Aleatoriamente puede surgir un día de invierno en el que el frío deja de susurrarme al oído: “Te voy a matar, te voy a matar. No permitiré que la sangre llegue donde debe y morirás. Te mataré.”.
Y hoy guarda silencio el muy astuto, sabe que también se aproxima su muerte y experimenta, como yo, la fatiga de vivir.
Los sabañones de las articulaciones de los dedos y bajo el filo de las uñas duelen menos. Soy un poco menos tullido y no pesa la vergüenza de caminar lenta y torpemente. La sangre se calienta dando elasticidad a los tejidos y un poco de calidez a los huesos y al alma que protegen dentro de sí.
No es que esté bien, es menos malo.
Y superada la supervivencia se abre un resquicio para la ternura y el amor.
E igual que en los inicios del otoño, como un óleo extendiéndose dentro del pecho, la melancolía vuelve. Pienso en la calidez de la piel amada y deseo con urgencia acariciarla con dedos y labios. Contarle que estoy ileso en mi lucha contra el frío, que aún soy fuerte.
Quiero que se sienta orgullosa de mí a pesar de que no me engaño, sólo soy un mierda cansado.
Y ahora, el frío comienza de nuevo a susurrarme la muerte. Le hacen coro espectral las crujientes lamentaciones de quebradizas y desnudas ramas que agita con su aire helado.
Se acabó la tregua. Relego el amor al tuétano de mis huesos, junto al alma si no ha muerto.
Cierro el puño a pesar de que se rasga con irritante escozor la piel y camino de nuevo con la humillante torpeza que me hace hostil a todo.
No voy a morir sonriendo con resignación de mierda.
Iconoclasta
Foto de Iconoclasta.
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