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14 de noviembre de 2009

Quién soy



— ¿Quién soy?
El pequeño se acercaba por detrás de su madre, sigilosamente. Se le escapaba una risa traviesa que ella escuchaba divertida, simulando estar mirando la televisión.
— ¿Quién soy? —le preguntó el niño tapándole los ojos con las manos.
Y como una flecha directa a la frente, una sucesión de emociones y recuerdos invadieron su mente.
— No lo sé... —se le escapó en un susurro.
— ¡Mamá...! —exclamó desencantado el pequeño Víctor.
—Eres un osito de peluche —respondió Julia.
— ¡No! ¿Quién soy? —volvió a preguntar el pequeño.
—Eres un rollito de primavera... ¡Qué me voy a comer de un bocado!
Julia se giró en el sillón y atrapó a Víctor. Lo sentó en sus rodillas y le dio besos, le hizo cosquillas hasta que al pequeño le falló la voz de tanto reír.
Cuando ambos se calmaron, Julia se puso en pie.
—Y ahora a la cama, ya es tarde.
—Un rato más.
—Mañana hay cole y siempre que te quedas a ver la tele, no hay quien te despierte.
“¿Quién soy?”
“No lo sé...”
Una vez supo su nombre, y lo olvidó.
Estaba cansada.
Cansada de un largo día de trabajo, cansada de un marido que trabajaba las noches y el día dormía. Cansada de estar caliente.
Arropó a Víctor y aprisionado entre las sábanas, aún le hizo más cosquillas. Le besó y se desearon buenas noches. Apenas apagó la luz del cuarto y entornó la puerta, Víctor bostezó y lanzó un suspiro de cansancio. En apenas unos minutos se quedaría profundamente dormido.
“¿Quién soy?”
“No lo sé...”
Cuando la casa quedaba en silencio, Julia clamaba por aquel ser que reinventó aquel juego infantil, un juego que se abría paso en su deseo y en su mente como un cuchillo al rojo vivo. Que hacía arder su piel y su sexo ahora sensibilizado por recuerdos y emociones.
Cuando se quedaba sola, cuando el peso de la ausencia de aquel que no recordaba se convertía en ansia, soñaba con su aliento en su nuca.
“¿Quién soy?”
Instintivamente presiona los muslos para retener el agua que le mana desde lo profundo y la empapa. La humedad de su sexo ceba más el deseo y sus dedos se insinúan en el elástico de la braguita; con los labios entreabiertos, exhala un suspiro lento y prolongado.
El olvidado. El ser que aparecía y la obligaba a darle la espalda. Como si el amor que ambos consumaban fuera a escapar al mirarlo directamente a los ojos.
Es mejor amar a alguien olvidado que morir sola.
Sólo ellos dos podían amar y amarse. Se dieron cuenta de que en realidad nadie existió antes, nadie existiría ya. El círculo se había cerrado en aquella vida.
El otro, el que no amaba, era su marido; el bueno, el que no excitaba el flujo de su sexo con el caudal que producía el que se obligaba a olvidar en cada encuentro. Era aquel, el desconocido, el que catalizaba en su sexo un lubricante denso y abundante que en ese mismo instante, estaba alimentando su libido. Mojando la cara interior de sus muslos.
Los dedos acarician el rasurado monte de Venus, suavemente, acercándose demasiado al vértice del placer.
El que no amaba trabajaba las noches. Todas las noches del mundo en la fábrica de botellas de plástico.
“¿Quién soy?”
Aquel al que olvidaba y que cada cierto tiempo le enviaba un mensaje que decía: “Quiero follarte”, hacía que se derramara en agua y que sus propios dedos dieran paz a un sexo que hervía, que parecía sudar.
Era alguien que hablaba con ella en el café, durante el desayuno en la fábrica. Era alguien con quien intercambió un número de teléfono. Era un compañero de trabajo de una mirada intensa que clavaba en sus pechos con ruda fiereza. En su sexo cubierto que ella sentía arder.
Un mensaje hace tiempo, hace semanas, hace años.
Podrían haber pasado siglos.
“Quiero follarte”.
Una respuesta: “A las 22:30 en mi casa”.
Dejó la puerta de entrada abierta cuando lo vio aparcar el coche frente a la puerta. Se dispuso a preparar unas bebidas. Víctor estaba en casa de sus padres, porque estaban pintando y renovando la decoración de la habitación del pequeño.
Estaba sola...
—¿Quién soy? —le preguntó en un susurro que le erizó la piel, tapándole los ojos suavemente desde su espalda.
—Eres...
Julia intentó decir su nombre y aquel al que olvidaba, le cubrió los labios suavemente con una mano.
—No lo digas, mi amor. Que no acabe el misterio jamás, que podamos continuar durante toda la eternidad este juego de deseos e ignorancias alevosas. Premeditadas.
—Eres...
—Olvida mi nombre y deja que mis manos cubran tus ojos todo el tiempo posible, todo el tiempo del mundo. Seamos tramposos y que nunca me separe de ti.
—Eres...
—Nuestro destino es un juego de ciegos y tontos. ¿Quién soy?
—No lo sé —respondió Julia como en un sueño.
El dedo corazón, ávido ha encontrado el mismísimo centro del placer y lo presiona, lo acaricia. Sus pechos están duros hasta el dolor. Se lleva el dedo empapado de sí misma a los pezones y bajo la camiseta los unta de deseo puro. Reaccionan casi con dolor a esa baba cálida.
“¿Quién soy?”
“Eres...”
Recuerdos, placeres en el cerebro y entre las piernas. Ahora en sus dedos.
“Nunca me recuerdes porque temo que cuando me conozcas, llegue a ser uno más, un vulgar”.
Julia se quitó el pantalón del pijama, y se sentó frente al televisor apagado, la pantalla la reflejaba. Su media melena negra, oscilaba al ritmo de sus caricias. Ojos negros y felinos se entrecerraban de un placer próximo a la explosión de una estrella. Separó las piernas y observó con creciente excitación la mancha oscura en sus braguitas.
“Dame la oportunidad de ser especial para ti, toda la vida a ser posible”.
“No lo digas, no lo adivines jamás”.
“Sólo soy algo, eso que te ama”.
“Calla mi vida, suspira y gime. Nada más, por favor. No soy”.
Cada ruego, cada frase la sumía más en el olvido, la empujaba a follar a un desconocido en cada encuentro. Cada cita un descubrimiento.
A veces insistía:
—Eres...
Su dedo se ha introducido profundamente en la vulva y encuentra el bendito agujero por el que todo fluye.
Por donde él se la mete, y la empuja y la llena.
El olvidado...
—Por favor, no lo digas; no me despojes de misterio. Déjame seguir siendo el extraño por el que cada día luchas por recordar. Borraré tu memoria mordiendo tus labios, atenazando tu coño con mi mano, con la violencia de una pasión desbocada. Joderé hasta tu memoria.
El olvidado era implacable y hendía el cuchillo en su memoria desgarrando.
Desgarraba su coño y su ano.
Ahora son tres dedos mojados de si misma, que salen resbaladizos para acariciar los dilatados labios entre sus muslos. Resbalan sobre la dura perla del placer que ahora azota sin cuidado llamando a la lujuria, ordenándole que le traspase el vientre y se enrosque en sus pezones. Que se los arranque, el relámpago del goce.
Y su cuello se tensa, las venas se han dilatado para llevar el máximo placer al cerebro. Venas que vienen directas de su sexo hirviendo.
Sus muslos se alzan temblando y un fino hilo de baba se desprende de entre sus labios y su sexo, manchando la tapicería. Las bragas, en algún momento han caído al suelo.
El teléfono avisa de un mensaje y corre hacia el bolso.
Y aún con los dedos mojados, pulsa las teclas para leerlo.
“¿Quién soy? No me mires, gírate cuando entre en la casa. No sepas quien soy”.
—¿Quién será? —se pregunta en voz alta.
Se sienta en una silla de respaldo recto, dando la espalda a la entrada.
La puerta se abre y los pasos se hacen familiares.
¿Quién es? Su deseo ha borrado la memoria y su volición es seguir el juego, abandonarse a esa isla de misterio y placer, rodeada por todas partes de hastío y monotonía.
—¿Quién soy? —las manos del desconocido cubren su rostro.
Las manos de quien olvida son diferentes a como las recordaba. Si algún día lo hizo.
Y su voz.
Tal vez el juego va tan lejos que su mente se ha girado también de espaldas al amante. Como cierra los ojos cuando él se come su boca.
Como su cuello gira rompiéndose con un trallazo de dolor cuyo grito no tiene tiempo de expulsar. La muerte se propaga más rápida que un orgasmo.
Y los ojos de Julia miran sin pestañear el rostro de aquel al que no quería, y más allá la del olvidado sobre un charco de sangre en la entrada de la casa.
El que no era querido por su mujer, se sienta en el suelo y llora la letanía del olvido balanceándose mecánicamente adelante y atrás.
—¿Quién soy? ¿Quién soy? ¿Quién soy?...
Tantos años recordado... El también tenía derecho al olvido.
Él también tenía derecho a su misterio.
A una isla en medio del Mar de la Repetición.
Y olvida quién es ella y acaricia el sexo muerto, el coño aún húmedo por obra y gracia del olvido.
El frío coño del recuerdo.
El pequeño Víctor con sus enormes ojos abiertos, en la puerta del salón, se pregunta si es un sueño, si un día olvidará que despertó y no entendió toda aquella insania.


Iconoclasta

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