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11 de diciembre de 2009

Bolas de navidad

Los ritos son buenos, una disciplina que mantiene ocupada la mente. El simple hecho de adornar el árbol de navidad es una terapia contra la soledad. A veces es incluso necesaria aunque no sea navidad.

Porque mirar el mundo en la superficie de las bolas de colores y purpurina del árbol, lo torna maravillosamente irreal y diferente. Y cabe todo mejor, se puede observar más en conjunto; claro que es una mera aberración óptica; pero ¿cómo llamar aberración a ese efecto si uno se siente tan bien?

La bella aberración de la ternura...

Es un reflejo divertido, interesante, hermoso.

Del todo divertido no. Salta a la vista que no hay nadie a su alrededor. No se mueve nadie más en el reflejo de la tersa superficie de la bola de Navidad. Está solo.

En navidad es mejor decir "solito". La ternura siempre palía el amargo trago de la realidad que las bolas reflejan. La soledad no siempre es tan buena compañera.

Hubo un tiempo, en el que se veía reflejado en las brillantes bolas que colgaba su padre. Y todo el mundo, todas las cosas en toda su enormidad, cabían en ellas. Se reflejaban allí, como si un pez los estuviera observando.

Era inmensamente feliz.

Aún así, es mejor tener recuerdos que llaman a la melancolía, que no tener ninguno. Aunque te doblen el estómago y sientas un deseo reventador de llorar.

Los villancicos que suenan en el reproductor arrastran consigo una cadena de emociones de las que es casi imposible evadirse. Y así, bola a bola, la añoranza que se arrastra por las ramas del arbolito, se apodera de su ánimo.

No puede colgar la bola que tiene en la mano preparada, y la deja en la caja con el resto, como si pesara mucho. La música ha cesado y la bola se rompe con un clic de delicado cristal con apenas rozarse con las otras, dejando ver sus entrañas pintadas de plata.

Siente su corazón roto.

Se ha de sentar en el sillón y encender un cigarrillo para evitar que la emoción se convierta en llanto. Da gracias por estar solo, porque es un poco vergonzoso llorar.

Pero es malo estar solo. Es malísimo. Preferiría llorar mil veces con ella, a la que ama, que no llorar dignamente en soledad. No es un hombre digno.

Un reno vestido con un traje de Santa Claus, canta Jingle Bells con la voz de Sinatra, moviendo la boca, subiendo y bajando la cabeza con una eterna sonrisa.

Ese juguete es tan viejo como su soledad y tiene miedo que en un momento de debilidad, lo coja entre sus manos como ahora, y en lugar de accionar el pulsador para hacer sonar la canción, lo abrace y se lo lleve a un hombro buscando un abrazo.

Una lágrima ha quedado prendida de un asta de plástico del reno, reflejando un pequeño mundo de soledad. Es una bola cristalina que no adorna, pero duele mil.

Mil lo que sea, no conoce la unidad de tristeza.

Mira su teléfono con la esperanza de que ella pueda llegar a él, de que estas navidades no tenga que enviar mil mensajes y mil besos que no consigue hacer realidad.

No hay mensaje en la pantalla, está mudo. Y una bola roja refleja a un hombre con un muñeco entre las piernas, con un cigarro entre los dedos, unas lágrimas... Un lugar que por su colorido debería estar lleno de música y sonrisas. De dos amantes abrazándose.

Nunca ha creído en fiestas religiosas ni paganas, nunca se ha sentido atraído por nada de aquello que todos comparten con alegría.

Sin embargo, el auto-engaño de la navidad, distraía su soledad con cierta eficacia, la vestía de banalidad; aunque fuera por todos aquellos recuerdos que evoca. Tiempos en los que aún no sabía, no conocía y esperaba una magia que no existe.

No hay finales felices, y si los hay, tardan tanto en llegar...

Sueña que ella llama a la puerta, que con un abrazo le dice en el oído: "He llegado, mi vida".

Esta era la navidad señalada para el encuentro, la única oportunidad de esos tres años de besos escritos. De ansiosas y atropelladas palabras de amor al teléfono.

Debería saber que siempre hay algo que sale mal, que sus bolas de navidad no son amigas de reflejar felicidad.

Debería comprar bolas específicas, con perennes reflejos de ella.

-¡Jingle Bells! ¡Jingle Bells! ¡Jingle Bells Rock! -canta su amigo autómata el reno, con una potente y profunda voz.

Es el único feliz en esta casa.

Besa sus manos de plástico y le pide que si existe Santa Claus, que la traiga, que es su última esperanza de creer en la magia.

No puede hacer daño creer. No cuando la necesita desesperadamente.

Sus hermanos, su madre y otros amigos, aparecen ahora en la bola amarilla, se diría que hasta el sonido y las risas reflejan.

Su madre está montando un nacimiento en la consola del recibidor.

Y él no sentía esta demoledora tristeza.

Y se le escapa un gemido sin querer.

No imaginaba aún que pudiera haber tanta pena en una bola de navidad. Era muy pequeño aún para saber.

Se lo dijo en broma: "Si no vienes, me corto las venas, que las tengo demasiado largas y las arrastro por el suelo". Como un fantasma las cadenas que rechinan tristes y lóbregas por el suelo de un castillo en ruinas.

"Te amo, loco", le contestó ella con risas.

Él también pensó que era una broma.

El árbol y todas las bolas colgadas, observan al hombre coger un fragmento de la bola rota de la caja y arremangarse la manga del jersey.

El reno está silencioso, su cuello ha quedado enterrado entre los hombros, se diría que quiere esconderse de una tragedia anunciada.

Ella está nerviosa, impaciente. No hay cobertura en el móvil y la nevada ha cortado varias líneas telefónicas aislando comunicaciones en el aeropuerto. Las máquinas quitanieves aún no han despejado la carretera. Son ya cuatro largas horas en el aeropuerto.

Desea tanto estar con él, que siente que va a llorar de desesperación.

Todo su ser le dice que algo no va bien. Siente una presión en la boca del estómago que afecta al corazón con descargas de adrenalina.

Una mirada al móvil: no hay cobertura. Los teléfonos del aeropuerto están mudos.

"Por favor, mi vida, espérame, ya estoy aquí cielo", piensa con fuerza, con una fuerza dolorosa.

El mundo parece el enemigo de los amantes, y los zarandea, los castiga, los mortifica; sin que sirva de nada demostrar que el amor que se profesan es a prueba de tiempo y distancia. Que se aferran a la palabra como a una grieta en un desfiladero.

¿Por qué? ¿Tanto daño han hecho que se merecen un dolor eterno?

El hombre presiona el fragmento afilado y puntiagudo de bola en el pliegue del codo, una punta que al hundirse cortará la vena, y luego hará lo mismo con el otro brazo. Será lento; no tiene prisa y mientras tanto puede fumar.

El árbol tiembla, las bolas chocan entre sí con un campanilleo tierno.

Tal vez alguien pueda achacar a esta vibración que el circuito eléctrico reciba una extraña señal y el reno comience a cantar su vieja e incombustible canción.

Porque magia no hay ¿verdad?

El hombre se sobresalta y deja de presionar la vena. Un escalofrío recorre su piel.

El reno sube y baja la cabeza al ritmo de la canción. Y sin que haga viento en la casa, las ramas del árbol se agitan.

En el aeropuerto, el encargado de mantenimiento, no puede evitar sentir cierta simpatía por la mujer que está a punto de llorar con el teléfono en la mano. Sus ojos están brillantes de lágrimas a punto de desbordarse.

Se acerca a ella.

-Señorita, me dirijo a la ciudad y la veo tan apurada... Tengo un vehículo oruga, es incómodo y frío; pero seguro. En cuarenta minutos estaremos allí.

-Gracias... -dice la mujer liberando las lágrimas, cogiendo las manos del hombre vestido de gris y azul. Es un hombre maduro, ronda los sesenta; pero sus manos son fuertes. Son nobles.

El hombre coge la maleta de la mujer.

-Sígame, saldremos por las puertas de servicio, seremos discretos, o tendremos un motín aquí con toda esta gente desesperada.

-Muchas gracias, no sabe cómo se lo agradezco.

-Me llamo Oliver. No se preocupe, la he visto tan apurada que era imposible no intentar ayudarla -se presentó estrechándole la mano.

-Soy María y José me espera desde hace mucho.

Y ambos se ríen camino del vehículo.

Una perla de sangre ha quedado en la piel donde presionó José para cortar la vena. O se está volviendo loco, o las ramas del árbol parecen seguir el ritmo de Jingle Bells.

En ese momento la nostalgia golpea con fuerza su alma y se clava de rodillas en el parqué, cansado, nervioso, frustrado.

Piensa en lo mala que es la vida. Basta que te quieras morir, para que te regale una ternura, un poco de magia.

Pudiera ser que ya no era posible sacar más pena y angustia, que lo único que quedaba por exprimir de su pensamiento fuera una magia casi infantil.

Pudiera ser que...

El teléfono emite el sonido de alarma de mensaje.

Se pone en pie precipitadamente y coge el teléfono de la mesita frente al sillón.

"María llega, no desesperes". Qué extraño mensaje.

El reno ahora canta con más potencia, los adornos de navidad no se agitan por un viento invisible, simplemente oscilan a un ritmo cadencioso, consciente y controladamente.

María sigue sin cobertura.

-No se preocupe, mujer. Estaremos en la ciudad en quince minutos.

El vibrador del teléfono zumba en su mano y un clic de aviso enciende la pantalla.

"José te espera, no sufras, sabe que llegas".

María se queda atónita. Oliver mira de reojo la pantalla con una sonrisa.

María, aún leyendo por tercera vez el extraño mensaje, no se da cuenta de que un poste telefónico está suspendido en el margen de la carretera, algo invisible lo mantiene en el aire en lugar de caer y aplastar el vehículo.

José se siente exultante, ríe feliz y siente en su corazón la proximidad de María. Tiene la absoluta certeza de que ella está cerca, muy cerca.

Y con nervios y prisas consigue acabar de adornar el arbolito con las bolas y los pequeños paquetes de regalos; a pesar de que no se están quietas las ramas y tiene que ser cuidadoso para no herirse los ojos.

El reno parece haberse estropeado, porque no cesa de cantar y los brazos parecen incluso dar palmas.

Está bien, es una maravillosa avería.

-No dejes de cantar, amigo mío -se permite decirle al juguete.

Apenas ha colgado la última bola, suena el timbre de la puerta.

Corre apresuradamente en un repentino silencio. El reno ha dejado de cantar y el árbol de tintinear.

-Mi vida...

Oliver conduce calle arriba, mirando por el retrovisor a la pareja que se abraza en la entrada de la casa y como sus hombros se agitan en un llanto emocionado.

Un pequeño teléfono en miniatura suena en su bolsillo, pequeño como un juguete, como una cajita de cerillas.

-Oli, soy Reno. Se nos va a caer el pelo, ya lo sabes ¿No?

-Tranquilo, Reno, tú canta que yo me encargo del Supremo.

-Bueno, tú mismo, tú mandas; pero el Supremo tenía preparado un buen drama para estas fechas, ya sabes lo que le gusta emocionar provocando dolor en las fechas señaladas de los humanos. El viejo cabronazo está peor cada año.

-No te preocupes, tengo en mente sabotear el avión que llevará de vuelta a María a su casa. El Supremo tendrá su gran drama, aunque sea un poco más tarde. María morirá, José se suicidará y tendrá además un extra de doscientas treinta y seis almas pidiéndole entrar en el maldito cielo. Y todos contentos.

-Oli, una cosa más...

-Dime.

-Me dice Árbol que si ha de seguir reflejando con tanta intensidad a esta pareja. Que luego, cuando venga lo malo va a dejar mucha huella y se sentirá deprimido durante una semana.

-Ni hablar. Si quiere cobrar la prima, que refleje toda la magia y el amor que pueda. Al fin y al cabo no han hecho nada malo. Si los humanos aguantan, nosotros también. Canta amigo, cántales mientras puedan ser felices.

-¡Jingle Bells, Jingle Bells, Jingle Bells Rock...! -escucha cantar a Reno antes de que este corte la comunicación.

Oliver maniobra doscientos metros más allá de la casa de José y María para dar media vuelta. Vuelve al aeropuerto para dejar preparada la avería del sistema de presurización que dentro de tres días, hará que el avión caiga desde una altitud que incluso al Supremo le pondrá los pelos de punta. Y el Supremo es calvo.

Conduce canturreando la canción del reno y sin ser consciente aprieta con fuerza los puños en el volante, los nudillos están blancos por la presión. En sus muñecas lucen viejas cicatrices de los cortes de una bola rota de un árbol de navidad triste. Y en su mente, antiguos recuerdos de una soledad letal, de cartas de amor de papel y tinta que el tiempo no ha quemado en su memoria. El Supremo no olvida, ni deja olvidar.

-Feliz Navidad, cabronazo -dice mirando al cielo por el parabrisas del vehículo.





Iconoclasta

7 de diciembre de 2009

El llanto del indecente



Hoy no me masturbaré ante el mundo dilapidando la poca decencia que me queda; la necesito para ti, para no avergonzarte demasiado. Hoy no quiero ser obsceno y meter la mano entre tus piernas abiertas, deseando que tus párpados cubran esos inmensos ojos profundos como pozos, derrotada por el placer. Húmedos los ojos como tu coño, del que me sacio como un lobo famélico.

Déjame llorar, aunque sea con esta erección. Es imposible disociar cuerpo y alma. Soy un pobre bastardo presa de mis instintos.
Tal vez es que hoy te siento más lejana que nunca. El amor es una regla de tres directa. Descorazonadoramente directa al corazón para partirlo en dos.

Mi amor por ti es directo y devastadoramente proporcional a la distancia por el tiempo al cuadrado. A más kilómetros, más te amo; a más tiempo, más desespero.
Cuanto más te deseo, más esplendes en el planeta.

Mi falo brillante y embotado de sangre que lo hace de piedra, ya no es distracción.

El tótem erigido a ti.

Un manitú palpitante.

Hoy algo ha pasado, he sentido que necesitaba abrir compuertas. Hay una presión espantosa en el dique. No lo sé, mi reina. Caen cosas a mi alrededor y sólo te espero, no tengo curiosidad por la sangre que llueve.

No me importa.

¿Puedes no mirarme, con esos ojos todopoderosos? Me da vergüenza llorar desnudo.

Erecto.

¿Me dejarás que libere unas lágrimas, con el pene aún vomitando blanco entre mi puño?

¿Me dejarás hacerlo como un acto de ternura? De obscena ternura.
No puedo hacerlo de otra forma. Prefiero ser patético que hipócrita.

Indecente...

No pienses que estoy triste, es sólo la desesperación del amante, sólo te ofrezco una prueba de amor. Un fluir dramático de semen y llanto. Dramático como la distancia. Profundo como el tiempo en el cosmos.

Una daga al rojo en mi pecho.

Una sola vez y sin que sirva de precedente. No lo haré más.

No desconfíes de las lágrimas, soy fuerte como un dios.

Ocurre que a veces te adivino con la mirada sesgada, desde lo lejos, desde cuando el hombre estaba cubierto de crines; y siento que ha pasado tanto tiempo sin ti, que la puta melancolía me traiciona.

Soy fuerte.

Creía serlo, por dios...

Hoy no estoy seguro.

Escucha, mi bella: es normal que el hombre tenga un momento de necesidad espantosa y naufrague en una solución salina. No creo que sean lágrimas de verdad; no en el hombre fuerte y recio que promete protegerte, que promete sonreír siempre.

¿Podrías secarme esta lágrima cabrona con tus labios, besándome? Necesito una ternura, el hombre está necesitado de eso. No te asustes, mi amor, no es tristeza, te lo juro. Es una inmensa necesidad de ti.

La indecencia de mi llanto...

Tengo semen frío en los pies y tal vez eso me deprime un poco. Lo frío va ligado a la soledad, dicen. Lo frío no eres tú. Es mejor la ambigüedad que decir que a veces no estás. Duele menos.

La semántica es tortuosa...

Tengo las manos crispadas buscándote, esta debe ser la razón. A lo mejor no me siento tiernamente necesitado de ti y es un simple dolor de huesos. Un puto dolor que se clava en el corazón. La angustia.

El dolor es la indecencia, la degeneración.
No yo. ¿Verdad, mi amor?

No mi bella, no temas, no estoy loco ni he perdido la alegría. Sonreiré en seguida, con los ojos húmedos aún. Porque mirar tus ojos, oír tu voz provoca una dulce hilaridad.

Ojalá pudiera sonreír siempre; pero cuando todo mi ser pide el calor de tu piel, no puedo. No se pueden dominar las fuerzas cosmogónicas, mi amor. Sólo soy un hombre, o lo creía ser.

Temo a la muerte, temo que se eternice el amor y continúe mi ultra-vida tras de ti, en un eterno y doloroso deseo.

¿Lloro entonces porque me siento cobarde?

No debo seguir llorando, mi amor. Haz algo, cúbreme con tu cuerpo, abrázame antes de que con otra lágrima, acabe perdiendo todo aquello que pensé ser para ti.

Y no esto: un hombre con el pene en la mano, tirando a la basura su dignidad.

Un indecente llorando.

Temo autodestruirme en pocos segundos si no me abrazas, si tu cabello no cae en mis hombros.


Te prometo que en ese mismo instante, te alzaré en mis brazos, y en ellos te besaré, con cada vena de mis músculos henchida y palpitante.
Como si jamás hubiera llorado, oníricas lágrimas de un hombre fuerte.


Mi reina, cierra la puerta del mundo tras de ti, y quédate conmigo.
Durante todas las vidas, si pudiera ser. Un segundo, si no hay más remedio.


Y el tiempo sin ti, es otra indecencia más que lloro.


Iconoclasta

3 de diciembre de 2009

El fantasma y el guerrero



El de la espada rasga el aire y cae un triángulo ectoplasmático a su izquierda, donde el filo ha cortado al espíritu.
Es un tipo bastante gordo, pelo negro, cara redondeada, un mentón sin ángulos y bajito. Si entre sus manos tuviera una pala, sería más adecuado a su físico anodino.
Es una constante universal que nadie tenga lo que sería justo. O lo que más se adecúe a su idiosincrasia.
Y el idiota, piensa el fantasma, no tendría que tener algo tan elegante y noble entre las manos. El espíritu molesto, mueve el cuadro de la pared provocando un ruidito apenas perceptible. El de la espada no hace caso al movimiento porque no se percata de ello. Y sigue jugando a ser guerrero con la flamante espada réplica de la Tizona del Cid, que se ha comprado en una armería para colgar en una de las paredes del salón de su casa.
El fantasma se da cuenta de que lo podría hacer mejor con el tiempo, podría haber tirado el cuadro al suelo. Se dirige a su trozo de no-materia que flota a ras de suelo y ésta se une al resto de su ser que no es.
Es complicado; pero así son las cosas para los fantasmas.
Las mujeres tienen coño, los hombres polla y los fantasmas ectoplasma.
El de la espada lanza un mandoble girando con muy poca elegancia su mantecosa cintura y el espíritu salta a un lado para evitar que lo parta de nuevo.
Como si en vida no hubiera tenido que soportar a suficientes idiotas, ahora muerto, resulta que está condenado a vivir en la casa de este imbécil.
¿Qué misión ha de cumplir con este mediocre? ¿Cuándo podrá ser un espíritu libre?
El de la espada planta un trípode en el salón y coloca la videocámara en él, regula el foco y conecta la grabación.
Y así, el idiota, durante más de cinco minutos, intenta ante la cámara realizar mandobles, fintas, regates y ataques como haría un niño de tres años con una espada de madera, incluso con menos habilidad.
Hay seres que avergüenzan con su existencia a sus padres.
El espíritu, a medida que pasa el tiempo y el idiota no deja de hacer estupideces, varía el color de su ectoplasma del blanco al rojo, señal inequívoca en ambos mundos (el de los vivos y el de los muertos) de que se ha llegado al límite de la paciencia.
Cuando el idiota de carne se desnuda ante la cámara, el espíritu parece un surtidor pirotécnico de luces de colores.
En lugar de mover algún objeto, el espíritu se acerca al hombre y en el oído le susurra:
—Maricón.
El hombre que había dejado la espada a sus pies para excitarse el pene sacudiéndolo como un deficiente mental, se queda petrificado y con temor gira la cabeza hacia atrás, con los ojos pardos y pequeños muy abiertos. El pene ha retrocedido entre sus dedos para quedar casi oculto entre el tejido adiposo del pubis.
No ve nada y gira la cabeza hacia el otro lado, la tensión en su rostro se suaviza cuando verifica que sigue solo.
El espíritu encuentra divertida su capacidad para provocar temor.
Con eso le basta y ya no le importa que el degenerado acabe masturbándose de pie ante la cámara y soltando al fin unas tristes gotas de semen, ya que debe ser la tercera ofrenda a su patrón Onán en lo que va de día.
El espíritu flota sumido en grandes dudas: ¿Cuánto tiempo hace que es espíritu? ¿Le importa demasiado esa cuestión?
¿Qué era antes? ¿Le importa demasiado esa cuestión?
¿Por qué no puede salir de estas cuatro paredes viéndose obligado a soportar al imbécil pajillero? Esto sí que le importa y su instinto espectral, como en el juego del escondite, le dice: “Caliente, caliente”.
—¿Así que es esta mierda de sabiduría la que nos espera tras la muerte? Pues vaya porquería, con mi hijo he tenido conversaciones más profundas a cuenta de algunos capítulos de Barrio Sésamo —habla en voz alta ectoplasmática, inaudible para el imbécil que ahora dormita en el sillón tras la corrida. Huele a orina y fluidos viejos.
Un hijo... Antes de morir era padre.
El espíritu piensa que puede que su muerte haya sido tan repentina y traumática que no recuerde haber muerto, ni en que momento y forma ha nacido como fantasma. Tal vez por eso lo conoce todo, y sin embargo, no tiene recuerdos de detalles personales.
Como no tiene otra cosa que hacer hasta que no sea capaz de coger la espada y cortarle la polla al tarado, decide dar una vuelta por el piso.
Es de noche a juzgar por la ventana de la cocina. Es extraño que este imbécil sea tan limpio y la cocina parezca incluso acogedora. No hay vasos sucios y los granitos brillan como si nunca se hubieran usado. Posiblemente, el tiparraco no la utilice nunca.
Un vistazo a los distintos muebles modulares que hay en el salón no le aporta ninguna pista. Su visión de fantasma es aún borrosa, como la de un recién nacido que aún no ha educado sus ojos, ni su cerebro se ha acostumbrado a traducir esa luz que le llega a través del nervio óptico. Y así los pequeños objetos como figuritas y fotografías que hay repartidas por los distingos muebles, no puede entenderlos.
Sale del salón y se dirige al recibidor sin abrir las puertas, es extraño, siente el impulso de llevar sus ectoplasmáticas manos a las manetas, como si fuera un hábito aún reciente e instintivo.
Pero sus manos gaseosas en constante movimiento, no le permiten olvidar lo que es.
Y tampoco necesita la luz, de hecho, la luz le molesta. En la oscuridad cada objeto se muestra más nítido, sus ojos, si los tiene, se relajan en la penumbra y los detalles cobran un matiz más preciso. Los contornos se definen.
Es una habitación de matrimonio y cuando observa la cama, una súbita tristeza agita el ectoplasma, parece disgregarse por momentos y su cara intenta tomar forma. Son coletazos de una humanidad que aún se aferra al cuerpo.
Los fantasmas también pierden el control. Y por lo visto, la memoria también, que han de encontrar entre todas esas hebras de vapor que son su ser.
La mujer encima de la cama, está vacía de sangre. Heridas cortantes en la espalda y en los hombros muestran haber pasado unos intensos momentos de dolor y miedo. En un lado del cuello se abre una fea sonrisa sin dientes ni lengua, donde un río rojo se ha secado manando hacia las sábanas. Un glaciar rojo y maloliente.
Las sábanas gritan de sangre que tienen y quisieran ser fantasmas limpias también. No quieren estar sucias de sangre. Es extraño que todo aquello que ha sido tocado por la sangre, viva también.
—Lávanos por favor.
El fantasma no les hace caso. Ya no tiene importancia lo vivo, lo material. Está en paz y no debe nada.
De su ano ensangrentado asoma una botella rota, y sus pies se han doblado como los de una muñeca rota. Las copas del sostén están en su espalda, alguien no se entretuvo en quitárselo con amor.
Es un maniquí roto.
—Sácame de este culo —suplica la botella rota.
Es lo último que dice, el vidrio antes de perder su aura desleída en el aire oscuro de la habitación.
El espíritu busca en la atmósfera el fantasma de la mujer; pero está solo en esa casa con el imbécil de la espada.
Ya no hay tristeza, en cambio siente algo parecido a la ira.
El fantasma, no tiene mayor curiosidad. Las emociones de los fantasmas son tan etéreas como su no-materia.
Al fin y al cabo, es muerte, la ha experimentado.
Y una vez muerto, deja de importar aquello que un día se amó: la vida y lo que contiene.
No es falta de emociones, simplemente ocurre que la muerte adquiere un delicioso matiz de cotidianidad y abre la posibilidad a nuevas amistades.
Tanto hablar de cielo e infierno, incluso del purgatorio y él está aquí, en una casa con un subnormal y una muerta.
Atraviesa una pared y los cables eléctricos empotrados le producen un extraño cosquilleo, como un pequeño orgasmo que no sabría definir de donde nace, ya que los fantasmas son indefinidos por naturaleza. Ha aparecido en el pasillo, un par de metros más allá por donde entró en la habitación.
—¡Uy, que gusto! —dice en voz alta.
Un angelito de arcilla policromada que cuelga de la pared manchado de sangre, le guiña un ojo.
—¡Eh, amigo! ¿Me puedes quitar la sangre de las alas?
—Es que soy nuevo, no creo poder coger nada aún.
—¡Qué lástima! Bueno, cuando me salpiquen de sangre otra vez acuérdate de mí, fantasma simpático. Antes de que se diluya la breve vida que me dan los restos orgánicos humanos, dime: ¿Verdad que estás aquí por él?
—¿Por quién, angelito?
—Por él, por ellos, por nosot... —calla el ángel perdiendo su breve vida, que como una hilacha etérea, se mete entre poros invisibles de la pared.
El amor hace lo mismo en las pieles de los amantes, sólo que no lo ven. Pero sienten la necesidad de besarse, para que sus cuerpos también se entremezclen.
La espiritualidad es gas, vapores de amor y muerte. Algo que soslayar si es posible, porque en ambos casos, puede haber cierto grado de tormento.
Cuando te conviertes en fantasma, las reglas establecidas para lo táctil ya no valen y el fluido de la muerte, es paradójicamente, una explosión de vida en cada rincón. En los objetos muertos.
No es tan romántico, porque si lo inanimado tiene vida, es que algo huele a podrido en Dinamarca y hay sangre y tejidos en esas cosas, que no deberían tener.
De hecho, su ectoplasmática masa está virando a un color violáceo que lleva a la pena y la introspección.
Está despertando, adquiriendo ya plena conciencia.
Mientras atraviesa paredes, el de la espada se ha despertado de su sopor post-masturbatorio y lo escucha en la cocina abrir las puertas de los armarios y la nevera.
Sigue flotando-caminando pasillo adelante, se introduce en otro tabique y entra en la habitación de un adolescente, con pósters de grupos de rock, libros encima del escritorio, ropa en el suelo.
Sangre en su pecho, el pelo amalgamado con trozos de cerebro y las manos crispadas aferrando la sábana. El cuerpo está transversal en la cama y un libro abierto en el suelo. Los auriculares permanecen en sus oídos y la música se escucha aún como un murmullo. Una pesada bola de cristal, opaca de sangre refleja nada.
En la cocina se oye la campanilla del micro-ondas y el fantasma vuelve a virar a un rojo de navidad chillón. Se está enfadando. El guerrero de mierda está preparando comida en una limpia cocina. Es asqueroso.
Tal vez se ha enfadado porque hay algo que duele en el cadáver.
O tal vez, porque el pijama del chaval, empapado en sangre, le habla.
—¿No puedes sacarnos de este cuerpo ensangrentado? Somos ropa, no queremos vivir ni sentir. ¿Sabes lo que duele esta sangre, amigo fantasma? Llévanos a la lavadora, por favor.
Algún rastro de humanidad entre su ectoplasma le hace sonreír, parece un absurdo chiste.
Incluso algo en el desmadejado cadáver, le hace gracia, son ridículos los cuerpos muertos vacíos de alma y sangre. Tanto cuidar el cuerpo y luego morimos sin ninguna elegancia. Se le escapa una risa que es un chirrido espantoso.
El guerrero detiene un bocado de pan y queso calientes en la boca al oírlo.
Puede que aún haya alguien vivo en la casa. Suele pasar que alguna cuchillada no es lo certera que debiera. Desnudo, con la espada en la mano y masticando tranquilamente el trozo de bocadillo, se dirige a la habitación donde yace la mujer.
Levanta la espada en alto y con mala puntería no acierta en el cuello, el filo da contra el cráneo, corta un trozo de oreja y rompe la sien izquierda. El cuerpo no se mueve. Las sábanas gritan horrorizadas y el fantasma se tapa los oídos ante el insoportable chirrido.
Los fantasmas profesionales, llevan auriculares de protección en los oídos para estas cosas. O deberían, tiene que averiguar si hay algún sindicato que vele por sus derechos.
El guerrero de la espada entra en la habitación del chico. Y pasa a través del fantasma que grita de asco al sentirse rozado por la piel porcina del gordo mientras observa fascinado, como el filo parte la columna vertebral y se hunde en la carne joven.
El pijama ha vuelto a gritar y el fantasma lanza un alarido de pura irritación.
—¡Basta ya! Dejad de gritar, sois puta ropa, coño. Y tú, tarado, deja de hacer eso.
El guerrero da un giro rápido con la espada horizontal en la mano derecha y corta por la mitad al fantasma. Con la boca abierta y demostrando una ausencia total de inteligencia, se pregunta dónde está el dueño de la voz.
El fantasma se está enfadando como nunca mientras espera con impaciencia a que su no-materia vuelva a unirse. Es humillante ser cortado como un trapo.
Hace ya más de cuatro horas que el guerrero entró en la casa con el pretexto de traer un paquete a nombre de Ignacio Marchena, el marido, a juzgar por la placa del buzón de la calle. Un uniforme cualquiera como por ejemplo el de su empresa (es un operario de reparación de ascensores) y una gorra, bastaron para que la la mujer le abriera la puerta. La espada la llevaba envuelta como un paquete a entregar. Se decidió a entrar a matar a la familia, como una inspiración, un capricho casual. Las otras tres familias anteriores fueron producto de un plan concienzudo. La experiencia es un grado.
Cuando salió de la armería con su flamante Tizona en la mano, sintió deseos de ser el guerrero, un espadachín. Y así fue como decidió dar gusto al cuerpo. Los mejores momentos se improvisan.
El guerrero de la espada se dirige ahora a la última habitación, el pasillo acaba en un distribuidor, una de las puertas, la izquierda, es un cuarto de baño, la frontal es la habitación que sirve de despacho para el marido.
Abre la puerta de una patada y entra con la espada en alto, acertando a encender la luz, en aquella oscura habitación. El marido sigue tirado en el suelo, su rostro y su cráneo destrozados por los impactos de un martillo tirado en el suelo, lo hacen irreconocible. Sus manos permanecen crispadas por el dolor y el pantalón de pijama está empapado de orina.
—Fantasma, estoy lleno de sangre y dolor. Límpiame de dolor y de esta olor nauseabunda —suplica el martillo dirigiendo su voz al ectoplasma ahora multicolor.
El fantasma enfoca ahora con nitidez los objetos, consigue identificar con una dolorosa claridad lo que ve. Y entenderlo.
Hay una foto en la mesa de despacho, en la que el marido posa con su hijo.
Sólo hay un atisbo de tristeza cuando se da cuenta de que es él con su hijo ahora muerto.
La tristeza dura apenas un parpadeo rápido. Ha sido el rápido preludio a una apoteosis de ira.
—Úsame, hazlo, aunque me duela, lava una sangre con otra y luego me das paz, limpiándome —le dice el martillo.
El fantasma contiene un grito de furia.
El guerrero de la espada, está agachado sobre el cadáver del hombre y con unas tijeras que ha cogido del cajón de la mesa, abre la garganta del cadáver para asegurarse de que está seco de vida. No ve el martillo levitar, alzarse alto y luego bajar con fuerza contra su mandíbula derecha.
El fogonazo del dolor y los dientes que saltan por el aire suceden al unísono.
Cae al suelo y al llevarse la mano a la cara, palpa el grueso hueso astillado que asoma a través de la carne de su cara. Se le ha descolgado y con cada respiración se mueve el hueso y le arranca un infierno de dolor. Se ha sentado sobre sus desnudas nalgas sujetando la mandíbula.
Tampoco ve llevar otro golpe que impacta en sus labios, rompe dientes y revienta las encías. La sangre está cubriendo su pecho, mana en abundancia y se le escapa la orina. Se ha tragado una pieza dental.
—Límpiame ahora, fantasma. Me siento sucio —pide el martillo fatigado.
El fantasma limpia el martillo con una camisa que cuelga del respaldo de la silla con ruedas. Parece perder su forzosa e impuesta vida con un suspiro de placer.
El guerrero de la espada apenas puede pensar, bastante le cuesta respirar sin ahogarse con la sangre que mana de sus encías y huesos rotos. La quijada inferior, casi colgando de su rostro es un continuo dolor y le impide hablar o gritar.
Cuando su pie se eleva cogido por algo invisible por el tobillo, cae de espaldas al suelo y la mandíbula descolgada se le escapa de las manos y ahora sí que el grito de dolor provoca otro dolor y otro dolor. Hasta que siente que se le nubla la vista y se aproxima una oscuridad salvadora.
Dura poco este instante de unidad con el universo, la tijera que flota en el aire se abre y una de las hojas, como un cuchillo y con dificultad corta el tendón de Aquiles, haciendo vaivén repetidas veces, cesa cuando el pie queda inerte y descolgado, incontrolablemente lacio.
Se le vacía el vientre. Y cuando la pierna ya libre golpea contra el suelo, cierra los ojos esperando el dolor sumo con las manos aguantando su boca rota y evitar que se mueva toda esa carnicería.
El otro pie también se eleva e intenta gritar que no lo haga quien quiera que sea.
Esta vez, las tijeras pellizcan poco a poco con la punta el tendón, profundizando cada vez más en la carne hasta sentir que se parte en dos y en algún punto de sus carne se retraen los dos trozos de cartílago dejando el pie también muerto.
De la nada, un puñetazo extraño acierta en las manos que envuelven lo roto de su cara. El trauma ha inflamado sus ojos, las escleróticas están derramadas en sangre y el fantasma ya no tiene ganas de hablar.
El guerrero piensa con cierta nostalgia, lo bueno que hubiera sido no esperar a que se hiciera la madrugada para abandonar la casa sin ser visto.
El fantasma no piensa más que en destruir y provocar el máximo dolor posible en aquel cuerpo y en aquella mente. Ha vomitado ectoplasma de su ectoplasma al ser consciente de que ha muerto todo lo que un día amó.
Es su trabajo, piensa el fantasma. Ahora es la maldición de esa casa, no es para sentirse orgulloso; pero comprender siempre ayuda y ahora no hay nervios, no hay dudas. Ahora tiene todo el tiempo del mundo, que está en función del tiempo que pueda vivir ese gordo maricón.
Y así, cumpliendo su misión, arrastra por un pie al guerrero, hacia el salón. No le cuesta mucho, ya que la sangre lubrica la superficie de contacto entre el suelo y la piel.
El gordo piensa que le va arrancar los pies. De los profundos cortes en los tendones apenas mana sangre; pero la carne se separa hasta mostrar el hueso y da escalofríos verlo.
Recuerda ruidos apagados, algo extraño y violento que escuchó desde su despacho, era en la habitación de David, apenas se levantó de la silla, aquel hombre irrumpió en la habitación, lo empujó y empuñó el martillo de la mesa, había claveteado el fondo de un cajón de la mesa.
El trallazo de dolor del primer martillazo fue lo peor, junto con el ruido de sus huesos quebrados, tras ese primer golpe, no hubo dolor, cuando la vida se escapa como el aire de un neumático, cuando el cerebro ha cortado el flujo del dolor ante el tremendo trauma, uno muere en paz aunque la boca aúlle de dolor.
Lo demás es fácil de imaginar. Le molesta especialmente la botella rota en el ano de Clara, primero la mató y luego se despachó a gusto.
El gordo no patalea, porque cada movimiento es un dolor espantoso.
El fantasma deja caer sus piernas cuando llega al centro del salón. Conecta la cámara al televisor, los fantasmas también tienen su grado de vanidad.
El guerrero no puede articular palabra y la sangre le deja sabor a hierro oxidado en la boca. Los dolores son más vivos y apenas puede pensar con claridad. Jamás había tenido tanto miedo. Dedica unos segundos a recordar a su hijo, ahora ya debe estar a punto de ir a la cama. Su teléfono móvil suena entre la ropa amontonada, su mujer debe estar preocupada.
El jamás hubiera hecho daño a su familia, mata lo que no le importa; no es tan malo como para matar a los que le quieren.
El gran momento emotivo de ternura del guerrero se va a la mierda cuando siente un dolor intenso en los testículos, no en ellos, sino hacia ellos. Una aguja de aluminio, ha volado por el aire, ha buscado su ingle y se ha clavado muy cerca de su pubis. Es una varilla para ensartar los pinchos adobados, es larga como una vida plagada de pena. Y está sucia, no resbala bien y siente que se le desgarra todo con cada centímetro que entra.
—¿Por qué me haces esto fantasma? —se lamenta el pincho.
—Luego te limpio; pero te necesito, nos ha matado a todos, es una mala persona.
El pincho calla; pero no le gusta demasiado la idea.
La aguja cambia de trayectoria, parece haber encontrado un espacio sin músculo, un hueco. Es una gran vena. La larga púa se inclina ahora para ganar horizontalidad y como un catéter entra en el torrente sanguíneo arrastrando suciedad; pero sobre todo dolor.
El guerrero de la espada, se partiría la lengua con los dientes si pudiera usar la boca. Ahora la aguja hace círculos para hacerse espacio entre la carne y la sangre mana más alegre. Ya no piensa, ya no hay conciencia racional. Todo su cerebro intenta organizar miedo y dolor.
En un instante de claridad, recuerda a sus víctimas y sus gritos, algunos suplicaban no morir si conseguían sobrevivir al primer golpe. Tenían razón, él mismo, si pudiera hablar, pediría a Dios ayuda y perdón. Siente que le arrancan los cojones y sus uñas se separan de la carne cuando se intentan clavar en el suelo buscando apoyo, buscando alivio y descargar a masa toda esa corriente de dolor.
Puede ver en el televisor la aguja entrar y salir, haciendo de baqueta; el orificio por el que ha entrado parece un cráter y cuando la aguja sale, un chorro intenso de sangre, que aminora y gana presión con cada latido del corazón.
El fantasma se dirige a la cocina y limpia el pincho.
—Gracias, amigo —susurra perdiendo la vida que no quería.
El fantasma oye a sus espaldas un tremendo alboroto. Hay voces en gallinero de público que no está contento con la película.
Un marco de fotos colocado encima de una cajonera ha recibido un buen chorro de sangre, así como la figurita de un payaso de cerámica Lladró y las patas de una silla,
—¡Qué asco! ¿Qué ocurre?
—Que alguien corte la sangre, estamos viviendo.
—Esto huele fatal
Son las voces que se quejan.
El fantasma mira por la ventana de la cocina al negro cielo intentando hacer acopio de paciencia. Para ser cosas, son muy delicados. Les pasa como a los humanos. ¿O tal vez es que se infectan de humanos?
—¡Callaos! Tiene que morir, no puedo estar pendiente a cada momento de si la sangre os salpica. Si no calláis os meteré entre las tripas de los muertos que hay en las habitaciones y viviréis durante horas.
Obedientes las cosas callan.
El payaso quisiera poder moverse para apartar una gota de sangre que inunda sus ojos y su boca.
Un tapón de corcho vuela por el aire y se introduce sin cuidado en el agujero por donde mana la sangre. El guerrero da cabezazos de dolor en el suelo durante el proceso.
—Guerrero, tú das muerte y ahora vas a recibir muerte. Es una muerte demasiado digna, no la mereces. Estoy tentado de cortarte la cabeza con la espada y acabar con esto de una vez.
El gordo guerrero concluye que maldita sea su suerte y la falta que le hace la jodida dignidad. Si hay posibilidad de que las cosas vayan mal, van a ir a peor siempre. Es otra de las constantes universales.
Unas grandes tijeras de cocina vuelan por el aire, se abren y se cierran velozmente; el fantasma está perfeccionando sus habilidades y ya ha aprendido a disfrutar de su trabajo, dándole así personalidad al acto de torturar.
Con dos patadas ectoplasmáticas separa las piernas del gordo y acto seguido y como si recortara con cuidado una noticia o una foto de un periódico, corta el saco testicular. El guerrero que a pesar de ser un obeso desagradable, es fuerte; no tiene la suerte de desmayarse, ni siquiera cuando siente que de un tirón le arrancan los testículos desnudos y se rompen las venas, nervios y conductos que les dan vida.
Su cabeza sangra, se ha abierto de tanto golpear desesperadamente el suelo.
El fantasma se da cuenta de ello, y coge el mullido cojín de un sofá y se lo coloca bajo la cabeza para que los siguientes golpes que aún ha de dar, no lo dejen inconsciente.
El cojín cobra vida de repente, el fantasma escucha su lamento al tomar vida.
—Ni una palabra, que me tenéis contento. Si hablas te quemo. Ya te limpiaré.
El cojín calla como un niño enfadado.
El fantasma coge el pequeño pene y tira de él.
—Esto ya no lo vamos a necesitar ¿verdad?
Si pudiera hablar el guerrero, le diría que aunque no lo necesite, tampoco le molesta tenerlo colgando entre las piernas.
Pero en lugar de ello se limita a golpear la cabeza contra el cojín. Ahora ya no hay dolor en su cabeza y las tijeras cortando ese músculo cavernoso no acaban nunca su trabajo. Algo pesado e invisible inmoviliza sus muslos aplastándolos contra el suelo. El televisor emite una película en la que él es el protagonista. Las tijeras se esfuerzan por cortar esa carne correosa, y son necesarios muchos cortes para acabar de separarlo del cuerpo.
Sale mucha sangre; puede que tenga suerte y se muera ya. Miedo no tiene, desde que se tragó sus propios dientes, sabía que de allí no salía; pero dolor... Eso es el puto dolor en estado puro. Ojalá hubiera podido hacer disfrutar así a sus víctimas. Las prisas nunca son buenas.
El fantasma silba levitando hacia el lavabo, sin hacer caso a la tijera.
—¿No podrías usar un cuchillo? O la espada. Déjame seguir muerta, por favor. Huele mal, me siento sucia.
Al cabo de unos instantes, llega al salón una caja de compresas.
Le coloca dos en la zona genital para obturar la importante hemorragia. Ha cogido los testículos y el pene del suelo. Parecen volar hacia el cubo de la basura.
El guerrero piensa que es un tanto absurdo ese afán de limpieza. Que van a incinerar sus cojones y su polla en una maloliente planta incineradora; no hay derecho...
Se le cierran los ojos por el sopor de las masivas hemorragias. No sabe si se ha meado o sale sangre de donde un día tuvo los cojones. La televisión muestras a un hombre ensangrentado cuya cara ha sido destrozada de nariz para abajo, el hematoma ha hinchado sus ojos y parece un perro al que casi le han arrancado la mandíbula inferior.
Y mientras se mira, casi extrañado, las tijeras, quejándose de nuevo de tener que tocar lo humano y empaparse en sangre, cortan un pezón y luego otro. No hay parangón con ninguna otra dolorosa experiencia, el dolor es un castillo de fuegos artificiales que con un bramido nacido de lo más profundo de su ser, estalla en su cerebro transportándolo a una locura donde el dolor se respira, se come, se bebe.
—Gordo maricón, triste guerrero. ¿Cuánto dolor aguantarás valiente asesino traidor? Vivirás mucho tiempo, más del que crees. Has matado a mi hijo, a mi mujer ¿por qué la tenías que denigrar metiéndole la botella en el culo? Mataste mi cuerpo. Si existiera un cielo o un infierno, tendrías tu castigo, pero no hay eso, uno vaga por el mundo de la misma forma que respira en la tierra, de la misma forma que vas a morir entre grandes dolores.
Una mano invisible ha cogido su mandíbula y se la mueve con furia.
—Despierta maricón, no te duermas, hoy hay ración extra.
—Fantasma, yo no quiero cortar más, tírame a la fregadera ya —lloriquea la tijera.
El fantasma se dirige a la cocina y deja la tijera bajo el chorro de agua. Y éstas se libran de la vida en un murmullo de alivio.
Una olla flota, se llena de agua y se posa en la cocina.
El guerrero no quiere nada de comer, no tiene hambre y no tiene curiosidad alguna.
—No te veo simétrico —dice la voz que mata a dolores.
¿Qué coño quiere decir? Piensa en voz baja el guerrero, hasta imaginar el movimiento de su mandíbula duele.
Un silbido tranquilo, una puerta que se abre, una puerta que se cierra, un martillo que vuela. Y se estrella contra el lado intacto de la mandíbula que se descuelga por completo y ahora se apoya más relajada en su pecho.
Su lengua cuelga sin un lugar donde posarse, es enorme la mandíbula fuera de contexto. Sólo se aguanta por una pequeña tira de tejido. El dolor lo siente en la mandíbula de arriba, la de abajo está ahí; pero no duele. Aterroriza indoloramente.
—A lo mejor eres un poco duro de oído y no oyes lo que grita la gente cuando la matas. Pero tú no vas a gritar –chirria el fantasma muy cerca de su cara y con cuidado con no rozarse con la piel cerduna.
La laringe casi asoma por encima del cuello sin la mandíbula que la proteja. El cuchillo se hunde suavemente en ella. La ectoplasmática habilidad mueve el cuchillo para estropear la laringe y los intentos por balbucear cesan.
La nariz gotea sangre. Las manos han quedado muy quietas y el único sonido, es el escape libre de los pulmones con sus rápidas y cortas inspiraciones propias de un shock traumático.
El guerrero tiene la apariencia de una carcasa vacía, apenas queda vida en él.
El fantasma flota frente a él y observa su obra, no se siente emocionado, ni siquiera ha habido demasiada ira en los actos. Se siente simplemente en paz, las cosas, por primera vez desde que nació, están bien. Él está en el momento y lugar adecuado. Y el gordo guerrero también.
El cuchillo está gimiendo, en su punta hay un trozo de tejido glandular pinchado.
—Tranquilo cuchillo, te limpiaré
Se acerca al gordo y extrae el tapón de corcho que le ha insertado en la ingle y tira de él. Los ojos se abren con gran intensidad y un chorro de sangre vuelve a salpicar la foto en la que su hijo y su esposa sonríen a la cámara vestidos con gruesas ropas de invierno. Hay nieve y sus rostros están enrojecidos por el ejercicio de una guerra de bolas de nieve.
El marco lanza un chillido agudo, casi femenino al cabo de unos segundos, cuando la sangre le da vida.
Vuelve a insertar el tapón cuando escucha el ruido del agua hirviendo en la olla.
Seguramente el último acto.... Aunque es posible que no. Seguro que no ocurre nada bueno cuando se mete vinagre en la sangre. Casi alegre, levita a trompicones hacia la cocina, la puerta del primer armario se le escapa de entre la no-materia de sus dedos. Se concentra y consigue abrirlo por fin. Encuentra una botella de vinagre y un embudo.
Saca el tapón de nuevo, clava en el agujero del muslo el embudo y lo llena de vinagre. Pasan unos segundos hasta que el guerrero empieza a convulsionarse y su cabeza parece un martillo pilón contra el cojín, la mandíbula se desgarra completamente, descansa tranquila y rota entre sus piernas.
El fantasma lo mira atento curioso, el sufrimiento es algo que le hipnotiza, ya nunca sufrirá y se siente bien viendo sufrir al guerrero. El agua hirviendo borbotea furiosa en la olla.
La coge sin ningún temor porque los fantasmas no se queman, hay ventajas en el otro lado.
Saca el embudo de la pierna y lo clava en un oído. Cuando vierte en él el agua, los pequeños trozos de mandíbula aún sujetos a la articulación se mueven, sin duda alguna expresando algún grito de dolor.
El embudo también es muy delicado y quiere salir de ahí dentro. El resto del agua lo vierte en el pubis protegido con compresas ya secas de sangre y el suelo del piso se convierte en el de un matadero.
El fantasma se queda allí flotando, de nuevo frente al gordo. El guerrero ya no piensa nada, se ahoga entre locura y terror. En algún momento piensa que debería salir de la casa antes de que amanezca, para no levantar sospechas. Como si el dolor lo hiciera aún más imbécil.
Todo su cuerpo es un espasmo y de lo que le queda de cara mana un vómito lento que se escurre por su cuerpo grasoso y sucio de sangre y mierda
Si el fantasma pudiera oler, sería todo una ópera a la repugnancia.
Los globos oculares casi han reventado con el agua hirviendo y los párpados se han replegado tanto que han desaparecido; con las breves y rápidas inspiraciones, parecen saltar de sus órbitas por momentos.
Una ventosidad final y una desleída diarrea es el último suspiro del guerrero.
De hecho, su mente se había ido un cuarto de hora antes a pasear por lejanas galaxias donde encontraría buenas familias a las que masacrar.
El fantasma se encuentra solo, de repente. No sabe que hacer. Zarandea la cabeza del gordo con la esperanza de arrancarle algún estertor.
No ocurre nada.
Le arranca las compresas pegadas entre los muslos y se dirige al pasillo. Unta con ellas las alas del angelito de arcilla.
El angelito se lamenta, sus ojos están tristes.
—¿Otra vez, simpático fantasma? No quiero tener vida, amigo. Límpiame, deja que siga muerto, no me hagas esto.
—Angelito ¿Era esto lo que tenía que hacer por él, por ellos, por nosotros?
—Sí, fantasma. Por él, porque lo peor estaba pudriendo lo bueno en su cerebro. Estaba sufriendo desde muy adentro. Lo oímos todo. Por nosotros, por los vivos que ahora mueren, por los inanimados que no queremos vida. Por ellos, por los que estaban por morir.
—No he sentido nada Angelito, no he disfrutado torturándolo, ni tampoco ha sido desagradable. ¿Es así la vida de los fantasmas?
—No lo sé bien, fantasma triste; pero los he visto alegres. Algo falta para que la justicia que has impartido te haga feliz. Ellos te miran desde su limbo de pena, tus seres muertos. Necesitan la venganza, una prueba de cariño total. Los detalles importan, simpático y triste fantasma. Algún detalle: quien a hierro mata a hierro muere. En el mundo de los flotantes, la venganza ha de ser completa y ejemplar para que seas feliz y puedas disfrutar de las emociones que ahora te faltan.
—¿Puedes sacar esta mierda de mis alas ahora?
El fantasma entra en la habitación de matrimonio, la botella que desgarra el ano, ha callado. La sangre ya está demasiado seca. Arrastra una sábana que no puede pasar a través de la pared y saliendo por la puerta, limpia las alas del angelito.
—Gracias, amigo, no te molestaré más.
El angelito le sonríe un poco cansado.
Como si la vida agobiara.
Entra en su habitación, su cuerpo sigue desmadejado, ahora contra la silla, en el suelo, después de que el guerrero lo moviera al caerse tras el primer martillazo.
Coge la espada y se dirige al salón con ella. Escucha un murmullo de voces que va creciendo en intensidad.
En el salón están ellos, su mujer y su hijo y otros diez fantasmas más.
Le sonríen y aplauden al entrar. El televisor sólo muestra una espada flotar en el aire.
—Vamos, Nacho, mi valiente guerrero. Que el hierro mate al hierro.
—Vamos papá, tú puedes. Te esperamos.
—Animo amigo, un buen golpe y nos vamos a tomar un ectoplasma bien fresco.
Y así cada una de aquellos fantasmas le dirigió su saludo de apoyo y admiración.
—¡Va, va, va, va, va...! —jaleaban en coro todos aquellos fantasmas.
El retrato manchado de sangre apenas se queja, la sangre apenas tiene vida. Es ya una costra.
Levanta la espada en alto y la hace bajar con toda su fuerza contra la frente del guerrero gordo.
La espada penetra en la carne y parte el hueso.
Un fantasma silba haciendo silbato con los dedos en la boca.
—Otro mandoble más y es tuyo.
Con dificultad consigue desencajar el filo de la espada. Lanza otro fuerte mandoble, que consigue romper y separar más el hueso, de tal forma que aflora un hongo de carne blanca, una hernia de cerebro entre la fractura.
Clava la espada en la barriga del gordo para no dejarla caer al suelo.
Los fantasmas espectadores aplauden felices.
El fantasma tira de aquel hongo y consigue sacar el cerebro sin que se rompa demasiado.
Lo exhibe a su familia y amigos, alzándolo en su mano gaseosa.
El aplauso de su público es apoteósico
—Aquí está el mal —grita ectoplasmáticamente, en silencio.
Puede parecer incongruente, pero ellos se oyen.
—Que no quede nada de lo que un día fue —le responden en coro con una letanía repetitiva y lóbrega.
Lanza los sesos contra el suelo y con la mandíbula del guerrero gordo lo machaca.
Cuando la quijada grita que no quiere vivir otra vez, la deja caer al suelo.
La mandíbula suplica ser limpiada.
Los fantasmas se funden en un solo ectoplasma convirtiéndose en una inmensa nube de alegres colores. Es precioso.
Y ninguno limpia la quijada del guerrero.
Toda aquella materia que no era, se esfumó entre gritos de alegría y enhorabuena.
La quijada seguía quejándose de su apestosa vida.
—A mí no me mires, yo no puedo moverme —le respondió la espada.
—La vida es una mierda —suspiró la quijada.
El angelito había recuperado su sonrisa bonita y aunque se desprendió de su clavo y cayó al suelo rompiéndose, siguió no viviendo muy feliz. Al fin y al cabo las figuritas se rompen. Está bien, es el orden de las cosas.
—La justicia siempre es hermosa —piensa alegremente roto.


Iconoclasta

26 de noviembre de 2009

Vendo sistema nervioso



Vendo sistema nervioso central: ocasión única.
Los troncos centrales medulares se encuentran en perfecto estado. Compatible con seres angustiados y claramente colapsados por la desesperación.
O simplemente, seres a los que les gusta arrancar a la vida lo más profundo sin miedo al dolor que van a encontrar entre esporádicos placeres.
Edad de la red nerviosa: 47 años.
Pocas cicatrices (recuerdos latentes); aunque no exento de espasmos ocasionales; eso sí, de una solidez y conductibilidad garantizadas.


Yo no quiero morir viejo, no quiero que ella arrastre mi vejez, tengo mi dignidad.

Obsequio de kit anti rechazo (una dosis inyectada en el nervio óptico central a través del iris, que tiene un efecto de diez años).

La inyección en el ojo, es puro dolor. Como verla a ella a eones de distancia estirando su mano hacia a mí. No es nada el ojo atravesado, comparado con la desoladora lejanía que un día sentí por ella. Aquello dolía de verdad.

La mente del donante puede que esté hecha papilla, el cerebro casi podrido de amor; pero el sistema nervioso central está intacto. Se acompaña certificado forense.
No se aceptará una rebaja en el precio alegando que los sesos están hechos gelatina.
Fecha aproximada de la terminación del donante (un servidor): tres semanas a partir de la publicación de este anuncio (adelanto negociable según necesidades del receptor).
Método de terminación: auto-seccionamiento profundo de la vena femoral a la altura de la ingle por medio de navaja de afeitar, acomodado en bañera antideslizante. Máxima higiene y temperatura controlada para una óptima conservación.

Tengo un miedo que me cago a que mi bella un día despierte al lado de un anciano.

Monitorización de las funciones vitales para la pronta intervención de extracción del tronco nervioso.
El comprador se hará cargo del coste del desguace del sistema nervioso cuidando de no afectar otras zonas y órganos de las que no son dueños.

Porque ella es la verdadera dueña de mí.

Desde el momento de mi terminación, mi bella será la beneficiaria de la venta.

Me alegro de estar muerto para no verla llorar, porque de lo contrario, no podría terminarme ante el tizón ardiente que es su mirada de amor.

El pago se efectuará en dos partidas: veinte mil euros a la entrega de mi cuerpo y treinta mil cuando el sistema nervioso ya desguazado se encuentre en solución salina y se haya verificado el buen estado del resto del cuerpo (las uñas no cuentan, así como tampoco la pierna derecha afectada de cáncer y trombosis).
Si quieren aprovechar el tumor para crear células madre malignas, pueden hacerlo e infectar con ello a toda la puta humanidad. A mí me la pela.

Sólo mi bella me importa por encima de todas las cosas y por encima del padrenuestro de cada día, amén.

Y cuando el donante tenga mis nervios funcionando en su cuerpo, es una cláusula de obligado cumplimiento, que acaricie durante un segundo la piel de mi bella (sus largos y hábiles dedos) y los nervios puedan olvidar dulcemente y con el mínimo trauma, todo lo que un día sintieron y diluirme así en la nada con el último tacto de su piel recorriendo mis nervios, ya propiedad del receptor.
Que me entierren en una fosa sin ataúd, como a una bestia; como animal y salvaje la amo. Sin cuidado alguno, porque aparte de muerto, no tendré nervios. Está todo controlado y calculado. Es bueno morir siendo maduro para no olvidar detalles y matices.

Son importantes.

Que una lágrima de mi bella caiga sobre la tierra que me cubrirá. Sólo eso, no necesito flores si no salen de sus labios.
Pueden pujar en http://www.laamomasqueamiputavida.end


Iconoclasta

23 de noviembre de 2009

Reflejo anodino



Sólo un triste reflejo en una luna sucia.
A veces no me veo, no me encuentro. Soy una desvaída refracción de aquí, donde no quiero estar. Soy uno con la gasolinera, con un camión, con los restos de una obra. Quisiera enfocar más, ser sólido.
Aunque tampoco sé si quisiera serlo. Aquí no...
A veces la cámara me encuentra y yo asisto extrañado a mi no ser.
Joder...


Iconoclasta

21 de noviembre de 2009

Sexo en el Sistema Solar: Vagilonia



Estaba fumando un cigarro con Estrella, la jefa de contabilidad de la fábrica de condones, que se había ofrecido a probar con su boca la integridad del lote de preservativos 36B. Es una mujer simpática, pero con unos dientes demasiado grandes. Tras la felación le pedí que me aplicara crema hidratante al bálano mientras yo fumaba. Y ella aplicaba crema una, y otra, y otra, y otra vez.
—Si quieres, mi prima llega mañana de Vagilonia, ella sí que tiene una buena boca.
—¿Qué es Vagilonia? —pregunté sumamente intrigado.
Estrella me contó entre beso y beso en mi desnudo glande, que Vagilonia es un pequeño planeta en los límites del Sistema Solar y que no sale en los libros para evitar la masificación de emigrantes y turistas en un planeta que vive exclusivamente de un amor intenso y donde el sexo se eleva a la categoría de milagro por su divinidad.
A pesar de las angustiosas situaciones que viví durante mi odisea sexual por los planetas más adocenados del Sistema Solar, sentí la necesidad de volver con renovadas energías a mi faceta de sexólogo interestelar.
Me faltaron piernas para salir con mi rabo aún lleno de crema, hacia el despacho del Consejero Delegado, para que me subvencionara un viaje a aquel planeta exótico, erótico y con toda probabilidad humedótico. Mi léxico no será muy ortodoxo, pero es claro como la mierda en la nieve.
Se resistió a darme permiso y por supuesto a soltarme ese puñado de sistemas que costaba el viaje. Yo le insinué que si no me dejaba ir, los lotes de condones comenzarían a salir defectuosos sin ninguna razón clara. Incluso, que empezaba a sentir dolor de polla y posiblemente tuviera que coger la baja laboral.
Durante dos eternos segundos estuvo pensando, para decir al fin:
—Está bien, que Ahmed se ponga en el potro, que los próximos lotes de la serie Hard Culo’s Maricuelas Team, los probará con él mi sobrino. Ya tiene quince años y ha de empezar a conocer el oficio.
—Y Ahmed va a ser más feliz que mierda en bote —ironicé sutil yo— A mí eso me suda la polla. ¿Me da la visa? Voy a salir esta tarde hacia Vagilonia.
Estrella aún se encontraba en mi departamento, se acariciaba distraídamente el coño mirando las fotos de mi pene en acción, unos panfletos publicitarios que la empresa regalaba a los colegios de primaria y sus alumnos cuando acudían a la fábrica como visita escolar para conocer la industria del látex en la asignatura de Tecnología.
—Ya está. Esta tarde parto a Vagilonia. ¿Te vienes?
—Conociendo a mi prima, ya tengo bastante. La última vez que estuvo aquí, consiguió que cuatro ligones de discoteca se tiraran a las vías del metro desesperados de amor.
Como respuesta, solté una gran carcajada. Yo no me enamoro, yo sólo follo y ellas me adoran. Es una constante universal.
—El amor es un sentimiento que nace directamente en los cojones —respondí.
Ella sonrió un tanto perversa, y apoyó el dedo índice que olía a su coño encima de los labios.
—Qué boquita tienes, cielo. Buen viaje —y se largó riendo.
Al salir de la fábrica, cogí quince cajas de condones del almacén y compré ciento ochenta cajetillas de tabaco. Cargué las provisiones en la bodega de mi nueva y flamante nave: Láctea Intruder. Y salí disparado hacia el infinito y más allá, como diría Buzzlightyear.
He aquí mis vivencias.
Vagilonia es el planeta de la sensualidad elevada al grado divino. No hay putas, allí te enamoran sin más preámbulos y luego si puedes follas.
Este planeta se encuentra tras los Cuernos Estelares de la galaxia en espiral La Cabra en Celo que Mira las Hespérides con las Mamas Hinchadas.
Resumiendo, giras por Venus a la izquierda, y en el cúmulo de asteroides que parecen talmente cagadas de caballo, giras a la derecha y te saltas la raya continua sin que nadie te vea. Son unos hijoputas los policías de tráfico que rondan los Cuernos Estelares.
Sinceramente, Vagilonia me parece un derivado de la palabra coño y esperaba ver un planeta con esa forma, no me preguntéis porque; pero mi mente eficaz es así de soñadora.
Así que no entiendo porque coño le llaman Vagilonia a Vagilonia. Si es un planeta redondo.
Y para mayor inri son todo mujeres.
Nacen hombres que las fecundan una vez; pero en lugar de ser decapitados por las hembras como hacen las mantis religiosas con sus machos en plena cópula, ellos salen llorando y se tiran de cabeza al Despeñadero del Amor. Llegan a lanzarse tantos machos por día, que a mitad de la tarde, el que se lanza al vacío sale ileso por la acumulación de cuerpos. Y tiene ochocientos metros de caída libre.
Fotografié el terrible, dantesco y dramático espectáculo de un suicidio y le pedí al macho nativo de Vagilonia (me parece indigno llamar vagilonenses a esos hombres tan bien dotados, un insulto a la masculinidad. Los machos debemos apoyarnos entre nosotros, sea cual sea el planeta donde nos encontremos follando) que me saludara mientras lo filmaba. Me sonrió llorando vivamente y dijo algo así: “Claspicranticrosticosfrigileniospubistastics”, repetido seis veces exactamente). Gracias a mi habilidad innata con los idiomas he podido transcribir el último deseo de un macho que ha tenido la suerte de fecundar a un hembra. En definitiva dijo: “Dile que la amé, que la amaba, que la amo y la amaré”. Era patético porque tenía el rabo más duro que pata de cabra. No era nada estético aquel perfil.
La única prenda que vestían era un tanga. Coñoland (entre los anglo-latinos es más fácil de usar este nombre que Vagilonia) es un planeta con un clima privilegiado y de los árboles, brotan hojas de oro. Y una mierda, es hermoso, pero no para tanto.
Yo bostezaba sonoramente escuchando el mensaje del suicida y cuando al fin se lanzó al vacío, tuvo la suerte (digo suerte, porque de no haber salido bien, tendría que haber vuelto a subir para intentarlo de nuevo) de dejarse el cerebro contra un canto rodado, en un pequeño espacio entre sesenta cadáveres que apestaban. Yo no le hice ni puto caso, llegué allí para follar, no para hacer de mensajero.
Aquel ser se suicidó porque el amor que sentía por la vagilonesa con la que se apareó era insoportable. La naturaleza en todos los lugares del universo se las ingenia para que ninguna especie llegue a nivel de plaga. La Tierra es la excepción a esta regla y los que van a la playa, son la prueba y resultado de esta excepción.
Tiré la colilla de mi cigarro a los muertos y me dirigí a Vagilonia Land (capital de Vagilonia City) para encontrar una maciza de buenas tetas a las que agarrarme cuando todo mi ser sucumbiera ante el orgasmo anhelado.
Debería haber pensado que algo huele a podrido en Dinamarca, cuando la agente de aduanas, bellísima, hermosa y de rotundos pechos, me preguntó:
—¿Lleva algún tipo de droga: ansiolíticos, bartitúricos o bebidas alcohólicas?
—No —dije muy serio y definitivo.
—¿Y por qué no? —contestome ella mirándome como un bicho raro.
—¡Qué valiente eres, mi amor! —gritó con los ojos llenos de admiración.
La intenté besar y fue ella la que saltó el mostrador me abrazó y me morreó.
—Te amo —le respondí
Casi lloré como una mujer recién perdido su virgo.
Fue una meláncolica tristeza extraña, con una anómala y escandalosa erección.
Y en ese momento entró una andanada de turistas alemanes que me empujó lejos de ella, entre una lluvia de escupinajos de chucrut.
Sentí un inmenso vacío en mi corazón cuando me arrancaron de sus brazos y mi pene continuaba endureciéndose dentro de mis pantalones. Ella besaba en ese momento a dos alemanes de barriga cervecera, perdidamente enamorada. Así que una lágrima celosa surcando mi rostro curtido y hermoso, me acomodé bien el paquete genital y salí del aeródromo. Fue entonces cuando vi correr al suicida, llorando como una mujerzuela y lo seguí.
Habían pasado ya casi cuarenta minutos desde que aterricé en Vagilonia y me encontraba más sensible que una menopáusica seca de estrógenos.
Se me escapaban aún unas lágrimas de amor pensando en la agente de aduanas. Y el sucida me preguntó si me quería suicidar con él. Durante el tiempo que vivió el desgraciado, tuvimos una gran amistad.
En el espacio infinito, el tiempo te hace malas pasadas y los minutos pueden llegar a tener hasta sesenta y dos segundos.
Horrible.
Al llegar al centro de la ciudad, a cada momento se podía escuchar algún chirrido de frenos por culpa de un macho que se suicidaba lanzándose bajo las ruedas de un coche, ya que el Despeñadero del Amor les quedaba muy alejado.
En el Boulevard de la Vagina Sagrada se encontraba el centro neurálgico del Amor, llamarlo sexo, según las vagilonesas, era algo frívolo. No entendí bien el porque hasta que llegué a la tierra y el tratamiento causó efecto.
Había un grupo de mujeres, que talmente parecían putas. Saqué mi dinero y me dijo la más bella de ojos negros como el azabache y pezones rosados y tiernos:
—Hola mi amor; no cobramos, mi dios. Sólo amamos.
Yo me quedé atónito abanicándome con el fajo de sistemas el rostro.
Sentí que se me convertían en agua las tripas.
—¡Eres bello! —insistió.
Qué pena de miopía en aquellos enormes ojos.
Juro por la vida del rey de mi país, que no soy un hombre dado a la sensiblería facilona. Pues bien, sentí ganas de escribir poesía. Cosa inaudita porque yo sólo sé una rima: mi polla es una joya. Lloré como una mujer terráquea a la que le ha tocado un crucero por las islas griegas en un concurso de la tele. Me abrazó, me giró de espaldas al suelo, sosteniéndome ella a mí (no soy machista y si me lleva la mujer, me parece bien) y me dio un beso que bajó directamente a mi polla dura, rebotó en los testículos, subió al corazón, se dio una vuelta por mis tres neuronas y luego quedé perdidamente enamorado.
—Vamos, mi hombre, ven conmigo. —y de la mano me llevó a una pensión.
No eran putas; pero la verdad, se comportaban como tales. Solo que era imposible llamarlas putas, porque cuando amas a alguien, no puedes insultarle. Pero que no se fíen.
Yo la amaba.
Subimos al primer piso, era una habitación limpia, con paredes de color salmón y techo azul. Dos ventanas pequeñitas con cortinas de flores y lamparitas de tulipa de papel en las mesitas de noche. Casi esperaba ver salir a Blancanieves del armario de madera con forma de capilla primorosamente barnizado.
—¿Te has tomado la psico-medicina, mi amor?
—No estoy enfermo, mi vida. No necesito nada.
Me miró con sus grandes ojos a lo profundo de mi alma y dijo:
—Tú mismo —con una sensualidad que me puso el miembro duro con la rapidez de un calambrazo.
Llevó la mano al bulto de mi pantalón (estaba enamorado, pero ni de coña me iba a vestir con un simple tanga), y sentí todo ese calor de su mano penetrar directamente por mi hipersensibilizado glande.
Eyaculé vergonzosamente rápido y ella se arrodilló ante mi paquete ahora viscoso, bajó la cremallera, deslizó una lengua hábil para acariciar mis testículos aún hirviendo (rompió la cremallera del pantalón para hacer sitio a tantos órganos allí) y con sus manos recogió todo aquel semen que se untó en los pechos. Una parte de mí se cagaba en la puta madre que la parió por haberme provocado aquella humillante eyaculación de adolescente para mi edad y experiencia. Pero fue sólo una idea fugaz. Por momentos la amaba más y necesitaba besarla desesperadamente.
Y allí en aquella habitación digna de Disneylandia, con ella arrodillada ante mí, con sus tetas chorreando semen y mi polla colgando a media asta por la bragueta del pantalón, protagonizamos la más tierna historia de amor que yo jamás pueda recordar y que no olvidaré jamás.
Se puso en pie para besarme la boca con aquellos labios aún húmedos de mi requesón y la abracé llorando en su hombro .Ella me daba palmadas en la espalda y sentí el ya frío semen untado en sus pechos, manchar mi camisa. Siempre me he maravillado de lo rápido que se enfría el semen con lo caliente que sale. No usamos buen material los humanos, no conserva nada bien el calor la leche. Es muy molesto cuando te das la vuelta en la cama y te pringas con un gotarrón frío de leche.
Cuando he acabado de dar placer a la mujer y me doy la vuelta (pierdo el interés en cuanto me corro), más de una vez, me he acostado sobre mi propio semen (nunca he entendido porque se encuentra por todas partes, y porque no son más cuidadosas las mujeres cuando brota la leche) y arqueo inmediatamente la espalda con un gritito agudo ante la sensación de frío. Cosa que aprovecha la hembra que tengo al lado para tomárselo como otra nueva invitación a cabalgar.
Si no tienes un carácter fuerte para disfrutar en Vagilonia, cuando vuelves a La Tierra, uno se pegaría un tiro sumido en la mayor de las desesperaciones.
Cuando miras a las vagilonesas se te pone dura. Cuando te dicen que te aman, ardes en deseos de abrazarlas y apenas las has abrazado, se ponen de rodillas y te hacen una mamada que eyaculas riendo, llorando y gimiendo de placer como un gorrino con trastorno bipolar.
Uno no sabe que pensar ante todo ese cúmulo de emociones, yo diría que junto con el semen corre la baba de la idiocia más profunda por nuestros pragmáticos y terráqueos rostros.
Con ella entre mis brazos, volví a tener una fuerte erección y ella dijo con una sonrisa perversa, tirándose de espaldas en la cama impoluta con las piernas muy separadas.
—Mi Dios... Este coño os pertenece.
Yo puedo ser muy romántico, sensible y todo eso; pero cuando se trata de follar, no soy delicado. Le abrí más las piernas con mis poderosos brazos y la penetré con una fuerte embestida. Ella gimió como una perra en celo.
—Mi Dios... Si supieras como te siento aquí en mi vientre —decía acariciándose el monte de Venus.
—Párteme en dos con ese rabo duro, mi cabrón.
Me gustan esas salidas obscenas de las mujeres que están gozando conmigo como ningún otro hombre las ha hecho gozar. Y siento pena por ellas, porque muchas acaban frígidas perdidas al no poder disfrutar de la experiencia que las hago vivir con otros machos.
Al décimo pistonazo, contraje el culo y lancé mi andanada de pequeños y futuros probadorcitos de condones sobre su pubis. Salió una cantidad respetable, a pesar de ser la segunda eyaculación en siete minutos.
Ella se agitaba en unos espasmos tan fuertes, que sentí deseos de buscar una cuchara de madera para ponérsela en la boca. A mí me parecía epilepsia pura y dura.
Estaba preciosa... La amaba, la amé, la amo, la amaré...
Sentí deseos de ir a fumarme un cigarro al Despeñadero del Amor.
Si los selenitas son románticos, las vagilonesas son hijas directas del Dios Eros y les gusta. Se siente bien. Y cuando tienen un orgasmo, son tan poco discretas como las putas marcianas, sólo que con mejor voz. Cosa que no es nada buena para ser frío y maduro a la hora de partir de regreso a la Tierra, dejando a la mujer más bella y que más amas en el mundo allí, en aquel planeta hermoso y lujurioso.
Nunca había llorado con un llanto tan profundo como dura era la erección.
Es de locos.
Aún ahora, siento correr unas lágrimas estúpidas y beso el condón con el que la bella Galatabriendomajalatía jugó obscenamente metiéndoselo en la boca y estirándolo infantilmente como si fuera un chicle.
El nombre de mi amada, era un tanto complicado y se trata sólo del diminutivo; pero cuando amas de la verdad, te la pela la longitud del nombre. Incluso lo pronunciaba con rapidez supersónica en mis delirios cuando me sedaron.
El amor nos suele vestir de un manto melífluo del cual es difícil evadirse.
A veces tengo estos arrebatos de lirismo que me hacen ser simpático e incluso culto. Son pequeños recursos literarios para hacer el texto más intrigante.
Cuando me dirigí a una de las pequeñitas ventanas, con el rabo duro otra vez y unos lagrimones surcando mis sonrosadas mejillas, ella lloraba emocionada.
—No hagas eso, hombre amado, tú no eres nativo, no tienes porque hacerlo. Lloraré tu ausencia durante toda mi vida; pero no te mates por el amor que nunca volverás a sentir más que conmigo.
Si uno lo mira fríamente, esto es, cuando te han metido doce pastillas de valium en el cubata de ron; caes en la cuenta de que esas mujeres no son nada buenas psicólogas y tienen una extraña manera de intentar convencer a sus machos para que no se maten.
O son de verdad tan espirituales y místicas, o es que se las come la maldad pura. Pero no podía ser, ella lloraba casi tanto como yo.
Galatabriendomajalatía reaccionó a tiempo, se arrodilló ante mí y se metió de nuevo mi polla en la boca, con lo cual tuve que detener mi avance hacia la muerte. Me detuve sumiso hipando con un llanto quedo; ya que es mejor follar que matarse, pensé lleno de confusión y contento de que mi instinto de supervivencia aún funcionara.
Y mientras mi amor intentaba decir lo muy hombre que yo era, con la otra mano usaba el teléfono móvil. Estaba hermosa con sus mofletitos llenos de mi polla. Una monada...
En unos minutos, unos machos con los ojos tapados y guiados por una hermosa vagilonesa no-puta de pelo dorado, entraron en la habitación. Sin ningún tipo de cuidado me inyectaron algo en el cuello y me quedé profundamente dormido.
—Mi Dios... Te esperaré eternamente —oí aún que decía.
—¿A mí? —respondieron al unísono los sanitarios.
— Galatabriendomajalatía ¿Es que no puedes callarte?
—Estoy en celo —respondió mi amor.
—Anda y vete a casa o al final vas a matar a un turista —le respondió irritada la hermosa del pelo dorado.
Y me dormí con la polla tiesa, asomando fuera del pantalón.
Aún insconsciente me metieron en mi nave, conectaron el piloto automático rumbo a La Tierra y pusieron una piedra encima del acelerador.
En apenas dos meses, ya estaba de nuevo en mi planeta con una resaca del carajo.
De vez en cuando, aún lloro alguna noche de pie en el borde del vertedero de basuras mirando al universo infinito, esperando que mi bella Galatabriendomajalatía sea feliz.
Eso sí, con el rabo muy tieso, que el espíritu no vale una mierda sin la carne.
Los cosmonautas del sexo, somos hombres de recio carácter, prácticos y duros que siempre saben sobreponerse al embrujo del voraz amor.
Sonó la alarma de mi teléfono móvil vibrando suave y muy cerca de mis cojones, y me tragué cuatro comprimidos de diazepán.
Precioso.
Estrella, aún se ríe de lo que aconteció entre mamada y mamada de los lotes de control.
Me cago en su prima.
Buen sexo.



Iconoclasta
Gracias, Aragón, tuya es la idea. Besos.


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14 de noviembre de 2009

A tí

A tí:

Prometo no decir adiós al final de la carta. Adiós es una palabra dolorosa y punzante. Comenzaré mandando besos oscilantes como el aleteo del colibrí sorbiendo tu miel, apenas tocándote, suspendida en el aire.
Empiezo con un dato dulce porque de esto es de lo que carecemos. Temporadas de heladas transcurridas arrugando y quemando nuestras pieles. Imágenes monocromáticas corriendo en el oxidado carrete de la memoria. Traducciones de lejanas lenguas con hirientes mensajes y con la única alternativa de aceptarlas sin consuelo más que nuestras propias carnes lamidas.
Somos un rompecabezas pensante, armaduras de fisuras visibles y escondidas con el aceite consumido en las bisagras.
Aún así, hemos aprendido después de las centurias: ¿Lágrimas? es más gratificante la soberbia. Te engrandece, te infla el pecho, incluso puedes esconderte detrás de tu propia imagen gigantesca.
Hemos endurecido el gesto para todos, reservado las sonrisas para pocos momentos.
Sólo es en el silencio, clandestinos, cuando soltamos las fajas que detienen los alientos, brotan los destellos de las miradas y permitimos que las pieles se abrasen. Entonces crece el vapor de nuestra aura, bota la escarcha milenaria y tu piel se despetrifica.
Los órganos y las partes cumplen con la función con que fueron concebidas antes de todos los años. Los mimos germinan involuntarios, los molinos giran pesados moviendo las aguas y la melaza se presume incandescente con su untuosidad que nos une en constantes convulsiones.
¿Y hoy me dices que tienes miedo?
La perfección no es un término reconocible para nuestra mente. No debe de serlo. Una cadera cansada y rota no es motivo de vergüenza. Pobres de aquellos que aun con tobillos firmes no saben cuál es su camino.
Seré bastón, andadera o mejor aún reptaré a tu lado, desgajando los codos y tragando puños de tierra. Así de hermanados somos los extraños.
Por el simple deseo de soltar el rejón que empuño, por la simple gana de no escuchar más el goteo torturante, más nunca por el mínimo dolor que experimento, por eso hoy te dejo este manojo de letras, a ti, que seguramente sonreirás con los ojos caídos, con el beso consumido, entendiéndome mientras se calma mi ira con tus tantos encubiertos suspiros.
Por la calma que merecemos
un beso, miles…
Hasta siempre.
G.

Quién soy



— ¿Quién soy?
El pequeño se acercaba por detrás de su madre, sigilosamente. Se le escapaba una risa traviesa que ella escuchaba divertida, simulando estar mirando la televisión.
— ¿Quién soy? —le preguntó el niño tapándole los ojos con las manos.
Y como una flecha directa a la frente, una sucesión de emociones y recuerdos invadieron su mente.
— No lo sé... —se le escapó en un susurro.
— ¡Mamá...! —exclamó desencantado el pequeño Víctor.
—Eres un osito de peluche —respondió Julia.
— ¡No! ¿Quién soy? —volvió a preguntar el pequeño.
—Eres un rollito de primavera... ¡Qué me voy a comer de un bocado!
Julia se giró en el sillón y atrapó a Víctor. Lo sentó en sus rodillas y le dio besos, le hizo cosquillas hasta que al pequeño le falló la voz de tanto reír.
Cuando ambos se calmaron, Julia se puso en pie.
—Y ahora a la cama, ya es tarde.
—Un rato más.
—Mañana hay cole y siempre que te quedas a ver la tele, no hay quien te despierte.
“¿Quién soy?”
“No lo sé...”
Una vez supo su nombre, y lo olvidó.
Estaba cansada.
Cansada de un largo día de trabajo, cansada de un marido que trabajaba las noches y el día dormía. Cansada de estar caliente.
Arropó a Víctor y aprisionado entre las sábanas, aún le hizo más cosquillas. Le besó y se desearon buenas noches. Apenas apagó la luz del cuarto y entornó la puerta, Víctor bostezó y lanzó un suspiro de cansancio. En apenas unos minutos se quedaría profundamente dormido.
“¿Quién soy?”
“No lo sé...”
Cuando la casa quedaba en silencio, Julia clamaba por aquel ser que reinventó aquel juego infantil, un juego que se abría paso en su deseo y en su mente como un cuchillo al rojo vivo. Que hacía arder su piel y su sexo ahora sensibilizado por recuerdos y emociones.
Cuando se quedaba sola, cuando el peso de la ausencia de aquel que no recordaba se convertía en ansia, soñaba con su aliento en su nuca.
“¿Quién soy?”
Instintivamente presiona los muslos para retener el agua que le mana desde lo profundo y la empapa. La humedad de su sexo ceba más el deseo y sus dedos se insinúan en el elástico de la braguita; con los labios entreabiertos, exhala un suspiro lento y prolongado.
El olvidado. El ser que aparecía y la obligaba a darle la espalda. Como si el amor que ambos consumaban fuera a escapar al mirarlo directamente a los ojos.
Es mejor amar a alguien olvidado que morir sola.
Sólo ellos dos podían amar y amarse. Se dieron cuenta de que en realidad nadie existió antes, nadie existiría ya. El círculo se había cerrado en aquella vida.
El otro, el que no amaba, era su marido; el bueno, el que no excitaba el flujo de su sexo con el caudal que producía el que se obligaba a olvidar en cada encuentro. Era aquel, el desconocido, el que catalizaba en su sexo un lubricante denso y abundante que en ese mismo instante, estaba alimentando su libido. Mojando la cara interior de sus muslos.
Los dedos acarician el rasurado monte de Venus, suavemente, acercándose demasiado al vértice del placer.
El que no amaba trabajaba las noches. Todas las noches del mundo en la fábrica de botellas de plástico.
“¿Quién soy?”
Aquel al que olvidaba y que cada cierto tiempo le enviaba un mensaje que decía: “Quiero follarte”, hacía que se derramara en agua y que sus propios dedos dieran paz a un sexo que hervía, que parecía sudar.
Era alguien que hablaba con ella en el café, durante el desayuno en la fábrica. Era alguien con quien intercambió un número de teléfono. Era un compañero de trabajo de una mirada intensa que clavaba en sus pechos con ruda fiereza. En su sexo cubierto que ella sentía arder.
Un mensaje hace tiempo, hace semanas, hace años.
Podrían haber pasado siglos.
“Quiero follarte”.
Una respuesta: “A las 22:30 en mi casa”.
Dejó la puerta de entrada abierta cuando lo vio aparcar el coche frente a la puerta. Se dispuso a preparar unas bebidas. Víctor estaba en casa de sus padres, porque estaban pintando y renovando la decoración de la habitación del pequeño.
Estaba sola...
—¿Quién soy? —le preguntó en un susurro que le erizó la piel, tapándole los ojos suavemente desde su espalda.
—Eres...
Julia intentó decir su nombre y aquel al que olvidaba, le cubrió los labios suavemente con una mano.
—No lo digas, mi amor. Que no acabe el misterio jamás, que podamos continuar durante toda la eternidad este juego de deseos e ignorancias alevosas. Premeditadas.
—Eres...
—Olvida mi nombre y deja que mis manos cubran tus ojos todo el tiempo posible, todo el tiempo del mundo. Seamos tramposos y que nunca me separe de ti.
—Eres...
—Nuestro destino es un juego de ciegos y tontos. ¿Quién soy?
—No lo sé —respondió Julia como en un sueño.
El dedo corazón, ávido ha encontrado el mismísimo centro del placer y lo presiona, lo acaricia. Sus pechos están duros hasta el dolor. Se lleva el dedo empapado de sí misma a los pezones y bajo la camiseta los unta de deseo puro. Reaccionan casi con dolor a esa baba cálida.
“¿Quién soy?”
“Eres...”
Recuerdos, placeres en el cerebro y entre las piernas. Ahora en sus dedos.
“Nunca me recuerdes porque temo que cuando me conozcas, llegue a ser uno más, un vulgar”.
Julia se quitó el pantalón del pijama, y se sentó frente al televisor apagado, la pantalla la reflejaba. Su media melena negra, oscilaba al ritmo de sus caricias. Ojos negros y felinos se entrecerraban de un placer próximo a la explosión de una estrella. Separó las piernas y observó con creciente excitación la mancha oscura en sus braguitas.
“Dame la oportunidad de ser especial para ti, toda la vida a ser posible”.
“No lo digas, no lo adivines jamás”.
“Sólo soy algo, eso que te ama”.
“Calla mi vida, suspira y gime. Nada más, por favor. No soy”.
Cada ruego, cada frase la sumía más en el olvido, la empujaba a follar a un desconocido en cada encuentro. Cada cita un descubrimiento.
A veces insistía:
—Eres...
Su dedo se ha introducido profundamente en la vulva y encuentra el bendito agujero por el que todo fluye.
Por donde él se la mete, y la empuja y la llena.
El olvidado...
—Por favor, no lo digas; no me despojes de misterio. Déjame seguir siendo el extraño por el que cada día luchas por recordar. Borraré tu memoria mordiendo tus labios, atenazando tu coño con mi mano, con la violencia de una pasión desbocada. Joderé hasta tu memoria.
El olvidado era implacable y hendía el cuchillo en su memoria desgarrando.
Desgarraba su coño y su ano.
Ahora son tres dedos mojados de si misma, que salen resbaladizos para acariciar los dilatados labios entre sus muslos. Resbalan sobre la dura perla del placer que ahora azota sin cuidado llamando a la lujuria, ordenándole que le traspase el vientre y se enrosque en sus pezones. Que se los arranque, el relámpago del goce.
Y su cuello se tensa, las venas se han dilatado para llevar el máximo placer al cerebro. Venas que vienen directas de su sexo hirviendo.
Sus muslos se alzan temblando y un fino hilo de baba se desprende de entre sus labios y su sexo, manchando la tapicería. Las bragas, en algún momento han caído al suelo.
El teléfono avisa de un mensaje y corre hacia el bolso.
Y aún con los dedos mojados, pulsa las teclas para leerlo.
“¿Quién soy? No me mires, gírate cuando entre en la casa. No sepas quien soy”.
—¿Quién será? —se pregunta en voz alta.
Se sienta en una silla de respaldo recto, dando la espalda a la entrada.
La puerta se abre y los pasos se hacen familiares.
¿Quién es? Su deseo ha borrado la memoria y su volición es seguir el juego, abandonarse a esa isla de misterio y placer, rodeada por todas partes de hastío y monotonía.
—¿Quién soy? —las manos del desconocido cubren su rostro.
Las manos de quien olvida son diferentes a como las recordaba. Si algún día lo hizo.
Y su voz.
Tal vez el juego va tan lejos que su mente se ha girado también de espaldas al amante. Como cierra los ojos cuando él se come su boca.
Como su cuello gira rompiéndose con un trallazo de dolor cuyo grito no tiene tiempo de expulsar. La muerte se propaga más rápida que un orgasmo.
Y los ojos de Julia miran sin pestañear el rostro de aquel al que no quería, y más allá la del olvidado sobre un charco de sangre en la entrada de la casa.
El que no era querido por su mujer, se sienta en el suelo y llora la letanía del olvido balanceándose mecánicamente adelante y atrás.
—¿Quién soy? ¿Quién soy? ¿Quién soy?...
Tantos años recordado... El también tenía derecho al olvido.
Él también tenía derecho a su misterio.
A una isla en medio del Mar de la Repetición.
Y olvida quién es ella y acaricia el sexo muerto, el coño aún húmedo por obra y gracia del olvido.
El frío coño del recuerdo.
El pequeño Víctor con sus enormes ojos abiertos, en la puerta del salón, se pregunta si es un sueño, si un día olvidará que despertó y no entendió toda aquella insania.


Iconoclasta

6 de noviembre de 2009

Performance



Soy el que os entretiene hasta que tome el escenario el gran protagonista de este espectáculo. Soy un telonero, dijéramos que un fracasado al que no saben si colocar al principio o al final.
Les he dicho que soy artista de principios, que si tengo que esperar al final, me tomo un cuarto de kilo de somníferos y se quedan sin artista underground.
El apoderado se ha dado cuenta de que mis vidriosas escleróticas prometen tanta locura, que tal vez sea bueno que salga yo el primero; el artista titular se está retrasando demasiado.
El titular es un cantante famoso, no sé quien coño es.
Respetado público:
Yo sé humillarme, id con cuidado. De la misma forma que me ofende vuestra vida, puedo ofenderos con la mía. Unos se aficionan a la música, otros al fútbol y yo os detesto de la forma más natural. He nacido para odiar todo aquello que me es impuesto. Y vosotros sois una imposición. Yo mismo soy una imposición.
A veces me odio.
Me odio sin reservas.
Yo sólo os quiero provocar. Aunque sea asco.
Una reverencia doblando la riñonada y la espalda bien recta, los brazos grácilmente extendidos y por el esfuerzo se me escapa una sonora ventosidad.
No os riais aún, queda mucho por lo que reírse de mí.
Danzaré con mallas ajustadas, con mis grasas contenidas por una sutil tela que dejará a la vista más miserias de las que desearíais ver.
Fuera el pantalón.
¿Es esto una performance? La obra es mi cuerpo, es una de las condiciones. Sí, siempre es bueno dar nombres exóticos a la miseria y la auto-mutilación.
¿Os dais cuenta de cómo me tengo que denigrar para que se os tuerza el gesto al mirarme? ¿A que es difícil apartar la mirada de una carne pálida envuelta en medias negras?
Y este vello que surge entre el tejido... Yo no me depilo, no busco un efecto estético.
Estoy sólo ante la masa, no necesito ni quiero estar guapo. Uno a uno, charlaría a gusto con vosotros; pero así en tropel, prefiero impactaros. Con una bala en el cerebro.
Si creéis que es gracioso, seguid riendo. Hoy día se ríe por todo y siempre ayuda a promocionarse en el mundo laboral.
Podría sonar música; pero os distraería de mi autodestrucción. Y me interesa que en esta performance, podáis sentir el ruido de mis enfisematosos pulmones al danzar con cierta energía descontrolada.
Estoy rabioso.
Furioso.
No tengo una sola razón para intentar ser un poco agradable.
Nadie muere en el momento adecuado.
Aunque pienso que es más importante nacer en un buen tiempo. Y en un buen lugar. A ser posible.
Si he de pagar un suplemento, lo pago; pero sáquenme de aquí, por lo que más quieran, sé que me voy a hacer daño.
Os reís; pero noto el nerviosismo, queréis disfrazar de risa algo que se precipita firme y peligrosamente hacia la debacle psíquica. Lo físico llegará. Lo tengo pensado, porque no se puede ensayar, sólo hay una vida.
¿Sabéis que la cabeza del verdadero telonero la tengo hay detrás, tras el telón? Si no lo hubiera decapitado, ahora os haría reír de verdad. Un orador chistoso de la banalidad; están de moda: miran sus calzoncillos sucios y hablan de la raya marrón hasta que las ovejas bostezan evidentemente aburridas. Monólogos...
Monos locos, sábanas ensangrentadas, una rosa decapitada.
No os riais, va en serio. La sangre fuera del cuerpo apesta enseguida, un voluntario que suba y notará que hay un ligero aroma a matadero municipal en el ambiente del escenario. La sangre también sabe a hierro oxidado. Siempre hay una importante fuga de sangre cuando la carótida se corta. Debería haber usado mascarilla, no consigo sacarme de la boca ese pegajoso sabor. Cuando entren en su camerino, se van a preguntar dónde cojones debe estar la cabeza.
No puede hacer daño destruirse uno mismo, es en definitiva una auto-crítica. Y si hiciera un poco de daño, no tendría importancia en comparación a lo que me irrita el culo la costura de la media. Mi bella es mucho más delgada que yo. No soy delgado, soy gordo, una vaca vestida de bailarina.
Puede ser gracioso; pero a mí no me lo parece. Estoy aquí por el puto dinero nuestro de cada día. Me pagan poco o nada por trabajar; y asaz a los que no trabajan; así que un servidor se frustra y decide que para ser apaleado, me azoto yo mismo que lo hago mejor y con más garantías sanitarias.
Con dos cojones.
Si se entera mi bella de que he cogido sus pantis...
Le diré que los he necesitado para atracar un banco.
¡Muuuuuu!
¿A que no es tan cómico el ridículo cuando roza la enfermedad mental? Cuando algo no puede tener un final feliz.
Tranquilos no voy a cagar en el escenario ni me voy a beber mis orines. Ese número ya lo he hecho demasiadas veces.
¿Os gustan mis rápidas fouettes? La brutalidad de una patada contra el suelo, el dolor de unas articulaciones no entrenadas. Grasa agitada, un cuerpo amorfo.
El giro veloz sobre la uña rota de mi dedo me centrifuga las mantecas.
¿A que sentís vergüenza ajena?
Los artistas somos extraños.
Os cogeríamos por los intestinos tras rajaros el vientre y os arrastraríamos al infierno: los bastidores de vuestra vida mal decorada. Oropel de oropel. Todo más falso que el dinero del Monopoly.
Salto con una pierna hacia adelante y la otra atrás luciendo una evidente y hermosa erección. No estoy excitado, no me excitáis nada.
Ocurre que mi pene es un ser con voluntad propia y no siempre me cuenta lo que piensa. Ni me avisa de lo que va a hacer. Hoy me ayuda a denigrarme. Siempre está para lo bueno y lo malo. Lo bueno es follar a mi bella. Lo malo, el resto.
Posición arabesque, en la que mi tripa cervecera, pálida y velluda, se come el elástico de las medias. Y luzco majestuoso como vuestro padre de pie en la playa, cuando una vez ha clavado la sombrilla en la arena, se siente orgulloso y mira con gallardía al horizonte antes de beberse la quinta cerveza de la mañana.
Bebed antes de volver a casa, puede que a la vuelta, os convirtáis en la parte orgánica del metal de vuestro carro. Estas cosas pasan. Mejor estar ebrio cuando la muerte se sube en nuestros hombros; hasta los médicos lo dicen: no hay porque pasar dolor. Los padres que beben cerveza en abundancia, suelen criar hijos con exoesqueletos metálicos y espuma de tapicería.
No os riais, es hereditario. Vosotros miraréis al horizonte, si no lo confundís con ese manto de mierda y medusas que el mar nos regala.
Posición attitude, aquí un brazo mira al cielo y el otro atrás, hacia donde mira mi culo. Es la posición homosexual de Supermán antes de emprender el vuelo, salvo por la pierna estirada lateralmente. Yo sólo hago performance, no salvo a ningún necesitado de mierda. Yo soy un necesitado y precisamente me estoy destruyendo.
¿Por qué iba a querer ser un héroe?
Y ahora un salto.
Gracias por los aplausos y las risas, hijos de puta.
Sé que al principio os hará gracia el crujido que habéis escuchado; pero no es una madera rota debido a mi exagerado peso. Es mi tobillo, ha crujido como una ramita y el dolor me sube por un nervio oculto en el interior del muslo o cuádriceps y me atenaza los cojones.
En definitiva, me he meado de puro dolor. ¿A que ya no tiene tanta gracia ver el huesecito ensangrentado que asoma por la media? Parece una especie de excrecencia, una deformidad. Un feto pegado a mí. Mi gemelo olvidado.
Gracias por los reticentes aplausos. Si estuviera entre vosotros haría lo mismo: cerrar el puño con fuerza y pensar que el truco está bien hecho.
Los pantis van a quedar hechos unos zorros. Como yo.
Demostrar valentía requiere mucha voluntad. Los deportes de riesgo no demuestran valor porque hay esperanza de que acaben bien.
Aquí, bailando en el escenario, frente a vosotros, querido público que espera la actuación del artista principal; no habrá final feliz. Por ello seguís mirando, venciendo la vergüenza de mi propia humillación. Evidentemente aliviados de no ser yo.
¡Hop! Salto. ¡Hop! Salto y tijera, y la media rasgada en la puntera derecha.
Debería haberme cortado las uñas.
Y las arterias.
Plié. Y con esta bajada de culo con los pies planos en el suelo, se ha descosido el panti por la costura y siento aire fresco en las nalgas.
Esto sí que es gracioso... Ya veo, ya. Pues apurad, porque puede que sea la última vez que os podáis reír durante los próximos cinco minutos.
Mi bella va a pensar que en lugar de robar un banco, he utilizado los pantis para envolver las heridas de un cerdo. ¿Y por qué iba a curar nadie las heridas de un cerdo, si lo que queremos es comerlo?
¡Hop! Quedo clavado en una grácil attitude de nuevo.
Y tengo que morderme la lengua para evitar un grito desgarrador. El tobillo se ha partido un poquito más y me duele la cabeza.
Ahora una serie de treinta y dos giros llamados fouettés, que es el número de repeticiones ideal para ser considerado una buena bailarina. El vómito no estaba previsto, ahora se amalgama el olor de la bilis con la sangre que se seca formando costras blandas en el cuello de la cabeza cortada.
Y la orina.
Hasta para morir tenemos poca dignidad y soltamos nuestras miserias a los cinco minutos de haber muerto. Ni la mierda quiere a los muertos.
Y dicen las malas lenguas, que los ahorcados, hasta eyaculan.
Hay que ser retorcido... Cuando le cortaba la carne del cuello y se desangraba en el camerino, no ha eyaculado
¡Atchissss! ¿Qué gracia tiene que alguien estornude? ¿Los mocos que me cuelgan? A mí me daría asco o repugnancia. Aversión.
Sabed que soy portador de la peste porcina.
No os asustéis, afortunadamente estoy demasiado lejos de vosotros para contaminar a nadie.
Un trote para que mis tejidos adiposos luzcan en un mundo de fibrados y mimados cuerpos. A mí me da igual, mi vida sexual no requiere demasiados rituales y follo con mi bella habitualmente. Incluso ella me exige más. Me hace sentir su esclavo sexual. Ella sí que sabe hacerme sentir hombre y útil.
Un tropezón y a punto estoy de caer de bruces al suelo.
Necesitáis una vulgaridad como el tropezón para reíros hasta llorar. Porque la cosa no pinta bien. En los velatorios, la peña acaba contando chistes y ríe como nunca lo había hecho. He visto tanta mierda... Mejor aún, la he entendido.
Y eso quita interés a la vida.
Vaya... ¿Oís la sirena de la policía? Es el final del espectáculo, alguien ha debido entrar en el camerino, tal vez porque bajo la puerta de ese pequeño habitáculo, se extendía una marea de sangre. Cinco litros de sangre es una cantidad considerable como para pasar desapercibida. Pongamos que un litro ha sido absorbido por la ropa del cómico. Quedan cuatro litros para que quien entre en el camerino, resbale y se dé de morros con el cadáver sin cabeza.
Otra carrerita y doy pequeños y ridículos saltitos. Me elevo lo que puedo y ofrezco mi mandíbula al suelo. Pequeño impulso para dar la voltereta sobre el cuello y ¡Zas! La performance está llegando a su final. Miro al techo, sólo puedo mover los ojos. No sé si respiro. Y no me duele el tobillo.
Me he partido el cuello, ahora soy como una serpiente rota. Podríais reír, es gracioso. Sí, ya sé que las performance son difíciles de entender.
Veréis: quería morir dejando huella, como he sido tan mediocre viviendo, que mi muerte sea recordada por todos vosotros. Soy simple como una pelota.
¡Ah, la vanidad!
No lo olvidaréis jamás. Yo no olvido las cosas que más me han impactado.
La policía corre hacia el escenario.
Dicen que a alguien que se le ha roto el cuello, se le ha de mover con sumo cuidado para que el último nervio que lo mantiene con vida no se parta y se muera.
Espero que no me defrauden, porque entonces sí que me iba a reír yo.
Mar adentro... (qué película más deprimente, coño).
El humor negro siempre es un buen recurso para quitarle gravedad a la muerte.
—En pie, queda detenido —me dice uno de los dos policías con la mano preparada sobre la pistola.
La gente aplaude, parece que les gusta el final...
—Una mierda, he de acabar mi número.
Su compañero saca las esposas de su cinturón y ambos se acercan a mí.
El final...
Con los pies me hacen rodar de lado y apenas siento un clic cuando la médula se romp...


Iconoclasta