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23 de septiembre de 2013

El hijo de un violador (2)



2

A la mañana siguiente se despertó relajado, sin recuerdos sobre el día anterior, como si hubiera sido un difuso sueño. Cuando intentó orinar, sintió que su cabeza daba vueltas y se hacía todo oscuro, un ataque de pánico le cortaba la respiración.

No tenía pene, ni testículos. Sintió náuseas pero no vomitó nada, solo bilis amarga y el estómago le dolió.

Venciendo el pánico se miró al espejo, no había nada entre sus piernas, solo un agujero profundo en el pubis, allá donde antes estaba su pene. Había sangre seca en el pantalón.

Intentando no gemir con fuerza, conteniendo miedo y llanto, entró de nuevo en la habitación. Usando la pantalla del móvil iluminó el interior de la cama para no despertar a a su esposa.

Las sábanas tenían pequeñas gotas de sangre seca; pero no veía sus genitales allí. De pronto, Pilar dejó escapar un gemido débil y separó las piernas. Fausto alzó la sábana para iluminarla: sus bragas estaban enredadas en la pierna izquierda y en su sexo se encontraba algo encajado, llenándolo de una forma obscena. Otro nuevo gemido se escapó con sensualidad de los labios de la mujer y en su vagina captó el movimiento de un pene allí enterrado y unos testículos agitados, contrayéndose espasmódicamente. Eran los suyos.

Sintió que el mundo le daba vueltas y lo abandonaba. Intentó levantarse, pero quedó tendido en la cama.

Sonó el despertador de Pilar, eran las siete treinta, una hora y media había pasado desde que despertara por primera vez.

Se palpó rápidamente y sus genitales se encontraban allí, donde debían estar. Quiso llorar de alivio.

Pilar no se despertaba, dormía plácida y profundamente.

— ¡Cariño, despierta! Es hora de levantarse.

Su esposa se dio la vuelta y le besó profundamente.

— ¡Qué me has hecho, cabrón! Házmelo otra vez, métemela en el culo también porque me corro solo de pensarlo —hablaba con la voz adormecida y aferrando el pene de su marido a través del pijama.

Ella nunca se había expresado así.

Fausto no pudo responder, su visión se hizo oscura, un dolor fortísimo se instaló en su bajo vientre como un cólico y notó con terror sus genitales separarse de él con un sonido líquido y la sensación de perder sangre.

La mujer se había abrazado a su cuello y le besaba la boca. Él estaba en algún lugar oscuro y cuando su mujer lanzó un gemido de placer solo pudo imaginar vagamente lo que ocurría.

Separó las piernas y el pene entró en su vagina reptando por el muslo, estaba tan excitada que no se daba cuenta de que el cuerpo de su marido estaba completamente inmóvil.

— ¡Te ha crecido, mi amor! La tienes enorme —susurraba moviendo su pubis contra el de su marido.

A Pilar se le detuvo por unos segundos la respiración y dejó ir un suspiro profundo, se separó de su marido y se colocó a cuatro patas sobre el colchón, sus pesados pechos se agitaban con una respiración ansiosa. Los ojos de Fausto estaban abiertos, pero no veía nada en su conciencia. El pene, arrastrando los testículos, se deslizó por la vagina hasta el ano y allí retorciéndose como un gusano, consiguió alojarse. Pilar sudaba y sus puños estaban cerrados. Comenzó a respirar rápida y brevemente para acomodarse al dolor y al placer.

Sus ojos observaban cada detalle; pero no era para su disfrute, eran los ojos del pene. Mientras tanto, Fausto el hombre, evocaba las imágenes de dos seres en un vientre materno. Uno de ellos aún incompleto, sin pene. El otro ser era unos genitales alimentándose de la misma placenta, un pequeño cordón umbilical, como una raíz, entraba en el meato de aquel minúsculo miembro que flotaba ingrávido muy cerca de su rostro aún no formado.

Era una pesadilla, era un horror…

Pilar hundió la cara en la almohada para no gritar, sus glúteos se agitaban suavemente con el movimiento del pene. De pronto, los testículos se contrajeron y lanzaron el semen hacia el glande enterrado. El esperma comenzó a rezumar lentamente entre los glúteos para caer en la sábana resbalando por los huevos que colgaban ahora pesados. La mujer se desmayó y el pene se desprendió del ano. Usando los ojos de Fausto, se dirigió reptando al pubis y se instaló de nuevo entre las piernas provocando un ligero dolor. Los ojos del hombre se cerraron y quedó inconsciente.

El despertador volvió a insistir a los diez minutos. Y fue Pilar la que se despertó.

— ¡Amor, se nos ha hecho tarde! Cómo me duele el culo… Lo repetiremos.

Encendió la luz de la mesita de noche y vio la sangre.

—Quien me iba a decir que volverían a desvirgarme a mi edad…

Fausto se puso en pie, todo parecía irreal, su mujer, su voz, sus comentarios, su cuerpo y su polla. No estaba bien, no conocía nada de esto. Era él quien se sentía lejano de su cuerpo.

En apenas media hora, Pilar se había duchado, vestido y ya salía taconeando rápidamente por la puerta de casa. Trabajaba como funcionaria en el registro de la propiedad intelectual.

Pilar pasaría todo el día pensando en el acto sexual de esa mañana de una forma obsesiva.

Fausto salió diez minutos más tarde y se despidió de Maricel sin entrar en su cuarto, tocando a la puerta.

—Me voy que he hecho tarde. Que te vaya bien en la facultad. ¿Vendrás tarde?
—Como ayer —contestó su hija con voz somnolienta y tapándose la cabeza con la almohada.


Iconoclasta
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20 de septiembre de 2013

El hjo de un violador (1)



 

1

Algo no era normal en el pene y los testículos, no parecían ser un todo en su cuerpo.

Las sensaciones que percibía en la piel de los genitales no eran directas, parecían retardadas, lejanas; la impresión de entumecimiento cuando una mano se duerme por una prolongada inactividad.

Eran las seis de la mañana cuando orinaba tras despertar para empezar una jornada laboral. Dejó caer en el inodoro unas gotas de sangre, cosa que le preocupó; pero la jornada laboral lo mantuvo distraído de ese temor y a lo largo del día no hubo más sangre.

Fausto y Pilar estaban cenando en el comedor, en el televisor emitían las mismas aburridas noticias de cada día.

—Es extraño. Esta mañana he orinado unas gotas de sangre y no he sentido ninguna molestia.

Su mujer tragó la porción de ensalada que estaba comiendo.

—Sí que es raro, deberías ir al médico y comentarlo.

—Si vuelvo a mear sangre, iré.

—No te costaría ir mañana cuando salgas de la fábrica.

—Ya veremos. Si tengo ganas…

—No irás —respondió Pilar desviando la mirada al televisor para acabar la conversación.

Se le cayó la aceituna del tenedor, rodó por el escote y se detuvo entre los pechos.

—Eso te pasa por tener esas tetas tan grandes —bromeó Fausto tomando la aceituna y llevándosela a la boca antes de que Pilar se limpiara.

La mujer se sintió halagada y le besó los labios.

Fausto tuvo una sorprendente erección, fue tan rápida que no se dio cuenta del proceso, no fue consciente de su excitación hasta que sintió la tensión en el pantalón del pijama que vestía.

Y volvió con más fuerza la sensación de que sus genitales estaban “despegados” de su cuerpo y las señales sensoriales llegaran retardadas, diluidas. Pensó que no llegaba bien la sangre a esa zona de su cuerpo, de ahí ese adormecimiento. Sin embargo su pene, cabeceaba excitado, henchido de sangre, sin duda alguna.

— ¡Fausto! ¿Te dijo Mari a qué hora llegaría? Son casi las diez.

Su mujer lo miraba furiosa, era la segunda vez que le preguntaba lo mismo durante el tiempo que Fausto pensaba en sus genitales.

—No, no me dijo nada —respondió sorprendido.

Pilar cambió de canal para ver un programa de entrevistas a famosos.

Su marido se estaba tocando el pene discretamente bajo la mesa. En efecto, tenía menos sensibilidad. Pensó en la próstata, tenía cuarenta y ocho años.

Eran las diez de la noche cuando recogieron los restos de la cena y se sentaron en los sillones de la sala para ver la tele cuando escucharon el ascensor llegar a su planta. En unos segundos la puerta de casa se abrió.

— ¡Buenas noches! —saludó Maricel al entrar en el comedor.

Se acercó a su padre y a su madre para saludarlos con un beso.

— ¿Cómo te ha ido en el gimnasio? —preguntó su padre.

—Como siempre: lo más duro la bici, lo más delicioso la piscina.

—Sírvete pan con tomate y tortilla, la he dejado en la encimera tapada.

—Ya he cenado, mamá. Me comido una ensalada con Mario al salir del gimnasio.

Fausto sufrió una repentina punzada de dolor en el interior del pubis y su pene se endureció aún más, hasta el dolor.

Se dio cuenta que estaba observando fijamente el inicio de los desarrollados pechos de su hija. La blonda de su sujetador color crema asomaba entre el cuello de pico de la camiseta que vestía.

— ¿Dónde está el pijama blanco? —le preguntaba a su madre al tiempo que se sacaba la camiseta camino a su cuarto.

Fausto tomó el control de su voluntad, dejó de mirar a su hija y cruzó las piernas para ocultar la erección.

El dolor había disminuido, pero sudaba abundantemente.

Cuando escuchó que Maricel cerraba la puerta de su habitación al final del pasillo, se levantó para ir al lavabo. Se desnudó de cintura para abajo, orinó y dejó caer un par de gotas de sangre de nuevo. Entre sus dedos sentía extraña la carne del pene.

Un súbito movimiento en lo profundo del pubis lo alarmó. Sentía que algo se conectaba y desconectaba allá dentro, en su carne, en sus cojones. Pensaba concretamente que se le iba a “caer la polla al suelo”.

Se sentó en la tapa del inodoro y encendió un cigarrillo que sacó del cajón bajo el lavabo.

Pensaba en infecciones y en cáncer, en operaciones y muerte.

Se obligó a serenarse y observó como el pene se relajaba y encogía recuperando su tono de piel normal. Porque hacía unos segundos, se encontraba amoratado, casi negro. Como si un torniquete en sus tripas le hubiera cortado  el flujo sanguíneo.

El movimiento en el pubis cesó y el miedo se diluyó; el miedo venía de la posibilidad de que el pene se le desprendiera del cuerpo. Así de brutal, así de imposible.

Las molestias ya habían cesado por completo cuando casi había consumido el cigarrillo. Tomó el pene con la mano y lo agitó para convencerse de que estaba sólidamente pegado a él. Tiró del prepucio para descubrir y el glande: se encontraba rosado, con buen color y una capa brillante y resbaladiza de fluido lubricante como era habitual por una erección.

Respiró aliviado, se subió los pantalones y abrió la puerta del  lavabo topándose súbitamente con su hija que iba a entrar en ese mismo instante.

— ¡Papá, no fumes en el lavabo! Huele fatal.

— ¡Déjalo, Mari! ¡Se lo he dicho cientos de veces pero ni caso! ¡Fausto, tira ambientador al menos! —gritó Pilar desde el salón.

Maricel vestía un tanga amarillo y un sujetador de algodón sin costuras, los pezones de diecinueve años ponían a prueba la integridad de la tela. Entró en el lavabo y cerró la puerta.

Con una nueva punzada de dolor, visualizó en su mente el pene alojado entre sus pechos. La imaginó gritando aterrorizada con la vagina a punto de reventar llena de su pene, como un dildo de carne y sangre removiéndose en su coño, inquieto, sin pausa. La imaginó cambiando su miedo por placer a medida que el pene tomaba un ritmo más intenso y violento, entrando y saliendo de su sexo como una monstruosa oruga empapada en la mezcla de sangre y fluido que manaba de la vagina desgarrada.

Se apoyó en la puerta del lavabo agarrándose los genitales e intentando borrar aquellas imágenes de su cabeza. Cuando el pene quedó fláccido, se dirigió al salón.

—Me voy a meter ya en la cama, Pilar.

—Yo me quedo a acabar de ver el programa —dijo levantándose de la butaca para darle un beso —. Descansa.

—Buenas noches, cariño.
Se metió en la cama pensando que pasaría la noche en vela preocupado por lo que le estaba ocurriendo; pero apenas se estiró en la cama, sus ojos se cerraron y su respiración se hizo lenta y profunda.








Iconoclasta

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10 de septiembre de 2013

Lo que hago aquí




En la vida respiro porque un montón de células así lo exigen; pero tampoco es como para tirar cohetes que estallan con formas de mujeres con las piernas abiertas mostrando su menstruación con los pezones duros. Porque hay un montón de células ajenas a mí que evitan que pueda hacer algo decente por cuestión de envidia, usura y ambición. Pero ante todo, porque sus cerebros son lisos como el sobre de la mesa de vidrio donde escribo.
En definitiva y para ser redundante, lo que hago aquí es evitar la envidia y la idiocia de los que coartan mi libertad y truncan mi bienestar en su beneficio, aunque sean tan deficientes mentales que no sepan que lo hacen.
Hago lo que puedo en un planeta  en el que los muertos lo hicieron todo  mal y los vivos perfeccionan y amasan la mierda que heredaron.





Iconoclasta

5 de septiembre de 2013

La verticalidad




Tengo una erección y se revela así la dura y larga realidad: la polla dura es una horizontalidad trémula, incontenible y feroz.
Pienso que la erección es horizontal como la muerte y la mediocridad.
Puedo arreglarlo, puedo verticalizar lo erróneo.
Presiono en el nacimiento del bálano y lo obligo a bajar, fuerzo a que el filamento  del deseo se descuelgue perpendicular al suelo, como lo está mi pijo ardiendo; para que se pegue la hebra de baba olorosa entre el vello de mis piernas.
El hecho de obligar a que el glande apunte con su ojo ciego y fiero al suelo, es masturbación. La verticalidad, el peso, la gravedad, la presión son factores que acarician mi sensibilizado meato, que se abre hambriento buscando ciego una caverna de carne elástica donde meterse.
En la horizontalidad todo es demasiado fácil y previsible. En la verticalidad sudo y mis cojones cuelgan henchidos de semen para ella. Para su boca.
Para su puta boca.
Para su sagrada boca.
Para su amada boca.
Hay un agolpamiento de sangre inmediato y mi fantasía me lleva a pensar que me agarra la polla con sus finos dedos y me acaricia como a un caballo. Soy una bestia con la polla dura y vertical, soy el martillo de las mujeres, el falo impío. Soy la paja que se hacen al lado de sus maridos y de sus amantes cuando éstos duermen.
Así me gusta que me coma el rabo: yo lo mantengo recto y vertical. Ella recibe toda esa dureza y gravedad entre mis piernas, con mis cojones acariciando su frente. Con el vello enredado entre su cabello rizado y opulento. Leonino...
Que mire al cielo y su boca se llene de mí.
Los dioses son verticales, nos escupen desde allá arriba y hacen patente nuestra planicie.
Es algo que tiene arreglo.
Llenar vertical y con presión su boca con mi semen…
Mi polla es plomada. Una sacralidad como lo son sus pezones duros y perpendiculares al eje de mis cojones pesados y a punto de reventar.
Me excita la verticalidad, porque la raja de su coño es recta como a plomo caen las lágrimas de la Virgen María y las de una madre que sostiene el cadáver de su hijo, al que parió tras ser follada, con toda probabilidad horizontalmente.
Su boca se llena de mí, su cuello estirado, sus ojos observando mis cojones y mi próstata, su coño dejando una mancha brillante en el suelo, su clítoris enorme sobresale pornográfico hasta forzar mi masturbación. Todo eso revela la verticalidad.
Son detalles que convierten a la horizontalidad en algo aburrido.
Mi mano tiembla ante lo inevitable, ante mi corrida, ante la sagrada eyaculación que me hace abominable a ojos de puritanos y fariseos, porque se folla a oscuras y horizontal. Es una lucha de semen derramado contra los dioses y la horizontalidad.
No es cruenta, solo láctea. ¿Dios se puede quedar embarazado si toma de mi leche divina?
No sé, son cosas que uno piensa, son blasfemias que nacen de la vertiginosa y pornógrafa verticalidad.
Mi amor succiona y succiona. Temo que me arranque el pijo…
La penetro verticalmente y ella alza sus nalgas para que se haga mi voluntad. La jodo con fuerza para acariciar con mi pijo su sagrado útero si pudiera. Empalarla de tanto que la deseo…
Que piense, que crea que algo extraño se ha clavado profundamente en sus entrañas.
Que sienta que hace lo contrario a parir.
La verticalidad no tiene piedad, yo tampoco.
Y mi amor carece de escrúpulos.
La horizontalidad es muerte y un descanso para el corazón.
¿Quién quiere eso?
Traga mi amor, toma la eucaristía vertical de mi polla en tu sagrada raja.
Seguiremos en pie, rectos e imbatibles con el fluido de tu coño y mi semen goteando y marcando la verticalidad que creían ostentar los dioses idiotas y la naturaleza imbécil y estúpida.







Iconoclasta