonido y las risas reflejan.
Su madre está montando un nacimiento en la consola del recibidor.
Y él no sentía esta demoledora tristeza.
Y se le escapa un gemido sin querer.
No imaginaba aún que pudiera haber tanta pena en una bola de navidad. Era muy pequeño aún para saber.
Se lo dijo en broma: "Si no vienes, me corto las venas, que las tengo demasiado largas y las arrastro por el suelo". Como un fantasma las cadenas que rechinan tristes y lóbregas por el suelo de un castillo en ruinas.
"Te amo, loco", le contestó ella con risas.
Él también pensó que era una broma.
El árbol y todas las bolas colgadas, observan al hombre coger un fragmento de la bola rota de la caja y arremangarse la manga del jersey.
El reno está silencioso, su cuello ha quedado enterrado entre los hombros, se diría que quiere esconderse de una tragedia anunciada.
Ella está nerviosa, impaciente. No hay cobertura en el móvil y la nevada ha cortado varias líneas telefónicas aislando comunicaciones en el aeropuerto. Las máquinas quitanieves aún no han despejado la carretera. Son ya cuatro largas horas en el aeropuerto.
Desea tanto estar con él, que siente que va a llorar de desesperación.
Todo su ser le dice que algo no va bien. Siente una presión en la boca del estómago que afecta al corazón con descargas de adrenalina.
Una mirada al móvil: no hay cobertura. Los teléfonos del aeropuerto están mudos.
"Por favor, mi vida, espérame, ya estoy aquí cielo", piensa con fuerza, con una fuerza dolorosa.
El mundo parece el enemigo de los amantes, y los zarandea, los castiga, los mortifica; sin que sirva de nada demostrar que el amor que se profesan es a prueba de tiempo y distancia. Que se aferran a la palabra como a una grieta en un desfiladero.
¿Por qué? ¿Tanto daño han hecho que se merecen un dolor eterno?
El hombre presiona el fragmento afilado y puntiagudo de bola en el pliegue del codo, una punta que al hundirse cortará la vena, y luego hará lo mismo con el otro brazo. Será lento; no tiene prisa y mientras tanto puede fumar.
El árbol tiembla, las bolas chocan entre sí con un campanilleo tierno.
Tal vez alguien pueda achacar a esta vibración que el circuito eléctrico reciba una extraña señal y el reno comience a cantar su vieja e incombustible canción.
Porque magia no hay ¿verdad?
El hombre se sobresalta y deja de presionar la vena. Un escalofrío recorre su piel.
El reno sube y baja la cabeza al ritmo de la canción. Y sin que haga viento en la casa, las ramas del árbol se agitan.
En el aeropuerto, el encargado de mantenimiento, no puede evitar sentir cierta simpatía por la mujer que está a punto de llorar con el teléfono en la mano. Sus ojos están brillantes de lágrimas a punto de desbordarse.
Se acerca a ella.
-Señorita, me dirijo a la ciudad y la veo tan apurada... Tengo un vehículo oruga, es incómodo y frío; pero seguro. En cuarenta minutos estaremos allí.
-Gracias... -dice la mujer liberando las lágrimas, cogiendo las manos del hombre vestido de gris y azul. Es un hombre maduro, ronda los sesenta; pero sus manos son fuertes. Son nobles.
El hombre coge la maleta de la mujer.
-Sígame, saldremos por las puertas de servicio, seremos discretos, o tendremos un motín aquí con toda esta gente desesperada.
-Muchas gracias, no sabe cómo se lo agradezco.
-Me llamo Oliver. No se preocupe, la he visto tan apurada que era imposible no intentar ayudarla -se presentó estrechándole la mano.
-Soy María y José me espera desde hace mucho.
Y ambos se ríen camino del vehículo.
Una perla de sangre ha quedado en la piel donde presionó José para cortar la vena. O se está volviendo loco, o las ramas del árbol parecen seguir el ritmo de Jingle Bells.
En ese momento la nostalgia golpea con fuerza su alma y se clava de rodillas en el parqué, cansado, nervioso, frustrado.
Piensa en lo mala que es la vida. Basta que te quieras morir, para que te regale una ternura, un poco de magia.
Pudiera ser que ya no era posible sacar más pena y angustia, que lo único que quedaba por exprimir de su pensamiento fuera una magia casi infantil.
Pudiera ser que...
El teléfono emite el sonido de alarma de mensaje.
Se pone en pie precipitadamente y coge el teléfono de la mesita frente al sillón.
"María llega, no desesperes". Qué extraño mensaje.
El reno ahora canta con más potencia, los adornos de navidad no se agitan por un viento invisible, simplemente oscilan a un ritmo cadencioso, consciente y controladamente.
María sigue sin cobertura.
-No se preocupe, mujer. Estaremos en la ciudad en quince minutos.
El vibrador del teléfono zumba en su mano y un clic de aviso enciende la pantalla.
"José te espera, no sufras, sabe que llegas".
María se queda atónita. Oliver mira de reojo la pantalla con una sonrisa.
María, aún leyendo por tercera vez el extraño mensaje, no se da cuenta de que un poste telefónico está suspendido en el margen de la carretera, algo invisible lo mantiene en el aire en lugar de caer y aplastar el vehículo.
José se siente exultante, ríe feliz y siente en su corazón la proximidad de María. Tiene la absoluta certeza de que ella está cerca, muy cerca.
Y con nervios y prisas consigue acabar de adornar el arbolito con las bolas y los pequeños paquetes de regalos; a pesar de que no se están quietas las ramas y tiene que ser cuidadoso para no herirse los ojos.
El reno parece haberse estropeado, porque no cesa de cantar y los brazos parecen incluso dar palmas.
Está bien, es una maravillosa avería.
-No dejes de cantar, amigo mío -se permite decirle al juguete.
Apenas ha colgado la última bola, suena el timbre de la puerta.
Corre apresuradamente en un repentino silencio. El reno ha dejado de cantar y el árbol de tintinear.
-Mi vida...
Oliver conduce calle arriba, mirando por el retrovisor a la pareja que se abraza en la entrada de la casa y como sus hombros se agitan en un llanto emocionado.
Un pequeño teléfono en miniatura suena en su bolsillo, pequeño como un juguete, como una cajita de cerillas.
-Oli, soy Reno. Se nos va a caer el pelo, ya lo sabes ¿No?
-Tranquilo, Reno, tú canta que yo me encargo del Supremo.
-Bueno, tú mismo, tú mandas; pero el Supremo tenía preparado un buen drama para estas fechas, ya sabes lo que le gusta emocionar provocando dolor en las fechas señaladas de los humanos. El viejo cabronazo está peor cada año.
-No te preocupes, tengo en mente sabotear el avión que llevará de vuelta a María a su casa. El Supremo tendrá su gran drama, aunque sea un poco más tarde. María morirá, José se suicidará y tendrá además un extra de doscientas treinta y seis almas pidiéndole entrar en el maldito cielo. Y todos contentos.
-Oli, una cosa más...
-Dime.
-Me dice Árbol que si ha de seguir reflejando con tanta intensidad a esta pareja. Que luego, cuando venga lo malo va a dejar mucha huella y se sentirá deprimido durante una semana.
-Ni hablar. Si quiere cobrar la prima, que refleje toda la magia y el amor que pueda. Al fin y al cabo no han hecho nada malo. Si los humanos aguantan, nosotros también. Canta amigo, cántales mientras puedan ser felices.
-¡Jingle Bells, Jingle Bells, Jingle Bells Rock...! -escucha cantar a Reno antes de que este corte la comunicación.
Oliver maniobra doscientos metros más allá de la casa de José y María para dar media vuelta. Vuelve al aeropuerto para dejar preparada la avería del sistema de presurización que dentro de tres días, hará que el avión caiga desde una altitud que incluso al Supremo le pondrá los pelos de punta. Y el Supremo es calvo.
Conduce canturreando la canción del reno y sin ser consciente aprieta con fuerza los puños en el volante, los nudillos están blancos por la presión. En sus muñecas lucen viejas cicatrices de los cortes de una bola rota de un árbol de navidad triste. Y en su mente, antiguos recuerdos de una soledad letal, de cartas de amor de papel y tinta que el tiempo no ha quemado en su memoria. El Supremo no olvida, ni deja olvidar.
-Feliz Navidad, cabronazo -dice mirando al cielo por el parabrisas del vehículo.
Iconoclasta