Dice que no; pero los muslos se separan ante mis dedos que hurgan en las bragas y se deslizan despegando la compresa de los labios constreñidos. Y no puede evitar gemir ante la invasión de la mano aliviándola de la asfixiante mordaza en su coño.
La vagina arde y palpita en mi mano anegada de su vida misma.
Temo correrme sin tocarme, sinceramente.
Mis dedos literalmente despojan a la sangre de su dolor. Y suave se adivina emerger un orgasmo sereno y potente. Mis dedos y la ruda textura de la compresa forman un caos ahí abajo que eriza sus pezones.
Me empuja los dedos con los suyos a lo más profundo.
No es fetichismo, no es por la sangre; es el placer per se.
La paranoia del deseo atávico, sin contemplaciones.
No importa dónde, no importa cuándo, no importa cómo.
Importa correrse.
Importa sentir su paroxismo de placer. La sangre amasada y coagulada entre mis dedos y uñas es solo consecuencia, no es devoción.
Si no fuera incrédulo diría que es la comunión de la carne y la sangre.
San Valentín ha tirado baja la flecha.
Y en eso estoy, reparando su mala puntería.
O tal vez perfeccionándola.
Se arquea en el clímax con los dedos ensangrentados aferrando mi pene.
Es el día de los enamorados inescrupulosos…
Iconoclasta