Con los brazos extendidos y atados en el travesaño de la cruz y la maraña de cables y tubos que bajan desde sus genitales hasta perderse entre las pantorrillas, recuerda vagamente al Hijo de Dios. Un dios tecnológico y sexual que no llega al grado de aberración masoquista del mito cristiano: Jesucristo.
A la vibración del tubo de vidrio se ha sumado un vaivén, la masturbación lo lleva a gemir como un animal. Una corona de espinas que no toca la piel del cráneo, que tan sólo es un adorno, lo convierte en algo desdichado y triste. Mediocridad enfermiza.
La mujer que ha echado cinco monedas en el monedero del Semen Cristus, tras sentir los primeros gemidos del cristo sacrílego se santigua con la mano derecha. Con la izquierda masajea su sexo por encima de la falda negra. Llora ante el pene encerrado en aquel tubo y desea llevarlo a la boca.
Las rodillas de Cristus tiemblan ante el creciente placer y una gota de saliva de la boca del sagrado, cae en los labios de la excitada madura.
La mujer apenas ahoga un gemido y extiende con los dedos la baba del cristo lentamente por sus labios. En algún momento se ha arremangado la falda y sus dedos se mueven bajo la tela de la sutil braga negra con creciente fervor.
Otra mujer espera paciente tras ella, presionando su sexo con los muslos, cruzando las piernas con nerviosismo. Parece contener la orina.
La madre de Semen Cristus, sube por una escalera de mano hasta su hijo, las mujeres observan la escena con devoto silencio.
Los rayos de sol que se filtran por los listones de madera de las paredes del cobertizo no dan suficiente luz. El establo apenas iluminado, crea cientos de penumbras entre las balas de paja y los barrotes sucios de una pocilga. Gruesos cirios amarillos con una cruz roja pintada, intentan apagarse a si mismos. Las llamas tiemblan se encogen y cuando casi han desaparecido, vuelven a crecer y desafiar una atmósfera apestosa en la que no hay aire en movimiento y el calor hace sudar la madera y la mierda que hay en el suelo.
Un marrano ronca y parece dirigir las oraciones de las dos feligresas.
—Hijo mío, gime para esas rameras. Grita tu placer y dales tu leche. Que se bañen en ella y unten con tu sagrada savia sus agujeros sucios. Sus rajas pegajosas de su propio gel de follar —le susurra la Sra. María al oído.
Su mano acaricia el rasurado pubis de su hijo excitándolo.
En el tubo de cristal, el pene parece aplastarse por la virulenta erección que su madre está provocando.
Iconoclasta
Las ilustraciones son de la autoría de Aragggón.
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