17:52 de un apestoso día como otro cualquiera
en una plaza comercial, en la fila de caja de una hamburguesería de esas que regala
mierda con cada cajita gozosa para los niños. Y algún descerebrado de más de
veinte años que también las compra, claro.
Estoy de vacaciones y cuando mi mujer trabaja,
si no me la follo me aburro, así que salgo para distraerme y ver mundo.
Tengo ocho personas u objetos animados delante
de mí para hacer su pedido.
Enseguida, mirando sus caras y sus ademanes,
me doy cuenta de que los seis primeros y una tía buena con blusa transparente,
van juntos. La tía buena resalta entre ellos una barbaridad, viendo quien es su
novio, imagino que debe tener algún daño cerebral, pobre chica. O tal vez sea
una furcia muy necesitada. Me inclino por su daño cerebral, porque su novio no
tiene cara de poder pagar ni una mamada en el dedo índice de su dedo izquierdo.
Es de mediana estatura, buenas tetas y un sostén que no es un Victoria Secrets,
pero le queda bien, me gusta que transparenten su ropa interior, me ayuda a
follar y masturbarme. Su piel es bastante blanca.
Le daré mi tarjeta de visita para follármela
en la fábrica de condones, luego, cuando los otros se estén cebando con lo que
encarguen. La voy a volver lista abriéndole el cerebro a otras dimensiones a
través del culo con la nueva gama de condones Hard Culinos from The Hell.
Los otros son una sarta de super bronceados de
nacimiento, de ese tipo que crees que son sucios sin fecha de caducidad. Es
curioso lo lejos que llegaron los gitanos para follar, seguro que mucho antes
que Colón el maricón. Hay dos niños de unos 10 y 12 años, una niña de 14, el
novio de la retrasada mental buenísima, que tiene pelo-casco de moco de gorila
y negro como el tizón. Otro muy parecido
al novio, que debería llevar esponjas en los incisivos para no rayar el suelo.
Mismo pelo, pero en forma de cuña, que a esta raza les mola mucho y no sé
porque. Al final ni parecen mohicanos, ni soldados de fuerzas especiales. Tal
vez se parezcan un poco a los dibujos de ánime, que imagino que a falta de
cultura y dinero para ver otras cosas de más calidad, se han puesto hasta el
culo en la infancia de ver teleseries de esos dibujos japos; cosa que deja
huella quieras que no, en esos cerebros tan lisos y moldeables que hay bajo
todo esos kilos de fijador a granel.
Y completa el circo una vieja de
aproximadamente unos 60 años que parece tener 90. Es como un títere que solo se
mueve cuando el resto de la tribu la estimula con un grito que solo ellos son
capaces de entender.
La niña lleva unas plataformas en los pies de
mujer de cuarenta, los niños y hombres, todos calzan zapatos muy elegantes,
negros, desgastados hasta ver el forro sintético presionado por sus
indudablemente largas uñas y con unas punteras que te hace pensar en las
babuchas de Aladino. Deben pertenecer a una raza que se denomina Nacos. Lo he
oído alguna vez.
Con dificultad, y algunos babeando, piden sus
refrescos, patatas fritas y algún café; pero nada de carne, no creo que sean
vegetarianos, simplemente son pobres, eso sí, con mucha gomina.
Gente humilde... Bueno, sin eufemismos, son
más míseros que las ratas.
Con los pobres hay que tener mucha paciencia
porque sus cerebros son tan lentos, que uno solo requiere la ayuda de otros
tres de su clan para elegir el puto refresco pequeño de mierda que va a elegir.
Y si el cajero realiza alguna pregunta
estúpida como: ¿azúcar o sacarina para el café?, los seis (la tía buena retrasada
se ha retirado de la fila porque no quiere nada, seguramente su novio ya la ha
hartado de leche en la choza de cubículos con catres separados por viejas lonas
de propaganda de partidos políticos), clavan sus ojos negros de gruesas cejas
en el rostro del cajero, se hace un silencio intenso en el local, de sus labios
abiertos se deslizan unos hilitos de babas, que dulcemente se convierten en
gota para caer en las largas punteras de sus calzados.
Cuando todos los clientes pensamos que nadie
será capaz de responder, dice el de los dientes de morsa algo así: "ucar
pché jero, ... pta mdres". Y el
cajero de alguna forma lo entiende y sonríe como un idiota. Todos respiramos
aliviados tras acabar el tenso suspenso que ha provocado el cajero con su
estúpida e imprudente pregunta.
Y no es por echarle más mierda a la mierda,
pero son pobres por alguna cuestión genética, y cuanto más pobres, más lerdos.
No es racismo, es simple biología aplicada.
Por si no hubiera habido suficiente espera,
para esos lerdos endogámicos de ambiente marcadamente rural, llega la hora de
pagar. Por seis productos han conseguido pagar menos de 75 pesos (si es que
saben montarse unas fiestas con tan poco dinero...). Cuando el cajero les
repite tres veces la suma, todos miran a la vieja de pelo cano, sucio muy
sucio. Y con una cola que parece una brocha de pintor roída por el perro
juguetón que siempre tienen en los tejados de sus casas todos los habitantes.
La vieja no se entera, se debe pensar que le miran sus tetas, cuyos pezones
llegan hasta las rodillas y apuntan con una perfecta verticalidad al suelo. Y
sonríe mostrando su único incisivo feliz ella. Es pobre...
Es entonces cuando uno de los niños le da unos
golpes en el codo diciendo "ela, ela". La vieja se sobresalta y con
una lentitud perfecta, en la que da tiempo de calcular los ángulos de sus
brazos por cada movimiento y hacer el pronóstico del tiempo con cuatro días de
antelación, saca del bolsillo de su bata de casa color azul cielo, un monedero
pequeñísimo, tan pequeño que nadie pensaría que pudiera llevar más que algún
par de bacterias dentro.
Pues aunque nadie lo crea, consigue sacar un
montón de putas monedas de un centavo y dos, que tarda en contar como si fueran
quince millones. El café ya no humea en el mostrador, se ha enfriado hace un
par de horas ya. Cuando se las da al cajero que le llegan en una cadena humana
de seis bronceados, en la fila de al lado ya han atendido a diez clientes.
Ya solo queda delante de mí un chico bajito,
de hombros caídos, cabeza hacia adelante, gruesos brazos con vello pelirrojo y
cuello de toro. Es un síndrome de Down, un mongol. Así que respiro hondo para
acopiar paciencia.
Está más nervioso que un desdentado queriendo
partir un garbanzo frito. Apenas ha comenzado o "principiado" a
retirarse la comitiva de aldeanos endogámicos con sus míseras consumiciones, el
mongol se acerca rápidamente a la caja empujando a la vieja sin disimulo alguno.
Como estos individuos son dados a gangosear,
le pide algo al cajero que nadie entendemos. El chico se gira hacia mí y con la
mirada me pregunta si el pinche cajero es imbécil o qué. No le digo nada, solo
veo con fascinación e incomodidad sus ojos bizcos que parecen mirar a alguien
muy lejano tras de mí.
Se gira de nuevo hacia el cajero y le señala con
insistencia lo que quiere en el tablón de productos, al tiempo que le deja un
billete en el mostrador y dice algo así como "pinche puto caguego".
Tiempo de elegir tres refrescos, dos de
patatas fritas y un café para los aldeanos: quince minutos.
Tiempo de elegir el menú deseado por el
mongol: 3, 3 segundos, con pago incluido.
Cuando me acerco por fin a la caja, el mongol
ya está sentándose en una mesa a la que ha llegado sorteando a los seis
humildes que aún están decidiendo en que mesa amontonarse y embrutecerse. Por
lo visto, no les ha gustado que el mongol les ganara la mesa y dicen cosas
esotéricas entre ellos mirando al chico con rencor.
La tía buena se acerca a ellos acomodando ostentosamente
y sin demasiada elegancia, sus grandes tetas en las copas del sostén.
El cajero me pregunta que deseo e interrumpo
con un sobresalto el profundo repaso que le estoy dando a la Blancanieves que
va con los cinco enanitos y la abuela con muerte cerebral.
"Un paquete de Marlboro rojo" le
pido.
Me mira como si le hubiera enseñado mi enorme
polla, casi ofendido.
"Aquí no se vende tabaco ni productos
relacionados", me contesta.
Yo ya lo sabía, claro, pero es que cuando en
el cine no dan una buena película, puedes ponerte en la fila de cualquier
hamburguesería elegida al azar, con la total seguridad de que vas a pasar un
buen rato distraído.
Cuando salgo por la puerta, me encuentro a la
chica buena del grupo de rurales endogámicos fumándose un cigarro frente a la
entrada.
"Estás buenísima, ¿te puedo dar una
tarjeta de mi empresa para conseguir trabajo en mi departamento? Allí te
explicarán en qué consiste.
"Sale", me responde mascando chiclé.
Me acompaña el parking subterráneo sin avisar
a su tribu. Cuando abro la puerta de mi coche, se me caen dos monedas de veinte
centavos y las toma rápidamente. Como poseída, me empuja y me quedo sentado
frente a ella en el asiento. Me desabrocha el pantalón, me saca
la polla con habilidad y se la mete en la boca. Me encanta como la chupa, en
calidad y velocidad. Cuando me corro, se traga todo el semen sin dejar caer ni
una gota, no me ha ensuciado nada. Es hábil la hija de puta.
Tras eructar, me pregunta si me ha gustado.
Yo respondo que ha estado genial y con una
sonrisa que la convierte en idiota, me dice: "Ayer cumplí 14".
Por toda respuesta, en lugar de darle una
tarjeta de mi empresa, le doy cinco pesos que hay en el cenicero y se larga
contenta con las rodillas sucias y las punteras de sus zapatos de fino tacón
arañadas.
Arranco el coche y me voy a buscar a mi mujer
que ya me estará esperando a la puerta de su trabajo. A ver si me la follo
rápido, que la putita me ha puesto caliente.
Siempre tengo razón: hay cosas mejores que una
mala película para pasar el tiempo.
Siempre abundante: El Probador de Condones.
Iconoclasta