Llora perdida e irremediablemente ante el espejo del armario. Jaime se ha derrumbado en la cama aún vestido, el calor del verano y el dolor mudo de una hija ya definitivamente arrancada de sus vidas crean una atmósfera tan densa que los movimientos se dificultan y literalmente, sienten que respirar es una guerra.
Silvia se desprende del suéter oscuro ante el espejo; pero realmente observa angustiada un ataúd pequeño y blanco empujado con una pala a lo profundo del nicho por el albañil sepulturero. Y su alma emparedada con su hija allá adentro.
Está vacía de todo, lo dice su reflejo.
Las lágrimas corren porque se está licuando toda ella, sus tripas son un aceite caliente.
El dolor está allá dentro en la oscuridad del nicho que radia su mal a través del aire, como un cordón umbilical podrido. Su propio reflejo es una imagen subexpuesta, una mirada enferma de conjuntivitis.
Cuando los sepultureros sellaron la losa con el cemento, también oscurecieron la vida.
Se oscureció todo con un definitivo eclipse.
Jaime observa su espalda trémula, los tirantes del sujetador negro asemejan un arnés de seguridad para no caer en el abismo de ese llanto venenoso y quedo, de baja frecuencia que lo rompe todo, el ánimo y la cordura; como un terremoto.
Silvia es una mujer infinita, se enamoró de ella hace catorce años, ante su seguridad, su fortaleza de convicciones inquebrantables, de su infatigable lucha por vivir y disfrutar. De sus tacones que pisaban fuerte a pesar de ser agujas.
Es infinita porque se rehace de los golpes que le da la vida, porque es hermosa y nada le roba su brillo. Es infinita porque se erige de nuevo, reconfigurada ante una nueva situación. Está lejos de la perfección, pero ambos se han reído siempre de la perfección.
Él no es infinito, es un hombre con malas experiencias acumuladas, de un cultivado pesimismo surgido de más dolores que alegrías. De más luchas perdidas que ganadas.
Se siente, de una forma sucia, mediocre. Y ella, su presencia, su voz suave y sin titubeos, y su mirada que lo ama, lo liberan de su maldición cada día, a cada momento.
Evita era como su madre, con tan solo siete años pisaba fuerte con sus zapatillas de suela de lucecitas, jugando tan pequeña a ser coqueta. Evita sanaba su mediocridad, su existencia era la prueba misma de que no podía ser tan anodino si colaboró en crear esa hermosa criatura.
Siente que es el momento de largarse de aquí, de dejar de vivir y respirar mierda. Hace cuatro días, que perdió lo que más quería, lo que más podía doler, lo que más amaba.
Si hay un buen momento para que el corazón se rasgara, es ahora.
Un simple traspiés bajando por una escalera del colegio, derivó en un cuello roto. En un milisegundo murió, y con ella también Silvia y Jaime. Y toda esa tragedia ocurrió hace apenas un segundo, solo cuatro días.
Un jersey de cuello alto pretendía ocultar el obsceno bulto en el ataúd. No recuerda una imagen peor en su vida.
Los hijos se quedan con todo el amor y hacen de los progenitores socios de un negocio. Saben, al observar el bebé en sus brazos, que ya no serán lo que fueron antes del nacimiento, ni tras la muerte.
Ya no serán amantes, solo madre y padre.
Y por ello, Silvia es la mujer infinita, su heroína, su diosa. Sonríe invicta a pesar de perder cuando él blasfema fracasado. Y se ríe de las tonterías que se dicen del amor filial.
Debe hacer algo por ella, se ha quedado perdida frente al espejo, ha sido expulsada del mundo.
Se incorpora y se abraza a su espalda, ciñendo su cintura con los brazos, apoyando la frente en la oscura melena intenta dar consuelo al cuerpo que ha perdido el alma.
Busca a la mujer infinita, la conjura con una pena oculta a traición, por la espalda.
La frialdad de su silencio y su ausencia de ella misma contrasta con la calidez de la piel, su suavidad inalterable, sus hombros aterciopelados de un vello de melocotón.
Extiende las manos en el vientre, porque muchas veces anida en él el dolor y el miedo, y siente una leve contracción en ella, como si empezara a surgir de la oscuridad.
El pene se ha endurecido en el pantalón y presiona en sus nalgas buscando cobijo y roce en la liviana falda que cubre su más íntima belleza.
Silvia responde con un pequeño espasmo agitando las nalgas levemente.
Jaime siente que se rebela en su mente un ser primitivo combatiendo por ocupar su atávico lugar en la luz ajeno a toda tristeza. El cerebro es un llanto y el cuerpo se ha desprendido del alma. Con el dolor ha perdido el control de su humanidad.
Sus manos se meten en el elástico de las bragas que encuentran el monte del Venus. Acariciando el vello rizado, sus dedos se acercan al vértice de los labios. Silvia entreabre la boca en un suspiro que no surge con la mirada aun fija en el ataúd.
Y sus piernas también se separan aunque no quiera.
El pene palpita presionado contra la ropa y las nalgas voluptuosas.
Ella llora un dolor e inevitablemente su sexo se derrama cálidamente en las manos de lo que un día fue su amante y hoy es padre muerto de una hija muerta.
El presiona el clítoris duro y resbaladizo, los dedos se deslizan vagina adentro sin obstáculo, con obsceno consentimiento sin sopesar amor, muerte, dolor o alegría.
Y ella gime, por primera vez en todo el día su boca emite un sonido y siente los pezones contraídos. Tiene cuerpo…
Jaime le arranca el sostén y sus pechos gravitan violentamente pesados, agitados por una respiración extrañamente agitada de ansia y tristeza. Las grandes areolas están coronadas por dos puntos duros. Y una mano los oprime al límite del dolor.
–Eres mi amor infinito, ven conmigo. Sé mi amante, follemos esta puta tristeza. Sé infinita mi amor…
Silvia cierra los ojos y su cabeza se ladea ofreciendo el cuello a Drácula. Y es besada.
Los humores sexuales de su coño amalgaman ambas carnes, los dedos penetrándola ya no se distinguen de su propia carne y el placer animal irrumpe alejando el ataúd y la inmensa pena lejos de ellos.
Lejos de su coño.
Sus rodillas se doblan con el orgasmo, él la sujeta manteniendo la presión firme en su sexo para recibir cada espasmo, cada contracción. Ella gime y llora en un descontrolado caos que la hace sentirse loca.
Jaime la conduce a la cama, acostándose a su lado. Siente el semen enfriarse en los calzoncillos, mojando el pantalón. Ha eyaculado no sabe en qué momento.
Con un brazo le envuelve el hombro y el pecho. Se encuentra otra vez a su espalda. Le gustaría mirarla a los ojos y besarlos. Sus ojos infinitos…
La horizontalidad parece apaciguar la gravedad y el dolor de la sangre rugiendo vida.
Con el paso de los minutos sus respiraciones se tornan silenciosas y tranquilas.
–Eres mi infinito, mi universo –le susurra como una nana. –Sé fuerte amor, no te rindas.
–Eres un cerdo. Hijo de puta. Me has arrebatado mi pena, mi dolor. Me has obligado a traicionar a Evita follando, haciendo que me corriera. Cerdo, cerdo, cerdo… No se folla cuando entierras a tu hija. ¡Cerdo! ¡Cerdo! ¡Cerdo!
Jaime retira el brazo de su hombro y se levanta de la cama.
Es el fin.
Es pura disciplina, lo que está mal no se debe prolongar. Porque cada día que pasa, la vida es más corta.
Ya no es la mujer infinita, aquella cosa es una mediocridad, una sucia bola de prejuicios. La mujer infinita murió con el último “¡Cerdo!”. Ahora grita histérica en la cama “¡Mi niña, mi niña! Nos has ensuciado, cabrón.”.
Evoca a Evita y concluye que esa mediocridad que llora en la cama con hipocresía tras haberse corrido, no enturbiará ni un instante de aquellos siete años de vida de su pequeña de zapatillas luminosas. No le daría la más mínima oportunidad de amargar o ensuciar aquellos años pasados.
Recuerda el velatorio de su padre, durante la cena su tío (hermano de su padre) contó un chiste, ya no se acuerda cómo era. Jamás pudo olvidar aquella risa liberadora. Todos reían con el muerto aún en la habitación, incluso mamá.
Cómo lloró de risa, creía no poder parar…
¡Qué falta le hacía! No lo supo hasta que lloró con histeria la gracia y el dolor. Todos entre risas, agradecieron silenciosamente a su tío el chiste que rompería aquella tristeza que estaba asfixiando a la vida misma. Fue mágico, fue el momento más bonito que vivió porque las risas eran para su padre, por su padre, por amor puro. Nadie pidió respeto o sintió ofensa.
Jaime coge la cartera y el teléfono de la mesita de noche y tira las llaves de casa sobre la cama.
Antes de marchar se lava en la fregadera de la cocina las manos que huelen a coño, mediocridad, orina y pegajosos humores sexuales. Y a desengaño…
Siente los años perdidos embaucado por ese gran error de la mujer infinita, frotando las manos más de lo necesario.
Cierra suavemente la puerta de casa enterrando una época de su vida.
Descendiendo por las escaleras del bloque de apartamentos, imagina la posibilidad de que Silvia lo denuncie por violación o lo que quiera; porque ya no sabe qué es esa cosa que llora más que por su hija, por haberse corrido. Por haber faltado a alguna ley de mierda, a un puto mandamiento divino. A una piara de fariseos que obedecen como perros.
Su llanto lejano lo encoleriza y apresura el paso para alejarse de ella.
Para siempre, sin arrepentimientos, sin más palabras.
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Epílogo de La vida agotada de un apátrida social (autobiografía de Jaime S. P.).
Breves pensamientos, como luciérnagas titilando entre la fronda oscura que aún hoy al final de mis días, dan claridad y conclusión al fin de mis días. Y mueven mis manos para escribir de nuevo las mismas percepciones y certezas; con otras comas, con otros puntos.
Con otra edad... Una palabra siempre es distinta, por igual que se escriba, en el tiempo.
Pensamientos que quedaron vivos, porque estaban firmemente intrincados en el recuerdo de mi pequeña Evita. No puedo olvidar sus zapatillas luminosas y su aterrador jersey de cuello alto.
Cuando aquella mujer era infinita pensaba: No pretendo vivir una vida feliz con ella, no soy un niño. Quiero vivirlo todo, todo lo malo con ella; porque es de lo que más hay.
De una forma natural, por mi constante cercanía a la muerte, sabía por simple deducción que los orgasmos tristes trascienden más allá del dolor de la muerte y jamás olvidarás que abofeteaste a la parca con un acto obsceno de amor y piedad.
Me encanta imaginar a un hipotético dios mirando con vergüenza nuestro acto sexual de muerte y dolor usando los medios que él creó para evitar los males que también creó.
Un follar agónico hará del caos del dolor un instante de luz, de claridad en un túnel devorador. Follar es encontrarnos los dos en el mismo abismo insondable, follar precipitándonos a las fauces de la muerte…
La he tenido entre mis brazos con indiferencia, como si no existiéramos ninguno de los dos frente al espejo. Y en un momento inconcreto sus muslos se han separado permitiendo que mi mano atenazara su coño hasta exprimir su humedad.
Y sus pezones se han endurecido, mirándose ante el espejo incrédula y lejana.
Parafraseando al cura, también prometí ser obsceno, tanto en la desdicha como en la alegría.
Y pudo ser realmente una mujer infinita, no pudo negar sus deseos más profundos y atávicos, los que nos llevan a la animalidad (un privilegio embarazoso) y desdeñan dolores que van contra la vida misma.
Somos dos seres atávicos, primigenios conjurando la oscuridad salvaje llena de horrores. A pesar de la muerte que hace ruidos a nuestros alrededor, sabemos que follar es luchar contra ella.
Te juro ser obsceno en la felicidad y la aflicción.
Los orgasmos tristes y suicidas son embates lentos que arrastran las cálidas lágrimas hacia las entrañas ateridas de frialdad. Se crean con el primer abrazo de la piedad y la compasión para dar paso al valor primitivo con el que no somos conscientes de que moriremos.
He visto, en velatorios, a los deudos reír ante un chiste con una desoladora tristeza, intentando sacarse de encima ese cáncer de la pérdida que hace la piel gris; una ceniza fría. Yo reí, lloré de la risa con el cadáver de mi padre en la habitación. Fui tan libre en aquel momento, como jamás he vuelto a serlo.
Es una cura, una terapia no escrita. Una obscenidad que va contra la moralidad de la humanidad como especie vacuna herbívora.
El sexo triste es una lucha del ser humano sin amos ni dioses en la libertad absoluta.
Si alguien supiera que hemos follado tristemente el mismo día de la sepultura de nuestra hija, se escandalizaría: ¿Cómo han sido capaces? Son como bestias.
Somos bestias y no consideramos la muerte o los dioses como un cercado a nuestra existencia.
Si la tristeza se come el placer, habremos perdido la gracia para siempre. El único placer verdadero que no consiste en poder y riqueza, en humillación y servilismo.
Sin placer seremos siempre un patético fracaso humano.
Y nos alejaremos el uno del otro.
Los muertos y las enfermedades no prohíben el placer, ni las flores en las tumbas.
Puedes correrte, debes hacerlo para no ser derrotados los dos.
Ella lloraba mientras mi mano dentro de sus bragas acariciaba la vagina anegada de un deseo que su mente no sentía.
Me gritó agresivamente que era asqueroso lo que habíamos hecho...
Era asqueroso yo.
Sintió asco de sí misma de estar mojada.
Me llamó cerdo. Y también supe que no habría reído en aquel velatorio dejándose llevar por el deseo de erradicar la tristeza de su ánimo, como algo instintivo, como el arma más poderosa de supervivencia.
No era una mujer infinita, es una mediocridad como yo; pero adoctrinada en sociedad.
La comprendí en el acto. Y allí en aquel instante escapé de su ira y su tormento, para que se hundiera sola en su tristeza. En el metro, camino de un hotel, le lloré a mi pequeña Evita que habíamos fracasado, que papá y mamá habían dejado de existir con ella.
No podía perder los bellos momentos de mi vida por un prejuicio, por una culpa inculcada. No pudriría la felicidad de haber sentido, durante siete años, la vida de Silvia crecer a mi alrededor, llenándome.
Los cadáveres me han enseñado que es más fuerte la muerte que el amor. No puedo permitirme luchar sin esperanza y ella la había perdido, por un instante su deseo cedió pero su pudor inducido venció, nos venció a los dos.
El amor no puede luchar contra la firme decisión de la tristeza de negar la propia vida por una cuestión moral.
Y el amor tampoco sobrevive sin el sexo, el amor sin sexo es un amor paternal vacío y ridículo que jamás quisiera imitar con la mujer que amo.
Tengo un hijo de treinta y cinco años con otra mujer. No sé qué fue de Silvia, ni en el trámite de divorcio nos encontramos. No he sentido jamás curiosidad por su vida, lo último que recuerdo de ella es su mirada agresiva y escandalizada. Y las bragas mojadas.
Y con un fogonazo de certeza concluí que ya no podría amarla por mucho tiempo que pasara.
Que nuestro follar sería siempre un acto ganadero.
Renegó del sexo, maldijo el orgasmo a pesar de que su cuerpo y su instinto primitivo la arrastró a él.
Su moral era superior a la necesidad y al amor mismo.
Dejó que su coño se humedeciera con mi mano.
Y también se llamó cerda a sí misma.
No estaba en shock, su sexo se mojó. No impidió que metiera la mano en sus bragas.
Y tuvo el peor pensamiento del mundo: yo estaba ensuciando y ofendiendo el recuerdo de su hija.
No era la mujer infinita capaz de amar, sentir, llorar, disfrutar o reír el orgasmo en la dicha y en la tristeza.
Me convertí en su monstruo por unos segundos. Los que tardé en escapar de aquel hogar que ya no era mío.
Somos seres que unos se adaptan y otros conservamos celosamente nuestra esencia humana primitiva, la que pone las cosas en su lugar. A los muertos enterrados, a los vivos respirando y sufriendo de nuevo.
Nunca me preocupó estar equivocado, sólo que mi pensamiento tuviera límites.
A estas alturas, ya viejo, pocas muertes tendré que conocer excepto la mía. Y eso bien vale un cerrar de ojos esperanzado.
Iconoclasta
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