Los dedos solitarios se tornan fríos como la escarcha que en la madrugada se forma robando el poco calor que los seres guardan en su interior.
En los dedos solitarios, el frío se posa primero en la piel, en segundos se filtra hacia la carne y luego, imparable, enfría la sangre que contienen, que es bombeada gélida al corazón y al cerebro.
No importa lo mucho que te abrigues, el frío ya está dentro. Te congelas desde el alma hacia los pies; por dentro y desde dentro.
Y es entonces cuando piensas en las cerúleas pieles, en las uñas amoratadas, en párpados que se abren repentinos sin voluntad y los dedos misericordiosos que los cosen.
Sin embargo, el frío de la soledad no mata, se queda en el justo grado de helor para que puedas escribir de tu desprotegida piel, del calor que sabes que no llegará nunca. Tomas la pluma y escribes frío tras frío, como en épocas antiguas de mantas en hombros y piernas y unos dedos demasiado rígidos, a la luz de un pábilo agitado por la tristeza.
El frío de la soledad no te mata, solo espera y asiste frotándose ávidamente las manos, a tu suicidio.
Te asomas a los vidrios sucios de la ventana, para ver la luna lanzando sin piedad sus rayos de hielo sobre la faz de la atormentada tierra.
Sobre ti.
Y observas la piel que el frío ha cortado, que apenas contiene la sangre de tus dedos y vuelves a la mesa a seguir escribiendo; porque así haces tu pensamiento sólido, multidimensional; puedes incluso sentir su dureza en la oscuridad al pasar los dedos por él.
Existes más que en ningún otro momento de calidez.
El mecanismo es preciso, es certero; sino tienes la piel que te ha de confortar, la escribes y describes en un paranoico concierto de rasguños y golpes de plumín sobre el papel y la mesa. Haces tu tragedia tangible y mensurable. Y todo ese esfuerzo se convierte en calor.
El papel arde con letras al rojo vivo.
La transmutación del pensamiento en materia, solo es posible cuando hay una fricción que provoca el calor, cuando es tu gélida y desconsolada sangre la que escribe.
Luego, en un rincón oscuro donde no llegue la luz de la vela que tiembla, te llevarás al pecho esos pensamientos arrugados con los puños crispados y llorarás una cálida tristeza. Te sentirás trascender, concluirás que amar es tragedia. Que la voluntad y la soledad son los dos átomos que forman la molécula de la libertad. Y la libertad es creación.
Y se sabe que todos los partos del mundo duelen.
Eres un privilegiado al hacer materia del amor. Un combustible.
La soledad a esas alturas de la madrugada, es un cigarro entre los dedos y unos ojos que se cierran con sueño ante el papel. Es una sonrisa triste al meditar sobre tu propia locura.
La fría soledad se esfuma lanzándote imprecaciones, porque hoy no habrá suicidio. O al menos, ahora.
Guardas ese papel arrugado en un cajón con la ingenua esperanza de que un día, vivo o muerto, tenga entre sus manos la masa de tu pensamiento y sepa así que no fueron solo palabras, si no sueños que congelaban el alma.
Iconoclasta