—Shh... Los hombres no lloran.
Y se ríe sin dejar de comer.
No lloro, no puedo llorar.
No tengo miedo, solo siento tristeza de desaparecer así.
No duelen las orugas al hacer túneles en mi carne, como si ya estuviera muerto.
Esa es mi tristeza: morir sin sentir.
—Calla, déjanos comerte en silencio, no lo estropees.
Al menos que duela, por favor.
No consigo morir.
—No podemos comer tu pensamiento, pero nos esforzamos; tal vez algún día evolucionemos y comamos lo eléctrico de ti. Y así puedas morir junto con tu piel.
Son tan repugnantes, amarillo veneno y erizadas de púas...
Debería doler su solo tacto urticante. El horror de sus voraces mandíbulas y sus cientos de patas puntiagudas reptar por todo mi cuerpo, se diluye en la tristeza de dejar de ser sin un solo sentir.
—No podemos dolerte, agotaste todo dolor, mira tras de ti.
Y hasta el horizonte se extienden seres que he perdido, hay cariños muertos que forman un rastro que me sigue. Es apocalíptico.
¿Cómo he podido vivir así?
La orugas hablan como una sola mientras comen.
Me comen.
¿Por qué no puedo moverme?
—Porque sabes que es mejor intentar morir, lo que hay detrás tuyo, lo que te sigue, no es bueno. No se puede vivir con eso.
A algunos los quise tanto...
Una oruga se abre paso entre la uña y la carne de mi dedo. Mana una sangre perezosa a medida que desaparece dentro de mí devorando, haciéndose espacio con sus fauces inquietas. Percibo su movimiento malvado y reptante en lo profundo.
Mi dedo se tensa pensando que hay un dolor atroz, pero no lo hay.
Es estar podrido en vida...
¿Siempre ha sido así? ¿Desde cuándo no siento dolor?
—Nosotras hacemos bien nuestro trabajo, si pudiéramos te causaríamos dolor. Esa indiferencia tuya es mala, cruel. Naciste sin algo en el cerebro, algo falló en tu concepción.
La oruga se mete entre mis labios, segura de que no la voy a partir en dos con los dientes, es tan repugnante que no puedo morderla.
Escarba en mi paladar con un cosquilleo, se mete dentro del cielo de la boca y la siento por debajo de mi nariz retorcerse muy profundamente.
El sabor de la sangre es hierro dulzón al caer en mi lengua.
Todos esos cariños muertos en mi caminar... ¿Sufren? ¿Es posible que se convulsionen de dolor como serpientes agonizando? ¿O simplemente hay un terremoto?
Y yo sin sentir nada...
Otra oruga se abre paso por el meato del glande y grito de miedo y pánico. Grito tanto que escupo la oruga que se había metido en el paladar y queda muerta por el golpe contra el suelo con sus púas aplastadas por la sangre y la saliva.
—¿Ves? Morir no es tan malo? Unos morimos, otros vivimos y tú simplemente eres el ser más triste del planeta. Son cosas que pasan, hay mutaciones, hay deformaciones y tú eres ambas cosas. Tus padres no deberían tener más hijos, podría nacer otro como tú. Y eso no es bueno para el amor ni el cariño; míralos, tu camino es un vertedero.
En algún momento me convertí en el Gran Derrochador de Amores y Seres. Algunos han puesto precio a mi cabeza. Yo lo haría.
La oruga se arrastra por mi cuello, con su negra cabeza ya entrando en la oreja derecha. Sé que duele el oído, he tenido infecciones.
Sé de dolores.
Sé tanto de dolores que sé que esto está muy mal.
Quiero llorar, pero no salen lágrimas.
Me acuerdo cuando lloraba y toda esa presión disminuía, me calmaban las salinas lágrimas escurriéndose por mis labios. Los mocos que salían de la nariz se mezclaban con el llanto, con un hipo entrecortado.
Y todo ese caos me relajaba.
La oruga está devorando mis testículos, el escroto se mueve y del meato mana sangre y semen.
Tampoco hay placer en ello.
He perdido seres y cariños por el camino como quien pierde llaves y monedas. No es justo para mí, ni para los cadáveres que cubren mis huellas.
No tienen un valor cuantificable, con ellos perdí una parte de mí, tal vez las lágrimas, y la capacidad de lavarme en ellas.
Purificarme... Santificarme si hubiera dios y no estuviera muerto en la estela de mi vida.
Hay dos orugas corriendo dentro de mi pubis, la comezón me incita a rascar, pero los dedos no penetran; rascan donde no debieran, sin efecto.
Los dejo en el vientre, crispados, para aferrarme a mí mismo.
No sé porque, pero todas las carencias, miedos y tristezas se alojan en el vientre. Las manos descarnadas intentan dar consuelo y cubrir ese abismo que aspira las entrañas a otra plano existencial.
Es recurrente hablar y recitar que no eres tan malo, que no eres nada especial, los hay mejores en su calidad de hijos de puta. Soy demasiado mediocre para tanta angustia.
Demasiados cariño y esperanzas desecándose en el páramo...
¿Por qué no sufren otros? No es que me importe especialmente, pero alguien me presta demasiada atención y me cago en dios.
Son las ocho de la mañana, mi corazón palpita veloz, he debido tener una pesadilla.
Con la mirada desenfocada alcanzo a ver la cajetilla de cigarros en la mesita y enciendo uno tosiendo.
Orino y hay sangre. Me asusto solo un poco, es demasiado pronto para alarmarse.
Me limpio sangre seca de la nariz al mirarme al espejo y escupo en el lavabo la primera flema del día.
Hace tiempo que no recuerdo los sueños, y está bien.
Recuerdo sueños que me destrozaban el ánimo todo el día sin ser necesario.
Es agradable no soñar e ignorar por qué hay sangre donde no debiera.
Y concluyes que a veces hay errores y el organismo se equivoca al conducir la sangre a conductos que no son adecuados.
O eso, o estoy pudriéndome.
¡Bah!
Si no hay dolor, no hay daños, eso dicen. El dolor es el medio que nos protege ante agresiones, lesiones y enfermedades.
No hay de qué preocuparse.
Iconoclasta
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