Al cerrar la pluma, al cerrar el cuaderno, se acabó lo bueno, lo intenso. Vuelvo a lo que no es mío, a la realidad que no pedí, que con asfixias soporto.
¿Y si los escritores somos seres malditos condenados a expresar aquellas emociones que siendo absurdas, gozamos y padecemos?
¿Soy un cerebro en coma?
Escribimos de la magia que no existe; pero necesitamos crearla. Escribimos de amores legendarios, de héroes, de dolores y horrores inconcebibles y naves espaciales. Sabemos que nada de ello existe.
Miro mis manos con la triste certeza de que al cerrar la pluma y el cuaderno, te quedarás solo con la realidad.
Es normal suicidarse en un lugar en el que no hay absolutamente nada que ilusione al despertar.
Es lógico no saber en que momento has llegado al paso de las vías del tren para cruzarlas e ir a ninguna parte en concreto. Hay gente esperando también a que las barreras se alcen, no desentono.
Soy del mismo color apagado que ellos, no me engaño. Soy de una vulgaridad que espanta.
Es angustioso escuchar el tren y que los pensamientos funestos se agolpen nerviosos en los dedos de los pies que parecen telegrafiar mensajes de urgencia-stop-stop-stop-quiero salir de aquí-stop-stop-stop...
El tren se acerca veloz con el escándalo de la sonajería eléctrica de aviso de peligro.
Mantenerse tras las barreras... Como si pudieran evitar algo.
Me aferro a la pluma y deslizo el capuchón dejando el afilado plumín relucir con destellos de oro y negra tinta. E imagino que un tren parará ante mí y el maquinista me llamará por mi nombre:
— ¡Pablo López! Suba, por favor, vamos destino a algún sitio que nadie conoce. Probablemente es peligroso; pero lo peligroso no es doloroso por definición. Y por otra parte, el peligro nos distrae del dolor. Va a morir de todas formas, todos los que vamos en este tren, vamos a morir en poco tiempo. Incluso los hay ya muertos, aunque así no lo crea cuando cierra la pluma. A pesar de su tristeza hay secretos, créame.
El maquinista soy yo, que se aguanta firme sobre dos piernas sólidas, indoloras. Se nota en su gesto sereno, en su gesto amable. Y aún así, somos absolutamente distintos. Imposible reconocerme en mi propio rostro. No sabía que en otro mundo pudiera ser interesante.
Siento la vibración de las lejanas ruedas-guillotina de un tren que sería incapaz de evitar a tiempo, embestir a su propio creador si se pusiera delante.
Y Dios mata a Dios.
— ¿Me da un minuto para acabar el cigarrillo? Y quisiera ver el tren que se acerca, me gusta el temblor de la tierra, la invisibilidad fantasmagórica de los pasajeros a través de las ventanillas, el rugido infernal de sus ruedas que enmudece al mundo y me deja solo con mi terror ante su desmesurada y metálica inhumanidad; que sin embargo aloja vida y ojos que observan el paisaje como si fueran raptados de un lugar que añoran sin ninguna razón. Es usted un buen tipo, maquinista. Mantendré la pluma abierta hasta que pase.
—Nadie habla así en ese lado de la vía. Es importante por ello que cruce aquí. Suba al tren en cuanto acabe sus asuntos. Tenemos una tertulia incompleta, hay demasiada formalidad. Necesitamos algo de obscenidad para reír e incluso llorar. ¿Sabe que se permite fumar? Si no quiere, no tiene porque ser ése su último cigarrillo.
—Por cierto, hay mujeres hermosas —eleva la visera de la gorra haciendo un guiño.
Me callo que yo no lo soy, hermoso, para que no se sienta mal. Cuando te dicen algo con buena intención, es mezquino pagar con desánimo. Hay seres que merecen creer que hacen sentirnos bien.
Observo la pluma entre mis dedos, la hago girar sintiendo la cada vez más intensa vibración, hay un pitido lejano que llega a través de un túnel que se presiente. Siempre hay túneles para los trenes, como si necesitaran de vez en cuando ocultarse de la luz para hacer cosas que nadie pueda ver. Para que aparezcan seres sentados mirando ensimismados por la ventana. Que desparezcan luego en otro túnel, cuando apartamos la vista desorientados y deslumbrados por la luz que inunda repentinamente el vagón.
—Soy maquinista por esa expectación. Llevar un tren, atravesar un túnel y sentir que algo ha cambiado. No le voy a engañar, hace años que no piso una casa, que vivo en el tren recogiendo pasajeros que caminan sobre un mundo quieto, sin movimiento. Sin túneles ni peligros, ni sorpresas.
—Una vez me atropelló un coche —recito con cadencia de pensamiento— y no dolió, no sentí el golpe. Simplemente volé y caí. No hay tiempo material para sentir miedo en ese instante. Solo después, al verme tan roto llegó el miedo con un dolor que me asustaba. Lo bueno del tren es que no permite el dolor que sigue a la embestida. Es absolutamente definitivo cuando te golpea. No habrá más que descanso y dulzura. Los trenes no te empujan, te recogen de las vías y te llevan dulcemente no sé adónde, a no sé cuándo. No necesito aferrarme a la pluma para saber esas cosas.
—Espere a subir en mi tren, no tenga prisa. No le ponga el capuchón a la pluma, tenemos fantasías que discutir, penas que llorar, miedos que narrar, risas para atragantarse. Y mucho tabaco y café. ¿Sabe que hay muertos dispuestos a emocionarse cuando lo vean? Le aseguro que usted se emocionará también.
Le sonrío asintiendo con la cabeza porque llega ya el tren empujando un aire gélido a presión que parece querer arrancarme el abrigo. He de ser preciso.
Me apasiona ver como crece todo ese acero en movimiento en mi campo de visión, es casi apocalíptico. Miro el cielo que está inquietante y absolutamente azul, una enorme serenidad y esperanza inalcanzable. Es la última mirada triste al planeta.
— ¡No se entretenga, salimos en un minuto, en cuanto este tren nos ceda su vía! —me grita para hacerse oír sobre el rugido de la máquina que ya está aquí.
Yo no he gritado, ha gritado un hombre y una mujer.
—Es una pluma hermosa, Pablo. Vámonos, no la cierre hasta tomar asiento —me da una palmada en la espalda invitándome a subir al tren y me devuelve la pluma que ha tomado para admirar.
Hay un bastón roto al otro lado, el que he dejado atrás. Pienso sonriendo con tristeza en epitafios y en jeroglíficos macabros. Mi corazón late con fuerza y toco mi pecho.
Veo gente gritar y llevarse las manos a la cabeza desde la ventanilla de mi tren, en esa realidad hay una pie entre las piedras de las vías y trozos de carne y ropa ensangrentada a ambos lados de los raíles.
Cierro la pluma y nada cambia. Hay una voz que creí olvidada, dos voces, tres... Los abrazos cálidos que creí que no sentiría jamás.
— ¡Joder, han debido atropellar un gato enorme! —les digo con un mal simulado espanto señalando las vías.
— ¡Qué cabrón! Si casi descarrilas el tren —dice una voz que me hace llorar de alegría.
No quiero nombrarlos, porque no son lo que eran, son la esencia pura que quedaba encerrada entre las hojas del cuaderno.
Hay murmullos de expectación en el vagón cuando el tren entra en un túnel de terciopelo negro. Las luces que se encienden son cálidas e iluminan rostros que están bien, que están donde deben. No sabemos que ocurrirá donde quiera que lleguemos.
Ya no hay pluma ni cuaderno, mis manos están libres.
Iconoclasta
Fotografía de Iconoclasta.