La marea de sangre se extiende lenta y perezosamente por el oscuro y desgastado pavimento de la pequeña y funcional iglesia.
La mujer ha confesado ante el degollado su profunda y metafísica necesidad de asesinar y mutilar todo aquello que tenga un pene entre las piernas.
Ahora limpia con una toallita húmeda las salpicaduras de sangre de su rostro, aún de rodillas en el confesionario. Su traje de chaqueta oscuro disimula el resto de manchas.
Abre la puerta del confesionario para dar una última mirada a su obra y decide arremangar la sotana del sacerdote. Le saca los calzoncillos sin apenas dificultad y separa sus piernas para que sus genitales luzcan despejados. El pene se ha encogido tanto que desaparece entre la rizada mata de vello del pubis.
Es un cadáver de mediana edad y de una palidez cerúlea.
Ni siquiera el eterno olor a incienso da cuartel a la intensa fetidez de la sangre y la orina que se deslizan por el piso de madera del confesionario hacia el exterior.
Observa ensimismada los genitales que algunos niños han besado y acariciado. Algo cotidiano y secular en todas las religiones.
En nombre de los dioses, los niños se acercan a sus violadores y asesinos sin temor y las mujeres son asfixiadas con velos y leyes. Los machos sólo viven para joder a mujeres y niños.
El hombre frena su lujoso deportivo ante la puerta de la pequeña iglesia en una corta y ancha calle de un barrio obrero, en una calle donde se encuentran tres edificios altos de ajadas fachadas descoloridas y ventanas tan apretujadas unas contra otras que nadie podría adivinar cuantos pisos hay por planta. No hay un solo balcón que rompa la monotonía y la vulgaridad de las fachadas. Cuando sale del auto los mira brevemente con cierto disgusto, sopesando la idea de derribarlos con todos sus habitantes dentro.
Alza el mentón olisqueando el aire. Huele a sangre, coño y muerte.
Sus músculos se tensan bajo la camisa tejana demasiado holgada. De forma automática mastica con ferocidad el aparatoso habano que parece pegado a sus labios.
Se arremanga la camisa dejando al descubierto en la parte interna del brazo, tres seises tallados a cuchillo en la piel. Un tatuaje que jamás cicatriza, que sangra eternamente. Casi infectado.
Un cuchillo clavado entre los omoplatos, encajado entre la piel como un bolsillo de carne viva, crea un bulto extraño y poco estético en la camisa.
Alguien podría pensar que en lugar de ser su arma inseparable, es un corrector ortopédico. Alguien podría morir, incluso aunque no se fijara en aquel hombre.
La camisa se agita ante una ráfaga de aire elevando el faldón, que al alzarse deja entrever la culata de una potente pistola Desert Eagle dorada. El viento cesa de repente como si no le gustara lo que ha visto.
666 aspira con delectación el aire de lo podrido y la maldad. A cura muerto más concretamente.
Las paredes de la iglesia tiemblan imperceptiblemente cuando pisa el patio de la misma para acceder al interior.
Quien construyó las viviendas, debió construir la iglesia con los restos de materiales. Es un simple cuadrado de ladrillo y cemento.
Abre una de las puertas laterales y entra a pesar de la ira de Dios que le grita desde el cielo. Le prohíbe la entrada.
-Histérico de mierda... -musita un tanto harto 666.
A mitad de la nave hay un confesionario y frente a él una mujer apoya sus nalgas en el respaldo de un banco, fuma. La falda ha subido por encima de las rodillas dejando ver unas torneadas piernas envueltas en medias negras.
666 presta atención a la oración de la mujer.
- ¿Debería cumplir una larga penitencia, padre? ¿Cuántos avemarías vale su vida plena de infantiles lechadas?
La mujer siente la presencia de alguien y dirige su mirada a la figura que apenas se discierne en la penumbra. Incluso el silencio resuena con mudos ecos en los muros de las iglesias.
-Mire cura, otro pecador le espera. Lástima que sea adulto y posiblemente se pueda defender -dice al cadáver degollado que muerde entre los dientes su propia lengua amoratada. La laringe asoma por el devastador corte que va de mandíbula a mandíbula. Y sus ojos en blanco parecen interrogar al cielo.
Saca del bolso la navaja de afeitar y la abre con un rápido movimiento de muñeca, pegándola a la pierna para ocultarla a la vista del intruso.
666 avanza hacia ella y a medida que sus pasos fuertes y lentos se escuchan más cerca, la mujer siente una especie de angustia creciente.
-Lucrecia, atenta. Eso que se acerca apesta a muerte -se murmura a si misma.
Los ojos de un indeterminado color ardiente de 666 se clavan en los de Lucrecia, para luego posarse indecentemente en sus pechos con una rijosa sonrisa. Entre los botones de la blusa se aprecia una porción de la copa del sujetador.
La mancha de sangre y orina se extiende hasta casi mojar la suela de sus zapatos de correa y tacón alto. 666 está cerca. Lo suficientemente para ver su camisa arremangada y manchada de sudor. Lucrecia retrocede con cautela sin apartar la mirada aproximándose un poco más al altar y casi frente al púlpito.
Su mano se cierra con fuerza en el mango de la navaja y su sexo lubrica de una forma anómala.
Su odio es mayor que el temor que el instinto dicta.
Es sólo otro hombre de mierda.
666 se planta frente al confesionario, y ladea la cabeza a un lado para encuadrar mejor la muerte que hay dentro. Eleva la mirada al techo de la iglesia y deja escapar la risa de una hiena. A Lucrecia se le eriza la piel.
Observa cómo el hombre saca un puñal de mango negro y plateado por encima de su cabeza. La hoja está sucia de sangre fresca.
Odia a esa cosa que provoca en ella tanta repulsión y atracción como desconfianza y temor.
-Lo has hecho bien, primate; pero para mi gusto el religioso aún está demasiado entero.
666 introduce el torso en el confesionario y emerge tras unos instantes con el pene del sacerdote en la mano.
- ¿Seguro que no lo quieres?
-Si quisiera esa porquería, se lo hubiera cortado yo misma. No estaba esperando al primer pirado que entrara para que le cortara la polla al cura. ¿Acabas de fugarte de un manicomio?
-Yo soy el manicomio. Lo que contiene y mantiene lo más podrido de vuestro pensamiento. Y tú tienes una parte muy importante de toda esta insania. Tal vez, si eres buena mamando te perdone esta vida. Primates como tú son necesarios para regular la densidad demográfica de los monos.
Lucrecia maldice la suerte de haber encontrado semejante tarado en una triste iglesia a la que nadie entra.
666 lanza una risotada que degenera en el gruñido de un cerdo.
El corazón de Lucrecia pierde un latido.
-Podría arrancarte el corazón y meterte esta pene en su lugar, sería magnífico ver la cara de tu forense cuando te raje el pecho -666 hace saltar el pene en la palma de su mano.
Lucrecia piensa, lejos ya de sentir temor, en cortarle esas manos que huelen a carne putrefacta y meterle el pene en el culo.
666 la mira con curiosidad y empuña la culata de la pistola bajo la camisa para acto seguido disparar al pecho del cristo crucificado que preside el tabernáculo del altar.
Lucrecia apenas se sobresalta por la detonación que se repite un millón de veces en los muros de la nave. No le asusta el ruido, de hecho, la mujer no sabe qué cosas le asustan o le podrían asustar.
Se separa aún más de 666 y se acerca al altar.
666 avanza hacia el altar con decisión sin intentar acercarse a Lucrecia.
En el grueso agujero que la bala ha hecho en el pecho del crucificado, introduce el pene con una sonrisa apenas contenida, como una pequeña tos que no puede retener.
- ¿No está mejor así el Nazareno? ¿No es cierto que con una polla en el pecho, es más asequible a vosotros, más afín? Dios es una cafetera defectuosa que hace un café aguado. Ese divino maricón se pierde en bondades. Es un error, el arte requiere impactar.
-Te voy a dejar tranquilo con tus delirios. Me aburres. Sé hombre y no me dispares -le dice fríamente Lucrecia.
-No te irás -replicó con un siseo venenoso 666 apuntándole a la cabeza. -Yo me voy a relajar en el altar y tú me vas a comer el rabo como si fuera la más deliciosa carne de cristo, primate de mierda. Hasta que tus medias de puta se empapen de puta excitación. Luego podrás seguir matando sacerdotes, monaguillos o al papa si te da la gana.
Lucrecia presionó con fuerza el pulgar en el filo de la navaja hasta que sintió el metal hundirse en la carne. Necesitaba aliviar la presión sanguínea que aumentaba con el odio, con el deseo de partir en dos al cerdo.
- ¿Cómo sé que no me matarás cuando me hayas llenado la boca con tu leche?
-Lo sabes porque te lo digo yo. Si supieras qué soy, sabrías que nunca miento. No merecéis los primates que pierda el tiempo inventando mentiras. No lo necesito. La muerte llega al mismo tiempo que la verdad que canto. ¿Mentir yo a unos piojosos, primates? Yo soy un dios; pero no ese maricón rodeado de querubines.
Ven a comulgar con mi polla aquí en la casa de vuestro señor.
666 se tiende de espaldas a lo largo del altar, abre la cremallera de la bragueta y saca con dificultad el pene erecto y oscuro como carne corrupta.
Un intenso olor a orina y excrementos invade la atmósfera de la iglesia y Lucrecia siente náuseas mientras el cañón apunta a su cabeza.
El cristo del tabernáculo ha girado la cabeza a su siniestra para no mirar el sacrilegio que hay en el altar. Lucrecia cree ver una lágrima correr por su cerámico rostro.
Su mente funciona frenéticamente para encontrar una salida a la situación. El profundo corte en el pulgar duele tanto que apenas tiene tiempo para pensar en el miedo.
Se saca los zapatos y se acerca al altar.
666 taladra literalmente su pensamiento y su cuerpo actúa sin su consentimiento.
Abre la boca hasta casi desencajar las mandíbulas sujetando ese bálano duro y húmedo. Cubre con sus labios el glande lubricado que palpita como un corazón en su lengua.
Por un segundo, por un instante la atroz presencia de aquel ser en su pensamiento cede para dar paso al placer.
Ella nació para matar y si tiene oportunidad, mata y daña.
La navaja vuela veloz, la boca se retira, las uñas rojas resaltan en el cuerpo venoso del pene que sujeta. El filo de la navaja entra en el meato casi dulcemente.
Y sigue cortando hacia abajo hasta llegar al pubis.
El grito de 666 provoca que los ojos del cura muerto se abran.
El pene partido en dos en toda su longitud es una fuente de sangre.
Cuando 666 ha cogido y unido en el puño las dos mitades del pene, Lucrecia ha desaparecido dejando sólo sus zapatos a unos metros del altar.
666 separa lentamente los dos trozos en los que se ha convertido su pene y los observa con curiosidad, se enciende un cigarrillo mientras el sudor gotea desde su nariz. No hay dolor, sólo una oscura ira. Algo ponzoñoso. Desearía matar a la humanidad entera.
El cigarro crepita cuando quema la sangre con la que se ha manchado.
Sus ojos son dos rendijas que ocultan una ferocidad implacable.
Saca el puñal de su espalda de nuevo y vuelve al confesionario, de allí saca el cadáver del cura y lo extiende en el altar.
Con un tajo rápido corta los músculos del vientre y con las dos manos desgarra la herida para abrirla, dejando los grises intestinos al aire. Hunde la cara en las vísceras aún tibias.
Se baja los pantalones, el pene partido parece dos tiras de carne sangrante que se agitan por el viento con cada gesto.
Con un grito de ira, vuelve a unir ambos trozos de carne en su puño y subiéndose al altar hunde el pene destrozado en las tripas del religioso.
Una estatua de la virgen se ha roto.
Lentamente su respiración se torna pausada y siente su pene unirse, curarse y cicatrizar.
Cuando saca el pene de allí, está completamente curado de hecho, no hay cicatriz alguna. Se masturba lentamente sentado sobre el pecho del cura, evocando la boca de la puta asesina.
Su semen levanta pequeñas nubes de vapor cuando toca el suelo sagrado. Escupe en la boca del cadáver y se ajusta el pantalón empapado en sangre.
Cuando se dirige a la salida, entra una mujer con un pañuelo negro en la cabeza, se dirige a la pila de agua y cuando se va a santiguar mirando el altar, 666 le aprieta el cañón de la pistola en la frente y dispara.
-Es tu hora vieja.
La tapa craneal sale despedida y queda flotando en la pila de agua bendita. El cerebro de la mujer salpica el suelo en una línea recta en la dirección del disparo.
La grúa municipal está trabajando en su coche, ya lo tienen en el aire, preparado para llevárselo al depósito.
-Lo siento jefe, lo tendrá que recoger en el depó...
666 le abre la barriga desde el ombligo al diafragma con una certera puñalada. El otro operario recibe un tiro en la cabeza que le sale por la boca cuando intenta meterse corriendo en la cabina de la grúa.
Acciona los mandos de la grúa y el morro del Aston Martin cae pesadamente al suelo de nuevo. Se sube en él y arranca sin ninguna prisa.
Lucrecia ha entrado en una zapatería, la dependienta mira atónita sus pies desnudos y las medias destrozadas por las que asoman unos dedos bien cuidados de uñas pulcramente pintadas.
-Me han intentado robar y he tenido que quitarme los zapatos para poder correr.
- ¿Quiere que llame a la policía?
- No me han robado nada, sólo quiero unos zapatos y sacarme estas medias.
La dependienta le indica donde se encuentra el lavabo para que pueda quitarse las medias rotas. Aprovecha también para limpiar la fea herida del dedo taponándola con papel higiénico.
Aún siente su sexo húmedo. A su pesar evoca el placer del pene invadiendo su boca y siente deseos de vomitar.
Vomita.
Desde la cercana iglesia llegan los rumores de un coro rezando un avemaría, a pesar de que la iglesia está vacía.
Lucrecia piensa que no hay nada por lo que valga la pena cantar. La carne muerta carece de sensibilidad, como ella.
No existe lo espiritual, no hay más vida que la de la carne. El resto son paranoias que se pueden operar cortando el tejido afectado.
Le duele el dedo.
- Maldito loco...
Siempre sangrienta/o: Lucrecia vs. 666
Iconoclasta
201003031623
(Lucrecia es un personaje exclusivo creado por Lucrecia B. y el cual he usado con el permiso de la autora(http://teo-nanacatl.com/autores.php?id_user=169).