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3 de diciembre de 2009

El fantasma y el guerrero



El de la espada rasga el aire y cae un triángulo ectoplasmático a su izquierda, donde el filo ha cortado al espíritu.
Es un tipo bastante gordo, pelo negro, cara redondeada, un mentón sin ángulos y bajito. Si entre sus manos tuviera una pala, sería más adecuado a su físico anodino.
Es una constante universal que nadie tenga lo que sería justo. O lo que más se adecúe a su idiosincrasia.
Y el idiota, piensa el fantasma, no tendría que tener algo tan elegante y noble entre las manos. El espíritu molesto, mueve el cuadro de la pared provocando un ruidito apenas perceptible. El de la espada no hace caso al movimiento porque no se percata de ello. Y sigue jugando a ser guerrero con la flamante espada réplica de la Tizona del Cid, que se ha comprado en una armería para colgar en una de las paredes del salón de su casa.
El fantasma se da cuenta de que lo podría hacer mejor con el tiempo, podría haber tirado el cuadro al suelo. Se dirige a su trozo de no-materia que flota a ras de suelo y ésta se une al resto de su ser que no es.
Es complicado; pero así son las cosas para los fantasmas.
Las mujeres tienen coño, los hombres polla y los fantasmas ectoplasma.
El de la espada lanza un mandoble girando con muy poca elegancia su mantecosa cintura y el espíritu salta a un lado para evitar que lo parta de nuevo.
Como si en vida no hubiera tenido que soportar a suficientes idiotas, ahora muerto, resulta que está condenado a vivir en la casa de este imbécil.
¿Qué misión ha de cumplir con este mediocre? ¿Cuándo podrá ser un espíritu libre?
El de la espada planta un trípode en el salón y coloca la videocámara en él, regula el foco y conecta la grabación.
Y así, el idiota, durante más de cinco minutos, intenta ante la cámara realizar mandobles, fintas, regates y ataques como haría un niño de tres años con una espada de madera, incluso con menos habilidad.
Hay seres que avergüenzan con su existencia a sus padres.
El espíritu, a medida que pasa el tiempo y el idiota no deja de hacer estupideces, varía el color de su ectoplasma del blanco al rojo, señal inequívoca en ambos mundos (el de los vivos y el de los muertos) de que se ha llegado al límite de la paciencia.
Cuando el idiota de carne se desnuda ante la cámara, el espíritu parece un surtidor pirotécnico de luces de colores.
En lugar de mover algún objeto, el espíritu se acerca al hombre y en el oído le susurra:
—Maricón.
El hombre que había dejado la espada a sus pies para excitarse el pene sacudiéndolo como un deficiente mental, se queda petrificado y con temor gira la cabeza hacia atrás, con los ojos pardos y pequeños muy abiertos. El pene ha retrocedido entre sus dedos para quedar casi oculto entre el tejido adiposo del pubis.
No ve nada y gira la cabeza hacia el otro lado, la tensión en su rostro se suaviza cuando verifica que sigue solo.
El espíritu encuentra divertida su capacidad para provocar temor.
Con eso le basta y ya no le importa que el degenerado acabe masturbándose de pie ante la cámara y soltando al fin unas tristes gotas de semen, ya que debe ser la tercera ofrenda a su patrón Onán en lo que va de día.
El espíritu flota sumido en grandes dudas: ¿Cuánto tiempo hace que es espíritu? ¿Le importa demasiado esa cuestión?
¿Qué era antes? ¿Le importa demasiado esa cuestión?
¿Por qué no puede salir de estas cuatro paredes viéndose obligado a soportar al imbécil pajillero? Esto sí que le importa y su instinto espectral, como en el juego del escondite, le dice: “Caliente, caliente”.
—¿Así que es esta mierda de sabiduría la que nos espera tras la muerte? Pues vaya porquería, con mi hijo he tenido conversaciones más profundas a cuenta de algunos capítulos de Barrio Sésamo —habla en voz alta ectoplasmática, inaudible para el imbécil que ahora dormita en el sillón tras la corrida. Huele a orina y fluidos viejos.
Un hijo... Antes de morir era padre.
El espíritu piensa que puede que su muerte haya sido tan repentina y traumática que no recuerde haber muerto, ni en que momento y forma ha nacido como fantasma. Tal vez por eso lo conoce todo, y sin embargo, no tiene recuerdos de detalles personales.
Como no tiene otra cosa que hacer hasta que no sea capaz de coger la espada y cortarle la polla al tarado, decide dar una vuelta por el piso.
Es de noche a juzgar por la ventana de la cocina. Es extraño que este imbécil sea tan limpio y la cocina parezca incluso acogedora. No hay vasos sucios y los granitos brillan como si nunca se hubieran usado. Posiblemente, el tiparraco no la utilice nunca.
Un vistazo a los distintos muebles modulares que hay en el salón no le aporta ninguna pista. Su visión de fantasma es aún borrosa, como la de un recién nacido que aún no ha educado sus ojos, ni su cerebro se ha acostumbrado a traducir esa luz que le llega a través del nervio óptico. Y así los pequeños objetos como figuritas y fotografías que hay repartidas por los distingos muebles, no puede entenderlos.
Sale del salón y se dirige al recibidor sin abrir las puertas, es extraño, siente el impulso de llevar sus ectoplasmáticas manos a las manetas, como si fuera un hábito aún reciente e instintivo.
Pero sus manos gaseosas en constante movimiento, no le permiten olvidar lo que es.
Y tampoco necesita la luz, de hecho, la luz le molesta. En la oscuridad cada objeto se muestra más nítido, sus ojos, si los tiene, se relajan en la penumbra y los detalles cobran un matiz más preciso. Los contornos se definen.
Es una habitación de matrimonio y cuando observa la cama, una súbita tristeza agita el ectoplasma, parece disgregarse por momentos y su cara intenta tomar forma. Son coletazos de una humanidad que aún se aferra al cuerpo.
Los fantasmas también pierden el control. Y por lo visto, la memoria también, que han de encontrar entre todas esas hebras de vapor que son su ser.
La mujer encima de la cama, está vacía de sangre. Heridas cortantes en la espalda y en los hombros muestran haber pasado unos intensos momentos de dolor y miedo. En un lado del cuello se abre una fea sonrisa sin dientes ni lengua, donde un río rojo se ha secado manando hacia las sábanas. Un glaciar rojo y maloliente.
Las sábanas gritan de sangre que tienen y quisieran ser fantasmas limpias también. No quieren estar sucias de sangre. Es extraño que todo aquello que ha sido tocado por la sangre, viva también.
—Lávanos por favor.
El fantasma no les hace caso. Ya no tiene importancia lo vivo, lo material. Está en paz y no debe nada.
De su ano ensangrentado asoma una botella rota, y sus pies se han doblado como los de una muñeca rota. Las copas del sostén están en su espalda, alguien no se entretuvo en quitárselo con amor.
Es un maniquí roto.
—Sácame de este culo —suplica la botella rota.
Es lo último que dice, el vidrio antes de perder su aura desleída en el aire oscuro de la habitación.
El espíritu busca en la atmósfera el fantasma de la mujer; pero está solo en esa casa con el imbécil de la espada.
Ya no hay tristeza, en cambio siente algo parecido a la ira.
El fantasma, no tiene mayor curiosidad. Las emociones de los fantasmas son tan etéreas como su no-materia.
Al fin y al cabo, es muerte, la ha experimentado.
Y una vez muerto, deja de importar aquello que un día se amó: la vida y lo que contiene.
No es falta de emociones, simplemente ocurre que la muerte adquiere un delicioso matiz de cotidianidad y abre la posibilidad a nuevas amistades.
Tanto hablar de cielo e infierno, incluso del purgatorio y él está aquí, en una casa con un subnormal y una muerta.
Atraviesa una pared y los cables eléctricos empotrados le producen un extraño cosquilleo, como un pequeño orgasmo que no sabría definir de donde nace, ya que los fantasmas son indefinidos por naturaleza. Ha aparecido en el pasillo, un par de metros más allá por donde entró en la habitación.
—¡Uy, que gusto! —dice en voz alta.
Un angelito de arcilla policromada que cuelga de la pared manchado de sangre, le guiña un ojo.
—¡Eh, amigo! ¿Me puedes quitar la sangre de las alas?
—Es que soy nuevo, no creo poder coger nada aún.
—¡Qué lástima! Bueno, cuando me salpiquen de sangre otra vez acuérdate de mí, fantasma simpático. Antes de que se diluya la breve vida que me dan los restos orgánicos humanos, dime: ¿Verdad que estás aquí por él?
—¿Por quién, angelito?
—Por él, por ellos, por nosot... —calla el ángel perdiendo su breve vida, que como una hilacha etérea, se mete entre poros invisibles de la pared.
El amor hace lo mismo en las pieles de los amantes, sólo que no lo ven. Pero sienten la necesidad de besarse, para que sus cuerpos también se entremezclen.
La espiritualidad es gas, vapores de amor y muerte. Algo que soslayar si es posible, porque en ambos casos, puede haber cierto grado de tormento.
Cuando te conviertes en fantasma, las reglas establecidas para lo táctil ya no valen y el fluido de la muerte, es paradójicamente, una explosión de vida en cada rincón. En los objetos muertos.
No es tan romántico, porque si lo inanimado tiene vida, es que algo huele a podrido en Dinamarca y hay sangre y tejidos en esas cosas, que no deberían tener.
De hecho, su ectoplasmática masa está virando a un color violáceo que lleva a la pena y la introspección.
Está despertando, adquiriendo ya plena conciencia.
Mientras atraviesa paredes, el de la espada se ha despertado de su sopor post-masturbatorio y lo escucha en la cocina abrir las puertas de los armarios y la nevera.
Sigue flotando-caminando pasillo adelante, se introduce en otro tabique y entra en la habitación de un adolescente, con pósters de grupos de rock, libros encima del escritorio, ropa en el suelo.
Sangre en su pecho, el pelo amalgamado con trozos de cerebro y las manos crispadas aferrando la sábana. El cuerpo está transversal en la cama y un libro abierto en el suelo. Los auriculares permanecen en sus oídos y la música se escucha aún como un murmullo. Una pesada bola de cristal, opaca de sangre refleja nada.
En la cocina se oye la campanilla del micro-ondas y el fantasma vuelve a virar a un rojo de navidad chillón. Se está enfadando. El guerrero de mierda está preparando comida en una limpia cocina. Es asqueroso.
Tal vez se ha enfadado porque hay algo que duele en el cadáver.
O tal vez, porque el pijama del chaval, empapado en sangre, le habla.
—¿No puedes sacarnos de este cuerpo ensangrentado? Somos ropa, no queremos vivir ni sentir. ¿Sabes lo que duele esta sangre, amigo fantasma? Llévanos a la lavadora, por favor.
Algún rastro de humanidad entre su ectoplasma le hace sonreír, parece un absurdo chiste.
Incluso algo en el desmadejado cadáver, le hace gracia, son ridículos los cuerpos muertos vacíos de alma y sangre. Tanto cuidar el cuerpo y luego morimos sin ninguna elegancia. Se le escapa una risa que es un chirrido espantoso.
El guerrero detiene un bocado de pan y queso calientes en la boca al oírlo.
Puede que aún haya alguien vivo en la casa. Suele pasar que alguna cuchillada no es lo certera que debiera. Desnudo, con la espada en la mano y masticando tranquilamente el trozo de bocadillo, se dirige a la habitación donde yace la mujer.
Levanta la espada en alto y con mala puntería no acierta en el cuello, el filo da contra el cráneo, corta un trozo de oreja y rompe la sien izquierda. El cuerpo no se mueve. Las sábanas gritan horrorizadas y el fantasma se tapa los oídos ante el insoportable chirrido.
Los fantasmas profesionales, llevan auriculares de protección en los oídos para estas cosas. O deberían, tiene que averiguar si hay algún sindicato que vele por sus derechos.
El guerrero de la espada entra en la habitación del chico. Y pasa a través del fantasma que grita de asco al sentirse rozado por la piel porcina del gordo mientras observa fascinado, como el filo parte la columna vertebral y se hunde en la carne joven.
El pijama ha vuelto a gritar y el fantasma lanza un alarido de pura irritación.
—¡Basta ya! Dejad de gritar, sois puta ropa, coño. Y tú, tarado, deja de hacer eso.
El guerrero da un giro rápido con la espada horizontal en la mano derecha y corta por la mitad al fantasma. Con la boca abierta y demostrando una ausencia total de inteligencia, se pregunta dónde está el dueño de la voz.
El fantasma se está enfadando como nunca mientras espera con impaciencia a que su no-materia vuelva a unirse. Es humillante ser cortado como un trapo.
Hace ya más de cuatro horas que el guerrero entró en la casa con el pretexto de traer un paquete a nombre de Ignacio Marchena, el marido, a juzgar por la placa del buzón de la calle. Un uniforme cualquiera como por ejemplo el de su empresa (es un operario de reparación de ascensores) y una gorra, bastaron para que la la mujer le abriera la puerta. La espada la llevaba envuelta como un paquete a entregar. Se decidió a entrar a matar a la familia, como una inspiración, un capricho casual. Las otras tres familias anteriores fueron producto de un plan concienzudo. La experiencia es un grado.
Cuando salió de la armería con su flamante Tizona en la mano, sintió deseos de ser el guerrero, un espadachín. Y así fue como decidió dar gusto al cuerpo. Los mejores momentos se improvisan.
El guerrero de la espada se dirige ahora a la última habitación, el pasillo acaba en un distribuidor, una de las puertas, la izquierda, es un cuarto de baño, la frontal es la habitación que sirve de despacho para el marido.
Abre la puerta de una patada y entra con la espada en alto, acertando a encender la luz, en aquella oscura habitación. El marido sigue tirado en el suelo, su rostro y su cráneo destrozados por los impactos de un martillo tirado en el suelo, lo hacen irreconocible. Sus manos permanecen crispadas por el dolor y el pantalón de pijama está empapado de orina.
—Fantasma, estoy lleno de sangre y dolor. Límpiame de dolor y de esta olor nauseabunda —suplica el martillo dirigiendo su voz al ectoplasma ahora multicolor.
El fantasma enfoca ahora con nitidez los objetos, consigue identificar con una dolorosa claridad lo que ve. Y entenderlo.
Hay una foto en la mesa de despacho, en la que el marido posa con su hijo.
Sólo hay un atisbo de tristeza cuando se da cuenta de que es él con su hijo ahora muerto.
La tristeza dura apenas un parpadeo rápido. Ha sido el rápido preludio a una apoteosis de ira.
—Úsame, hazlo, aunque me duela, lava una sangre con otra y luego me das paz, limpiándome —le dice el martillo.
El fantasma contiene un grito de furia.
El guerrero de la espada, está agachado sobre el cadáver del hombre y con unas tijeras que ha cogido del cajón de la mesa, abre la garganta del cadáver para asegurarse de que está seco de vida. No ve el martillo levitar, alzarse alto y luego bajar con fuerza contra su mandíbula derecha.
El fogonazo del dolor y los dientes que saltan por el aire suceden al unísono.
Cae al suelo y al llevarse la mano a la cara, palpa el grueso hueso astillado que asoma a través de la carne de su cara. Se le ha descolgado y con cada respiración se mueve el hueso y le arranca un infierno de dolor. Se ha sentado sobre sus desnudas nalgas sujetando la mandíbula.
Tampoco ve llevar otro golpe que impacta en sus labios, rompe dientes y revienta las encías. La sangre está cubriendo su pecho, mana en abundancia y se le escapa la orina. Se ha tragado una pieza dental.
—Límpiame ahora, fantasma. Me siento sucio —pide el martillo fatigado.
El fantasma limpia el martillo con una camisa que cuelga del respaldo de la silla con ruedas. Parece perder su forzosa e impuesta vida con un suspiro de placer.
El guerrero de la espada apenas puede pensar, bastante le cuesta respirar sin ahogarse con la sangre que mana de sus encías y huesos rotos. La quijada inferior, casi colgando de su rostro es un continuo dolor y le impide hablar o gritar.
Cuando su pie se eleva cogido por algo invisible por el tobillo, cae de espaldas al suelo y la mandíbula descolgada se le escapa de las manos y ahora sí que el grito de dolor provoca otro dolor y otro dolor. Hasta que siente que se le nubla la vista y se aproxima una oscuridad salvadora.
Dura poco este instante de unidad con el universo, la tijera que flota en el aire se abre y una de las hojas, como un cuchillo y con dificultad corta el tendón de Aquiles, haciendo vaivén repetidas veces, cesa cuando el pie queda inerte y descolgado, incontrolablemente lacio.
Se le vacía el vientre. Y cuando la pierna ya libre golpea contra el suelo, cierra los ojos esperando el dolor sumo con las manos aguantando su boca rota y evitar que se mueva toda esa carnicería.
El otro pie también se eleva e intenta gritar que no lo haga quien quiera que sea.
Esta vez, las tijeras pellizcan poco a poco con la punta el tendón, profundizando cada vez más en la carne hasta sentir que se parte en dos y en algún punto de sus carne se retraen los dos trozos de cartílago dejando el pie también muerto.
De la nada, un puñetazo extraño acierta en las manos que envuelven lo roto de su cara. El trauma ha inflamado sus ojos, las escleróticas están derramadas en sangre y el fantasma ya no tiene ganas de hablar.
El guerrero piensa con cierta nostalgia, lo bueno que hubiera sido no esperar a que se hiciera la madrugada para abandonar la casa sin ser visto.
El fantasma no piensa más que en destruir y provocar el máximo dolor posible en aquel cuerpo y en aquella mente. Ha vomitado ectoplasma de su ectoplasma al ser consciente de que ha muerto todo lo que un día amó.
Es su trabajo, piensa el fantasma. Ahora es la maldición de esa casa, no es para sentirse orgulloso; pero comprender siempre ayuda y ahora no hay nervios, no hay dudas. Ahora tiene todo el tiempo del mundo, que está en función del tiempo que pueda vivir ese gordo maricón.
Y así, cumpliendo su misión, arrastra por un pie al guerrero, hacia el salón. No le cuesta mucho, ya que la sangre lubrica la superficie de contacto entre el suelo y la piel.
El gordo piensa que le va arrancar los pies. De los profundos cortes en los tendones apenas mana sangre; pero la carne se separa hasta mostrar el hueso y da escalofríos verlo.
Recuerda ruidos apagados, algo extraño y violento que escuchó desde su despacho, era en la habitación de David, apenas se levantó de la silla, aquel hombre irrumpió en la habitación, lo empujó y empuñó el martillo de la mesa, había claveteado el fondo de un cajón de la mesa.
El trallazo de dolor del primer martillazo fue lo peor, junto con el ruido de sus huesos quebrados, tras ese primer golpe, no hubo dolor, cuando la vida se escapa como el aire de un neumático, cuando el cerebro ha cortado el flujo del dolor ante el tremendo trauma, uno muere en paz aunque la boca aúlle de dolor.
Lo demás es fácil de imaginar. Le molesta especialmente la botella rota en el ano de Clara, primero la mató y luego se despachó a gusto.
El gordo no patalea, porque cada movimiento es un dolor espantoso.
El fantasma deja caer sus piernas cuando llega al centro del salón. Conecta la cámara al televisor, los fantasmas también tienen su grado de vanidad.
El guerrero no puede articular palabra y la sangre le deja sabor a hierro oxidado en la boca. Los dolores son más vivos y apenas puede pensar con claridad. Jamás había tenido tanto miedo. Dedica unos segundos a recordar a su hijo, ahora ya debe estar a punto de ir a la cama. Su teléfono móvil suena entre la ropa amontonada, su mujer debe estar preocupada.
El jamás hubiera hecho daño a su familia, mata lo que no le importa; no es tan malo como para matar a los que le quieren.
El gran momento emotivo de ternura del guerrero se va a la mierda cuando siente un dolor intenso en los testículos, no en ellos, sino hacia ellos. Una aguja de aluminio, ha volado por el aire, ha buscado su ingle y se ha clavado muy cerca de su pubis. Es una varilla para ensartar los pinchos adobados, es larga como una vida plagada de pena. Y está sucia, no resbala bien y siente que se le desgarra todo con cada centímetro que entra.
—¿Por qué me haces esto fantasma? —se lamenta el pincho.
—Luego te limpio; pero te necesito, nos ha matado a todos, es una mala persona.
El pincho calla; pero no le gusta demasiado la idea.
La aguja cambia de trayectoria, parece haber encontrado un espacio sin músculo, un hueco. Es una gran vena. La larga púa se inclina ahora para ganar horizontalidad y como un catéter entra en el torrente sanguíneo arrastrando suciedad; pero sobre todo dolor.
El guerrero de la espada, se partiría la lengua con los dientes si pudiera usar la boca. Ahora la aguja hace círculos para hacerse espacio entre la carne y la sangre mana más alegre. Ya no piensa, ya no hay conciencia racional. Todo su cerebro intenta organizar miedo y dolor.
En un instante de claridad, recuerda a sus víctimas y sus gritos, algunos suplicaban no morir si conseguían sobrevivir al primer golpe. Tenían razón, él mismo, si pudiera hablar, pediría a Dios ayuda y perdón. Siente que le arrancan los cojones y sus uñas se separan de la carne cuando se intentan clavar en el suelo buscando apoyo, buscando alivio y descargar a masa toda esa corriente de dolor.
Puede ver en el televisor la aguja entrar y salir, haciendo de baqueta; el orificio por el que ha entrado parece un cráter y cuando la aguja sale, un chorro intenso de sangre, que aminora y gana presión con cada latido del corazón.
El fantasma se dirige a la cocina y limpia el pincho.
—Gracias, amigo —susurra perdiendo la vida que no quería.
El fantasma oye a sus espaldas un tremendo alboroto. Hay voces en gallinero de público que no está contento con la película.
Un marco de fotos colocado encima de una cajonera ha recibido un buen chorro de sangre, así como la figurita de un payaso de cerámica Lladró y las patas de una silla,
—¡Qué asco! ¿Qué ocurre?
—Que alguien corte la sangre, estamos viviendo.
—Esto huele fatal
Son las voces que se quejan.
El fantasma mira por la ventana de la cocina al negro cielo intentando hacer acopio de paciencia. Para ser cosas, son muy delicados. Les pasa como a los humanos. ¿O tal vez es que se infectan de humanos?
—¡Callaos! Tiene que morir, no puedo estar pendiente a cada momento de si la sangre os salpica. Si no calláis os meteré entre las tripas de los muertos que hay en las habitaciones y viviréis durante horas.
Obedientes las cosas callan.
El payaso quisiera poder moverse para apartar una gota de sangre que inunda sus ojos y su boca.
Un tapón de corcho vuela por el aire y se introduce sin cuidado en el agujero por donde mana la sangre. El guerrero da cabezazos de dolor en el suelo durante el proceso.
—Guerrero, tú das muerte y ahora vas a recibir muerte. Es una muerte demasiado digna, no la mereces. Estoy tentado de cortarte la cabeza con la espada y acabar con esto de una vez.
El gordo guerrero concluye que maldita sea su suerte y la falta que le hace la jodida dignidad. Si hay posibilidad de que las cosas vayan mal, van a ir a peor siempre. Es otra de las constantes universales.
Unas grandes tijeras de cocina vuelan por el aire, se abren y se cierran velozmente; el fantasma está perfeccionando sus habilidades y ya ha aprendido a disfrutar de su trabajo, dándole así personalidad al acto de torturar.
Con dos patadas ectoplasmáticas separa las piernas del gordo y acto seguido y como si recortara con cuidado una noticia o una foto de un periódico, corta el saco testicular. El guerrero que a pesar de ser un obeso desagradable, es fuerte; no tiene la suerte de desmayarse, ni siquiera cuando siente que de un tirón le arrancan los testículos desnudos y se rompen las venas, nervios y conductos que les dan vida.
Su cabeza sangra, se ha abierto de tanto golpear desesperadamente el suelo.
El fantasma se da cuenta de ello, y coge el mullido cojín de un sofá y se lo coloca bajo la cabeza para que los siguientes golpes que aún ha de dar, no lo dejen inconsciente.
El cojín cobra vida de repente, el fantasma escucha su lamento al tomar vida.
—Ni una palabra, que me tenéis contento. Si hablas te quemo. Ya te limpiaré.
El cojín calla como un niño enfadado.
El fantasma coge el pequeño pene y tira de él.
—Esto ya no lo vamos a necesitar ¿verdad?
Si pudiera hablar el guerrero, le diría que aunque no lo necesite, tampoco le molesta tenerlo colgando entre las piernas.
Pero en lugar de ello se limita a golpear la cabeza contra el cojín. Ahora ya no hay dolor en su cabeza y las tijeras cortando ese músculo cavernoso no acaban nunca su trabajo. Algo pesado e invisible inmoviliza sus muslos aplastándolos contra el suelo. El televisor emite una película en la que él es el protagonista. Las tijeras se esfuerzan por cortar esa carne correosa, y son necesarios muchos cortes para acabar de separarlo del cuerpo.
Sale mucha sangre; puede que tenga suerte y se muera ya. Miedo no tiene, desde que se tragó sus propios dientes, sabía que de allí no salía; pero dolor... Eso es el puto dolor en estado puro. Ojalá hubiera podido hacer disfrutar así a sus víctimas. Las prisas nunca son buenas.
El fantasma silba levitando hacia el lavabo, sin hacer caso a la tijera.
—¿No podrías usar un cuchillo? O la espada. Déjame seguir muerta, por favor. Huele mal, me siento sucia.
Al cabo de unos instantes, llega al salón una caja de compresas.
Le coloca dos en la zona genital para obturar la importante hemorragia. Ha cogido los testículos y el pene del suelo. Parecen volar hacia el cubo de la basura.
El guerrero piensa que es un tanto absurdo ese afán de limpieza. Que van a incinerar sus cojones y su polla en una maloliente planta incineradora; no hay derecho...
Se le cierran los ojos por el sopor de las masivas hemorragias. No sabe si se ha meado o sale sangre de donde un día tuvo los cojones. La televisión muestras a un hombre ensangrentado cuya cara ha sido destrozada de nariz para abajo, el hematoma ha hinchado sus ojos y parece un perro al que casi le han arrancado la mandíbula inferior.
Y mientras se mira, casi extrañado, las tijeras, quejándose de nuevo de tener que tocar lo humano y empaparse en sangre, cortan un pezón y luego otro. No hay parangón con ninguna otra dolorosa experiencia, el dolor es un castillo de fuegos artificiales que con un bramido nacido de lo más profundo de su ser, estalla en su cerebro transportándolo a una locura donde el dolor se respira, se come, se bebe.
—Gordo maricón, triste guerrero. ¿Cuánto dolor aguantarás valiente asesino traidor? Vivirás mucho tiempo, más del que crees. Has matado a mi hijo, a mi mujer ¿por qué la tenías que denigrar metiéndole la botella en el culo? Mataste mi cuerpo. Si existiera un cielo o un infierno, tendrías tu castigo, pero no hay eso, uno vaga por el mundo de la misma forma que respira en la tierra, de la misma forma que vas a morir entre grandes dolores.
Una mano invisible ha cogido su mandíbula y se la mueve con furia.
—Despierta maricón, no te duermas, hoy hay ración extra.
—Fantasma, yo no quiero cortar más, tírame a la fregadera ya —lloriquea la tijera.
El fantasma se dirige a la cocina y deja la tijera bajo el chorro de agua. Y éstas se libran de la vida en un murmullo de alivio.
Una olla flota, se llena de agua y se posa en la cocina.
El guerrero no quiere nada de comer, no tiene hambre y no tiene curiosidad alguna.
—No te veo simétrico —dice la voz que mata a dolores.
¿Qué coño quiere decir? Piensa en voz baja el guerrero, hasta imaginar el movimiento de su mandíbula duele.
Un silbido tranquilo, una puerta que se abre, una puerta que se cierra, un martillo que vuela. Y se estrella contra el lado intacto de la mandíbula que se descuelga por completo y ahora se apoya más relajada en su pecho.
Su lengua cuelga sin un lugar donde posarse, es enorme la mandíbula fuera de contexto. Sólo se aguanta por una pequeña tira de tejido. El dolor lo siente en la mandíbula de arriba, la de abajo está ahí; pero no duele. Aterroriza indoloramente.
—A lo mejor eres un poco duro de oído y no oyes lo que grita la gente cuando la matas. Pero tú no vas a gritar –chirria el fantasma muy cerca de su cara y con cuidado con no rozarse con la piel cerduna.
La laringe casi asoma por encima del cuello sin la mandíbula que la proteja. El cuchillo se hunde suavemente en ella. La ectoplasmática habilidad mueve el cuchillo para estropear la laringe y los intentos por balbucear cesan.
La nariz gotea sangre. Las manos han quedado muy quietas y el único sonido, es el escape libre de los pulmones con sus rápidas y cortas inspiraciones propias de un shock traumático.
El guerrero tiene la apariencia de una carcasa vacía, apenas queda vida en él.
El fantasma flota frente a él y observa su obra, no se siente emocionado, ni siquiera ha habido demasiada ira en los actos. Se siente simplemente en paz, las cosas, por primera vez desde que nació, están bien. Él está en el momento y lugar adecuado. Y el gordo guerrero también.
El cuchillo está gimiendo, en su punta hay un trozo de tejido glandular pinchado.
—Tranquilo cuchillo, te limpiaré
Se acerca al gordo y extrae el tapón de corcho que le ha insertado en la ingle y tira de él. Los ojos se abren con gran intensidad y un chorro de sangre vuelve a salpicar la foto en la que su hijo y su esposa sonríen a la cámara vestidos con gruesas ropas de invierno. Hay nieve y sus rostros están enrojecidos por el ejercicio de una guerra de bolas de nieve.
El marco lanza un chillido agudo, casi femenino al cabo de unos segundos, cuando la sangre le da vida.
Vuelve a insertar el tapón cuando escucha el ruido del agua hirviendo en la olla.
Seguramente el último acto.... Aunque es posible que no. Seguro que no ocurre nada bueno cuando se mete vinagre en la sangre. Casi alegre, levita a trompicones hacia la cocina, la puerta del primer armario se le escapa de entre la no-materia de sus dedos. Se concentra y consigue abrirlo por fin. Encuentra una botella de vinagre y un embudo.
Saca el tapón de nuevo, clava en el agujero del muslo el embudo y lo llena de vinagre. Pasan unos segundos hasta que el guerrero empieza a convulsionarse y su cabeza parece un martillo pilón contra el cojín, la mandíbula se desgarra completamente, descansa tranquila y rota entre sus piernas.
El fantasma lo mira atento curioso, el sufrimiento es algo que le hipnotiza, ya nunca sufrirá y se siente bien viendo sufrir al guerrero. El agua hirviendo borbotea furiosa en la olla.
La coge sin ningún temor porque los fantasmas no se queman, hay ventajas en el otro lado.
Saca el embudo de la pierna y lo clava en un oído. Cuando vierte en él el agua, los pequeños trozos de mandíbula aún sujetos a la articulación se mueven, sin duda alguna expresando algún grito de dolor.
El embudo también es muy delicado y quiere salir de ahí dentro. El resto del agua lo vierte en el pubis protegido con compresas ya secas de sangre y el suelo del piso se convierte en el de un matadero.
El fantasma se queda allí flotando, de nuevo frente al gordo. El guerrero ya no piensa nada, se ahoga entre locura y terror. En algún momento piensa que debería salir de la casa antes de que amanezca, para no levantar sospechas. Como si el dolor lo hiciera aún más imbécil.
Todo su cuerpo es un espasmo y de lo que le queda de cara mana un vómito lento que se escurre por su cuerpo grasoso y sucio de sangre y mierda
Si el fantasma pudiera oler, sería todo una ópera a la repugnancia.
Los globos oculares casi han reventado con el agua hirviendo y los párpados se han replegado tanto que han desaparecido; con las breves y rápidas inspiraciones, parecen saltar de sus órbitas por momentos.
Una ventosidad final y una desleída diarrea es el último suspiro del guerrero.
De hecho, su mente se había ido un cuarto de hora antes a pasear por lejanas galaxias donde encontraría buenas familias a las que masacrar.
El fantasma se encuentra solo, de repente. No sabe que hacer. Zarandea la cabeza del gordo con la esperanza de arrancarle algún estertor.
No ocurre nada.
Le arranca las compresas pegadas entre los muslos y se dirige al pasillo. Unta con ellas las alas del angelito de arcilla.
El angelito se lamenta, sus ojos están tristes.
—¿Otra vez, simpático fantasma? No quiero tener vida, amigo. Límpiame, deja que siga muerto, no me hagas esto.
—Angelito ¿Era esto lo que tenía que hacer por él, por ellos, por nosotros?
—Sí, fantasma. Por él, porque lo peor estaba pudriendo lo bueno en su cerebro. Estaba sufriendo desde muy adentro. Lo oímos todo. Por nosotros, por los vivos que ahora mueren, por los inanimados que no queremos vida. Por ellos, por los que estaban por morir.
—No he sentido nada Angelito, no he disfrutado torturándolo, ni tampoco ha sido desagradable. ¿Es así la vida de los fantasmas?
—No lo sé bien, fantasma triste; pero los he visto alegres. Algo falta para que la justicia que has impartido te haga feliz. Ellos te miran desde su limbo de pena, tus seres muertos. Necesitan la venganza, una prueba de cariño total. Los detalles importan, simpático y triste fantasma. Algún detalle: quien a hierro mata a hierro muere. En el mundo de los flotantes, la venganza ha de ser completa y ejemplar para que seas feliz y puedas disfrutar de las emociones que ahora te faltan.
—¿Puedes sacar esta mierda de mis alas ahora?
El fantasma entra en la habitación de matrimonio, la botella que desgarra el ano, ha callado. La sangre ya está demasiado seca. Arrastra una sábana que no puede pasar a través de la pared y saliendo por la puerta, limpia las alas del angelito.
—Gracias, amigo, no te molestaré más.
El angelito le sonríe un poco cansado.
Como si la vida agobiara.
Entra en su habitación, su cuerpo sigue desmadejado, ahora contra la silla, en el suelo, después de que el guerrero lo moviera al caerse tras el primer martillazo.
Coge la espada y se dirige al salón con ella. Escucha un murmullo de voces que va creciendo en intensidad.
En el salón están ellos, su mujer y su hijo y otros diez fantasmas más.
Le sonríen y aplauden al entrar. El televisor sólo muestra una espada flotar en el aire.
—Vamos, Nacho, mi valiente guerrero. Que el hierro mate al hierro.
—Vamos papá, tú puedes. Te esperamos.
—Animo amigo, un buen golpe y nos vamos a tomar un ectoplasma bien fresco.
Y así cada una de aquellos fantasmas le dirigió su saludo de apoyo y admiración.
—¡Va, va, va, va, va...! —jaleaban en coro todos aquellos fantasmas.
El retrato manchado de sangre apenas se queja, la sangre apenas tiene vida. Es ya una costra.
Levanta la espada en alto y la hace bajar con toda su fuerza contra la frente del guerrero gordo.
La espada penetra en la carne y parte el hueso.
Un fantasma silba haciendo silbato con los dedos en la boca.
—Otro mandoble más y es tuyo.
Con dificultad consigue desencajar el filo de la espada. Lanza otro fuerte mandoble, que consigue romper y separar más el hueso, de tal forma que aflora un hongo de carne blanca, una hernia de cerebro entre la fractura.
Clava la espada en la barriga del gordo para no dejarla caer al suelo.
Los fantasmas espectadores aplauden felices.
El fantasma tira de aquel hongo y consigue sacar el cerebro sin que se rompa demasiado.
Lo exhibe a su familia y amigos, alzándolo en su mano gaseosa.
El aplauso de su público es apoteósico
—Aquí está el mal —grita ectoplasmáticamente, en silencio.
Puede parecer incongruente, pero ellos se oyen.
—Que no quede nada de lo que un día fue —le responden en coro con una letanía repetitiva y lóbrega.
Lanza los sesos contra el suelo y con la mandíbula del guerrero gordo lo machaca.
Cuando la quijada grita que no quiere vivir otra vez, la deja caer al suelo.
La mandíbula suplica ser limpiada.
Los fantasmas se funden en un solo ectoplasma convirtiéndose en una inmensa nube de alegres colores. Es precioso.
Y ninguno limpia la quijada del guerrero.
Toda aquella materia que no era, se esfumó entre gritos de alegría y enhorabuena.
La quijada seguía quejándose de su apestosa vida.
—A mí no me mires, yo no puedo moverme —le respondió la espada.
—La vida es una mierda —suspiró la quijada.
El angelito había recuperado su sonrisa bonita y aunque se desprendió de su clavo y cayó al suelo rompiéndose, siguió no viviendo muy feliz. Al fin y al cabo las figuritas se rompen. Está bien, es el orden de las cosas.
—La justicia siempre es hermosa —piensa alegremente roto.


Iconoclasta

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