Triojidanius observa el cosmos desde el
asiento de vigía de la antena de comunicaciones.
Un pequeño asteroide pasa veloz trazando una
estela plateada a medio millón de kilómetros al este de la nave, provocando con
su turbulencia una corriente de gases inertes que agita sus antenas, formando
pequeñas gotas de hielo de amoníaco en su exoesqueleto verdinegro. Acaba de
despertar de su periodo de descanso.
Necesitaba salir al espacio exterior antes de
proseguir con su trabajo en la estación orbital y sentarse frente al acuocular
del arqueotelescopio. Le gusta sentir el frío del vacío en su recubrimiento
queratinoso antes de trabajar. Sus mandíbulas enormes y fragmentadas en tres
piezas, se abren y cierran dando chasquidos que no se propagan por el espacio,
expulsando una baba espesa que se convierte en filamentos que no llegan a
congelarse; una telaraña caótica que avanza ondulándose como las medusas en el
mar. A su mente llega el pensamiento de su pareja, en la estación. La hembra
provoca impulsos eléctricos en sus antenas: es hora de empezar a trabajar.
Antes de pulsar la liberación del cinturón de
sujeción del asiento y desplegar sus élitros de quince metros de envergadura,
gira su cabeza ciento ochenta grados con lentitud y los dos puntos negros de
sus enormes ojos verdes intentan adentrarse más allá de la cosmogonía del
Primigenio Artrópodo. Conoce bien aquel conjunto de planetas y las inusitadas
ondas psico-luminiscentes que de allí proceden, traduciéndose en imágenes y
sensaciones que le contagian algo que no puede definir; pero provoca que hiera
sus ojos al acariciarlos con sus patas erizadas de púas para calmar cierta
ansiedad. Cierta pena. Las lágrimas, siempre se contagian aunque no se tengan
glándulas lagrimales.
El humano piensa a menudo en ello: en penas y
alegrías; pero sobre todo en la melancolía. No entiende sus palabras, no puede
asimilar ningún lenguaje; pero los artropocarios son excelentes analizando y
decodificando las ondas mentales de cualquier ser del universo. Mimetizándose
con los estados de ánimo ajenos, es la única forma de entenderlos.
Cuando accede al interior de la nave por la
esclusa, la hembra lo recibe lanzándole sus peligrosas patas como amenaza por
su demora. Sus mandíbulas se mueven veloces provocando un chirrido agudo que
rebota por el metal de la nave molestando el único oído de su tórax.
Toma asiento en la espaciosa y enorme sala del
observatorio. La hembra empuja el acuocular hacia a su ojo izquierdo hasta
aplastarlo. Es un momento de dolor que dura un segundo, luego llega la imagen y
las emociones.
Sus antenas han dejado de percibir lo que le
rodea para centrarse en las imágenes y datos del programa. Se agitan
espasmódicamente ante la intensidad de la información que recibe. Su ojo libre
parece muerto, la niña ha quedado en la base del ojo, descolgada. Como la de un
muñeco roto.
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Es hora de sentarse cómodamente en el sillón,
la digestión pasa factura y los párpados pesan como grandes cortinajes de
grueso terciopelo granate. No hay cansancio solo un atávico sueño de cuando
éramos cazadores. El reposo del guerrero; un premio que se ofrece a si mismo.
Es tiempo de no hacer nada.
Se abandona totalmente, el pene se siente
libre. El placer de una erección lo hunde en el sopor con sensualidad. El televisor
habla de noticias que no le importan y aunque le importaran, carece ya de
voluntad para prestarles atención.
Es su armonía y ninguna desgracia, alegría o
anécdota extraña a él puede romperla. Es su tiempo, sus sentidos no permiten
interferencia alguna.
Hay una creciente sensación de melancolía, es
dulce y evoca paz. Hundiéndose en el sueño araña esa emoción intentando
descubrir que hay tras ella, intentando frenar el descenso a la inconsciencia.
Descubrir el génesis.
La historia de esa deliciosa inquietud.
No quiere esforzarse en entender, porque lo
racional mata la magia. La ansiedad le haría salir del cálido sopor.
Siempre es delicada y efímera la calma.
Esa dulce añoranza de un equilibrio
desconocido le hace pensar que todo estuvo bien, que todo está bien. Da
importancia a la vida.
La hace perfecta.
Se rebela ante el sueño, no quiere dormir más
profundamente, teme perder la paz, necesita estar en la frontera de lo onírico
y la realidad. Desespera por identificar qué momento de su vida es la causa de
esa dicha y pedir a los dioses que lo guíen. No se permite llorar.
Necesita conocer el origen para repetirlo,
para disfrutarlo en toda su magnitud y no pensar que es una alucinación. Para
seguir así siempre.
En un susurro inaudible, le ruega a su cerebro
que lo guíe, que lo lleve al recuerdo certero que lo explique todo.
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El humano está en paz y le proporciona
equilibrio. Sus antenas se agitan suavemente, al ritmo de una música serena,
sin que se dé cuenta. Sin música.
La hembra recoge los restos de su baba que
rocían algunos de los controles secundarios del arqueotelescopio y le mete en
la boca uno de sus hijos que recientemente ha salido del huevo, de los miles de
huevos que tienen en la bodega de la estación. Triojidanius se lo come
involuntariamente y los pequeños chirridos de la cría no producen efecto alguno
en los dos adultos. El arqueotelescopio se alimenta de ellos y es necesario
mantener un alimento constante en el operador durante la prospección
psico-luminiscente del sujeto que estudian.
Geneva revisa las constantes vitales de
Triojidanius en el monitor, verifica la correcta grabación de la sesión. Luego,
sin novedades, queda inmóvil al costado de su pareja, con el abdomen paralelo
al suelo y sus peligrosas patas plegadas en oración. Su mirada es hostil y
observa el espacio a través de la panorámica cristalera de la nave.
Existe más de un millar de estaciones
espaciales operando con arqueotelescopios. La misión es comprender el
funcionamiento cerebral y nervioso de los humanos para una próxima invasión. Su
enorme planeta Mantis Plata se ha agotado y el nivel de canibalismo entre la
población hace peligrar la especie.
El arqueotelescopio indaga en la luz que viaja
a través del infinito; la luz de cada lugar y tiempo tiene su propia frecuencia
propagándose en forma de cintas invisibles por el espacio, mostrando la
historia íntegra del universo. Hay lugares del cosmos donde las mezclas de
gases sirven de reflejo y pantalla para la luz. Ahí enfoca el arqueotelescopio.
Este equipo puede viajar a través de esa luz, descubriendo el pasado. Es la
máquina del tiempo que tanto soñaron muchas civilizaciones, solo que el futuro
no existe.
No hay nada más rápido que la vida. No hay
rastro más perenne que el de la muerte.
Los extraños cerebros artropocarios procesan
la información para su visualización y análisis. Son predadores hostiles cuya
única misión es vivir como sea y donde sea.
En función del origen de la luz, se puede
conocer su edad. Triojidanius está analizando a un individuo que vivió hace mil
doscientos años en el planeta Tierra. Suficiente para conocer con seguridad la
naturaleza humana actual, ya que en un milenio, apenas hay evoluciones notables
en las especies.
El humano transmitió potentes ondas
psico-luminiscentes que entran como un estilete por su ojo dejando una brecha
abierta de recuerdos confusos. Está zarandeado dulcemente por la melancolía que
embarga a su espécimen.
Solo que él sí puede conocer el origen,
retrocediendo en la frecuencia, en el tiempo. Un rastreo de ondas coincidentes
a lo largo de cincuenta años no dura más de medio minuto.
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Con calma, evitando premura como tantas otras
veces, indaga en sus recuerdos sonriendo para si. No hay prisa y le pide a su
cerebro que abra archivos, que los mueva a zonas más visibles y accesibles.
Nunca lo consigue, el cuerpo se relaja demasiado, se sume en el puro sueño con
felicidad y cuando despierta, esa paz es solo un recuerdo amable. ¿Dónde te escondes, paz mía?
Se levanta del sillón con esfuerzo. Su brazo
enfermo le duele de tanto que ha trabajado y de una infección que le está
robando la vida. Es hora de pasear, de distraer el pensamiento. De buscar paz
mientras muere de una infección que nadie le puede curar. De una gangrena que
avanza imparable desde que la sierra eléctrica quebró su hueso con un estruendo
de dolor tras arrancarle la carne. Los antibióticos le cansan, le mantienen
vivo; pero el pus es imparable y el vendaje de su brazo por las noches, huele
igual de mal que el primer día.
Se acabó la armonía por hoy. Es hora de seguir
muriendo. A veces no puede creerse que vaya a morir por algo así. No tiene miedo, ya solo queda la curiosidad.
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Ha dirigido el foco del arqueotelescopio unas
nanomicras de segundo desplazadas de los cincuenta años del humano. Encuentra
una coincidencia en la subfrecuencia. Es el mismo hombre, veinte años más
tarde.
Se encuentra trabajando y al igual que hoy, se
siente tranquilo, en paz. Trabaja sin pensar en preocupaciones, dentro de unos
minutos acabará su jornada y saldrá a la calle contento: tiene trabajo, gana
suficiente dinero para permitirse vivir con holgura y además goza de cierto
carisma en su puesto de trabajo.
Se dice que todo irá bien, ha llegado su
momento como solía decir su padre. Jamás se estropeará, ha trabajado demasiado.
Ha sido engañado y defraudado demasiadas veces y cuando te topas con la verdad,
la reconoces.
Todo irá
bien, se dice para sí mismo encendiéndose el último
cigarro de la jornada en el taller. No tiene prisa por salir de allí, está
bien.
Que todo irá bien ha sido una afirmación
contundente, no hay asomo alguno de consuelo, no hay duda. Es la ley más
rotunda del universo.
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El cerebro de Triojidanius ha detectado el
nexo, el recuerdo. El origen de la melancolía. Y lo que es más, ha dado con un
pequeño puente de luz fino como el filamento de una lámpara que une las dos
épocas del individuo. El pensamiento, la verdad del hombre joven, saltó treinta
años adelante. Algo de paz desde el pasado, cuando más lo necesita.
La emoción lo embarga y transmite a Geneva su
necesidad de descansar. Se siente bien, como el descubridor de un tesoro. El
investigador que ha encontrado uno de los secretos más importantes de su vida.
Geneva retira el acuocular de su rostro.
Se levanta del asiento y abre sus élitros en
un abanico agresivo para desperezarse, la hembra da un paso atrás haciendo
chirriar sus mandíbulas.
Antes de salir al espacio exterior, se dirige
a la bodega y devora cuarenta huevos con glotonería.
Después de tres horas en la estación, el
paisaje ha cambiado. Ahora dos soles lucen al este y al oeste, dando sensación
de calor en el vacío si ello es posible. Su cuerpo crea dos sombras en el
fuselaje de la estación espacial.
Todo irá
bien es la emoción que reproduce su pensamiento una y
otra vez.
En lugar de sentarse en el asiento del vigía
como hace unas horas, su pata se abraza a uno de los cables de comunicaciones
para evitar que una corriente cósmica lo arrastre, dejando que el cuerpo sea
mecido por la nada. Mientras tanto, su sistema nervioso central crea ondas
eléctricas que relajan su cuerpo y su pensamiento.
Y piensa en la luz, en la vida, en la muerte y
en la paz que se encuentra tan escondida y es tan sencilla. Chasca sus
mandíbulas y otra telaraña de baba queda suspendida en lo negro del universo.
Tampoco es una maravilla, el cosmos tiene desperdicios. No hay nada perfecto,
salvo la luz que lo transmite todo.
Que nos hace eternos.
Geneva vuelve a transmitir prisa a sus
antenas: hay trabajo, ya ha descansado suficiente. Es hora de enviar los
resultados del día.
Con pereza se desprende del cable al que se
sujeta y abre sus élitros para planear hacia la esclusa. Los ojos enormes y
hostiles de la hembra lo miran a través de la escotilla con acritud.
De nuevo siente su ojo reventar, el programa
entra como una descarga a través del mismo, cargándose en el sistema nervioso y
convirtiendo sus patas en los controles virtuales más importantes del equipo de
prospección arqueóloga-cósmica. Las antenas vuelven a transmitir datos al banco
informático. Avanza el control de la psico-luminiscencia; en respuesta el arqueotelescopio
enfoca un día más adelante en la vida del hombre mayor; con el puntero, empuja
el pequeño filamento de luz entre el pasado y el presente del hombre para
avanzarlo la milésima parte de un nanosegundo tras hacer zoom en la escala para
obtener mayor precisión.
Geneva observa el monitor sin interés, siente
emociones extrañas que provienen de su pareja; se ha contaminado de alguna luz
extraña.
Mueve sus mandíbulas con malhumor e impaciencia.
De la central de Datos Psico-Lumínicos, se les exige el envío de los datos
procesados. Es tarde. Golpea la cabeza de Triojidamius con una pata para que se
apresure en su trabajo.
Triojidamius parece no sentir nada, está
inmerso en el hombre que tras comer, se sienta para hacer una pequeña siesta y
buscar la armonía. Su brazo luce un nuevo vendaje limpio.
Hace miles de años, hace distancias de eones
que su vida se propaga por el espacio. ¿Alguien lo observa a él también?
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Fumando aún recuerda las palabras de ánimo del
médico “Esto cada vez está mejor”; pero la forma en la que arruga la nariz ante
el olor y la mirada de preocupación que le dedica a la herida tras sacar el
vendaje viejo, lo desmiente. En secreto le agradece los ánimos y que le
duplique la dosis de antibiótico.
Cierra los ojos, el televisor funciona a bajo
volumen como siempre, le gusta porque parece el murmullo de quien habla de un
secreto.
Una canción de repente le eriza la piel: Speed
of Sound. Están emitiendo el video de Coldplay. Como si un fusible se hubiera
repuesto, como si su cerebro hubiera abierto un archivo recóndito por fin; así
actúa la música en todo su ser.
Ha de haber algún acorde musical que emociona
a sus torpes oídos en esa canción; sus pies subidos encima de una silla siguen
el ritmo. Eso no importa, porque todo está bien, aunque se muera.
La añoranza es ahora alegría y emoción. La
música es la banda sonora de la comprensión y la respuesta se expone tan clara
y sencilla...
Por fin lo entiende, lo identifica, lo sabe.
Había mucho tiempo sepultando el mensaje,
cubriéndolo de otros actos. Veinte años representa un trillón de cosas hechas,
sueños y pesadillas. Estratos arqueológicos de una vida que es larga o corta en
función del grado de placer o sufrimiento.
Variable…
El recuerdo se abre instantáneamente. Es
inmediato y siente que su corazón se desboca. Se incorpora en el sillón y sube
el volumen del televisor, Speed of Sound atruena en el salón llenándolo todo,
las vibraciones duelen en su hueso infectado, cosa que no le molesta demasiado.
Se ve a si mismo cuando era más joven, veinte
años atrás. Recuerda con precisión aquel momento en el que se encontraba
trabajando. Se dijo que ya lo había logrado. A partir de entonces todo sería
fácil.
Estaba cableando las mamparas de aluminio y
cristal que formaban los cubículos de la empresa en la que trabajaba. Lo hacía
a gusto, se sentía en su momento.
Aquel día no ocurrió nada especial,
simplemente lo supo: había configurado su vida, se encontraba en fase de
expansión. No dependía de nadie ni de nada, solo de él mismo, su fuerza y
valor.
En ese instante afirmó ser el hombre completo,
sin miedo y con más fuerza que conociera jamás. “Todo irá bien”, afirmó al
universo.
Y ahora, con cincuenta años, sabe que le debe
un abrazo a aquel hombre más joven. Reconoce que le debe el mensaje de fuerza y
ánimo. La convicción que lo ha llevado hasta aquí.
Tenía razón, todo ha ido bien, incluso ahora
que muere. No ha necesitado jamás de nadie, todo ha sido producto de su voluntad
y esfuerzo.
Ahora sí que llora, porque desespera por
viajar al pasado para abrazar a aquel hombre que lo ha convertido en lo que es
hoy.
Lo tiene dentro, lo saluda.
Por fin
nos vemos, joven amigo. Te debo la vida toda.
Y te
aseguro, que todo seguirá bien.
Tenía la razón, la suprema razón.
Le envía besos a su interior, a esa imagen cuasi
onírica que era él de joven.
Aquel día, con aquella fuerza impresionante,
envió a través del tiempo su mensaje de seguridad. Qué cojones tuvo…
La canción ha acabado en la televisión; pero
su corazón y su ánimo continúan el ritmo.
Antes de levantarse del sillón, se enciende
otro cigarrillo. Levanta la tapa del portátil y busca en internet la canción de
Coldplay para reproducirla de nuevo.
En la cocina escoge un afilado cuchillo, sin
vacilar clava la punta en la vena del codo prolongando el corte hasta el
antebrazo para que la sangre mane regular y abundantemente. Para que la vena se
abra como se ha abierto su mente.
Sigue fumando el cigarrillo con los dedos
manchados de sangre.
Todo irá
bien, mi amigo, no dejaremos que nada de lo que hiciste con todo tu esfuerzo degenere
en un final deprimente; no moriremos así, con un largo sufrimiento, tristes y
sin ánimos. Tenías razón, todo ha ido bien y es imposible que nada pueda salir
mal.
Un
abrazo, jefe.
Recuerdo
nuestra camisa azul de trabajo abotonada hasta el cuello por presumir. El
bolsillo lleno de bolígrafos, destornilladores y una libreta de notas. Así me
acuerdo frente al espejo aquel día antes de acabar la jornada. Estábamos guapos
iluminados por la seguridad y la fuerza.
No lo
permitiremos. No lo permitiré, hoy es mi responsabilidad, hoy demostraré la
valentía que tú me diste.
Tal vez
algún ser de una galaxia lejana, nos observará felices dentro de cien millones
de años a través de su arqueotelescopio cósmico de óptica plasmática.
El hombre se marea por la hemorragia. Al cabo
de unos minutos cae al suelo, el cigarrillo se apaga crepitando en el charco de
sangre que se ha formado en la cocina. La sangre mana ya más lenta, como su
respiración, como el pus que mancha el vendaje.
Fin de la vida, fin de la transmisión.
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Triojidamius ha enviado las imágenes al banco
de datos, trabajo realizado.
Geneva retira de su cara el acuocular.
Se siente bien, se siente cargado de fuerza,
casi de alegría.
Todo ese cariño hacia un recuerdo…
Cuanto valor tiene la vida…
No imaginaba que pudiera haber agradecimiento
hacia una edad pasada. Lo importante que es el pasado para el presente.
El tiempo nos hace desconocidos de nosotros
mismos.
Le duele el ojo, todo a de ir bien. Se han filtrado emociones en su sistema
nervioso que no debieran estar. Geneva lo mira con extrañeza, con sus patas delanteras
moviéndose nerviosas.
Él no quiere que nada vaya mal, ha aprendido.
Salta sobre Geneva, sobre su espalda para
penetrarla.
Geneva intenta zafarse de su embestida; pero
él es más poderoso y da inicio la cópula. Ante lo inevitable, la hembra adopta
una actitud pasiva y estática esperando que el macho se derrame.
Llega el orgasmo; da un adiós a la vida cuando
la hembra gira la cabeza ciento ochenta grados hacia él. Ha apresado su cabeza
para devorarlo durante la parálisis que le da el orgasmo. Su mandíbula cruje
entre las fauces de Geneva.
Está muriendo en paz, sabiendo que en lo que
restaba de su insectora vida, jamás hubiera podido experimentar algo así. La
valentía, el honor, la fuerza… Ha aprendido que es bueno morir bien.
Es hora de convertirse en un buen recuerdo.
Tal vez, dentro de mil años, alguien lo admire
desde un arqueotelescopio más cómodo, donde nadie te tenga que aplastar el ojo
para realizar tu trabajo.
La hembra ya ha devorado sus mandíbulas y
ahora, cuando le arranca uno de los ojos, Triojidamius asegura al universo por
medio de sus antenas, que nada puede salir mal.
Geneva deja caer el gigantesco cuerpo
decapitado al suelo y lo transporta arrastrándolo hasta la bodega, para que se
alimenten de él las crías que están naciendo.
Es hora de descansar de seguir existiendo sin
demasiado interés.
Sus antenas reciben el mensaje de que un nuevo
operador viene en camino. Aunque no recuerda porque.
Iconoclasta
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