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14 de mayo de 2022

Miopía y accidente

Eres un maravilloso accidente en mi vida. Y te llamo accidente por lo sorprendentemente fácil que es amarte; como caer por un tropiezo y darse cuenta de que estás perdidamente enamorado.

De la forma más ilógica e inmadura.

Si tú eres un accidente elegante, ingenioso, irónico (cómo me haces reír), con unas sofisticadas clavículas y unos pechos hermosos y lamibles. Yo me siento como una piedra en tu camino.

O en tu zapato, irritantemente adentro (es mi fetichismo).

Y siento mucha angustia, temo por ti, por tu salud.

¿Y si tienes un agresivo astigmatismo, miopía o alguna patología como un absurdo daltonismo que en vez de cambiar los colores, cambia las formas y los rostros?

No creas que pretendo cuidar tu salud.

Te quiero enferma si ese fuera el caso.

Deseo que sigas viendo lo que no soy, que mi vejez y decrepitud sigan ocultas a tu amor. Ruego porque jamás acudas al oftalmólogo.

O al psiquiatra, aunque sea más grave.

Si pudiera, te mantendría engañada todo lo que me queda de vida.

Porque si te pierdo ¿qué me queda?

Este egoísmo mío es una lógica secuela del accidente que representas para mí. De amarte.

Y constituye una constante lucha por reparar este engaño al que estás sometida.

Temo algún día estropearlo todo y ser sincero. Llevarte yo mismo al oftalmólogo. No puedo reprimir estos accesos de ética que me sobrevienen.

Temo clavarme yo mismo el puñal y perderte.

Aunque también existe la posibilidad de que esté loco y tú no me ames. Tú no existas.

Entonces no te haría daño, no tendría la pesada carga de tenerte engañada.

Mi locura es la única posibilidad para seguir siendo tu piedra, solo a mí corresponde concertar cita con el especialista.

Así que no puedo ni quiero reparar este hermoso accidente, mi amor. No sé si estoy loco o tú estás ciega, pero el mundo está bien así.

Te amo, bella miope.



Iconoclasta

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7 de febrero de 2021

La velocidad del sonido


Pensé que llegaría un momento en la vida en el que me sintiera medianamente bien. Y cuando de nuevo escuchara Speed of Sound de Coldplay unos años más adelante, me reconociera de nuevo como un hombre pleno. Bueno… al menos vivo y con el cuerpo más o menos completo.

Tal vez alguna frecuencia de la música y la letra de aquella canción produjo una sorprendente reacción eléctrica en mi cerebro en el momento preciso. Una reacción de fuerza y ánimo contra todo pronóstico.

Me reconozco ahora que escucho la canción, cuando han pasado dieciséis años. Y he recordado con melancolía a aquel hombre más joven al que se quería comer la muerte trepando venenosa por una pierna dolorosamente rota… Y por ella, se asomó  a los pulmones, se extendió por los huesos, se hizo pus en la sangre, secó las venas y creó carne muerta. Y a pesar de toda aquella andanada de dolor y miedo, escuchando a Coldplay en una de aquellas infinitas mañanas rotas, postrado en un sillón con la pierna enterrada en yeso hasta la ingle y palpitando malignamente, tuvo una certeza de futuro: que muerto él sería yo el que ahora, escuchando de nuevo la canción, lo evocara con ternura.

Pablo el Muerto: lamento que pasaras aquel año de mierda. Tantos días perdidos…

No sabré en qué momento moriré, el próximo que podría tomar el relevo de la vida será Pablo el Viejo; el decidirá si mi vida y muerte le habrán servido de algo.

Estoy condenado a vivir y morir, vivir y morir, vivirdolermorir…

Es eufórico vivir y por tanto morir a la velocidad de la luz cuando has experimentado la lenta y degenerativa velocidad del dolor.

Sísifo se entretenía con una piedra y podía subir empinadas cuestas.

Yo tengo un buen equipo de música y mi canción es muy bonita.

Seguramente al viejo Pablo, le encantará un día escuchar la velocidad del sonido, la que yo escucho ahora para él como hizo mi antepasado Pablo el Roto nacido en San Valentín del 2005.

Nunca se sabe cuándo acabará definitivamente la canción; pero no tenemos otra cosa que hacer.

Tal vez sea por culpa del esperanzador título de la canción y un ritmo ligero y tranquilizador para un tullido con la soga al cuello que, desearía correr a esa velocidad del sonido en lugar de la del dolor.

Si la canción no acaba antes, Pablo Viejo, espero que la disfrutes y que la poca vida que te queda, sea más velocidad que dolor, más música que rugido.

Cuando muera yo, toma el mando, no pises el freno.






Iconoclasta

Foto de Iconoclasta.

8 de mayo de 2020

Un experto en dolor y miedo


Cada mañana me cruzo con un proyecto de hombre que se quedó en miseria humana, uno de esos que pasea a su perro. Un perro con más dignidad que él. Siempre que pasa alguien cerca, el maricón toma el cuello de su abrigo y se cubre la boca ostentosamente.
Es un gesto tan cobarde y el tipejo de mierda respira un aire tan mezquino, que cuando lo veo, le deseo que se muera. Que se contagie del coronavirus que teme y muera vomitando sangre y los pulmones hechos jirones.
Me ofende su existencia. Si tuviera fe en algo más que en mí, encendería velas en una iglesia pidiéndole a Dios que lo mate.
En este momento de cobardía ante la enfermedad, la gente que deseo que muera, suma miles de millones. Son muy pocos mis humanos que no pueden morir.
Es lo que ha revelado el coronavirus. Veo y oigo a presidentes, ministros, médicos y científicos promoviendo la cobardía, la ocultación del avestruz para vencer la enfermedad. Dejar de trabajar y abandonarse a la desidia más repugnante y humillante.
La pose más indigna que pueda existir para alguien que tenga un mínimo de honor o decencia ética.
Viendo toda esta mezquindad espero y deseo una muerte global, planetaria. Que mueran los hombres y mujeres, sean jóvenes o ancianos.
Es preciso extinguir esos millones de líneas sanguíneas cobardes, indignas y absolutamente imbéciles.
Yo no quiero vivir cerca de ellos, ni lejos. No quiero saber siquiera, que existen.
Soy uno de esos humanos que sabe muchísimo del dolor, de la enfermedad y el miedo.
Literalmente, se me pudrió una pierna por un accidente que tronchó mi tibia derecha, que gracias a la negligencia de un médico se me pudrió dentro de un yeso ortopédico.
Soy uno de esos humanos que gracias a esa podredumbre, no se puede sanar un cáncer que se come la tibia poco a poco. Soy uno de esos humanos que se le iba la vida entre infecciones, dolor, cáncer y miedo. Y así durante un año en el que perdí la capacidad de caminar.
Y en ese año subió un trombo a los pulmones; un día durante treinta y seis horas, cuando sacaba aire al respirar, salía con sangre. Me dijo el médico cardiovascular que era un fantasma porque debería estar muerto.
Nadie que no lo haya vivido puede imaginar el dolor cuando el trombo sube a los pulmones, la incapacidad absoluta para respirar sin sentir que te meten un hierro al rojo vivo por dentro, unos dedos por encima de los riñones, en la espalda.
La seguridad absoluta de que vas a morir.
Que escupes la sangre con mucho cuidado porque sabes que se rasgará algo dentro de ti si no eres cuidadoso. Que tienes que hablar con el tono más bajo que jamás creías que pudieras usar, incluso para oírte a ti mismo.
Soy uno de esos humanos que tenía que ser curado en una habitación a solas, porque las curas eran tan sangrientas y dolorosas, que no era popular que otro paciente lo viera.
Soy un humano que temía que un día llegara mi hijo y encontrara mi cadáver, tenía doce años y no me acababa de gustar la idea. Esperaba morir de noche, cuando mi mujer estaba en casa tras el trabajo.
Hay noches en blanco, imposible dormir evocando aquella madrugada, cuando tras el golpe que me dio el coche (yo circulaba en moto), me arrastraba a un lado de la calzada, mientras la tibia rota en dos agudos trozos, cortaba la carne por dentro. Hasta entonces no había sentido jamás el dolor tan adentro, no podía controlar lo que esos huesos rotos hacían, cuando se movían sin que yo quisiera. Y yo me decía que no era un buen momento para cerrar los ojos, aunque me jodiera.
Pensaba que no podía estar más roto, que jamás me arreglaría, que se acabó.
Cuando me inyectaron la morfina en la calle, antes de inmovilizar la pierna que parecía de goma, pensé que eran ángeles los de la ambulancia.
Y entonces, sin dolor, me sentí más calmado y observé a mi alrededor y pensé con frialdad en lo largo que sería recuperarse. No sabía que tenía un tumor maligno aún.
La médica en la ambulancia me dijo que estaba en estado de shock, yo le dije que no me lo parecía, sabía perfectamente lo que me había pasado, donde estaba y el inmenso dolor que pasé hasta que me inyectó.
¡Oh, gracias! ¡Chutadme otra por si vuelve a doler, por favor!
Son demasiadas noches las que no duermo evocando aquellos huesos rotos destrozando mi carne por dentro, la sangre que salía de mis pulmones con un dolor letal, de esos que dices que ya llegó el final. La operación pasados dos meses de que no consolidaba la fractura (la gangrena…). Yo me despertaba y les decía que estaba muy cansado. Mi pierna en vertical estaba abierta y veía el hueso, veía como sacaban carne sucia.
Y la anestesista me decía que tranquilo, ya estaba acabando. Y luego, cuando creían que estaba dormido otra vez, le decía con malas maneras al cirujano traumatólogo que se diera prisa; porque no podía anestesiarme más tiempo o me moría ahí mismo.
Lo recuerdo todo. La anestesista me visitó cuando aún no podía hablar y me dijo que tenía que ser fuerte, que no iba a ser fácil; pero si me rendía, estaba perdido.
Ya lo sabía, siempre he sido un tanto reticente a morir sin luchar.
Una vez, de pequeño un médico me arrancó en vivo una uña del pie que tenía una infección por una herida, tendría siete años. Ese fue mi primer contacto con el dolor absoluto. Aquel trallazo de dolor se me quedó tan grabado como el rostro de mi padre muerto.
No podía imaginar lo que iba a doler la vida años más adelante.
¿Por qué se ensaña tanto conmigo la vida hijadeputa?
Hay noches que no duermo, porque el dolor no me ha dejado jamás desde hace ya quince años. Cada paso es una punzada que lo revive todo.
Y no me sale de los huevos pasarme la vida narcotizado, vaya mierda.
Y camino, no le hago caso. No hay nada que me pueda detener salvo la muerte, y un gobierno hijo de puta que pretende asesinarme con su cobardía mierdosa condenándome a la inmovilidad. Os deseo que muráis en un charco de ácido, putos dictadores del miedo y la mezquindad.
El tiempo no puede curar lo que no todavía no ha pasado. Hace quince años y el dolor que sentí es tan vívido ahora como entonces.
Y mi puto miedo, miedo a morir, a la amputación, a la amputación y morir. A la sangre que subía hasta el techo de la habitación del hospital cuando me presionaban la carne de la pierna, las grapas que debían cerrar la herida de la operación, se desprendían solas de una carne que supuraba. Tengo un álbum de miles de fotos del dolor y el miedo.
Durante tres meses yo mismo me inyectaba en el vientre heparina, tres veces al día.
Y el vientre se cristalizó y tuve que buscar otros sitios donde no fuera tan doloroso seguir pinchando y pinchando y pinchando… Me daban bolsas de supermercado llenas de jeringuillas para pasar el mes.
Hay momentos en los que al caminar, temo que se vuelva a partir por el mismo sitio. Duele tanto algunos días… Se me cierran los puños sin querer intentando dominar el dolor.
Así que mi negra y podrida pierna sigue funcionando quiera o no. El cáncer ahí está, no me importará hasta que vuelva a comerse la tibia y un día me caiga en la calle o en casa con la tibia otra vez rota. Pero ese día moriré porque ya no tendré fuerzas para volver a pasar todo eso. Ser viejo tiene sus ventajas, te libra de trabajos que no conducen a ninguna parte.
Si sobrevivo, me amputarán la pierna. Y como dijo un gran cirujano ortopédico que ayudó a los especialistas a tratar una pierna tan enferma, si amputamos ahora la pierna, el cáncer podría volver a salir; pero en la cadera.
Porque el cáncer es un marcador, un límite de vida; por lo que pude entender ante tantas conversaciones con médicos y entre ellos. Hay cánceres, tumores que volverán a aparecer, porque genéticamente es una función de tu naturaleza desarrollarlo. Y si no es en ese lugar, lo hará en otro. El gran experto, dijo que era mejor mantenerlo en la pierna. Pierna imposible de operar.
Así que me dijo que era el momento de echar huevos al asunto y vivir con ello.
Y le hice caso. Me arranqué de la pierna la férula y comencé a hacer en casa ejercicios (siempre he practicado gimnasia y pesas desde los dieciocho años todos los días, en casa o en gimnasio) de recuperación que me habían negado en el hospital porque era una pierna tan grave que nadie se atrevía a hacer algo. Tenían miedo de que su paciente empeorara o muriera con la rehabilitación. Un cáncer da más miedo a los médicos que al que lo tiene, es algo que hay que tener en cuenta para no quedarte parado esperando que el cielo te ayude.
Pero un cáncer con una falta grave de retorno venoso (con la gangrena desapareció el 70 % de las venas de la pierna y la sangre que baja no sube), es lo más grave que pueda existir, porque el movimiento es necesario para que no aparezca una trombosis de nuevo y el movimiento con un cáncer en el hueso más importante de la pierna es un riesgo de rotura de nuevo.
No requiere conocimientos médicos concluir que el movimiento es curación y vida. Duela lo que duela. Lo tenía muy claro.
El día del primer aniversario del accidente en moto que me rompió, pude apoyar la totalidad de mi peso en la pierna.
Sé mucho del dolor y la enfermedad. Tengo un máster en ello.
Lo que están haciendo los gobiernos que han secuestrado a sus habitantes en sus casas es un crimen, es un timo. Una manera de hacer ostentación de poder y dominación.
Cualquiera debería saber que el sistema nervioso es el que tiene el control del sistema inmunológico.
La cosa es bien sencilla, si tú pones en situación de estrés a una persona, caerá enferma muy a menudo.
Esto es algo que saben los putos gobiernos, porque pagan una pasta a mediocres doctores para que les enseñen cosas de anatomía de primer grado de instituto.
Si al conjunto de la población lo encierras con represión policial en sus casas y los bombardeas con epidemias, muertes y miedo, conseguirás que se sientan enfermos, tanto que llegarán a desarrollar la enfermedad.
Y tú como gobernante, te convertirás en su salvador.
Es un timo.
La vida de la humanidad ha estado plagada de enfermedades epidemiológicas.
Los médicos de verdad, no consienten esa cobardía, no pueden asumir ese encierro que empeorará el sistema inmunológico y evitará desarrollar los necesarios anticuerpos con la actividad de una vida normal.
Tomar medidas efectivas en las infraestructuras de transporte colectivo, en los locales públicos y en el control de manifestaciones, es lo correcto. Paralizar un país y hacer de sus ciudadanos ratas de laboratorio en espera de ser masacradas, es un totalitarismo delirante y tan evidente que solo una sociedad tan indecente y decadente como la actual puede estar ciega a ello; es pura pornografía política.
Yo sé mucho más que cualquier médico comprado de rebajas por el gobierno respecto a la enfermedad, el dolor y la recuperación.
Sé muy bien lo que digo, lo que he vivido y que mi conocimiento de la especie humana es impecable.
Si tienes miedo a morir, quédate en casa, cabrón cobarde; pero no jodas a los demás que no lloran como niños de teta, hijoputa.
Y ahora me voy a pasear por la montaña, a ver si puedo dejar de ver tanto hijoputa mezquino tapándose la boca con miedo.
Si supiera que en mi saliva está el cáncer de mi tibia, les escupiría.
Asquerosos ignorantes y cobardes.





Iconoclasta
Foto de Iconoclasta.

14 de marzo de 2017

Cumplo doce añitos

Ya no pienso en los cincuenta y cinco años que hoy cumplo. Pienso que cumplo doce años de una vida que cambió radicalmente por un accidente que hizo de mi pierna algo que cuelga con la funcionalidad de una pata de palo.
Solo que con dolor.
Porque ese día de San Valentín a las seis y poco de la madrugada, inicié un descenso doloroso y lleno de miedo a la muerte.
He de reconocer con cierta vergüenza que era más miedo que dolor.
Y no morí.
De alguna forma, era demasiado fuerte o aún tenía cosas que decir. La vida continuó a pesar de una oscuridad tenebrosa y enloquecedora que envolvía el pensamiento todo.
Cumplo doce años, por supuesto.
Doce años hace que la muerte, como el loro de un pirata de libro para niños, se posó en mi hombro y cotorreaba diariamente: "Vente conmigo, vente conmigo". Y cada graznido era un dolor.
Un año entero con  la muerte susurrando a mi oído. Y como no le hice caso, la muy puta y rencorosa  me dejó una pierna convertida en un generador de dolor diario. Infatigable. Nunca se ha detenido un solo momento.
Tengo un Chernobyl alojado en las entrañas de mi tibia derecha que se extiende hacia la rodilla como una telaraña de dolor de mierda.
Infalible...
Aunque no me importaba morir, me preocupaba la cuestión del dolor.
La muerte llegó a convertirse en algo que "ojalá me muera".
Hace doce años, esa parte de mi cuerpo se transformó en algo ajeno a mí. En una pulsación diaria de dolor y desánimo. De fealdad y cojera.
También imagino con una sonrisa ilusa, que hice un pacto con el diablo y me dejó vivir a cambio de mi alma (que no tengo) y se llevó en prenda la mayor parte de vida de la pierna. La dejó negra y seca, rígida. Cada paso es vencer un tendón duro como un cable de acero. Romperlo un poco con cada paso.
A cambio me dio libertad. Como si no existiera forma alguna de ser libre si no pagas en dolor.
Una constante universal que rige el mundo.
Cumplo doce años con el dolor como forma de vida, como forma de sueño.
Y aún así, no es capaz de minar la ilusión, los deseos o una risa a veces franca, a veces sarcástica.
No olvido el dolor, ni el miedo a que la pierna vuelva a troncharse ya cansada, ya desgastada cuando camino. Simplemente he alcanzado un alto umbral de dolor, una alta tolerancia.
Y está bien, vale la pena que los días duelan si hay libertad y tiempo para conocer seres y cosas especiales y hermosos.
Vale la pena haber pactado con Mefistófeles y cumplir doce años de vida con un cuerpo demasiado usado para esa edad.
O tal vez, toda esta reflexión, es solo el producto de la esquizofrenia del dolor y un consuelo estúpido por doce años duros como la lápida que debería cubrirme.
Doce años libres, en los que el dolor ha sido la motivación perfecta para deshacerse de toda clase de escrúpulos y falsedades que hacen de la vida una mediocridad frente a un televisor, o frente al volante de los seres que se mueven en la colmena sin más opción que seguir repitiendo siempre el mismo día y morir sin darse cuenta.
Bien, cada cual se consuela como puede.
Un brindis excepcional con maravillosa morfina (solo para momentos muy especiales), para celebrar doce años de vida.



Iconoclasta
Foto de Iconoclasta.