Pasan raudos los minutos, sin embargo las horas quedan flotando en la constelación de la muerte, donde no llega la luz y el pensamiento es ceniza en suspensión.
Donde ni siquiera hay oscuridad, la esperanza es innecesaria y el terror no necesita monstruos para hacer su trabajo.
No hay nada y soy nada.
El reloj marca el minuto cincuenta y nueve minutos de una hora que no se indica. Se rasga repentinamente el pensamiento como una tela vieja ¿con un dolor? No sé… Y los minutos retroceden para comenzar de nuevo a contar sin cumplir las horas.
Mis horas perdidas y abandonadas…
El reloj es mi primer recuerdo tras nacer antimateria.
Si no hay más cosas que yo ¿quién reparará el reloj?
O mi mente.
¿Dónde está el psiquiatra de lo ilocalizable? ¿Por dónde camina con sus electrodos fríos para activar mis horas y el cerebro?
¿Dónde hay un minuto de la alegría?
Sin espejo no sé si sonrío, no tengo conexión con mi rostro y las manos están desintegradas en algún vacío, ilocalizables también.
Quisiera que el diablo me llevara al infierno y su luz ardiente.
Y gritar, necesito gritar.
¿Y mi rostro? ¿Dónde está?
Me quiero morir. ¿Y cómo ocurrirá si no existo? ¿Se puede matar lo muerto otra vez?
Si esto fuera un útero oiría el sonido de las tripas de madre.
Si fuera un ataúd arañaría sus paredes.
Pero soy algo ilocalizable en el vacío. Y vacío.
No siento fatiga al respirar. Hubo un tiempo y un lugar que sí, aunque no sé cuándo ni dónde.
Tampoco siento la temperatura de la vida.
¿Y si estoy encerrado en la carcasa inútil de un imbécil catatónico?
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Un hombre con un maletín y un sobre en la mano apareció en el vestíbulo del hospital mental Los Santos y se acercó al mostrador de recepción.
–Buenos días, soy el doctor Luciano Ferrero, psiquiatra. El doctor Vega, me ha solicitado un informe de contraste como segunda opinión para la familia del paciente Marcos Tirado, un adulto de treinta y cinco años con Síndrome de Down que ha entrado en trance catatónico, parece ser que irreversible –explicó a la enfermera ofreciéndole el sobre.
–Sí, pobre chico… –suspiró leyendo rápidamente la autorización del Dr. Vega.
Con la carta en la mano tomó el teléfono y se puso en contacto con la jefa de enfermería.
–Enseguida, la jefa de enfermeras Isabel Molinero, le conducirá a la habitación de Marcos y le atenderá en todo cuanto necesite. Si le apetece, mientras llega, en el pasillo de la izquierda encontrará expendedoras de café y refrescos –le explicó solícita la enfermera.
–Muchas gracias, estoy bien.
Durante los cinco minutos que tardó en llegar la enfermera jefa, el doctor Luciano evocó la cabeza del doctor Vega bajo el escritorio de su consulta domiciliaria, separada dos metros de su cuerpo y el hacha clavada entre los omóplatos del cuerpo descabezado sin ser necesario. Si hubiera llegado unos minutos antes de que la esposa saliera con su hijo para llevarlo al colegio, habría tres cabezas en aquella casa de una urbanización de lujo. Deslizó el dedo índice sobre el cristal arañándolo.
Cuando el doctor Vega escribió de puño y letra la carta y la firmó, lo decapitó.
Observaba con disgusto el mediocre exterior del hospital a través de la mampara acristalada del vestíbulo, un pequeño estacionamiento y dos parterres escuálidos adornados con malas hierbas que lo delimitaban, cuando la enfermera jefa lo interrumpió para presentarse y ofrecerse de guía y ayuda.
Los locos no prestan atención al paisajismo y la decoración, siguió pensando entre las palabras de la enfermera.
–No va a ser necesario demasiado tiempo ni medios, señora Molinero. Con los informes del paciente que han realizado aquí hay más que suficiente para una segunda opinión. Realizaré la prueba habitual de daño neuronal y ausencia de actividad motora. De hecho, no podría hacer un informe mejor que ustedes, es simplemente un trámite para que la familia solicite la ayuda al estado. Dos psiquiatras diciendo lo mismo, es premio seguro.
A la enfermera le pareció desagradable ese sarcasmo; pero supo fingir una sonrisa de agradecimiento por la cortesía profesional respecto a la valía de los informes.
Ambos se dirigieron al ascensor para subir a planta.
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Una sonrisa burlona que parece rasgar la negritud desde algún lugar del vacío insondable lo inquieta.
Y golpea la nada para escapar, o cree golpear. Algo va peor que hace unos segundos.
Incluso cree existir en algún lugar, en algún momento.
Sentir terror es mejor que sentir nada. ¿Veredad?
Hay una presencia en algún lugar que antes no presentía.
¿Huele a putrefacción?
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–Buenos días, Marcos. ¿Cómo te encuentras hoy? -saludó con familiaridad la enfermera al paciente al entrar en la habitación seguida por el doctor Luciano.
Marcos Tirado era un hombre pequeño y rechoncho de manos obesas y dedos cortos, se encontraba de pie, inmóvil frente a la cama de cara a la puerta. La bata le cubría hasta las rodillas dejando a la vista unas piernas pálidas y átonas. Sus hombros tenían una acusada forma de capilla inclinada que provocaba tristeza.
Los ojos no se movían, nada en él se movía.
Estaba absolutamente vacío.
El doctor Luciano cerró la puerta tras de sí sacó una navaja de un bolsillo de la americana, amordazó con la mano la boca de Isabel y le cortó el cuello de izquierda a derecha sin apresurarse, manteniendo el cuello hacia atrás, manteniendo el tajo abierto. La sangre salpicó la cara y el pecho de Marcos que no manifestó reacción alguna, Tras unos segundos la enfermera dejó de zarandearse y luchar contra la mano que la amordazaba y se le doblaron las rodillas. La dejó caer y la cabeza al golpear el suelo produjo el apagado y anodino sonido de un melón.
Abrió el maletín y extrajo un par de ampollas inyectables de suxametonio con las que llenó una jeringuilla sobre dosificándola.
–Te llevaré a la “luz ardiente”, poeta. ¡Qué suerte has tenido de que anduviera cerca y te sacara rápido! Hay tiempos de espera de hasta tres meses pars reparar una mala encarnación. Ocurren fallos en la ejecución del destino de las almas… No es una disculpa, sólo una explicación. Te llevaré al infierno tal y como has deseado. La cuestión es que ya no te podemos usar para llenar otro cuerpo, estás manchado por la experiencia y jugarías con ventaja. Ese dios idiota… Siempre tengo que arreglar lo que él no sabe hacer.
Le clavó en el cuello la jeringuilla y presionó el émbolo hasta vaciarla.
Marcos no pestañeó, simplemente se derrumbó con el cuerpo rígido y dejó de respirar con los ojos abiertos, sólo una lágrima espontánea producto de la asfixia se deslizó de un ojo que rodó por la sien hasta caer al suelo. Murió asfixiado en un minuto y medio por la parálisis de los pulmones causada por la sobredosis de anestésico.
El doctor se arrodilló, tiró de la barbilla para abrirle la boca y acercándose al rostro, aspiró la última exhalación. Cuando se aspira un alma es mejor que se realice con cierta higiene, si surge entre bocanadas de sangre, por ejemplo, requiere más tiempo para captarla completa.
–Gracias por su inestimable ayuda, doctor Luciano Ferrero –dijo a nadie el doctor Luciano antes de cortarse el cuello con la navaja.
–Podría hacerse con menos muertes el mismo trabajo ¬-le decía inmaterialmente al alma ilocalizable que inmovilizaba envolviéndola con su sustancia –, pero ¿por qué negarse un placer? Y no debo dejar prueba de la existencia del diablo, sería un conocimiento demasiado trascendente para los monos humanos y no lo necesitan; le restaría naturalidad a sus estupideces viviendo en una constante angustia y precaución atisbando siempre a su alrededor, incluso sería malo para el correcto descanso del sueño. Es mejor que sólo crean en dios y se sientan a salvo, ¿verdad, mi ilocalizable amigo?
–Gritarás cuanto necesites en “el infierno y su luz ardiente”.
–Y unas disculpas de ese Dios marica. Siente mucho las molestias de tu encarnación truncada. Aunque… ¡Bah! No nos engañemos, ni siquiera sabe que existes.
Por otro lado cuesta demasiado trabajo fingir cordialidad con un nuevo condenado, las buenas formas siempre dan elegancia a un trabajo.
Iconoclasta
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