Monto los dedos de la mano el uno sobre el otro en un
ejercicio de elasticidad, coordinación y habilidad para formar una figura que
no sirve para nada; me recuerda una caracola rota y duele un poco. Duele la hostia
puta.
A según que edades, no hay que hacer este tipo de
ejercicios. No es extraño que los dedos se hayan roto. Los huesos han rasgado
la piel, pero no sale sangre; solo un polvo amarillento que se acumula en un
montoncito encima de la página del cuaderno donde escribo.
Soy una momia que no debería haber sido expuesta al aire.
Conservo la mano derecha porque aún tengo locura que contar:
"Padre, ahora sí te amo. Te perdono mi primer sufrimiento en la cruz. Las
humillaciones que me hiciste pasar".
La vida se acaba cuando no queda ya nada que romperse.
Cuando me quito la ropa, en el pantalón hay piel pegada de
mis nalgas, una calcomanía macabra que me recuerda que es hora de acostarse
cómodamente en un ataúd y esperar que alguien cierre y selle la tapa.
Mirar parte de mi culo pegado en el pantalón es un aviso
como el de los dedos frágiles de la izquierda mano.
Me sentaré a la diestra de Dios, y esta vez sonreiré.
Han eclosionado huevos en mi reseco tuétano, oscuras cucarachitas de nerviosas antenas salen por
los extremos de la falanges rotas y se detienen curiosas para examinar las
palabras de la degeneración escritas en el papel, para después ocultarse
deprisa entre las mangas de mi camisa.
"Si una vez busqué el perdón de los hombres, hoy
ejecuto su destrucción desde la más sórdida y mediocre existencia, nadie creerá
en nosotros, Padre. ¿Lo hago bien? Bendíceme Dios mío."
Supongo que la piel, la externa (la interior, el alma, es un
cuero viejo y duro), tiene algo más de sustancia que la tinta seca que asusta a
la humanidad.
Las cucarachas pueden elegir lo que comen como yo elegí: mi
Santo Padre me dio a escoger entre redimir de nuevo o castigar e ignorar el
dolor. Elegí lo segundo y sonrió.
No me puedo quejar, hubo un tiempo en el que violaba,
asesinaba y desmembraba mujeres y niñas. Cuando disfrutas, la vida corre a
velocidad super lumínica. Ahora me descompongo para llegar a Mi Padre sin la humillación de una
crucifixión que no sirvió para nada.
En un mundo de idiotas y cobardes me he hecho mi propio y discreto
espacio y paraíso (uno aprende de los errores si no es demasiado imbécil).
Si pagas tus impuestos y consigues hacer creer que trabajas
hasta el desfallecimiento por unas miserables monedas, puedes follar y asesinar
todo lo que quieras y jamás pensarán que eres un predador; o un Jesucristo en
su segunda venida.
Solo hay que ser
cuidadoso a la hora de dejar el cadáver, si puede ser, que no lo encuentren. Ni
a mí cerca de ellos.
Me he rascado, siento comezón en mi costado izquierdo, cerca
del corazón (esas cicatrices son eternas). Se ha levantado la piel de las
costillas y la carne. Un trozo de pulmón negro ha salido formando un globito
que se hincha y deshincha con cada inspiración y expiración.
Lo cierto es que hay más expiraciones que inspiraciones. Se
nota que ya no se airea bien la sangre: una oruga ha salido royendo la ampolla
pulmonar en busca de un aire más rico en oxígeno y con menos locura.
Es fácil llamar a esto locura cuando no se entiende la
degeneración y la degradación divina.
La oruga se arrastra por mi costado para caer al suelo y con
sorprendente agilidad, llega hasta el cadáver de la pequeña Lourdes de ocho
años, se arrastra por su pierna izquierda y llega a su sexo impúber y macilento
por la muerte de dos días para alojarse en su
raja ensangrentada por la impía dureza de mi falo. Se toma un tiempo de
diez minutos para hacerse mariposa y desplegar sus negras alas mojadas,
esperando que este aire infecto las pueda secar.
Ha preferido hacerse crisálida en un cadáver apestoso antes
que en el cuerpo del Hijo de Dios. Mi Santo Padre tampoco es infalible.
Me levanto y dando una patada al coño infantil, aplasto a la
mariposa de la muerte.
No tengo porque sacar el cadáver de aquí antes de que mi
Padre me llame de nuevo a su lado. No me gusta el olor de lo podrido aunque sea
yo la causa; pero no molesta. Será un muerto testimonio, como todos los de la
biblia.
De la fosa izquierda de mi nariz se escurre una baba rojiza y espumosa que cae en el diario,
encima de la frase: "Los he matado con tanto placer, Padre mío, que mi
pene incircunciso no descansa de una erección eterna".
Padre me apoya en cada acto de asesinato, en cada
descuartizamiento.
Quemé un millón de judíos.
Ojalá hubieran sido aquellos que me apedrearon y me
arrastraron hasta el bueno de Pilatos, que los despreciaba.
Lancé trescientos mil niños vivos a los hornos crematorios,
yo era un soldado alemán que creía en su trabajo. Y me ascendieron a cabo del
servicio médico donde arranqué más de diez mil penes circuncisos.
"Me gustaba especialmente ver a las preñadas judías a
través de la pantalla de rayos X, y me fumaba cigarros mirando el feto,
pensando en cómo se achicharraba en la barriga de su madre. Te lo debo a ti,
Padre Mío. Te doy gracias por esta segunda oportunidad".
Metí cosas en los coños judíos deseando impúdicamente la
venganza de aquellos hijos de puta que me asesinaron en Jerusalén.
Y se creían que mi segunda venida sería para dar nuevas
esperanzas...
Idiotas.
Mi parusía ocurrió hace más de cien años, nadie lo supo. Mi
Padre me dijo: Esta vez no sufrirás, gozarás, Hijo Mío. No hay que redimir, hay
que castigar.
Nací en el seno de una mediocre e
ignorante familia, y muy pronto, al cumplir los catorce, violé a mi madre con
el pene de mi padre; se lo seccioné limpiamente mientras dormía y como hiciera
dos mil años atrás, le di paz espiritual a mamá y la penetré con el pequeño
pene mientras le hacía una gran herida en su seno izquierdo para arrancarle el
corazón y ahogar a su marido con él.
Yo no la follé, me daban asco sus
negros muslos ennegrecidos en las grasientas ingles. Su raja estaba casi
siempre abierta por el peso de una barriga repugnante.
Disfruté más masacrando a mis
padres que convirtiendo el agua en vino o caminando por encima del mar.
Durante decenas de años he matado
todos los seres que he podido, viviendo en la oscuridad, en la ignorancia de la
humanidad. No he sido líder, solo una bestia que acecha y mata.
Matar niños es la burla, venganza
y escarmiento por aquella estupidez que una vez mi Padre me hizo decir: Dejad
que los niños se acerquen a mí.
"Santifiqué su muerte
hundiendo los dedos en su sexo virgen y pinté la cruz en sus pechos apenas
desarrollados con la sangre de su virgo roto. Luego le abrí la garganta con mis
dientes. Llené un cáliz bendecido con su sangre, con su vida".
Yo he dicho ya cientos y cientos
de veces: Dejad que raje a vuestros hijos y después os quemaré vivos a los
padres.
Ahora muero ya agotado, cien años
y pico son demasiados, incluso para Jesucristo resucitado.
Mis apóstoles son las ratas que
alimento en el sótano de la casa. Les lanzo pequeños trozos de carne de
pecadores para que coman, para que aprecien el amargo sabor de la humanidad.
Me acerco hasta el coño de la
niña. Es sexo sin vello, me pregunto si a su edad pensaba que un día su vagina
se tornaría peluda, que tendría tetas. Seguramente estaba a punto de pensar en
esas cosas.
Le arranqué los ojos con un
cuchillo sucio y mal afilado de cocina, no sé si gritaba por el dolor o por la
violación, estaba demasiado ocupado derramando mi semen sagrado en ella.
Aparto a la mariposa que se
debate en agonía medio aplastada entre sus pocos desarrollados labios mayores y
metiendo el dedo en la llaga de mi costado para mortificarme, la lamo.
El sabor de la orina no es peor
que el vinagre en los labios cuando estás muriendo en la Cruz.
Me sangra la lengua, está a punto
de caer. Mi Padre no deja que mi degeneración física duela demasiado, solo un
poco; pero no puede controlar la ponzoña que he acumulado a lo largo de estos
años en mi mente prodigiosa y ejecutora de los más letales milagros.
Escribo: "La pequeña Lourdes
es mi última víctima y la ofrezco en sacrificio a Dios, mi Padre. Me siento
bañado por el Espíritu Santo. Me ha pedido cientos de veces en su
cautiverio,que no le hiciera daño. He llorado
con ella, porque he sentido su horror en mi propia carne".
Cierro el cuaderno con toda mi
vida detallada, para que la humanidad
sepa que se llevó a cabo la Segunda Venida. Y que el anticristo era solo
un cuento de las mentes drogadas de mis apóstoles ignorantes.
A los ignorantes los has de
alimentar con mentiras para que funcionen como quieres.
Morticia, la rata más vieja y
gorda (está conmigo desde mi adolescencia) muerde el dedo pulgar de mi pie
derecho porque ya está muerto. No me molesta, además, pretendo dejar un cuerpo
completamente abominable para que se joda la humanidad entera.
Una luz blanca inunda esta casa
en ruinas de suelo sucio y mugriento. Los rostros de tantos seres que he
asesinado lloran en un sufrimiento eterno: reviven su tortura y muerte
eternamente.
Mi Padre sabe ser impactante.
Morticia se lleva mi uña a lo
oscuro y se la come sentada sobre sus patas traseras, observando como la luz me
lleva al trono de la diestra de Dios Todopoderoso. Observando atentamente como
mis brazos y piernas se desgajan como ramas podridas de mi tronco.
Había anotado en el cuaderno,
escribiendo sobre la baba rojiza que se desliza de mi nariz corrupta:
"Volveré si Mi Padre lo pide, y cuando me lleve por tercera vez a su
diestra en el Cielo, os arrastraré a todos al infierno, judíos y hombres de
mierda."
El cardenal Juan Bautista,
recogerá mi diario por un mandato de Dios y será incluido en la biblia como el
libro llamado Verdadero Testamento, a continuación del Nuevo.
El cuerpo de Lourdes será embalsamado
y ocupará un lugar preferente en el Vaticano, para que todos sepan que se
cumplió la parusía y que el apocalipsis solo era una colección de postales infantiles
comparadas con lo que Yo Jesucristo , he ejecutado en el nombre de Dios Padre,
del Espíritu Santo y de Mí Mismo en un misterio
que no es tal.
Soy libre, soy Dios y soy
Espíritu. Me llevo la sangre de la humanidad como un sabor dulce en el paladar
y en el alma.
No sé si volveré de nuevo; pero
no lo deseéis jamás.
Una última anotación, antes de
que se desprenda mi mano derecha:
"Ego no os absolveré jamás, jamás existió
el perdón, judíos".Iconoclasta