Odio la violencia; pero es necesaria.
También es necesario el cáncer, la enfermedad
y la muerte; pero no me dan tantas satisfacciones.
Ni a los violadores.
Tengo una raja entre las piernas, lo que me
convierte en mujer.
Mis dos estupendas tetas aún sin operar, lo
demuestran muy claramente.
Amo el sexo por encima de todas las cosas y de
todos los hijos si los tuviera. Y sé lo que digo, porque a punto estuve de
tener uno.
Me gusta la violencia sexual; pero cuando yo
la practico, si un macho me pone la mano encima sin mi permiso y no me ata, le
arranco la polla y se la doy de comer a mi perro.
Yo tenía quince y estaba orgullosa de mis
tetas. Cosa que no le da permiso ni a la santísima virgen de sobármelas. Se
mira; pero no se toca, hijos de puta.
Los violadores son carne para moler.
Ese hijo que a punto estuve de tener…
Como en carne molida acabó el feto del puerco
que me violó y me dejó embarazada en el sanitario del antro después de
acobardarme a bofetadas. Un tipo llamado Alberto, de treinta años con anillo de
casado y que con toda seguridad vivía con
una gorda de muslos ennegrecidos de tanto roce adiposo, con el pelo lleno de
mierda, gel y colonia de adolescente pobre. Seguramente con un hijo idiota como
toda su familia.
Mis padres me llevaron a comisaría a levantar
la denuncia; pero no autorizaron que tomara la píldora del día después. Son
unos muertos de hambre analfabetos; pero católicos hasta el vómito. No les he
dado ni un centavo para salir de la pobreza a pesar de mi fortuna.
A medida que crecía en mí el hijo de aquel
marrano me sentía sucia, cada día más asqueada. Estaba dando cuerpo humano a
una gota de mierda que me llegó demasiado profundamente al coño.
Me fui de casa, porque mis tetas y mi culo me
daban la mayoría de edad, no dejé nota alguna a aquellos putos padres. Éramos
cuatro hermanos, la abuela, y el matrimonio idiota los que vivíamos en dos
habitaciones de ladrillo cubierto de papeles sucios.
Me hice puta para ganar plata con la que
abortar en la mejor clínica de México.
Agustina era una amiga mía que conocí en los
antros, bailando con las compañeras de secundaria y flirteando con los chicos
de nuestra edad. Era dos años mayor que yo, hacía un año y medio que se había
escapado de su miserable casa. Vivía sola en una habitación que había rentado
en Coyoacán. Y como decía ella, con un buen chocho entre las piernas, nadie te
pregunta la edad si lo enseñas y te la dejas meter.
En México no puedes fumar; pero puedes
follarte a una piba de catorce por el precio de una cajetilla si quieres.
Me enseñó a chupar pollas con naturalidad, con aire profesional
y me gustó tanto, que pronto encontré una técnica de succión que iba muy acorde
con mis exuberantes labios. Cuando
Agustina pedía doscientos por mamada, yo exigía quinientos y los
clientes repetían.
Agustina me gustaba mucho. Me ponía un plátano
entre las piernas y me mostraba como hacer una felación. Me ponía tan caliente
que acababa abriendo mis piernas para que me lamiera el coño. Follamos como
locas compartiendo los plátanos de entrenamiento aunque ya no había lecciones
que aprender.
Un borracho le cortó el cuello durante una
felación en el coche; pero yo ya estaba viviendo sola en un buen apartamento
cuando aquello ocurrió.
A medida que mi barriga crecía, los clientes se
sentían más atraídos por mí. Agustina, exclusivamente las mamaba, yo fui más
allá que Agustina y me abrí de piernas para que me follaran por el triple que
una mamada. Cada semana subía el precio, al ritmo de mi embarazo. La clínica me
pedía una pequeña fortuna.
Mientras tanto, nadie me buscaba. Y no quería
que lo hicieran.
Cuando conseguí todo el dinero, ya estaba de
siete meses. Contaba con más de doscientos mil pesos, de los cuales una cuarta
parte se la iba a llevar la clínica.
Ya no se trataba de un aborto, tenían que
hacerme una cesárea. Sacar el feto y matarlo. Es algo que ni a mí ni al médico
nos importaba. El dinero no conoce límites legales de aborto. Si tienes plata
te libras de ser la madre del hijo de un violador.
Si no tienes dinero, te inventas toda esa
mierda de amor por el hijo que llevas en tus entrañas, que al fin y al cabo no
tiene ninguna culpa. Angelito… Y lo crías comiéndote cada día al verlo el
vómito de asco que sientes al recordar a su padre de mierda.
Ese pequeño cerdo que crecía dentro de mí
llevaba los genes de su padre, tenía parecido con él fuera niño o niña.
Y yo no estaba dispuesta a cargar con esa
mierda. Cumplí los dieciséis con esos siete meses de embarazo y al día
siguiente me iban a quitar a aquel tumor que crecía en mi barriga.
Me hicieron una cesárea con mucho cuidado,
para que la cicatriz fuera sutil.
Exigí por diez mil pesos más, ver al bebé que
me habían extraído, mejor dicho, ver como se destruía.
Una vez me desperté de la anestesia, el
cirujano Peter Walheimeyer (un alemán que a pesar de llevar cinco años en
México aún no sabía hablar español con claridad), entró con el niño muerto en
brazos. Apenas tenía formada la cara y su pecho parecía el de una rata, estaba
amoratado por la muerte. Lo transportaba en una pequeña mesa con ruedas de
acero inoxidable, lo cortó en pedazos muy pequeños. Con cada corte que daba, yo
imaginaba que se desangraba el padre, que se le caían los cojones al suelo, que
su polla se agitaba en el piso retorciéndose como un gusano parcialmente
aplastado.
Los violadores y sus hijos son carne para
moler.
En aquella lujosa clínica de la colonia
Polanco, no quedó ni un trozo de carne reconocible de aquella cosa que me hizo
aquel puto violador.
El director de la clínica, me hizo un quince
por ciento de descuento sobre el precio del parto y eliminación de residuos
tras hacerle cuatro de mis cotizadas mamadas, una por cada día que estuve
internada.
Los trozos de lo que afortunadamente no llegó
a vivir, eran tan pequeños que no pude distinguir si era niño o niña. Cosa que
no pregunté.
Cuando te haces puta tan joven, tus clientes
suelen ser gente con gustos muy especiales, y sobre todo, con cargos
importantes. La gente más adinerada es la más puerca y la más devota. A algunos
les gusta abofetearme para que me sangre la boca y besarme, les cobro mil pesos
por hostia y ellos pagan como retrasados mentales sacando nerviosos los
billetes de sus carteras; con sus ridículos penes erectos sombreados por su
barrigas decadentes o sus brazos viejo y fofos. Yo no soy una mujer muy grande,
así que muchas veces me costaba respirar cuando se me ponían encima. Sus penes
no me hacían daño, eran sus barrigas las que me asfixiaban. Sobre todo les
gustaba aplastarme cuando estaba embarazada.
Uno de aquellos burócratas del ministerio de
la vivienda, me consiguió un apartamento de doscientos metros cuadrados en la
lujosa Polanco al precio de la habitación que compartía con Agustina.
Mi amiga no quiso venir conmigo, se había
metido en asuntos de cocaína y sus dedos estaban ennegrecidos de prender la
pipa de crack.
Un llamativo anuncio en el periódico, me trajo
nuevos clientes. A los antiguos les gustaba más embarazada y empezaron a
olvidarse de mí.
Parte de lo que ganaba lo invertía en coca que
disolvía en la bebida de los que venían a follar para asegurarme su asiduidad.
A los dieciocho años tenía cuatro putas de
lujo en el apartamento que ya había comprado, y el guardaespaldas de uno de mis
narco-clientes como vigilante y protector. Se llama Caledonio.
Yo solo me dedicaba a follar con los machos
que me gustaban verdaderamente y me dejaba hacer regalos e invitar a fiestas y
viajes.
Cuando no había clientes y mis putas se iban a
sus casas, al finalizar la jornada, generalmente a primera hora de la mañana,
evocaba en mi cama el troceo del hijo de mi violador y fantaseaba con su
muerte. Se me ponía el coño tan caliente que no había caricia que me aliviara.
La carne molida sangrante me obsesionaba. Me dirigía a la cocina y sacaba de la
nevera una bandeja de carne de res molida y en mi habitación, me cubría el coño
con ella, me la metía dentro y me frotaba hasta quedar exhausta, dormida, con
la sangre goteando por mi raja, con los dedos pegajosos…
Cuando tienes dinero, tienes todo el tiempo
para leer y para estudiar idiomas. Es necesario cuando los clientes son
políticos, empresarios, militares y religiosos. A los diecinueve años, podía ir
a chuparle la polla a un presidente hablando inglés y entendiendo francés.
Además, me hice culta.
Mi entrada al mundo de las grandes perversiones,
llegó de la mano del gobernador de México, coincidimos en un hotel de París. Yo
acompañaba a uno de mis amantes clientes, un empresario de la industria de la
telefonía móvil que me presentó como la mujer más sensual que había conocido a
su amigo gobernador.
Cenamos las dos putas y los dos clientes en el
restaurante, entre alcohol y langosta acabamos intercambiando las parejas y
acabé con el gobernador, la golfa sin cerebro se quedó con el empresario.
Una vez en su suite me pidió que jugara con
sus bolas anales: le introduje quince bolas del tamaño de una ciruela, todo un
rosario que casi le llena el intestino. Todo un récord. Sabía que mi discreción
estaba fuera de toda duda y se permitió dejar sus excrementos entre mis piernas
sin ningún pudor. Salieron con la última bola que le extraje y su semen
regándolo todo.
No me dio más asco que otros, simplemente me
aportó experiencia.
Una mañana, comprando carne en el Mercado
Central de Abastos, observando como la molían apretando mis rodillas una contra
otra al imaginarla ya en mi vagina, recordé el hijo que no tuve y a su violador
padre. Ya tenía veinte años, y a pesar de sentirme afortunada porque aquel
marrano me violara y cambiara así mi vida; decidí ejercer mi poder.
El antro Lipstick seguía siendo frecuentado
por las tardes de los sábados y domingos por adolescentes de secundaria y
prepa. Y entre toda esa juventud, siempre se filtran los degenerados, los
solitarios, los fracasados de su matrimonio, los que aún se creen jóvenes para
alternar con adolescentes. Aquellos cobardes que se ven inferiores entre los de
su generación.
No supe verlo en su momento, no discerní la
iniquidad de Alberto, mi violador y dejé que me acompañara a la puerta del
sanitario. Fui idiota.
Hasta que no eres puta no conoces bien al ser
humano, lo rastrero que puede ser.
Entré en el local con Caledonio, mi
guardaespaldas. El ambiente estaba hormonado por tanto adolescente, me sentí
extraña; muy lejos de aquel mundo que había dejado hacía cinco años.
Los adultos eran tan pocos en aquel lugar, que
brillaban con luz propia en la oscuridad. De los cuatro que había, dos eran
camellos y los otros dos moscones que miraban sin decidirse a abordar a ninguna
de las chicas o chicos. Posiblemente, jamás lo harían.
Durante tres semanas, sábados y domingos por
la tarde acudí sin encontrar a Alberto, era una posibilidad muy remota; cinco
años matan y cambian la vida de mucha gente.
Me aburrí de aquella búsqueda y por otra
parte, viajé de acompañante cinco días con el general Armendáriz a Alemania, a un
congreso de militares organizado por la OTAN. Un reloj Cartier fue cargado en
la minuta de gastos a cargo del gobierno. Mi trabajo: ser un adorno en su brazo
por las noches y abrirle el ano con un espéculo y llenar sus intestinos con
agua; en definitiva, un enema avanzado y mi orina recorriendo su cara.
Si algo sé, es que a la gente que se encuentra
en el poder, le encanta que le metan cosas por el ano.
A los sacerdotes les gusta que les lesiones
los genitales, no sé por qué; pero siempre es así.
Y a mí me excitan, disfruto con mi trabajo.
Cuando llegué a México, Caledonio sonreía
abiertamente desde que me recogió en el aeropuerto. Cuando llegamos a mi casa y
burdel, me llevó hasta el cuarto de dominación y encendió las luces. Allí
estaba Alberto, mi odiado violador.
Caledonio tenía grabada la descripción que le
di cuando lo buscamos en el antro durante esas tres semanas. Fue casual que
entrara a comprar una cajetilla de tabaco en un Oxxo de Reforma. El hijo de
puta trabajaba de cajero. Mi guardaespaldas esperó a que acabara su turno y
cuando el desgraciado salió del local hacia su casa, le presionó con el cañón
de la pistola en la espalda y lo metió en el carro.
Lo desnudó, lo amordazó y le cubrió la cabeza
con una capucha sin ojos de cuero. Inmovilizó con las esposas de cuero los pies
y manos. Llevaba dos días allí y se había cagado y meado en la mesa. Olía a
podrido; pero no me molestaba, era mayor mi alegría.
Salimos de la habitación sin decir una sola
palabra y besé agradecida a mi guardaespaldas. Mandé llamar a Vanesa, la más
fea de mis putas que se dedicaba a la escatología, le pedí que se la pusiera
dura.
Alberto intentaba hablar, sus balbuceos eran
un tanto molestos; pero nadie pronunció una sola palabra. Vanesa se metió el ridículo
miembro en la boca y lo único audible en aquel cuarto, eran las succiones que
le hacía en la polla.
Poco a poco aquello se fue endureciendo, le
susurré unas palabras al oído a Caledonio y salió del cuarto.
Volvió a los pocos segundos con un cuchillo
cebollero de la cocina.
La polla de Alberto estaba tiesa, aunque era
imposible que adquiriera la dureza violadora en aquel estado. Vanesa es una
buena profesional, le había metido un dedo por el ano y no dejaba de excitarle
la próstata, cosa que provocó que se orinara y mi puta, se masturbó con
aquello.
Vanesa mantenía firme y vertical el bálano, me
acerqué silenciosamente con el cuchillo y apoyé el filo en el meato, como
centro y guía de corte. Le lamía las pelotas para tranquilizarlo, porque el
cerdo tensó sus piernas con violencia al sentir el metal en la polla.
Empujé con fuerza el cuchillo y corté
transversalmente aquel rabo de cerdo, el corte no fue simétrico; pero el efecto
fue contundente: el bufido de Alberto fue acompañado por unos fuertes cabezazos
contra la mesa en vano intento para aliviar el dolor. No había nada humano en
sus gritos ahogados. Caledonio y Vanesa empalidecieron y vomitaron.
Toda una fiesta…
Con el mismo cuchillo, le corté el escroto y
dejé que asomaran los testículos desnudos, se desprendieron de sus conductos y
nervios rápidamente por las continuas e imparables sacudidas que hacía con el
vientre para soltarse de sus amarres.
Le inyecté una dosis de heparina en el vientre
para evitar la coagulación y salimos del cuarto.
A las cuatro horas Caledonio me informó que
aún respiraba, le puse en la mano otra inyección de anti-coagulante para que no
cesara en ningún momento la hemorragia.
Necesitó dos inyecciones más de heparina, al
fin murió desangrado tras dieciséis horas. Contratamos a mi carnicero habitual
para que cortara el cadáver en trozos muy pequeños y sacara aquella mierda de
allí, le sería fácil deshacerse de todos esos desperdicios en su negocio.
El cerdo estaba casado, tenía un bebé de siete
meses y una niña de seis años.
Mi buen guardaespaldas, entró una noche en la
casa y degolló a los niños y a la mujer. Trabajó tranquilamente, con la
impunidad que da el dinero y la compra de policías importantes que inventaron
una historia de drogas y ajuste de cuentas.
Mandé quemar la barraca donde vivían mis
padres y hermanos; creo que el rostro de mi madre quedó desfigurado por el
incendio; pero todos salieron vivos y sin apenas tener tiempo de coger algo de
ropa. Salvo la abuela, que murió asfixiada; pero esa mierdosa estaba vacía, no
había nada en su viejo esqueleto.
Tal vez, algún día cuando el aburrimiento de
una vida demasiado acomodada me lleve a buscar emociones fuertes, convierta a
lo que queda de mi familia en carne picada.
Es mentira, no odio la violencia y junto con
la venganza, humedece mi coño al que consuelo con carne de res molida, fresca y
sangrante. Un delicioso cataplasma vaginal que me baja el tremendo calor y la
excitación que me proporciona pensar en la venganza.
Yo también tengo mis especiales gustos, todos
los que estamos en el poder, disfrutamos de perversiones que le están vedadas a
los pobres.
2 comentarios:
Una historia muy interesante :O
Muchas gracias por creerlo así, videos porno.
Saludos y buen sexo.
Publicar un comentario